Las leyendas de Tabasco tienen un aire especial, un aire místico. No es que solo sean historias bellas, o bien, aterradoras, sino que llevan en sus palabras el toque especial de un estado que es famoso por su capacidad de comprender la magia de la naturaleza.
En este libro gratuito, se encuentra todas las historias, cuentos, leyendas de Tabasco, convirtiéndolo en un tesoro de este estado de México.
Leyendas de Tabasco
El Vaquero Fantasma
Se cuenta que el Vaquero Fantasma era el alma en pena de un ladrón de ganado que arruinó a un viejo hacendado con sus robos, por lo que fue asesinado por uno de los hijos del anciano empobrecido. Dice la leyenda que, a la noche siguiente del trágico suceso, el alma del muerto comenzó a recorrer los caminos solitarios, tomando la apariencia de un jinete misterioso.
Con el tiempo, la leyenda se fue olvidando, casi nadie se acuerda de ella, pero la verdad es que El Jinete Fantasma continúa diariamente recorriendo todos los senderos. Unas noches ronda por la región de los ríos, otras, por la Chontalpa o la sierra y, la mayoría de las veces, por el centro.
Muchos de los que se han topado con él, automovilistas, camioneros o motociclistas que viajan por las noches, no han vivido para contarlo. Se dice que, de improviso, el jinete atraviesa la carretera o el camino, haciendo que el conductor del vehículo frene y, si viaja sobrio, al sobresaltarse exclame frases como:
—¡Dios mío!
—¡Ave María Purísima!
—¡Jesucristo salvador!
Y así, la cosa no pasa del susto. Pero, si por el contrario maneja ebrio, al ver al fantasma suelta toda clase de improperios y maldiciones; entonces, el Vaquero Fantasma se para frente a él con ojos centelleantes y carcajeándose en forma demoniaca, por lo que, presa del terror, el viajero acelera enloquecido, por lo que termina su vertiginosa carrera contra un árbol u otro vehículo, perdiendo la vida.
La gente asegura que se acerca al vehículo accidentado y se lleva el alma del fallecido. Así que, si usted tiene que viajar de noche por carretera, ésta es otra buena razón para no beber si va a conducir y mejor encomiéndese a Dios, no vaya a ser que se encuentre con ¡el Vaquero Fantasma!
La mujer de la serpiente
En la plazuela conocida como de La Concepción, que hace muchísimos años formaban las calles Vicente Guerrero e Independencia, del viejo barrio de La Punta, en la ciudad de Villahermosa, vivió una señora llamada doña Beltrana, madre de una joven de nombre María Violeta, quien se la pasaba de fiesta.
La joven todas las noches se escapaba por la ventana de la sala que daba a la calle y buscaba pareja para “darle vuelo a la hilacha”. Cuando regresaba a su casa, doña Beltrana la esperaba con un largo látigo que empleaba para azotarla, con la esperanza de que cambiara su conducta, pero esto no sucedía. La madre estaba desesperada.
Una noche en que María Violeta regresó a su hogar sin haber saciado sus apetitos festivos, trepando por la ventana, se introdujo en su habitación. En esta ocasión la bella joven estaba furiosa por la falta de diversión. Cuando su madre la descubrió, cogió el famoso látigo dispuesta a castigarla una vez más; pero María Violeta, enardecida como estaba, empujó a su madre, le quitó el látigo y empezó a darle tremendos latigazos, a los que la pobre mujer respondía con gritos de dolor y cara de estupefacción ante el atrevimiento de su malvada hija.
Ante sus aterrorizados ojos y los de su madre, dicho látigo se convirtió en una serpiente enorme y roja que medía cerca de seis metros. La bestia enseguida se enroscó en el delgado cuerpo de María Violeta y la trituró rompiéndole todos los huesos y convirtiendo su carne en una masa deforme y ensangrentada.
Una vez que la chica estaba muerta, como es de suponer, la terrible y vengativa serpiente salió de la casona y se dirigió hacia el río Grijalva, en el cual se sumergió hasta desaparecer.
Ante aquel hecho sobrenatural, doña Beltrana quedó muda de espanto y así vivió durante varios meses, tras la horripilante pérdida de su hija, a la que, a pesar de su comportamiento frívolo y descocado, quería muchísimo.
Antes de morir, la señora recobró el habla y pudo confesar la causa de la muerte de su hija, a la que la gente del barrio de La Punta, le llamó desde entonces: la mujer de la serpiente.
Para los pobladores quedó claro que todos, hijos e hijas, debían portarse bien, ser siempre respetuosos con sus mayores y nunca, por ningún motivo, levantar la mano contra sus padres, pues la serpiente de esta leyenda seguía viviendo en el cauce del río Grijalva y en cualquier momento podía volver a salir para ajustar cuentas con los hijos de la región que tuvieran un comportamiento inaceptable.
Se cuenta que, debido a que aquél río conecta con el mar y por tanto con otros ríos y arroyos, la bestia ha querido explorar otras regiones, por lo que no sólo en La Punta deben ser buenos hijos, sino también en cualquier parte del país que tenga cerca un río o el mar.
¿Y tú, sabes si la serpiente podría estar cerca de ti? Por si acaso, no olvides que es mejor respetar a tus padres, pues en estos tiempos, las tuberías también llegan al mar o a los ríos, para mala fortuna de la naturaleza, pero buena para la serpiente.
La tierra de los duendes
Cuentan los habitantes del poblado de Mazateupa que, allá por los años sesenta, en un lugar llamado La Sabana, dentro de un rancho de nombre El Guanal, vivía una familia a la que le gustaba criar animales de traspatio, pero lo que más disfrutaba era tener eran pollos, por lo que en su corral había bastantes. Incluso se dice que, en ocasiones, lograban criar hasta cincuenta o setenta pollos, más pavos, gallinas, patos y cerdos.
El lugar, dicen los ancianos del poblado, era un sitio solitario, pues no vivía nadie allí, excepto esa familia; pero no le tenían miedo a nada, pues la señora se mantenía siempre en oración, le rezaba a Dios y sobre todo a la Virgen María.
Un día, de repente sin que supieran cómo, los pollos empezaron a caminar raro y se tropezaban, el cuello se les retorcía muy feo, unos se caían y querían levantarse, pero no podían.
Ese comportamiento lo tenían casi todos los días, desde que amanecía hasta el anochecer. Cuando ya todo estaba oscuro, los pollos se ponían bien, como si no les pasara nada. Entonces comenzaron a decir que estaban endemoniados.
La familia se preguntaba por qué les pasaba eso a sus animales, ya que sólo era a los pollos, pues a los otros animales no les sucedía lo mismo. Por esa razón empezaron a llamarles “los pollos cachurecos”, sin embargo, seguían sin saber qué hacer ante tales embrujos.
Algunos miembros de la familia no querían ni comer pollo porque no comprendían lo que estaba sucediendo con los animales.
Un día, el padre de la familia decidió llamar al chamán del pueblo de Mazateupa para que fuera a ver lo que les ocurría a los pollos cachurecos. Cuando llegó, le contaron todo con lujo de detalle e incluso imitaron a los animales en su forma de comportarse, para que al brujo le quedara más clara la situación.
El Chamán lo primero que les pidió fue pozol con cacao, dos jícaras pequeñas, como las que utilizan para las ventosas, y una cajetilla de cigarros, posteriormente se las llevó y se internó en el popal en donde realizó un ritual para alejar a los malos espíritus y que los animales volvieran a la normalidad.
Cuando regresó, le informó a la familia que lo que les estaba sucediendo a sus pollos era que los duendes les estaban haciendo maldades a sus animales, pues querían que se fueran del lugar, ya que era su territorio y no querían ser molestados.
Fue así que, después de un tiempo, tuvieron que abandonar el sitio. Desde entonces y hasta hoy nadie vive en La Sabana o el rancho El Guanal, y sólo el ganado pasta ahí, aunque no falta una que otra vaca que comienza a caminar extraño de vez en cuando, pues, aunque no viven ahí, a los duendes les gusta divertirse usándolas como marionetas.
Se dice que ahora no sólo los pollos o animales se pueden ver afectados, sino también los humanos, puesto que ya un pastor fue sometido por estos pequeños traviesos.
Si no crees esta leyenda, puedes ir al rancho El Guanal y quedarte en la zona algunos días, pero no vayas solo, pues seguro tus amigos querrán verte caminar y retorcerte como pollo cuando los duendes hagan de las suyas con tu ser.
El fantasma de Chico Che
En el panteón de Villahermosa, Tabasco, nació una leyenda en la que se cuenta que un personaje, que era famoso en la década de los setentas, se aparece por las noches rondando su tumba.
En vida llevó el nombre de Francisco José Hernández, mejor conocido como Chico Che. La gente aseguraba escuchar música dentro del panteón y ver la silueta de un señor de cabello un poco largo, como lo llevara aquel cantante. También comentan que deambulaba por los pasadizos del cementerio.
Un grupo de investigadores acudieron al lugar y cuentan que un especialista hizo una invocación para saber si era Chico Che quien se encontraba penando. Estos cazafantasmas dijeron que siempre que se invoca a alguien tienen que decir su nombre tres veces para que se empiece a manifestar. En este caso no hubo respuesta cuando dijeron:
—Francisco José Hernández… Francisco José Hernández… ¡Francisco José Hernández!
Aunque se podía sentir una presencia, en poco tiempo se dieron cuenta que no era el Francisco José Hernández que buscaban, sino quizá otra ánima con un nombre parecido, un espíritu que se había confundido en ese momento.
Entonces, uno de los investigadores decidió invocarlo por su único e inconfundible nombre:
—Chico Che… Chico Che… ¡Chico Che!
¡Entonces pudieron comunicarse con él!
Aunque no dan mucha información al respecto, dijeron que finalmente le informaron que era hora de partir de este plano e ir al mundo de los muertos, pues se había convertido en un alma en pena y asustaba a la gente. Chico Che aceptó, sobre todo porque se dio cuenta que, en el otro mundo, seguro habría más gente que lo recordaba por su música y la disfrutaría, pues en estos tiempos, ya casi nadie sabe quién fue este cantante.
Sólo falta saber si allá tendrá el mismo éxito su canción “¿Quién pompo?”, pues no se ha confirmado si los muertos usan zapatos, ya que siempre flotan y no necesitan caminar.
Enfermeras del más allá
En el hospital de Cárdenas, son muchos los testimonios que aseguran que hay enfermeras que entran a cuidar a los pacientes y luego simplemente desaparecen.
Se cuenta que hace mucho tiempo hubo un grupo de enfermeras a las que les fascinaba su profesión. Ellas siempre estaban temprano en el hospital cuidando a los pacientes y disponibles cuando las necesitaban.
Un día, cuando las enfermeras salían de trabajar por la noche, tuvieron un grave accidente en la carretera. Cuando los paramédicos llegaron, aún se encontraban todas con vida y fueron llevadas al mismo hospital donde trabajaban. Ahí, por desgracia, una por una, fueron muriendo debido a las heridas del accidente.
No pasó mucho para que comenzaran a suceder cosas extrañas. Después de que la primera enfermera muriera, las otras, que aún estaban con vida y agonizando en sus camas, comenzaron a mencionar su nombre, como si la tuvieran enfrente. Poco después la segunda murió y sucedió lo mismo, las demás comenzaban a decir el nombre de las dos enfermeras, aun cuando nadie les había comentado de su fallecimiento. Así sucedió hasta que el grupo completo había fallecido. Nadie nunca se explicó por qué parecía que hablaban con las difuntas mujeres.
Poco después los enfermos que estaban en el hospital aseguraban haber sido visitados por ellas.
Desde entonces, los pacientes dicen que las jóvenes los han atendido y que portan un uniforme diferente al de las demás, algo un poco viejo o pasado de moda. En lo que todos coinciden, es que ellas son muy amables.
Actualmente, las enfermeras van de pasillo en pasillo atendiendo a sus pacientes, principalmente a aquellos que tienen una mayor posibilidad de curarse de los males que los afligen.
Desde la helada habitación, aquellos que parecen ser los olvidados, miran el pasar de las horas sin ningún cambio en su estado de salud, pensando sólo en su final.
Cae la noche, todo continúa sin ningún cambio, aquellos enfermos en estado grave, que creen que lo único que sigue es su muerte, cambian por completo su estado de ánimo al aparecer, frente a ellos, unas simpáticas enfermeras que, sólo con verlas, transmiten bondad y mucha tranquilidad a todos.
Estas mujeres, las cuales visitan cada una de las habitaciones del hospital, van reconfortándolos al decirles que todo estará bien, puesto que aún no les ha llegado la hora de ir, junto con ellas, al más allá.
Se cree que estas enfermeras no son almas en pena, al contrario, son almas que han recibido el permiso de seguir haciendo su amada labor para acompañar en el camino a aquellos que deben partir a la otra vida.
La terrible Tía Nati
Una leyenda del estado de Tabasco nos relata que, hace unos cuantos años, cerca de la población de Acahual, vivía una familia de campesinos que estaba integrada por el padre, don Remigio, la madre, doña Eustaquia, un hijo llamado Ernesto de once años y Silvia de apenas siete años.
En una ocasión, la pequeña, desobedeciendo las órdenes de su madre de no irse lejos de la casa a la caída del día, se alejó de su hogar y fue a dar hasta un sitio que tenía muchos árboles, un pequeño riachuelo y rocas que invitaban a sentarse. La pequeña Silvia, viendo el lugar tan bonito, decidió quedarse a ver las mariposas que aún volaban cerca de las flores que crecían a la orilla del riachuelo.
Se encontraba muy entretenida cuando, de pronto, vio acercarse a una mujer. Al principio no tuvo miedo, pero conforme la señora se aproximaba, el terror fue apoderándose de la niña. Se trataba de una mujer que tenía todo el cuerpo peludo, con sus enormes ojos desorbitados en los cuales se podían ver llamas rojas y amarillas y sonreía con una mueca siniestra.
Silvia trató de gritar, pero no pudo y se quedó paralizada. Al acercarse más la mujer, la niña se dio cuenta de que se trataba de la Tía Nati, una señora demoníaca a la que se le consideraba una bruja maligna, tan fea como blasfemar en cuaresma, y de quien se cuenta que, si se le llegaba a ver, las personas enfermaban fatalmente.
Poco después, los acongojados padres supieron que la causa de la muerte de su hija había sido la terrible Tía Nati, que acostumbra vagar por todos los pueblos de Tabasco en espera de que alguien la vea para hacerle daño y matarlo.
Existen algunos chamanes que dicen haber tenido acceso a su libro de maldades, en el que describe cómo se llevó a todas y cada una de sus víctimas. Las narraciones son tan desgarradoras, que sólo se limitan a avisarles a sus familiares que el responsable de su muerte fue ese monstruo.
Así que anden con cuidado por esas tierras, si no quieren aparecer en el macabro libro de la despiadada Tía Nati.
De cómo surgieron las serpientes en el mundo
Cuenta una leyenda zoque, del estado de Tabasco, que hace muchos años una anciana mujer iba caminando por un cerro cuando de pronto se encontró dos huevos que estaban colocados debajo de una piedra. Admiró la belleza de los huevos y, como estaban tan bonitos, decidió llevárselos a su casa con el fin de empollarlos.
Con el paso del tiempo, de los huevos nacieron un Gavilán y una Serpiente. La ancianita los cuidó con amor y las criaturas crecieron hasta llegar a ser muy grandes.
Pero había un problema, el aliento del Gavilán era sumamente fétido, apestaba, y la mujer no aguantaba ese horrendo olor, razón por la cual le dijo al ave que tenía que irse de la casa.
Así pues, el Gavilán se fue a recorrer el mundo y la anciana se quedó solamente con la Serpiente. Pero sucedió que un día el reptil se enojó y mordió a la mujer.
A causa del veneno del animal, la vieja empezó a ponerse mal e iba a morir. En su dolor y miedo llamó desesperadamente al Gavilán. En verdad estaba muy arrepentida por haberlo corrido.
En ese momento el Gavilán estaba cerca del lugar y oyó los gritos que profería la mujer. Entró y la vio en la cama retorciéndose a causa de la terrible dentellada. El ave era experta en curar esas mordidas, así que decidió ayudar a la anciana.
Al ver al Gavilán, la mujer le pidió perdón y le dijo que por favor se llevara a la sierpe que tan mala había sido al lastimarla. El Gavilán buscó a la Serpiente y la encontró durmiendo bajo unas plantas, la tomó con su pico, voló muchos kilómetros, la arrojó al vacío y la serpiente murió del golpazo que se llevó.
En el suelo donde se derramó su sangre, surgieron muchas víboras, donde cayeron sus huesos nacieron coralillos, famosas por su veneno, y donde cayó su piel, se pobló de muchas serpientes pequeñas. ¡Y así fue como las serpientes empezaron a proliferar por la Tierra!
No sabían nadar
Una leyenda, del estado de Tabasco, narra la triste historia de dos mujeres: una madre y su hija.
Cerca de la ciudad de Frontera se encuentra el puerto del mismo nombre, uno de los más importantes por su actual tráfico marino y su belleza, y porque ahí desemboca el Río Grijalva. Se localiza a setenta y ocho kilómetros de Villahermosa, la capital de Tabasco.
Hace ya muchos años, a principios del siglo XX, los habitantes de Frontera solían acudir de paseo al puerto los sábados para descansar del trajín de toda la semana. Doña Rosa y su hija Ema no eran la excepción, todas las mañanas de los sábados se dirigían al puerto y observaban maravilladas la belleza del mar, de la cual nunca se cansaban. Caminaban tranquilamente por los muelles. Como nunca faltaban a su paseo, los pescadores ya las conocían y las saludaban afectuosamente, saludo al que las dos mujeres respondían con alegría.
El tiempo fue pasando y Ema se convirtió en una adorable joven a quien todos admiraban por su belleza, donaire y gentileza.
Un día que se encontraban caminando por los muelles, los pescadores las invitaron a subir a la lancha que efectuaba un recorrido por el mar con los paseadores que quisieran hacerlo. Doña Rosa y Ema aceptaron la invitación con mucho gusto, pues era un paseíto que ya habían realizado en otras ocasiones, aunque no en muchas porque no sabían nadar y eso les daba un poco de miedo.
A ambas les gustaba mucho sentarse sobre el mar y recibir la brisa marina en la cara.
Ya de regreso al muelle, iban en el bote muy felices después de haber pasado dos horas en el mar, cuando de pronto un barco golpeó la lancha y todos cayeron al agua, pero desgraciadamente la madre y la hija murieron ahogadas porque no pudieron nadar para salvarse y nadie fue capaz de rescatarlas.
Los habitantes de frontera aseguran que todos los sábados por la tarde se ven, a Rosa y Ema, caminar muy felices por el muelle, pero al llegar al final ambas desaparecen como por arte de magia. Se dice que son los fantasmas de las infelices mujeres que murieron ahogadas por no saber nadar.
El beliceño
En la ciudad de Tenosique, en el estado de Tabasco, existió hace muchos años un hombre de Belice que vivía en la Colonia de San Miguelito. Este señor, que era brujo, medía un metro noventa de altura y era de raza negra.
Todas las mañanas acudía al café del mercado público que se encontraba ubicado en el Centro de Tenosique y que hoy se conoce con el nombre de Benito Juárez. Cuando en el café veía a alguna persona le preguntaba:
—¿Qué cosa le sucedió por la noche que venía usted gritando como loco?
La persona que era cuestionada, con miedo y asombro, siempre preguntaba:
—¿Cómo sabes que me sucedió algo anoche?
Luego comenzaba a relatar su infortunio, que siempre terminaba con un:
—¡Y se me apareció un chivo negro horroroso!
Entonces, el beliceño, riéndose a carcajadas, replicaba:
—¡Eso les suele pasar a los que andan caminando por la madrugada!
El Chivo Negro era nada menos que este hombre brujo, alto y negro, que en realidad era un nahual.
Cuando se transformaba era un chivo enorme, sumamente peludo, y con grandes ojos rojos, muy saltones, que miraban con maldad. A partir de las doce de la noche se les aparecía a los caminantes y los atacaba embistiéndolos con rabia hasta matarlos o al menos asustarlos mucho.
Esto sucedió noche tras noche en la colonia San Miguelito, a la cual se le conoció, por muchos años con el nombre de Colonia El Chivo Negro.
El brujo nahual también tenía la capacidad de convertirse en búho e iba por las casas asustando a sus moradores con sonidos extraños que salían de su pico. Todos le temían y en cuanto lo escuchaban se ponían a rezar toda la noche, pidiéndole a Dios no morir por haber oído su fúnebre canto.
Desde entonces, la gente, cada que escucha el canto de un búho o ve un chivo negro de noche, si no reza, al menos si se persigna unas tres veces, por si acaso.
La terrible bruja de Cunduacán
En la ciudad de Cunduacán —lugar de olla, pan y culebras—, cabecera del municipio tabasqueño del mismo nombre, que forma parte de la subregión llamada De la Chontalpa, en el estado de Tabasco, existió una horrible mujer que se dedicaba a la brujería, también llamada: magia negra.
Mediante cierta cantidad de dinero, o de un buen regalo, la mujer se prestaba para efectuar trabajos de toda índole, ya fuera que se tratara de volver a un hombre al camino de la fidelidad o de matar a una mujer que no acababa de morir y cuyos hijos estaban deseosos de recibir la herencia que había prometido dejarles. Se trataba de una bruja maligna, cruel y avara.
Mucho dolor y fatigas causó a muchas personas la llamada Bruja de Cunduacán, pues su maldad no tenía límites y no se detenía ante nada.
Pero, como todo termina, un día la bruja se enfermó y murió. Sus artes maléficas nada pudieron contra la pulmonía que puso fin a su vida.
Dice la leyenda que cuando falleció, se transformó en un enorme y horripilante pájaro negro que emitía sonidos espeluznantes, los cuales toda la población de Cunduacán escuchó aterrada durante siete días, mientras una lluvia de cenizas inundaba las calles aledañas a la casa de la bruja. Al séptimo día, el asqueroso pájaro desapareció hasta perderse en las alturas.
Hay quien dice que el horrible animal aparece de vez en vez para asustar a los mortales que tienen la mala suerte de encontrárselo en su camino, de los cuales muchos no viven para contarlo.
La Virgen de Cupilco
Cupilco es un pueblo que se encuentra en la región de la Chontalpa en el estado de Tabasco. De ese hermoso lugar ha llegado hasta nosotros una leyenda que a continuación leerás.
Corría el año de 1638, cuando en la Barra de Tupilco, en el Municipio de Paraíso, de pronto se les apareció a unos pescadores, que se encontraban en la playa, la imagen de la Virgen de Nuestra Señora de la Asunción de María, sentada en una barca que flotaba en el mar. Asombrados, los pescadores la admiraron y se la llevaron a su comunidad llamada Ayapa, donde la colocaron en el altar de la iglesia para venerarla como correspondía a tan especial imagen.
Los pobladores notaron que cada noche la Virgen se movía hacia el norte, como mirando hacia Cupilco, entonces la volvían a colocar y otra vez se movía. Ante este insólito hecho, los sabios ancianos de Ayapa tomaron la decisión de llevarla a varios poblados hacia el norte y cercanos a Ayapa, pero la santa imagen seguía dirigiendo su cuerpo y mirada hacia Cupilco.
Convencidos de que el lugar en donde quería permanecer la Virgen era Cupilco, los creyentes decidieron trasladarla a la iglesia de dicho pueblo. La Virgen agradeció el cambio, pues era en ese sitio donde quería estar para siempre.
En cuanto llegó, se produjeron toda clase de milagros, por lo que su devoción y fama de milagrosa se extendió a otras comunidades.
Desde entonces, para corresponder a los dones que les envía Nuestra Señora de la Asunción, los días treinta de cada mes, la bajan de su altar para limpiarla con oloroso aceite y cambiarle su humilde pero hermoso ropaje.
Esta querida Virgen fue coronada como la Reina de Tabasco el día 11 de mayo de 1990, por el entonces Papa Juan Pablo II. A partir de entonces, su iglesia es un lugar muy visitado por los creyentes.
Los chaneques
Oxolotán, es un pueblo zoque bañado por las verdes y turbulentas aguas del río de la sierra. La raza que habita este sitio se encuentra oculta entre los cerros, por lo que la magia de los acontecimientos, que se han convertido en leyendas, conserva el deseo de su gente por saber y enseñar, lo cual se vuelve más emocionante al encontrarse rodeados del misticismo de la selva, que despierta la curiosidad de los zoques por tener nuevos encuentros con lo desconocido.
El espíritu de su pueblo aún conserva los vestigios de la tradición prehispánica en los testimonios silenciosos de los habitantes del convento Dominico, pues ellos narran muchas de aquellas leyendas.
En Oxolotán aún existe la tradición ancestral del respeto al consejo patriarcal del clan, que guarda y revela a las nuevas generaciones la sabiduría de los tiempos y los secretos de la vida.
Las palabras del abuelo, en los oídos de su nieto Eustaquio, habrían de marcar la existencia del niño con los significados de las leyendas que en su infancia escuchó.
En la choza de don Celestino, la tarde caía hasta el río y las faldas de los cerros que la rodeaban, por eso, el pequeño Eustaquio cerraba la puerta y acercaba su silla al fogón, mientras el abuelo enrollaba el tabaco, y Lluvia, la madre del niño, preparaba la cena.
Después llegó el relato que el abuelo guardaba para su nieto, en donde transmitía la magia del monte, habitada por los chaneques, como legado ancestral de su pueblo.
Sentado en el suelo, Eustaquio se acomodó con la cabeza sobre las piernas de don Celestino. Una a una las palabras fueron cayendo, abriendo el consejo para dar paso a la leyenda.
—Hijo, ya estás crecidito, así que atiende lo que te digo: cuando tu mamá te dice que no juegues dentro del monte, hazle caso porque ése es un lugar donde existen los chaneques. Pronto tendrás que acompañar a tu papá a la siembra y a la caza por el monte y tienes que aprender los secretos de la selva para que siempre regreses y no te pierdan.
—¿Y por qué me han de perder los chaneques, abuelito? —preguntó aquella vez el niño, con la inocencia de sus escasos cinco años de edad.
—¡Ah! Porque los chaneques son dueños del monte y les gusta perder a la gente cuando les macheteamos su acahual o cuando pasamos por la ceiba donde juegan.
—Abuelo, ¿cómo son los chaneques? ¿Los has visto? — preguntó el nieto alejando su jícara, muy entretenido con el relato del abuelo.
Sus ojos dilatados y sus oídos alerta se avivaron ante el deseo de saber todo sobre aquellos personajes místicos.
El abuelo mordió el tabaco, lanzó un escupitajo y prosiguió.
—Así es, hijito, yo los he visto. Una vez, por ejemplo, fui con mi padre a buscar a un curandero porque a tu padre, Encarnación, lo perdieron los chaneques y lo encontramos a los tres días, arañado y roto de la ropa de tanto caballito que le dieron. Sólo recordaba que lo hacían brincar los acahuales y los zarzales. Estaba como loco, pero el curandero lo rameó con un gajo de jícaro y lo bañaron en el río. Luego le dieron de beber albahaca por nueve días y lo rompieron hasta que regresó su espíritu. Pero los chaneques lo venían a buscar.
El pequeño lo escuchaba asombrado, pues todo lo que su abuelo decía, podía imaginarlo y le parecía increíble y al mismo tiempo escalofriante.
—Son como de tu tamaño —continuó el abuelo—, andan desnudos, se ríen con unos dientes como palillos y tienen los pies al revés como las pezuñas del burro. Las chanequitas tienen la trenza larga hasta el suelo y te hacen cosquillas. Parecen niños traviesos y te dicen que los sigas, entonces te van llevando y llevando hasta que te pierden y ya no puedes regresar, estás vuelta y vuelta en el mismo lugar. Son enamoradizos y se llevan a las muchachas, las atontan y luego hay que curarlas de la misma forma.
Celestino guardó silencio un momento, como recordando todo lo que sabía. Era como si mirara pasar ante sus ojos todas aquellas anécdotas que había visto durante su vida y que tenían que ver con los traviesos chaneques.
—¿Qué más? —preguntó Eustaquio impaciente al ver que la historia continuaba, pero ya no se la estaba contando en voz alta.
—Ellos hacen sus maldades de acuerdo con el lugar donde estén —continuó el abuelo—. Si en el campo encuentran un caballo lo toman para jugar, le trenzan y enredan la crin y la cola y lo carrerean hasta el cansancio. ¡Ah! Pero también los puedes desencantar y alejarlos de los caminos. Escucha —dijo con mucha seriedad—: si te los encuentras, quítate la ropa, póntela al revés y camina en sentido contrario a sus huellas, sólo así reencuentras el camino.
Luego vuelves y les pones bajo la ceiba juguetes, tabaco, perfumes, un carrete de hilo, peines, espejos, tragos y les cuelgas una hamaca de bejucos y hoja de tanai y, cuando el chaneque se canse de jugar, se emborrache y se duerma, lo amarras con jolosin, lo cuereas con otro mecate hasta que te canses y después lo sueltas. Así, el encanto estará roto y tu camino estará libre. Ese es el secreto, ni el cura con rezos y agua bendita lo puede correr porque se le desaparece y luego regresa.
Y así, el pequeño Eustaquio, creció, tuvo sus encuentros con los chaneques y les contó a sus hijos y nietos estas y otras leyendas que fueron pasando de boca en boca, con la idea de que nadie, jamás, cayera en las manos de los juguetones chaneques.
La maldición del chamula
Una leyenda dice que el pueblo viejo de Cunduacán se hundió por la venganza de un brujo chamula en contra de un cunduacanense. Sin embargo, la historia de Manuel habla de que existió antes un pueblo viejo de Cunduacán, allá por el año 1550, el cual se hundió y los supervivientes a esta catástrofe emigraron para fundar la actual ciudad cerca del río Tía Tula.
Se dice que, en una ocasión, cuando se celebraba una fiesta patronal en honor a la virgen de la Natividad de María, llegó un visitante de un lugar lejano de Chiapas, quien al finalizar la feria tuvo un altercado con un cunduacanense, mismo que terminó en un pleito cerrado donde el lugareño salió vencedor.
Triste y derrotado, con el ánimo por los suelos, el chiapaneco expresó ante todos:
—¡Juro por mis dioses que regresaré a vengarme! Me humillaste ante tu pueblo y eso nunca te lo perdonaré —vociferó mientras su figura se perdía entre la espesa maleza de la región.
Al siguiente año, cuando todo parecía olvidado por la gente y el propio brujo cunduacanense, el chiapaneco que, con mucho tiempo de anticipación consultó a los chamanes más poderosos de su pueblo, se presentó con poderes sobrenaturales.
Llevando consigo el mal recuerdo de haber sido avergonzado, éste se apresuró a buscar al tabasqueño y le lanzó un reto como en la primera ocasión. Sin embargo, como el morador de esta tierra era muy poderoso, el chamule sabía que no podría salir victorioso en esa batalla, así que se convirtió en una gran serpiente, pero, en una reacción muy hábil, el cunduacanense se volvió un vigoroso rayo y se lanzó en contra de su enemigo, al cual fulminó. No obstante, fue tal la fuerza y poder, que también exterminó todo lo que había en el lugar.
El pueblo desapareció y sólo unos cuantos moradores lograron escapar para fundar una nueva población, la cual se conoce hoy como Cunduacán.
La mujer que pena tras explosión
Desde lo lejos, ahí sobre la carretera de Cunduacán a Comalcalco, aún se veía la media docena de casas quemadas por la explosión del gasoducto, registrado la fatídica noche del viernes 8 de julio del año 2005.
Tan pronto uno se comienza a adentrar en la pequeña población de Benito Juárez, segunda sección, parece sentirse en el aire ese olor a hierba y animales quemados.
Las huellas de la tragedia aún parecen estar plasmadas en la naturaleza, pero sobre todo en lo más profundo de las personas que vivieron en carne propia la tragedia y que no volvieron a sus hogares; por eso una amplia fracción de Benito Juárez es un verdadero pueblo fantasma.
Y es que después de este siniestro, entre la población de esas comunidades se han tejido historias escalofriantes.
A unos pasos de la autopista se encuentran las viviendas donde un día vivieron felices un total de ocho familias.
A simple vista son verdaderas ruinas, donde solamente reina la soledad y la tristeza.
En una de estas casitas, por ejemplo, vivió el humilde carpintero José de la Cruz, el cual fue una de las víctimas de esta explosión. Su hogar quedó con las huellas de la muerte, donde seguramente nadie volverá a escuchar la risa de los niños que jugaban en sus habitaciones.
Un día muy caluroso para el leñador José Martín Olán de Dios, le dijo a un visitante:
—¡Esto es un pueblo fantasma, porque ya nadie quiere vivir aquí! ¡Todos tienen miedo de morir! —luego hizo una pausa en su trabajo y continuó —. Y es que, por aquí, por estas comunidades del rumbo, se ha comenzado a decir que desde que se presentó esta tragedia, una mujer alta de piel blanca y vestida de igual color, se aparece repentinamente como un tétrico espectro y se pasea por este lugar donde hoy sólo reina la desolación.
Cuenta la gente que hace mucho tiempo ella se le apareció a un grupo de trabajadores que estaba haciendo el puente de Huimango y, luego de estar con ellos en ese lugar, les advirtió:
—¡Que nadie vuelva a vivir en Benito Juárez y Huimango, porque están encantados! ¡Existe un maleficio y cuantas veces cambien ese tubo, tantas veces se corroerá y explotará ocasionando la muerte de la población!
Desde entonces, nadie se arriesga a vivir ahí, no por temor a la aparición de la mujer, si no por temor a la llegada de la Muerte.
Los yumká
Maximiliano vivía en Frontera, Tabasco, y siempre decía que había dos tipos de historias: las que contaba su gente y las que cuentan los mayas.
—Nosotros sabemos historias de piratas, de tesoros y de aparecidos, pero los mayas saben de espíritus, de la Xtabay, de los duendes. Le digo esto porque cuando estábamos chicos trabajó en mi casa una mujer maya que era de una comunidad chiquita allá por Naranjos, creo. Ella nos contaba historias para que según esto nos portáramos bien, y la verdad sí nos asustábamos. Pero ahora, ya de grande, me he dado cuenta de que ella no las inventaba, sino que más bien eran historias de su gente.
Él recordaba muy bien una leyenda sobre duendes, que en la lengua de los mayas eran conocidos como los yumká.
—Decía doña Chelo —continuó Maximiliano— que en todas las selvas de Tabasco vivían esos pequeños seres, esos yumká, pero que casi nadie podía verlos. Contaba que también vivían en los pantanos. Que yo me acuerde nunca nos dijo cómo eran esos, pero en mi imaginación yo me los figuraba vestidos de verde, con zapatos rojos y sombrerito picudo, porque así se miraban en los cuentos de hadas, pero ahora sé que los dibujos de esos cuentos son de allá, de Europa, así que los yumká no pueden ser iguales, pero la verdad no sé cómo serán, si es que existen, ¿verdad?
Entonces doña Chelo decía que estos pequeños vivían en la selva y en los pantanos porque Dios los creó para que protegieran esos lugares, para que los protegieran de que la gente no fuera a destruirlos, ni a construir pueblos, ni hacer carreteras o talar los árboles.
Entonces, cuando alguien llegaba con las intenciones de hacer un daño a la selva, los yumká se las ingeniaban para que las personas mejor se fueran a otros lados. No sé, ésas son historias y creencias de los mayas. Pero algo de cierto puede haber porque, ya ve, hay muchos lugares despoblados completamente, donde es pura selva, puro pantano, y casi nadie se atreve a meterse. Y ahora ya hay hasta reservas protegidas por el gobierno, como ésta de los pantanos aquí al sur, y yo creo que los mayas que todavía quedan saben que esa protección es obra de los yumká.
Según la leyenda, es un duende que resguarda la vida animal y vegetal de Tabasco, y es un antiquísimo héroe mitológico de los chontales, que protege los tupidos árboles, los sonidos de la selva y también a sus habitantes.
En su hábitat, verás un jaguar, un tigre de bengala, monos aulladores, manatíes, guacamayas rojas, tucanes y tortugas. Son tres ecosistemas para explorar. La original es la selva y se conserva tal y como la conocieron los más antiguos abuelos tabasqueños, todo gracias a estos bondadosos seres que han sido fieles guardianes de la naturaleza.
Así que, si escuchas nombrarlos, recuerda que debemos estarles agradecidos por su gran labor y decir: ¡Gracias yumká, por este paraíso!
La Llorona de Paraíso
Tal parece que en Paraíso la leyenda de La Llorona se hizo realidad, ya que en uno de los sepulcros está representada en forma de estatua en la posición de una mujer que se recuesta boca abajo sobre la tumba de su marido.
De acuerdo con los relatos de los panteoneros, del cementerio principal de este municipio, hace muchos años llegó a Paraíso, procedente de Centla, el profesor Juan Cruz, quien, con toda su entrega, dio lo mejor de sí a favor de la educación de los paraiseños.
Según los sepultureros, el maestro, al fallecer, fue enterrado en el panteón principal de Paraíso; su esposa, desconsolada, no asimilaba el hecho y día con día iba al campo santo a llorar amargamente sobre la tumba de su amado, donde se postraba por varias horas.
Era tanto el sufrimiento de esta mujer por la pérdida de aquel hombre que, en una de tantas visitas a su sepultura, al recostarse le llegó la muerte y allí quedó para siempre, por lo que los familiares decidieron sepultarla ahí mismo, al lado de su esposo.
Cuentan que posterior a su muerte la gente seguía escuchando el llanto de esta mujer y su expresión:
—¡Ay! ¡Mi amado esposo!
Fue tanto que, al parecer, fueron sus propios familiares quienes le mandaron a hacer una estatua que representara la forma en que llegaba a derramar sus lágrimas a esa tumba. De ese modo fue como su alma dejó de sufrir y cesaron de escuchar los lamentos de la pobre Llorona de Paraíso.
La anciana llorona
En Villahermosa, Tabasco, es muy conocida la leyenda de “La anciana que llora”, quien solamente lo hace durante el día, donde ocurrió su accidente.
Algunos dicen que se le puede ver también en el portón del panteón central durante las madrugadas del primero de noviembre.
Todos saben que sufre sin consuelo por la pérdida de sus hijos, sin embargo, ella misma les quitó la vida y luego se prendió fuego junto con ellos dentro de la casa donde vivían.
Es por eso que, en la actualidad, no hay rastro de aquel suceso, pero ella sigue llorando una vez al año por lo ocurrido, y lanza gritos desesperados, por lo cual es mejor no estar cerca de ese lugar cuando llega el día, pues se sabe que algunos han muerto del susto y otros han quedado locos y terminan en el manicomio, debido a que el encuentro con esta anciana es sumamente aterrador.
Hay brujos en el Panteón Municipal de Jonuta
Se cuenta que en el panteón de Jonuta espantan y se habla, incluso, de casos de brujería.
Los panteoneros y creyentes de lo paranormal aseguran que, sobre todo en las fechas de Semana Santa y celebración de los muertos, en los inmuebles de la zona urbana y en el medio rural, los espantos son muy comunes, principalmente de quienes adoran a la Santa Muerte.
Sobre este hecho, que no pasa desapercibido para nadie, algunos dicen que la brujería es una práctica muy común en estos lugares, pues los panteones son sitios perfectos para ejecutar rituales, ya que están llenos de energías sobrenaturales que favorecen la magia negra.
A veces sus hechizos van dirigidos a alguien o simplemente hacen ceremonias para rendirle culto a alguna deidad, como suele hacerse en algunas casas de familias y, desde luego, en los cementerios, donde trabajadores han encontrado incluso imágenes de la Santa Muerte.
Cuando uno visita este panteón, los trabajadores del lugar lo primero que hacen es enseñar a los curiosos una imagen de la Santa Muerte que, a lo mejor, durante la oscuridad de la noche entraron para dejar en la parte de atrás de este cementerio.
Ellos aseguran desconocer a qué se debe que hayan venido a dejar esta imagen de la Muerte, pues los vigilantes dicen no haber visto nada, y es que la gente entra hasta en el día para hacer estas actividades.
Por estas razones se ordenó inmediatamente que fuera retirada del lugar donde la dejaron y llevada a los tambos de basura, junto con todo lo que tenía a su lado, que eran figuras de personas y ramas de albahaca. Sin embargo, estos hombres decidieron conservarla para tener una prueba de lo que han hallado entre las tumbas.
Para los empleados es algo común, porque dicen que constantemente ocurren estas prácticas, pues han encontrado hasta restos de gallina negra o ropa interior de hombre o mujer, así como frascos llenos de líquidos y otras cosas que demuestran ser trabajos de brujería y hechicería.
Para terminar, los veladores aseguran que por las noches han escuchado ruidos extraños, pero, al momento de revisar entre las criptas, no hay nada.
Lo que queda claro es que no hay mucho que hacer al respecto, pues nadie se atreve a meterse con los brujos de la región, para evitar que el siguiente hechizo caiga sobre ellos.
Xtabay
En un pueblo de Tabasco se dice que, hace mucho tiempo, existieron dos mujeres, una se llamaba Xtabay, quien era buena y solidaria con los pobres y enfermos, pero estaba loca de pasión y vivía obsesionada con exhibir su cuerpo y belleza a cuanto hombre se lo solicitaba, por lo cual la despreciaba todo el pueblo.
La otra fue Utz Colel, hermosa de igual forma, pero fría, orgullosa, dura de corazón, y le repugnaban los pobres, pero jamás había cometido ningún desliz amoroso.
Un día, la gente no vio salir más a Xtabay. Pasó el tiempo y por todo el pueblo se comenzó a esparcir un fino y delicado perfume de flores. Al buscar de dónde venía, llegaron a la casa de Xtabay, a quien encontraron muerta.
Utz-Colel dijo que no era verdad que el perfume proviniera de la fallecida, que de un cuerpo vil y corrupto no podía salir sino podredumbre y pestilencia, que aquello debía ser cosa de los espíritus malignos tratando así de continuar provocando a los hombres.
Luego agregó que, si de esa mala mujer salía ese perfume, cuando ella muriera habría entonces un increíble aroma.
Unos pocos enterraron a Xtabay, más por lástima y obligación que por gusto. Al día siguiente, su tumba estaba cubierta de flores hermosas y un delicado perfume.
Cuando murió Utz-Colel todo el pueblo acudió a su entierro. Para asombro de los dolientes, su tumba no exhalaba un fino perfume, sino que, aún cubierta de tierra, despedía un hedor intolerable.
La flor que nació de la tumba de Xtabay se llamó Xtabentún, una humilde y bella flor silvestre que crece en cercas y caminos. Su néctar embriaga dulcemente, como debió ser el hipnotizante amor de Xtabay.
Por su parte, Utz-Colel se convirtió, después de muerta, en la flor de Tzacam, que es un cactus erizado de espinas, del que brota una flor hermosa, pero sin el delicioso perfume, antes bien, tiene un aroma desagradable y, al tocarla, es fácil espinarse.
Se dice que después de convertida, Utz-Colel, en la flor del Tzacam, comenzó a sentir envidia de lo que le había sucedido a Xtabay y llegó a la errónea conclusión de que, seguramente, como sus pecados habían sido de amor, le ocurrió todo lo bueno después de muerta. Entonces pensó en imitarla entregándose también al amor, sin darse cuenta de que, si las cosas habían sucedido así, fue por la bondad del corazón de Xtabay, quien amaba por un impulso generoso y natural.
Así pues, con la ayuda de malos espíritus, Utz-Colel consiguió la gracia de regresar al mundo, cada vez que lo quisiera, convertida nuevamente en mujer para enamorar a los hombres, pero con amor nefasto, porque la dureza de su corazón no le permitía otro.
Desde entonces, los que quieran saberlo, ella es ahora la mala Xtabay, la que surge del Tzacam, la flor del cactus. Es muy bella y suele encantar a los hombres que, por las noches, se aventuran en los caminos. Se esconde al pie de la más frondosa ceiba y, cuando ve pasar a un hombre, vuelve a la vida peinando su larga cabellera con un trozo de Tzacam erizado de púas. Luego sigue a su víctima hasta que consigue atraerla, lo seduce y cruelmente lo mata en el frenesí de un amor infernal.
Si una noche encuentras esta flor, o a la mala Xtabay, ten mucho cuidado, pues podrías perderte en un huracán de pasión mortal.
La Maldición del profeta Enoc
Muchas son las historias que se ciernen en diversos lugares del bello Tabasco, pero hay una en especial que, a diferencia de las otras, tiene un fin trágico para sus habitantes, quienes en lugar de recibir una bendición recibieron una maldición.
El antiguo puerto de Frontera, hace muchos años, estaba lleno de vida. Su mercado abría las puertas desde las cuatro de la mañana, cuando los vendedores indígenas acudían a la ciudad a la venta de sus productos.
En ese recinto se disfrutaba de delicioso café acompañado con panuchos o exquisitos churros bañados con azúcar.
Fue una bella época, en la cual se hablaba mucho acerca de la maldición del profeta Enoc.
Se decía que a principios del siglo XX apareció en el puerto, a las orillas del Río Grijalva, un anciano de larga cabellera y barba, con la ropa desgastada por el tiempo, y en general de aspecto raro.
El hombre se puso a predicar el evangelio en el entonces parque central y las principales calles del puerto.
Pocas personas creyeron, los mismos que le brindaron comida y cobijo. Se dice que estas familias fueron bendecidas, pues sus negocios prosperaron en gran medida, pero la gran mayoría lo tomó como loco, le cerraban sus puertas, lo corrían de las banquetas, lo insultaban y hasta lo bañaban con agua fría.
Lo peor fue cuando fue tomado por la fuerza y puesto en la cárcel municipal, en donde un barbero le cortó todo el cabello y su prominente barba.
Se cuenta que, a ese barbero, poco después de lo que hizo, sufrió una deformación en sus manos y pies.
Enojado por lo que le habían hecho, Enoc lanzó una maldición asegurando que a Frontera la acabaría el fuego, y que, a pesar de tener todo lo necesario, nunca prosperaría como ciudad y sus hijos huirán de ahí para poder ser alguien en la vida, pero lejos de casa.
Se dice que muchos le siguieron a lo largo de los pantanales, pero, al llegar cerca de Ciudad del Carmen, desapareció ante sus ojos.
En la actualidad la actividad pesquera, pilar de la economía, desapareció, la compra disminuyó sobremanera, dos de sus mejores empresas, nacidas ahí, conocidas como Charricos y Farmacias Unión, emigraron a la capital. La poca explotación de petróleo dejó de ser trabajada por Centlecos. Además, por si fuera poco, Frontera se quemó dos veces, una en 1955 y la otra en 1974. La primera fue el incendio del Palacio Municipal y la otra por una fábrica de aceite que aún se conserva en ruinas.
Actualmente, no se sabe a ciencia cierta si aquel hombre era un evangelizador o un brujo, pues se sabe que los buenos cristianos no lanzan maldiciones, pero eso nunca se sabrá. Por lo pronto, Frontera vive bajo una maldición, que, con el paso de las décadas, ha podido superar, pues, a pesar de todo, la gente es muy trabajadora y eso es más fuerte y poderoso que cualquier hechizo maligno.
Muertos fuereños
A mitad del siglo pasado, el gobierno del estado de Tabasco comenzó a enterrar en una fosa común a todos aquellos fallecidos en carreteras que no habían sido reclamados. Desde entonces en las afueras del cementerio, donde se encuentra dicha sepultura, han ocurrido muchas apariciones de fantasmas que piden a los camioneros, que van a salir de la ciudad, que los lleven con ellos.
Todo comenzó tiempo después de que un grupo de personas, que viajaban en automóvil, sufrió un accidente y todos murieron rumbo al hospital.
Después de varios días sus cuerpos no fueron reclamados y no quedó de otra que enterrarlos en la fosa común.
Poco tiempo después un trailero pasaba por la carretera donde se encontraba el cementerio, cuando de pronto vio a un joven hacerle señas desde la orilla. Cuando el camionero se detuvo, el joven le preguntó si lo podía llevar con él, pues necesitaba salir de la ciudad para llegar a su casa. El camionero aceptó llevarlo y el joven subió al vehículo.
Después de un rato, y una larga plática, el joven le pidió permiso para dormir en la parte posterior del camión, a lo que el trailero accedió.
Más tarde el conductor decidió ver cómo estaba el joven, porque ya tenía un par de horas sin hacer ruido, pero, para su sorpresa, ¡el joven ya no estaba!
El trailero simplemente pensó que el joven había decidido bajar en una de las veces que se había detenido en la carretera, pero cuando volteó por el retrovisor logró ver al joven justo a mitad del camino, sonriendo y haciendo un ademán de agradecimiento; luego simplemente desapareció.
Muchas otras veces ha ocurrido lo mismo, y dicen que son las almas de las personas muertas que están enterradas en el cementerio y que quieren volver a su tierra.
Nadie ha podido averiguar cómo ayudarles, pero mientras, la gente sigue llevándose sus buenos sustos con las apariciones de muchos fallecidos sin reclamar.
Se sabe que, los que ya conocen de estos sucesos, han intentado llevar a los espíritus a su destino, pero siempre se bajan en mitad del trayecto, como si no pudieran salir de ahí. Algunos incluso dicen que más de una vez han subido al mismo fantasma y hasta sienten que ya son amigos.
¿Te animarías a entablar una amistad con alguno de estos fallecidos?
Los duendes del pantano
—¡Hola, amigos! Vengan, vengan. Aquí está mi mami y quiero que los vea.
La señora Guadalupe escuchó a su hijo, que se había soltado de su mano y, gritando, corrió apresurado al borde de aquel sitio lleno de lodo, como si supiera algo que ella no sabía o no podía apreciar. Apenas percibió un ligero movimiento en la orilla del apestoso pantano.
—¿Qué haces, Sebastián? —le preguntó al pequeño de cinco años.
Pensó que se caía y corrió asustada a sujetarlo.
—¡Sebastián! por favor, no vuelvas a correr hacia ese lugar, puedes resbalar y ahogarte.
—No, mami, aquí están mis amigos, siempre jugamos. Son los muñequitos que papá llevó a la casa.
Él seguía llamándolos y Guadalupe estaba francamente desesperada.
Así comenzó para ella y su familia una historia increíble de terror con lo que creyeron que eran duendes.
Todo empezó cuando tenían unos meses de haberse mudado a ese pequeño poblado de Tabasco por el trabajo de su marido, quien era mecánico de embarcaciones y trabajaba para una compañía privada. Pasaba mucho tiempo fuera de casa y a veces llegaba de madrugada.
Sebastián era su pequeño gran tesoro y ella se dedicaba en cuerpo y alma a él.
La empresa les consiguió alojamiento en una casa muy grande y que a Guadalupe le gustaba mucho.
En esa residencia se quedaron seis o siete meses, pues su esposo tenía que capacitar a varios empleados de la compañía, entre los que había algunos extranjeros que trabajaban en los diferentes puertos donde la empresa tenía embarcaciones.
En esa época del año, en Tabasco, llovía muchísimo y el agua se estancaba cerca de la vegetación. La tierra se convertía en lodazal y la gente de la región llamaba a la zona: área de los pantanos.
Una mañana, luego de que el marido de Guadalupe había llegado de madrugada, descubrió en la mesa de la cocina dos muñequitos aparentemente de cerámica. Su aspecto era horroroso y muy sucio. Tenían una nariz enorme y parecía que no le quitaban la vista de encima. En cuanto su esposo se levantó, le preguntó qué eran.
—Ah, esto. Me los dio un compañero extranjero. Creo que los trajo de su tierra, no sé si de Noruega o Dinamarca.
—Uy, viejo, están muy feos.
—A mí tampoco me gustaron, pero ni modo que no se los recibiera. Además, me dijo que son de buena suerte, que les pusiera vino y semillas. Se llaman trolls.
—Perdóname, David, pero mejor los guardamos en el sótano. No van con la decoración de la casa y la verdad me ponen nerviosa.
—Por mí, tíralos. Pero de todas maneras se le agradece la intención, ¿no crees?
Sin embargo, por alguna razón no los tiró en ese momento. Los metió en una caja de zapatos y los puso con otras cosas que más tarde llevaría al sótano.
Después de que Sebastián despertó y desayunó, Guadalupe se dispuso a limpiar la cocina.
El niño se entretenía jugando fuera de la casa, bajo la espesa sombra de un árbol. Por lo general no se alejaba, y aun así estaba muy al pendiente de él, pues había muchos estancamientos de agua en la zona.
En algún momento lo vio riendo frenéticamente y platicando mucho, así que la mujer se acercó y se dio cuenta de que el pequeño tenía en las manos a los dichosos muñequitos y jugaba con ellos muy contento.
—Sebastián, ¿de dónde sacaste esos muñecos? —preguntó sorprendida al recordar que los había metido en la caja de zapatos.
—Son mis amigos, mamá.
—Ay, hijo, no sé cómo puedes jugar con ellos, son horribles.
—Mira, mami, se mueven, hablan y se ríen mucho conmigo.
En ese momento, Guadalupe pensó que no estaba mal dejarlo jugar con ellos un rato, pues para él eran la gran novedad. Además, le pareció que a esa edad era común que el niño tuviera un amigo imaginario, o dos.
Jugó y platicó con ellos todo el día. A la hora de comer los puso en la mesa e insistió en llevárselos a la cama cuando se fuera a dormir.
Esa noche, en cuanto el niño se durmió, la madre tomó a los amiguitos y los tiró en el tambo de la basura que estaba fuera de la casa.
Esa noche, su esposo llegó temprano y aprovecharon el tiempo para conversar. Finalmente decidieron apagar la luz e irse a dormir.
No habían pasado ni cinco minutos cuando sintieron unas pisaditas sobre la colcha, y luego unas risitas extrañas. Guardaron silencio e instantes después percibieron algo que respiraba muy cerca de sus rostros.
El matrimonio se levantó de golpe, como impulsados por un resorte, y cruzaron miradas.
—¿Sentiste lo que yo? —preguntó el marido.
Pasaron buena parte de la noche tratando de hallar la lógica a la situación, hasta que los venció el sueño.
A la mañana siguiente ninguno de los dos tocó el tema.
Era un día de rutina, hasta que Guadalupe fue a despertar a Sebastián, pero no logró encontrarlo. Lo llamó varias veces y corrió hacia la parte más profunda de los pantanos.
Sebastián estaba en la orilla de uno de los charcos, riendo y hablando con alguien que ella no veía. De nuevo lo llamó, tratando de no gritar para no asustarlo. Él volteó a verla y sonrió, pero no fue hacia ella como siempre hacía cuando lo llamaba. Entonces la madre se acercó y vio que en sus manitas tenía a los trolls de nuevo.
Con aquella sorpresa, Guadalupe sintió que le caía encima una cubeta de agua fría, sobre todo porque le vino a la memoria lo que habían percibido, ella y su esposo, la noche anterior y al recordar que ella misma había lanzado a los horripilantes muñecos al bote de la basura, del cual, su pequeño hijo, no pudo haberlos sacado, pues era muy alto y profundo; para eso, alguien tuvo que ayudarlo, pero ¿quién?
Por un momento se le cruzó por la cabeza la idea de que, en efecto, los trolls se habían salido, por su propio pie, de la basura, luego ido a molestar a la pareja y más tarde sonsacar al pequeño Sebastián para llevarlo al pantano.
Con todas estas ideas, sin pensarlo, se los quitó de inmediato y el niño comenzó a llorar desconsolado. Decía que eran sus amigos y quería jugar con ellos, y repetía algo como:
—¡Bolo no, mamá!, ¡Bolo no!
Su llanto era cada vez más descontrolado, como nunca lo había visto su madre.
—¡No me los quites, déjamelos! ¡Quieren jugar conmigo! —volvió a gritar.
Sin embargo, a pesar de la pena que le daba ver así a su pequeño, tiró de nuevo a los macabros duendes y se llevó al niño a la placita para que se distrajera.
Su plan era ayudarlo a olvidar a aquellos trolls, así que le compró unos luchadores de plástico y una pelota.
Al llegar a la casa se asomó al bote de basura de manera morbosa para ver si los duendecillos estaban allí todavía. Sintió un sudor frío al notar que habían desaparecido. Aun así, trató de no darle importancia a lo ocurrido y se dispuso a comer.
David le llamó por teléfono y le dijo que tenía mucho trabajo y no llegaría a dormir sino hasta la mañana siguiente, así que ella pasaría la noche sola.
Más tarde, Guadalupe y su hijo cenaron, se bañaron y luego se fueron a acostar.
Ella trató de no pensar en todo lo que había pasado con esos dichosos muñecos. Pero no podía conciliar el sueño. De repente, de algún lugar, salieron los dos muñecos como dos pelotitas peludas, rodando a una velocidad impresionante, si a eso se le puede llamar rodar.
Guadalupe, aterrada, vio cómo se metían debajo de su cama. Como buscaba explicarse qué pasaba, con mucho miedo, que después no entendió por qué lo hizo, se asomó y entonces los pudo ver.
Eran dos duendes pequeñitos. Su cuerpo no era deforme, sólo eran unos seres chiquitos.
Los trolls le sonreían con gesto burlón, sus dientes estaban sucios y chuecos, y murmuraban algo en un idioma extraño. La ropa que vestían era como la de los leñadores de los cuentos infantiles y sus narices, grandes y anchas, le parecieron desproporcionadas. Estaban arrugados y uno de ellos, el más alto, la observaba fijamente.
Como pudo, se incorporó y encendió la luz. No quería ver, pero volvió a asomarse debajo de la cama y ¡allí seguían! Así estuvo segura de que no los había imaginado.
Logró descubrir más detalles, como que su cabello estaba muy enmarañado. Uno era blanco y rubio; el otro, moreno. Reían mucho y sus ojos marrones y brillantes no se apartaban de ella, como si quisieran que los observara.
Sin poder dejar de mirarlos, su cuerpo comenzó a temblar y soltó el llanto. No supo si se asustaron, pero empezaron a rodar de nuevo y, como dos bolitas peludas, salieron a toda prisa de la habitación.
Guadalupe fue corriendo tras ellos, pues vio claramente cómo entraban al cuarto de Sebastián, quien, despierto, repetía:
—¡Mi amigo Bolo! ¡mi amigo Bolo!
Cuando la madre entró, su hijo le dijo muy emocionado:
—¡Mira, mami, mis amigos!
Aunque a Guadalupe todo aquello le parecía una locura, trataba de entender lo que ocurría, así que encendió la luz y, para su asombro, vio que estaban junto a los piececitos de su hijo, riéndose, como si la provocaran para que los siguiera.
Brincaron al ropero que estaba junto a la cama y les arrojó cuanto tenía cerca. Al más grande le pegó con una taza y lanzó un chillido, se tambaleó y cayó al piso. El otro se dejó caer a su lado y los dos comenzaron a rodar nuevamente saliendo por la ventana. De inmediato tomó a Sebastián en sus brazos y salió a toda prisa del cuarto.
No quiso abandonar la casa, pues sus vecinos más cercanos estaban a medio kilómetro de distancia y ¿qué podían hacer ella y su hijo en la oscuridad, si además estaban solos y sabía que aquellos seres se encontraban precisamente afuera?
Así que Guadalupe llevó a Sebastián a la sala, se sentó y comenzó a rezar.
Era tanta su impresión que ya no sabía si de verdad escuchaba aún las risitas o era un sonido que se le había quedado grabado en la memoria.
Después de un rato llamó a su marido por el celular y él llegó lo más pronto que le fue posible.
Sebastián se había quedado dormido en el sillón y cuando David entró a la casa la madre corrió llorando a abrazarlo. De verdad estaba muy alterada.
Ante lo sucedido, su esposo no fue a trabajar al día siguiente, pues Guadalupe estaba aterrada.
A la mañana siguiente estuvieron platicando con Sebastián, quien les contó que tenía dos amigos pequeñitos, uno se llamaba Bolo y no le gustaba el sol, y el otro era muy enojón. Jugaban mucho con él en las noches, e insistió en que la luz los molestaba y por eso corrían al pantano a cubrirse a la sombra de los árboles.
Le pidieron que les enseñara dónde vivían los duendecitos, así que el pequeño los llevó a un pantano a corta distancia de la casa, donde había una diminuta cueva oculta bajo la hojarasca. Era casi imposible localizarla a menos que alguien conociera bien el camino.
—Miren —dijo Sebastián señalando—, mi amigo me está sonriendo. Ven amigo, ven.
Guadalupe, con miedo, caminó hacia donde indicaba su hijo y pudo ver algo moviéndose deprisa. No logró distinguir qué era, pero corría veloz, su tamaño era como el de una pelota de esponja que, finalmente, se escondió en lo profundo de la cueva. Con ese vistazo le bastó para reconocer que era uno de los trolls.
Al acercarse, vio en la entrada algo que llamó su atención. Era una masa negra, aplastada y de consistencia acuosa, con unos cuantos pelos amarillentos y olor a podrido. No se animó a tocarla, sólo la movió un poco con una vara, pero no supo lo que era aquello.
Después de esta experiencia, Guadalupe decidió irse del poblado, no quiso pasar ni una noche más en él. Tomó a su hijo y se fue a Villahermosa. Su marido los alcanzaría en cuanto terminara su trabajo.
De vez en cuando iban a visitar a David, pero en poco tiempo decidió dejar de hacerlo porque Sebastián, cada vez que pasaban por el pantano, insistía en que veía a su amigo Bolo, y eso ponía muy nerviosa a su madre.
Se sabe que los duendes, los trolls, los elfos, las hadas y demás, son seres elementales de la naturaleza y, como en todos los órdenes de la vida, los hay buenos y malos. En especial los trolls tienen una presencia muy antigua en la Tierra. Los investigadores afirman que hace miles de años eran gigantes y por alguna extraña causa se modificaron y se han ido extinguiendo.
Hoy en día, algunos grupos étnicos de la región escandinava fabrican réplicas bajo un ritual especial a la luz de la luna, sólo tres veces al año y en determinados días. Esas figuras se han puesto muy de moda y se venden en todo el mundo. Se niega que tales muñequitos puedan cobrar vida, pero muchos están convencidos de que si a ellos, o a otro tipo de muñecos, se les impregna la magia, podrían ocurrir ciertos fenómenos, tal vez causados por la energía de otros seres que no son precisamente los trolls.
También se sabe que algunos niños o niñas, sobre todo entre los cuatro y los seis años, por una extraña causa, desarrollan una percepción especial para relacionarse con ellos.
Aunque se piensa que estos dos trolls no eran malignos, para Guadalupe fue una experiencia escalofriante que casi la enloqueció en ese momento y que no le desea a nadie.
Tiempo después, ella misma decidió investigar acerca de duendes y trolls. Le asombró mucho leer sobre ellos y se dio cuenta de que la descripción de tales seres era semejante a las hechas por personas que habían visto duendes en México y en otras partes del mundo. Se enteró de que les gustan los pantanos o las áreas húmedas.
Nadie sabe aún por qué les agrada que los vean algunas personas, ni por qué disfrutan tanto haciendo travesuras y bromas pesadas a la gente.
Lo que muchos cuentan, es que también les gustan los lugares oscuros y pestilentes, y a veces les crecen hongos y musgo en la piel. Disfrutan mucho la compañía de niños pequeños y pueden pasar horas jugando con ellos.
El chico que le regaló los muñecos al esposo de Guadalupe, los trajo de Europa, de donde son originarios.
Se cree que viven muchos años, quizá más de cien, y en algún momento mueren de enfermedad o vejez, o por algún golpe muy fuerte en la cabeza. Dicen que sufren varias transformaciones y les gusta ocultarse en el paisaje, para lo cual toman su forma más primitiva. A la vista parecen piedritas de textura suave con algo de cabello, esta es la forma que toman para transportarse rodando y así poder ocultarse de los humanos o para dormir.
Cuando mueren, sus cuerpos terminan en ese estado y no se sabe si tienen esqueleto o de qué están constituidos.
Son parte de los bosques, se dice, y sus cuerpos están hechos con materiales naturales; por esto, al morir, vuelven a formar parte de la tierra.
Se calcula que su descomposición acontece en menos de tres horas y en estado de putrefacción son mucho más apestosos que cualquier otro ser vivo. Guadalupe supo esto y comprendió que aquella masa viscosa que colgaba de la entrada de la pequeña cueva de los trolls, era precisamente un cadáver de duende, ya que se dice que acostumbran ponerlos para ahuyentar a los invasores y es una forma de rendirle culto a los pequeños juguetones, pues es la última broma que hacen antes de terminar de descomponerse.
Alguien escribió que en todos los bosques y pantanos existen por lo menos dos duendes, e incluso hay fotos de lo que se cree son restos de trolls o cadáveres de duendes.
Cuando Guadalupe estuvo segura de que ella y su familia tuvieron un encuentro con duendes, fue a observar un mapa de Noruega y ver que en el norte del país existe una población llamada Bolo, famosa por los encuentros con estos seres.
Quizá si ella hubiera sabido más al respecto, su relación con ellos habría sido más amable, pues no cualquiera tiene la fortuna de encontrarse de frente con estos traviesos guardianes del bosque.
Los tumbapatos
Algunas poblaciones, sobre todo en les grandes civilizaciones, tienen anécdotas de sus inicios y relatos de su fundación, que a la postre se convierten en leyendas urbanas, como la leyenda de la fundación de Roma por Rómulo y Remo, los cuales fueron amamantados por una loba, al igual que la de la fundación de la Ciudad de México, donde los Aztecas encontraron a un águila sobre un nopal devorando a una serpiente. Pues bien, Macuspana también tiene la suya.
Cuenta la leyenda que, hace más o menos trescientos años, las tierras que actualmente ocupa la ciudad de Macuspana estaban deshabitadas, sin embargo, un buen día se vieron pobladas en la convergencia del Río Puxcatán y el Arroyo Guapinol, donde una rebelión del pueblo de Jalapa, Tabasco, fundó lo que hoy es ese municipio.
Como el lugar era paso obligado de las migraciones de patos silvestres, arribaban muchos de los conocidos como pijijes. Volando en enormes bandadas, se posaban sobre los árboles.
Cuenta dicha leyenda que, los emigrantes apostados en este sitio, eran ambiciosos y torpes. Eran tan tontos que, cuando decidieron cazar a los pijijes, optaron por talar el árbol en el que vivían, porque creían que, cuando cayera tal, no sólo atraparían a uno, sino que cazarían a la parvada completa.
Todo esto fue observado por los habitantes del pueblo que actualmente es Jalapa, que contrariamente a los de Macuspana, era astutos e ingeniosos, por lo que bautizaron a estos nuevos pobladores macuspanenses con el sobrenombre de: tumbapatos.
Tal mote, por lo tanto, es peyorativo, equivalente a los típicos cuentos de gallegos en España y muy conocidos en México, o de Yucatecos en Tabasco.
Por esta razón, y con todo el respeto que se merecen, resulta inexplicable cómo algunas personas, actualmente, pueden sentirse orgullosas de ser llamadas tumbapatos, cuando en realidad lo que significa es que son torpes y destruyen la naturaleza.
La desafortunada historia del pobre Trino
—¡Trino! ¿Qué pasa con el niño?, ¿por qué llora?
—Es que quiere pasarme el triciclo por los pies, señora.
—¡Pues déjale hacerlo! El niño no pesa nada. ¿No entiendes que el señor está durmiendo la siesta porque necesita descansar y no lo dejas?
Y Trino, con los ojos vidriados por el llanto, la ira y el dolor anudados en la garganta, se paraba a mitad del corredor de mosaicos verdes para que Dani le machacara los pies descalzos con las ruedas del cromado juguete.
Trino vivía allá, en un rincón de la lejanía, en el sitio donde el hombre pierde el sentido de la vida y no alcanza a llegar la mirada de Dios; donde se duerme con el rostro pegado a las paredes de tablas, de adobe o ladrillo sucios. Vivía ahí, en el sitio donde la vida nace entre susurros dentro de la oscura casa, llena de llantos de niños recién nacidos y ronquidos de viejos sin tiempo ni esperanza.
Trino nació ahí, donde las manos mugrosas aprietan las tripas para callar el hambre por el vacío que las retuerce, con mayor furia, cuando el día cae y aparecen las estrellas. Sí, en ese sitio vivía Trino.
Cierto que el papá no era muy bueno, ni lo acariciaba, ni le compró jamás un globo o un cuaderno, pero ¡era su papá!, algo que le pertenecía, algo igual a lo que muchos niños que conocía tenían, y también para poder decirle a los grandulones del barrio, cuando se comían los dulces y las frutas que solía vender y luego se negaban a pagarle, que ya se las verían con él, aun cuando, como siempre, él llegará dando traspiés y diciendo cosas nada más por decir.
Era grande y fuerte, o al menos así le parecía cuando le prestaba su pequeño cuerpo para servirle de apoyo en el trayecto del callejón a la puerta. Lo cierto era que, pese a que sus puños y sus palabras dibujaran mil amenazas y los muchachos se rieran de él, Trino se sentía protegido.
—Te voy a entregar con el señor ingeniero, que es muy bueno, para que nada te falte. A él sí tendrás que obedecerle todo lo que te diga. Yo creo que ahí se te quitará lo flojo y malcriado. Ya verás cómo con él vas a hacerte un hombre de bien.
¿La mamá?, ésa sí que era buena, pero no tenía tiempo para quererlo; una vez se lo dijo muy bajito, casi con pena. La pobre, siempre lavando, siempre enferma, siempre trabajando y planchando en casas ajenas, tuvo muchos niños, ¡quién sabe cuántos!, pero se le morían.
Todos salían en cajas pequeñas que el papá cargaba en una sola mano. Era inexplicable como Trino y Santos se le habían escondido a la muerte entre aquel laberinto de trapos tendidos y cajones de basura; sólo ellos podían alegrarse de haber vivido burlando, tantas veces, la presencia de la huesuda.
Lola, que así se llamaba su mamá, nunca envejecía, pues, según Trino la recordaba, fue siempre la misma: ojos lavados por el llanto, boca seca de risas y palabras, cabellos largos prendidos en la nuca con una peineta, tez blanca, casi transparente, manos rugosas y vientre siempre abultado.
Algunas veces, de noche, la sintió cerca de él, besándole quedito, acariciándole con miedo la cabeza llena de greñas pegajosas de mugre y sudor; él se hacía el dormido para no asustarla, para que no le diera vergüenza y siguiera acariciándolo, para que no se fuera pronto.
—A tu mamá, Trino, se la llevaron en la ambulancia. Se puso muy mala; dijo que busques a tu tía Chita y te quedes con ella mientras regresa. Te voy a dar el rumbo y te llevas también a Santos.
El tiempo se llevó las horas de muchos días y noches; su mamá no volvió nunca. Doña Chita tampoco tuvo tiempo para amarlo, pero porque no quería. Gritos, jalones, insultos, golpes y trabajo, algún bocado mal cocinado y pedazos de ropa de otros dueños, fue lo único que recibió de su tía.
Trino, se entiende por qué, se hizo malo, peleonero y vago. Las maestras de la escuela lo mandaban a cambiarse de ropa, a bañarse y a buscar los libros y cuadernos, pero ya no volvía; acaso con el pretexto de no tener qué ponerse y no contar con ningún libro, se echaba a caminar por todos los rumbos, desquitándose con todo, tirando piedras, rayando coches, rompiendo cristales, pegándole a los niños limpios y bonitos, regando la basura de los botes y haciendo mí maldades más.
Así pasó el tiempo y la pobre doña Chita no tuvo más remedio que regalarlo para que se hiciera hombre de bien, como su hermano Santos, que era más obediente y permitía que lo maltrataran.
Gracias a que el generoso señor ingeniero, ése que a veces le daba trabajos de albañil en sus construcciones al marido de Chita, lo quiso recoger, así que ella se quitó de encima la responsabilidad que la difunta, su cuñada, le diera nada más porque sí.
Trino no podía quejarse, pues le dieron ropa buena, aunque un poco grande, a pesar de que el ingeniero no era muy alto, pero fue la suficiente para que los compañeros de la escuela nocturna, adonde lo habían llevado, se rieran de él y le pusieran el apodo de El Espantapájaros; más era ropa limpia y entera, y tenía cuadernos y lápices suficientes.
Pero el quehacer de la casa era mucho: barrer el jardín, regarlo, lavar los coches, los vidrios de las ventanas, hacer mandados y entretener a aquel odioso niño llamado Daniel, que cuando no le jalaba los pelos, lo pellizcaba, le aplastaba los pies con el triciclo o lo acusaba con chillidos de mil cosas que, sólo por miedo, Trino no le hacía, pero que la señora le creía a su hijo y le costaban regaños y castigos injustos. Todas estas labores no le dejaban tiempo para aprovechar las cosas, que ahora tenía, como él hubiera querido.
La comida era tan sabrosa, no mucha, que los platos, cuando volvían de la mesa, parecían limpios, además, hurtando aquí y allá pedazos de esto y lo otro, se llenaba bien el estómago.
Dormía en el cuarto de los trebejos, en un catre cómodo de sábanas limpias, y tenía una buena lámpara para alumbrarse. Lo malo era cuando había tempestad y los rayos tronaban como látigos en su corazón, entonces el miedo le ganaba, por lo que su llanto se perdía en el ruido de los grandes goterones que caían y resbalaban en las tejas, como si marchara un ejército de duendes.
A veces el calor lo asfixiaba y no se atrevía a abrir la puerta por temor a los perros, que por las noches quedaban sueltos para cuidar la enorme casa. Trino les temía pues ya había sido testigo, horrorizado, de cómo una vez casi despedazaban al chofer, quien entró sin precaución. Sólo al ama de llaves le obedecían y ella era la encargada de encadenarlos durante el día, muy temprano, para que Trino pudiera empezar su diario trabajo.
Doña Ana, que así se llamaba el ama, no era ni buena ni mala, simplemente no se fijaba en él, sino para ordenarle esto o aquello. Por lo demás, no podía quejarse.
Y así pasaron tres años. Jamás supo de su hermano ni de su padre.
Perdida la esperanza de que alguna vez fueran a buscarlo, un día cualquiera rompió las puertas del miedo y regresó a la calle a vagar, según él, para hacerse hombre.
Por el robo de unas frutas lo metieron preso y lo encerraron algunos meses, los suficientes para hacerse de amigos verdaderos, los primeros que tuvo en su vida, los que compartieron con él sus secretos y su rabia.
Cuando salió, después de una buena reprimenda que le diera aquel elegante señor, esperó a sus compañeros de prisión y formaron un grupo llamado: La banda, como les decía la gente.
Con esta nueva tropa se armó de valor y comenzó a golpear todo lo que antes lo había golpeado: robaron en una tienda y él escogió lo mejor; por primera vez estrenó ropa, y no de cualquier tipo, si no ropa fina, zapatos, calcetines y hasta corbata.
Después fueron a una joyería y entonces lució anillos de piedras brillantes y un costoso reloj. Pronto se hizo de un coche y supo lo que era recorrer grandes distancias sin que los pies se le destrozaran con las piedras del camino o el hirviente pavimento.
Trino se volvió malo y, a sus 17 años, era buscado por la policía, temido por la sociedad y hasta por los que formaban parte del grupo. Se volvió, ahora sí, despiadado y cruel.
Una noche entraron a la tienda de un viejo, cerca de su antiguo rumbo, donde llegara tantas veces de chamaco con su mamá a entregar ropa, la casa del tal don Antonio, que se quedó, a cambio de algunos pesos prestados, con las pocas baratijas que tenía doña Lola y al que, a cuenta de esos préstamos, jamás podía dejar de lavarle montañas de ropa de medio uso que él compraba y luego revendía a muy buen precio.
Esa infortunada noche, Trino recordó los abusos de don Antonio contra su madre, por lo que el joven en ese momento se volvió malo, muy malo, ahora si malo de a de veras.
Cuando el viejo se negó a entregarle el dinero y las prendas de oro que guardaba, jurando por Dios que era hombre pobre y honrado, que a nadie hacía daño y que no guardaba nada que no fuera su amor por el prójimo, Trino lo tomó por el cuello y apretó con toda la fuerza que le dio el odio al recuerdo de las injusticias y las angustias de su pobre madre. Apretó sin piedad, como si así destripara su niñez y su orfandad.
Los demás huyeron, pues este hurto no se trataba de matar a alguien.
A Trino lo agarró la policía. No pudo ni quiso huir.
Nadie le sacó una palabra. El crimen salió en todos los periódicos, al igual que su retrato, en el que se podía leer:
El terrible bandido, apodado El Espantapájaros, está al fin en buenas manos.
La sociedad ya podía dormir tranquila porque todo el peso de la ley caería sobre el temible e inhumano delincuente.
Y así fue. ¡Qué bonito discurso el de aquel oloroso y distinguido señor llamado Juez, qué bien habló! ¡Veinte años de cárcel! No era cosa de sentimentalismos:
—A la sociedad hay que protegerla y darle la tranquilidad que merece. Los delincuentes como Trino no tienen cabida en ella.
Y las personas, honradas y buenas, pudieron dormir tranquilas.
Sin embargo, Trino sabía que la gente había sido mala e injusta con él, aunque también aceptaba que pudo no ser malvado a pesar de su historia.
A pesar de todo, el joven murió en una pelea dentro de la prisión. Desde entonces, su alma vivió atormentando a la gente del pueblo, en especial a aquellos que le habían hecho daño a él y a su familia, pero también a quien se cruzaba en su camino, sólo porque sí.
Sin duda, es un ánima furiosa y resentida que a nadie le gustaría encontrarse, pues murió odiando y penará odiando por toda la eternidad.
El torno del Diablo
No todo era vida y dulzura en los viejos tiempos que, si al igual que los moradores del cielo bajaban a la tierra y se metían en nuestras casas como Pedro por la suya, también los espíritus infernales solían dejar sus caldeados antros y pasar veranos y, hasta inviernos, entre los pacíficos moradores de las riberas del Grijalva que, por desgracia, éstas no sólo han producido nardos y flores, como dijo el poeta, sino hasta ciertas alimañas ponzoñosas y dragones más o menos aterradores.
Hay un paraje del famoso río que se acaba de nombrar, conocido desde el siglo XVII, o acaso desde antes, como el Torno del Diablo, gracias a la tradición que, quien siga leyendo, conocerá más adelante.
Era fama que, en el sitio o recodo del río, en el Torno del Diablo, se aparecía el mismísimo demonio durante las noches oscuras, haciendo muecas, chisporroteando como un torito de fuego de esos que hacen la delicia de los chicos en nuestras fiestas populares, o echando lumbre por ojos y boca. Lo raro de todo aquello era que, cuando se armaban los vecinos de Villahermosa, he iban temblando aterrados a espiar a aquel demonio durante sus alardes pirotécnicos, no aparecía por ningún lado, se evaporaba, se deshacía, como si se lo tragará la tierra o el mismísimo infierno, que es lo más probable.
Muchos dudaban de las apariciones del Diablo aquel, porque decían, y no les faltaba razón:
—¿Cómo es que cuando remonta el río alguna canoa o barca, y un patrón viejo o borracho está ahí, el ser infernal, levantando llamas altas como palmeras, aparece, y si la fuerza de seguridad pública se presenta, se ha ido, pero bien ido, de no vérsele ni el rastro?
A pesar de ello, había quienes juraban a cinco cruces, entrelazando a un tiempo los dedos de ambas manos, que era cierto que, su señoría, el Diablo, un Diablo negro como el pecado, con cuernos y pezuñas y de gigantesca talla, hacía sus correrías por el sitio que hoy lleva su nombre, en las aguas de Villahermosa.
Quienes con tal calor aseguraban la verdad del caso, eran nada menos que los propios remadores de barcas y canoas que habían tenido la mala ventura de pasar en noches tenebrosas por el sitio maldito.
No podían dudar de las apariciones diabólicas, en primer lugar, porque sus ojos, que a esas horas estaban más alertas, habían visto sin duda al hijo del averno, sus llamas y los demás atributos de su terrible persona, y, en segundo lugar, porque en presencia de aquel ser sobrenatural, siempre se apocaban los ánimos y las piernas se echaban a correr por playas y barrancos.
Las canoas cargadas de mercancías quedaban abandonadas y, cuando al siguiente día volvían los fugitivos, sólo hallaban carbonizados los tablones sobre alguna playa o flotando río abajo, así como los despojos deformes de remos y arpones.
Por supuesto que, de mercancías, ni el menor indicio, ni el más pequeño rastro, por lo que las víctimas no podían dudar de las apariciones del Demonio y corrían el rumor publicando lo acontecido.
No faltó, a pesar de todo, quien aseguraba que no era ningún ser infernal el autor de tales fechorías, sino los mismos remeros y patrones de canoas que se robaban las mercancías y quemaban luego las embarcaciones, yendo a contar, a los infelices armadores, la anécdota antes mencionada.
Sea lo que fuera, una cosa no deja duda, y es que, en las márgenes del histórico río, sino se ha aparecido el Diablo en persona, si lo ha hecho metiéndose en el cuerpo de los conductores de canoas que, tan lindamente, se apoderaban de lo ajeno; porque sólo el Demonio podía inducirles a cometer un pecado tan feo.
Y hay que decir también que la fuerza armada nunca se topó con el príncipe de las tinieblas cuando, en su búsqueda, iba por esas riberas de Lucifer.
Esta es la razón por la que el lugar fue conocido como El trono del Diablo, que, aunque haya dudas, es preferible no averiguar si es el sitio donde realmente habita el temible Satanás.
Ix Bolon
El pueblo Chontal es sumamente rico en folclor. Entre lo más destacado en la actualidad, están su música, danzas y leyendas.
Una de sus historias más contadas es la de Ix Bolon, quien es una diosa que vive en el centro del mar, dueña de los espíritus de todos los animales, de los cuales, cuando alguno muere, ella recoge su alma.
Ix Bolon fue una divinidad a la que hace mucho tiempo adoraron los primeros pobladores de esta zona, según la tradición.
Por los relatos captados en los poblados de Tucta y Mazateupa, sabemos que Ix Bolon descendía de las alturas para bañarse en las aguas de Tabasco.
Se dice que en ese entonces era joven, cuando habitó entre los chontales, y dejó, como huella de su paso, un peine de oro. Un brujo se lo apropió, quizá para arrebatarle su poder. Cuando Ix Bolon volvió a aquellas aguas, se retiró llena de enojo y se fue hacia el mar donde, ya envejecida, habita todavía.
Su enojo y su ausencia propiciaron el infortunio de los chontales: la llegada de los conquistadores, enfermedades, epidemias y decadencia.
En tabasco sobrevive el recuerdo de Ix Bolon en las invocaciones de las parteras y curanderos que repiten su nombre en un cántico para propiciar un buen alumbramiento o alejar los males del cuerpo y del espíritu.
Se ha transmitido, de una generación a otra, la imagen bienhechora de una diosa aficionada al agua de las lagunas que habría habitado, en otro tiempo, entre los chontales, para abandonarlos luego y envejecer en el fondo del mar.
La niña del vestido blanco
Cuenta la leyenda que hubo un grupo de amigos que, en su auto, iban camino a la casa de otro amigo hasta que algo los asustó en la carretera. Se bajaron del vehículo y comenzaron a caminar para descubrir qué era, pero no vieron nada. Cuando volvieron carro, avanzaron unos kilómetros y, de repente, escucharon algo en la cajuela y bajaron a ver. En ese momento vieron a una niña vestida de blanco, de cabello negro y largo, quien estaba llorando.
Uno de los amigos, conmovido por la pequeña, le tocó el hombro y de repente se miraron fijamente un par de minutos, de pronoto la niña le brincó encima intentando arrancarle los ojos. Los amigos le ayudaron a quitársela y atacó a otro de los jóvenes, quien murió. Al que atacó primero, ¡estaba sin ojos y desangrándose!
La niña se ocultó por un momento, pero luego salió y empezó a correr hacia ellos. Todos los amigos se montaron al auto con el herido y el fallecido, y llegaron al hospital más cercano que hallaron. Cuando entraron descubrieron que no era un hospital, pero, sin entender cómo, quedaron encerrados dentro.
Una señora los vio y se los llevó a una sala para ayudarlos. Curó al herido y, cuando todo parecía estar mejor, se apagaron las luces y luego escucharon gritar al que estaba sin ojos:
—¡Ayuda!
En ese momento se prendieron las luces y faltaba el joven herido. Sin pensarlo dos veces fueron a buscarlo y, en mitad del pasillo, ¡se encontraron a la niña con la cabeza del chico sin ojos!
Después de un momento en que todos se quedaron inmóviles, la pequeña empezó a correr hacia ellos de nuevo, así que huyeron lo más rápido que su terror les permitió.
La niña que, dentro de su diabólica actitud, era muy veloz, agarró a uno de los amigos y desapareció con él. El grupo sobreviviente comenzó de inmediato a buscar una salida.
Cuando estaban por escapar, se dieron cuenta que todo era automático y debían encontrar una tarjeta para abrir la puerta. Caminaron con mucho miedo y siempre alertas, hasta que llegaron a una sala donde ¡había unas lápidas con sus nombres! Esto los aterró aún más.
Asustados, siguieron buscando la tarjeta para abrir la puerta y de pronto escucharon que la niña se acercaba a ellos, pues su risa se oía en uno de los pasillos aledaños.
En ese momento dejaron de buscar y empezaron a correr, pero la niña los encontró y logró alcanzar a otro de los jóvenes, el cual murió destrozado también por la niña, quien, mientras lo atacaba ante la mirada aterrada de los otros dos amigos, los veía con una sonrisa maligna, como anunciando que eso era lo que a ellos también les pasaría muy pronto.
Cuando lograron moverse, después de quedar paralizados por la impresión, corrieron para seguir buscando aquella tarjeta que les salvaría la vida, o eso creían.
Finalmente la encontraron, pero la niña hizo que el chico que la tenía en su poder, se separara de su amigo. Entonces fue a buscarlo con la esperanza de hallarlo con vida, pues pudo ver que, el muchacho, había logrado escapar de la pequeña endemoniada.
La niña hizo de ambos un juego mortal, ya que hizo que el joven con la tarjeta, pasara por lugares aterradores, llenos de cadáveres recientes y otros putrefactos, mientras su amigo gritaba:
—¡Ayúdame!
Gracias a esto lo encontró, se acercó a él para quitarle unas cadenas que lo tenían inmovilizado y, de repente, de nuevo se apagaron las luces y apareció la niña.
Como era de esperarse, al volver la luz, ya había cobrado la vida del joven encadenado.
El último sobreviviente, sin soltar nunca la tarjeta, puesto que de ella dependía su vida, comenzó a correr hacia la puerta más cercana y logró salir del lugar.
Ya afuera, fue lo más rápido que pudo a la ciudad más cercana, que era donde estaba la casa del último fallecido. Corrió con todas sus fuerzas y, cuando estaba a una cuadra del domicilio, lo atropelló un taxi.
Se dice que en ese taxi iba la enfermera que supuestamente los había ayudado, acompañada de ¡la niña de blanco!
El joven hizo una expresión de horror al verlas, hasta que llegaron los paramédicos, quienes lograron tranquilizarlo al ponerle un sedante. Cuando despertó en el hospital, narró lo sucedido y a las pocas horas murió después de mucho sufrimiento.
Se dice que los cuerpos de los otros jóvenes, nunca fueron encontrados, pero sus almas, al igual que la del último sobreviviente, siguen penando por la carretera, siempre aterrados, como si huyeran de alguien, aunque todos saben que es de la niña de blanco.
Desde aquel entonces dicen que, si vas por la carretera con tus amigos, en medio del bosque, aparecerá la niña y les arrancará los ojos, uno por uno, para que nunca vuelvas a ver la luz del día, pues se sabe que esta pequeña, años atrás, fue atropellada por un auto en el que iban un grupo de amigos irresponsables, quienes en lugar de ayudarla, la arrojaron a un barranco, no sin antes, sacarle los ojos a la pequeña aún con vida, pues, del impacto, aunque paralizada, su expresión era de terror y con los ojos muy abiertos, lo cual les hizo sentir que los miraba y eso los hacía sentir más culpables aún.
Por eso, ten cuidado, pues sigue buscando saciar su venganza la niña del vestido blanco.
Don Matías León
Quienes lo conocieron se expresan de él como una excelente persona y hombre de rancho.
En su caballo negro brilloso, con porte y bien vestido, galopa, en las noches de luna, un jinete que recorre desde un rancho de Sabina junto al panteón del lugar, hasta la zona donde ahora se ubica una conocida plaza.
Los lugareños que lo conocieron dicen que es la figura de don Matías León, un hombre de rancho, derecho, dedicado al trabajo y buen ciudadano.
Y es que precisamente toda esa zona del sur de la ciudad eran ranchos y terrenos propiedad de don Matías, y la gente relaciona la aparición con el ganadero, quien tenía la costumbre de recorrer sus tierras a caballo.
Por eso, aseguran que se trata de la misma persona, pues señalan que es de estatura baja, bigotes largos, porta un sombrero grande y va montando un robusto caballo, como los que tenía el recordado ranchero.
Ahora el personaje se ha convertido en leyenda urbana, pues gente de su tiempo aseguran que tiene las características de don Matías León y externan que sale por las noches a cabalgar sus hectáreas donde hoy son fraccionamientos y plazas comerciales en la capital tabasqueña.
José Matías León Vidal, mejor conocido por los lugareños como don Matías León, nació el 24 de febrero de 1913, originario de la ranchería Ixtacomitán, falleció de causas naturales a los 74 años de edad, tres días después de su cumpleaños, el 27 de febrero de 1987.
Quienes acudieron a su funeral cuentan que justo cuando subieron el cuerpo al panteón de Santa Clara, Ixtacomitán, su caballo, que iba ensillado y lo llevaban jalando, comenzó a relinchar, como si se despidiera de su amo.
En su época destacó tanto que casi todos lo conocían en Tabasco y aunque han pasado casi tres décadas de que falleció, los tabasqueños aseguran ver su alma que continúa cabalgando en una de sus haciendas ubicada en una loma, a un costado del panteón de la colonia Sabina.
Un grupo de investigadores, visitó el casco de lo que fue la hacienda que se ubica a escasos cuatrocientos metros de la carretera y doscientos cincuenta metros del panteón de Sabina, detrás de una loma, de donde los habitantes del lugar, por las noches, lo ven salir en una parte que se ubica casi escondida entre árboles, en la punta de la Loma del Potrero.
Muchos dicen que lo han visto cabalgar por el terreno que queda, de varias hectáreas, del que fue dueño.
También se habla de La casona de Sabina, que no es sólo una historia de fantasmas. Quien se atreve a acercarse a aquel lugar vive y enfrenta miedos nunca jamás imaginados.
Se encuentra a tan sólo cuatro kilómetros del corazón de la ciudad, una estructura construida por ladrillos, con dieciocho habitaciones y deshabitada desde hace diecinueve años, aunque con una antigüedad de más de un siglo, casi demolida por aquellos que han creído fervientemente que algo se guarda allí celosamente y que existe en algún rincón de la casa
Para llegar hasta la casona hay que recorrer a pie o a caballo un camino lleno de apariencias, pues, aunque desde lejos se ve tranquila, los pasos de los ingenuos o curiosos que se acercan, son seguidos por el aire y la mirada fija de los caballos que esperan ansiosamente al visitante.
Un pantano, un camino entre lodazales, un pozo, un puente que cruza a lo impredecible, una bellota hembra que enmarca una vista tétrica, una neblina inexplicable y aquel eco que enmudece a cualquiera, son parte del ambiente natural de la casona, propiedad de don Matías León.
De él también se sabe que era un hombre de grandes riquezas y que, los vecinos decían, era alto y de buen ver, pero callado y misterioso, al que poco se le veía por aquellas tierras, a pesar de vivir ahí.
Don Genaro es nieto de don Matías León. A sus 70 años, aún narra perfectamente las historias o hechos ocurridos en aquella casona que, asegura, continúan suscitándose, pues sólo basta acercarse a cualquier hora del día para sentir la presencia de seres extraños.
Cuenta que, al pasar de noche por el lugar, se escuchaban estruendos espeluznantes, que provocó que poco a poco la gente se fuera alejando de ahí.
—Quien tuvo la oportunidad de estar viviendo en esa casa, sabe que no se vivía en paz, las puertas se abrían y cerraban, caminaban todo el tiempo, se escuchaba por las tardes el rechinido de una mecedora y hasta un caballo negro pasaba galopando hasta desaparecer justo a medio día —relató don Genaro.
Al correr el rumor entre la población de que ahí se registraban hechos inexplicables, don Genaro platicó que unos jóvenes, sólo para curiosear, se adentraron al terreno de aquella residencia sin imaginar lo que vivirían horas más tarde.
—Eran cuatro muchachos, lo tomaron como una aventura, compraron sus botellas y se dispusieron a divertirse, pero al llegar y ver todo tan misterioso se arrepintieron y, al momento de regresar, el camino había desaparecido, no había forma de salir de ahí. Así que uno de ellos, entre su borrachera, reflexionó y comenzó a decir parte de la Biblia. Así transcurrieron algunos minutos, hasta que se percataron que de nuevo el camino estaba libre.
Aquel hombre no sólo se dedicó a contar historias, sino que él mismo vivió su propia experiencia. Se trataba de su hijo, quien décadas atrás, con tan sólo 7 años, se lo llevaba a trabajar a orillas del río, pero al caer la tarde lo envió a cerrar su vivienda, sin embargo, éste ya no regresó.
Lo buscó hasta tener que pedir ayuda a los vecinos y, entre todos, fueron a auxiliarlo. Alguien le aconsejó que lo llamaran no con su nombre real, Ricardo, sino por Ignacio; fue así como apareció dentro de la casona, la cual estaba con candados por dentro y por fuera.
El niño no habló por días, pero cuando por fin se repuso, le dijo a su padre que cuando lo buscaban por la noche con lámparas, unas manos lo jalaban hacia adentro. Sin embargo, eso fue hace mucho tiempo.
Hace apenas cinco años, una niña desapareció, todos la buscaron, hasta las propias autoridades. Fue hasta el día siguiente que la encontraron ahogada dentro del pozo que se encuentra a escasos metros de La Casona de Sabina.
Los relatos de don Genaro son interminables, pero no sólo él sabe de esos cuentos, pues hasta los incrédulos han temido pasar siquiera cerca de ahí, ya que cada elemento que compone el escenario de los alrededores de esa zona, ha creado el temor de los lugareños, quienes viven con cuidado y respeto hacia las propiedades de don Matías León.
El espectro del tesoro
Cuentan pobladores del Pantzimin, que en la región más próspera de Jalupa, existió un viejo rico sin familia, con ganado por millares y casa de concreto. Al morir no hubo herederos y dejó enterrada su fortuna. Era el anciano Yeyo, y creó una de las grandes haciendas cacaoteras conocida como Don Yeyo.
En un lugar conocido como El Secadero, asoleaba los montones de monedas de oro y plata, según dice el campesino don Ernesto:
—Sé muchas cosas porque yo fui velador en esa casa.
Un día el rancho fue vendido y llegaron dos trabajadores a cambiar las tejas. El maestro dejó a su ayudante, le encargó el trabajo y le dijo que lo vería después.
El muchacho estaba quitando las tejas cuando, de repente, vio al difunto que le dijo:
—¿Qué haces en mi casa, hijo?
El ayudante se entumió, ni podía mover la lengua.
—Voy a regresar, mañana te diré dónde está el tesoro, ya veo que estás espantado.
Cuando pasó, el trabajador se fue a su casa y jamás volvió.
En ese lugar aún se escuchan ruidos extraños, aunque sólo quedan escombros, pero, tal vez, eso ya no pasaría si aquel muchacho hubiera escuchado al difunto, al día siguiente, para saber dónde había escondido su gran tesoro.
Se cuenta que algunos han querido ir a encontrarse con don Yeyo, para probar suerte y ver si les dice dónde está su fortuna, pero es claro que, la gente aprovechada y avara, jamás lo obtendrá. Ojalá esta ánima, algún día encuentre a la persona indicada y, de paso, el descanso eterno.
El charro negro que se aparece en las tumbas
En Jonuta, Tabasco, los habitantes afirman que tienen pavor de transitar a media noche por la zona del panteón, ya que, entre las tumbas del campo santo de la ciudad, aparece el Charro Negro, quien ha espantado a las personas que se atreven a caminar por ahí a altas horas de la noche.
El encargado del cementerio, Carmen Antonio contó lo siguiente:
—Yo he visto al Charro Negro, es un hombre robusto, alto, moreno claro y siempre viste como un charro. Trae un sombrero de esos redondos de dos pedradas, y en sus botas tintinean sendas espuelas de plata que resplandecen con la luz del sol.
Don Carmen sabía muy bien cómo era aquel fantasma, pues tuvo encuentros cercanos con él:
—Primero se ve un pequeño bulto que toma forma según se acercan, primero se ve como un canasto que deja asomar unas cobijas, luego, El Azabache, que así se llamaba el caballo del Charro, comienza a estremecerse un poco, después el Charro avanza montando al animal negro como la noche, desciende de su cuaco, lo ata a un árbol cercano y avanza unos pocos metros hacia ti. No sé más, pues siempre me alejo de inmediato para no hacerlo enojar
El encargado del campo santo, ubicado en las afuera de la ciudad, agregó que, a muchas personas, hombres y mujeres, de todas las edades, los ha asustado el Charro Negro montado en un corcel negro, que tienen pavor de transitar por el inmueble a la media noche, pues los sustos que se han llevado son horribles.
Aunque agregó que también que hay ciudadanos incrédulos que aseguran que esto es una leyenda urbana y que los que más espantan son los vivos y no los muertos, en lo que don Carmen está completamente de acuerdo, pues ya está acostumbrado al Charro Negro, pero no a los ladrones de tumbas, que muchas veces hasta armados van.
La laguna en Jalpa
Cuenta el mito que, en una laguna que está dentro de un rancho, donde vivían personas de mucho dinero, era un lugar en el que antes había toda clase de ganado.
Se cuenta que allí se han aparecido, durante las noches, toda clase de monstruos que no se han visto en otros lados.
La gente de la zona describe a algunos como seres de cuello largo, como si se tratara de jirafas, pero también tienen el cuerpo de algo parecido a una persona. Incluso los llaman “seres humanoides”
Todos, sin excepción, viven en la laguna, ya que siempre pueden verlos en ese lugar. No se sabe qué es lo que buscan, pero se mojan en esas aguas.
Se sabe que, a pesar de que nunca le han hecho daño a nadie, su aspecto es tan aterrador, que muchos enferman del susto.
Como es evidente que no pertenecen a este mundo, es decir, quizá sean de otro planeta, nadie se ha atrevido a hacer contacto con ellos, en especial porque no se sabe cuáles son sus intenciones y, debido a que viven en el lago, nadie quiere averiguar si su deseo es que se sumerjan con ellos y no vivan para contarlo, pues es posible que no sepan que, los humanos, no podemos habitar bajo el agua como ellos. Así que, lo mejor, es dejarlos vivir en paz en este lugar, al fin, no le hacen daño a nadie… aún.
La cruz verde
Cuenta la historia que doña Elvira, habitante de Villahermosa, estaba enamorada del sacerdote del pueblo, y que don Rodrigo, capitán retirado, a su vez se sentía atraído por la joven.
Un día el caballero aprovechó un descuido del sacerdote —ajeno a toda esa trama amorosa— para ponerse la sotana e ir por el amor de Elvira. Como resultado final, don Rodrigo acabó muerto y su amada, loca.
El joven, halló dormido al sacerdote sobre una silla, con la Biblia entre las manos y la sotana colgada sobre un clavo —el cura usaba traje de calle—. Sin pensarlo dos veces, el antiguo capitán tomó las prendas, se las colocó como pudo y, aprovechando la oscuridad de la noche, salió rumbo a la casa de doña Elvira, lugar mejor conocida por una cruz de color verde colocada en el patio.
En realidad, eran los fuertes latidos del corazón quienes guiaban las acciones del caballero. Eso demuestra cómo, si las manos son más rápidas que el ojo, los deseos lo son más que ninguna otra cosa. Así, pronto se halló frente a la ventana de su amada.
Tras mucho dudar, decidió tocar el vidrio, por lo cual apareció el afilado rostro de Elvira. Naturalmente, ésta fue engañada con facilidad, sobre todo cuando el supuesto cura le solicitó entrar a platicarle sobre un problema de vida o muerte.
Indecisa, doña Elvira lo dejó pasar, no sin antes haberle jurado entrevistarse a oscuras, por eso de las malas lenguas.
A la mañana siguiente, unas vendedoras que decidieron persignarse ante la cruz verde, antes de dirigirse al mercado, fueron las primeras en contar la macabra noticia. Al pie del monumento yacía el cadáver ensangrentado de don Rodrigo; a su lado, doña Elvira, fuera de sí.
¿Qué ocurrió? Nadie lo supo exactamente, ni siquiera los enfermeros encargados de cuidar a “la loca de Villahermosa», ingresada en el hospital de San Hipólito una noche de tormenta.
Se dice que, a veces, murmura algo como:
—Él se quería aprovechar de mí… la ventana, la ventana estaba abierta… Él tropezó cuando amenacé con gritar… solito se cayó por el balcón… Nunca había visto a un muerto… nunca quise matar a un sacerdote…
Mitos para bodas en Comalcalco
si estás a punto de dar el paso más importante de tu vida, que es casarte, de seguro ya saber que el objetivo principal es buscar la felicidad, motivo por el cual debes hacer caso a algunos consejos de personas que ya han pasado por esta etapa, aunque para muchos son simplemente supersticiones, no hay que dejar ningún cabo suelto.
Uno de los mitos para bodas más recurrente en Tabasco es aquel que presagia mala suerte si el novio ve a la novia antes de la ceremonia religiosa. Este mito es quizás el más antiguo y surgió hace mucho tiempo, cuando los matrimonios eran arreglados por los padres y el novio no podía ver a la novia antes de la boda porque podía arrepentirse al ver a su nueva pareja.
Otro de los mitos para bodas en Tabasco es el que prohíbe que el vestido de la novia tenga perlas. La creencia dice que éstas representan lágrimas, por consiguiente, la mujer que ponga perlas en el ramo, vestido o algún accesorio, llorará mucho en su vida matrimonial.
Existen quienes aseguran que llevar algo nuevo, viejo, prestado y azul, forma parte de los mitos para bodas en Comalcalco. Algo viejo para conectarse con el pasado, algo nuevo que representa la vida que va a comenzar, algo prestado por los lazos de amistad y finalmente algo azul pues representa fidelidad.
También existen mitos para bodas en este poblado, que tienen que ver con la estructura de la ceremonia; por ejemplo, la entrega de la novia. Esta tradición se realiza porque en la antigüedad las mujeres eran consideradas una propiedad, por este motivo se realizaba la famosa entrega que hasta nuestros tiempos se sigue llevando a cabo.
Uno de los mitos para bodas más curioso en Comalcalco es el beso al finalizar la ceremonia. Las personas aseguran que este beso es símbolo de la unión. Lo que algunos desconocen es que esta acción viene desde la antigua Roma, en donde los contratos se terminaban con un beso. Hay que recordar que el matrimonio es considerado un contrato.
Los mitos para bodas en Comalcalco son parte de la cultura, es un cúmulo de tradiciones traídas de otras culturas, que a lo largo de la historia se han preservado.
En algunas ocasiones se habla de situaciones catastróficas del futuro, pero en general son parte del contexto cultural de nuestra sociedad.
El monstruo
—¡Auxilio! ¡Auxilio, abuelo! ¡Abuelo! ¿Dónde estás? ¡Ven rápido! —gritó con desesperación Marianita—. ¡Abuelo, el monstruo! ¡Que me come, que me traga!
La pequeña estaba aterrada. Cualquiera que la conociera, sabía que no era una niña miedosa, al contrario, muchos decían que era una pequeña muy ruda. Pero en esta ocasión estaba completamente vulnerable, por eso le gritaba tan asustada a su abuelo.
¿Que podría ser aquello que asustaba a Mariana de tal manera que provocara tal alboroto? Seguro sus gritos se escucharon muy lejos, más lejos de lo que ella hubiera querido, allá donde haría que muchos supieran que había perdido la compostura ¡Bueno, Marianita no entendía de esas cosas!
Pero, inevitablemente, después de esto, sería muy vergonzoso para ella que la gente se enterara que, en ese momento, Mariana había tenido miedo, mucho miedo. Sus amiguitos oirían que era cobarde, llorona, quejumbrosa, remilgosa, melindrosa, o cualquier cosa que terminara en “osa”, aunque los pequeños no supieran lo que esas palabras significaban.
El abuelo Chema llegó tan rápido como sus reumas, sus pantuflas viejas y sus piernas entumecidas, lo dejaron llegar, ya casi cuando Mariana estaba a punto de olvidar qué la había asustado tanto o se desmayara de pavor, lo que pasara primero.
—¡Abuelo, un monstruo feroz, con una boca enorme que lo cubría de lado a lado, no tenía cuerpo, sólo era una masa deforme, pero con unas patas que le hacían dar saltos gigantescos!, me miraba con ojos terroríficos ¡Estaba allí afuera, en el patio! ¡Él venía hacia mí, quería comerme! —dijo la nieta muy alterada.
—Marianita, ese monstruo es un sapo, un animalito como cualquier otro, como un perrito ¡Eso, como un perrito! —exclamó el abuelo intentando calmarla.
—¿Por qué Dios hizo un animalito tan feo abuelo? —preguntó la pequeña con mucha curiosidad, ansiosa de escuchar la respuesta.
—Cuenta la leyenda que, un día de tantos, estaba Dios en el cielo deleitándose en su creación, cuando de repente llegó un querubín, uno que luego se volvió malo, y le pidió permiso para crear algunos animales. Dios, que es tan bueno, se lo concedió, pero como el niño alado era tan bello, no quería que nadie más lo fuera, así que creó unas criaturas un poco desagradables, como el sapo, la víbora y otros que son bastante repulsivos para nosotros. Pero yo creo, Marianita, que esos animalitos deben tener más miedo de nosotros, que nosotros de ellos, y que todos juntos le hacen menos daño a la tierra del que nosotros, los humanos, le hemos y le seguimos haciendo.
—¡Ay! Abuelo, ese monstruo me iba a comer de una mordida, de una sola vez, y tú ni te hubieras dado cuenta ¡Me salvé de milagro! ¡Creo que corro muy rápido! ¿No crees abuelito? —dijo orgullosa de su habilidad.
—Si hijita, corres muy rápido, pero sobre todo gritas muy fuerte, muy, muy fuerte —respondió el abuelo rascándose una oreja como si ya no escuchara bien.
Desde entonces, Mariana fue aún más valiente y paseó con más confianza en la selva, pues ahora ya no le temía ningún animal, por monstruoso que le pareciera, e incluso comenzó a apreciar su extraña belleza y les tuvo más respeto que antes, pues no quería ser una de las personas que le hicieran daño y, mucho menos, que le temieran como ella les había temido.
La casa encantada
Existe una casa en el centro de Tabasco, sobre la cual se dice que está encantada. Cuentan que por las noches se escucha que lavan los trastes. En la parte del patio de atrás se oyen voces de niños que juegan. Arriba, a veces, una persona espía entre unos tablones que medio cubren la ventana. Es una vivienda de rejas azules, y todos aseguran que tiene muchos fantasmas.
La casa se encuentra en la calle Plutarco Elías, número 126, en la colonia Miguel Hidalgo y, por su ubicación, en todas las inundaciones ésta no ha sido afectada.
Comentan los vecinos que en el balcón rechina una mecedora después de las dos de la mañana. Pero cuando algunos curiosos quieren investigar de quién se trata, inmediatamente regresa el silencio.
Desde hace varios años se encuentra vacía, salvo una vez que un inquilino se atrevió a vivir en ella hace algún tiempo, pero sólo duró un par de meses, porque a él lo mecían unos niños en la hamaca. Eso contó alguna vez, hasta que un día, sin que nadie se diera cuenta, desapareció.
Iván y Fabián de la Cruz, son unos jóvenes que viven casi en frente de la casa abandonada, por lo que son fieles testigos de todas las cosas sobrenaturales que ocurren dentro de la vivienda.
—No somos los únicos que pueden decir que ahí espantan —afirmó Iván—, otras personas también lo han presenciado, como el señor que pasó un día a vender sillas y mesas, de esos que llaman poblanos, cuando alguien adentro le dijo que esperara, que en un momento salía.
—Nosotros lo vimos que platicaba con alguien —continuó Fabián—, fue cuando nos acercamos y le preguntamos a quién buscaba. Él nos respondió que desde dentro le había dicho que esperara y eso hacía.
—Por eso le comentamos que tenía sus años que ahí ya no vivía nadie. Primero nos miró incrédulo, pero no sé qué cara teníamos que su expresión se transformó en una mueca de espanto —dijo Iván.
—Él nos juró que había escuchado una voz, muy clarito. Nosotros estábamos seguros de que no mentía. Luego el hombre se quedó callado y, sin decir más, de inmediato emprendió la huida —contó Fabián.
—Era muy notorio que de verdad iba muy asustado —dijo Iván un poco en tono de burla.
—Cuando llueve es peor, porque el ruido del agua se combina con los gritos de adentro, pero clarito se escucha que alguien llora —aseguró Fabián.
Han dicho que la casa tiene varios dueños, pero ninguno se presenta, por eso está así de descuidada, sin pintura, negra, cuarteada, y los cuartos, quien ha entrado por un instante, dicen que tiene un fétido olor que hace vomitar hasta al más fuerte.
Hace mucho tiempo un grupo de jóvenes se atrevieron a entrar, por la parte de atrás, y descubrieron un capulín, una bandeja vieja y mucha basura.
Espiaron por una ventanita y todo parecía vacío. Sólo había unos tanques viejos de los que se usan para llenar con agua.
Lo que los sorprendió fue encontrar algunos juguetes, y lo más curioso es que uno de ellos —según se dijo— era de un hermano de Roberto, uno de los valientes amigos intrusos.
Cuando se dieron cuenta de eso, se les entumieron las piernas. De pronto el juguete, que tenía ruedas, avanzó un par de centímetros.
Los cuatro que estaban ahí cruzaron miradas y salieron corriendo del lugar. Desde ese día jamás regresaron, pues les aterró aquel descubrimiento, sobre todo cuando, evidentemente, alguien estaba ante ellos, jugando con el colorido objeto.
Fue tan grande la impresión, que a Roberto lo tuvo que llevar su mamá con una señora que era bruja para que lo curaran de espanto.
El tiempo pasó y la casa ahí sigue, a veces en silencio, a veces con ruidos extraños, lo cierto es que ninguno quiere habitarla, y no es para menos, pues nadie tiene la certeza de si los fantasmas que habitan ahí son almas en pena malvadas, buenas o simples espíritus chocarreros.
Terror en la tormenta
El tío Gerardo, cada que se reunía su familia en el rancho, se ponía a platicar de todas las anécdotas que tenía y que les compartía a sus sobrinos. Así era él, pero, un día, decidió no contar sus andanzas, sino un suceso de terror en la tormenta, ocurrido años atrás, y del cual sólo se supo que habían desaparecido muchas personas.
El cuento de terror en la tormenta empezó en el estado de Tabasco y, según cuenta el tío, de esos temporales empezaron a salir los cuerpos de los panteones, por las inundaciones, algo que a los difuntos molestó y de ahí la anécdota.
El pueblo de Tapijulapa, Tabasco, se encuentra a sólo unos cuantos kilómetros de la capital, siempre se escucharon rumores de que, en el panteón principal, los muertos salían de sus tumbas, pero con el temporal todo cambió, pues ahora se veían rondar por los caminos, lo que a la comunidad del pueblo asustó, pues ya no eran historias o mitos, las personas los veían vagar, como si deambularan en busca de algo.
Después de las tormentas, y de todos los cuerpos que se llevó el agua, empezaron a desaparecer personas que trabajaban en los campos, como si se los tragara la tierra, sin explicación alguna, desaparecían para no volver a verlos jamás.
Muchas personas se reunieron con el párroco de la iglesia del pueblo para pedir por el eterno descanso de los desaparecidos y de los muertos que empezaron a verse por la región, lo que hizo que todo se calmara.
No se sabe a ciencia cierta si la desaparición de las personas tenga relación con lo que la gente vio de los muertos del panteón, pero ninguno fue encontrado, quedando todo como una historia de terror o un mito urbano más.
El cacao y el amor
Existe una leyenda acerca del origen del cacao, la cual se puede encontrar en el Tonalámatl, que es el libro de los augurios de los sacerdotes de la diosa Xochiquetzal,
La historia habla de cuando los dioses, compadecidos de los trabajos que pasaba el pueblo tolteca, resolvieron que uno bajara a la tierra para ayudarles, enseñándoles las ciencias y las artes. Decidieron que fuera Quetzalcóatl, que hacía tiempo se empeñaba en ayudar a los toltecas, así que tomó forma humana y descendió sobre Tollan, la ciudad de los hombres buenos y trabajadores.
Y así se hizo: Quetzalcóatl bajó por un rayo de la estrella de la mañana, dejando asombrados a los toltecas con su aparición, particularmente por su indumentaria, hecha de una materia luminosa, y por su blanca y rizada barba, luminosa también.
Todo el pueblo comprendió que aquel aparecido no era un simple mortal y, desde luego, le rindió adoración, rompiendo sus feos y oscuros dioses de barro.
Junto con Quetzalcóatl, dominaba el dios Tláloc —el señor que está dentro de la tierra—, el dueño de las lluvias, dador de la vida y dueño de las almas separadas de los cuerpos. Reinaba también Xochiquetzal —flor emplumada— la diosa de la alegría y el amor, esposa de Tláloc y descubridora del pulque.
Todos los dioses eran buenos y, dirigidos por Quetzalcóatl, enseñaron al pueblo tolteca el saber, hasta hacerlo culto, artista y conocedor de la marcha de los astros, lo que le permitió medir el tiempo y señalar en el calendario el cambio de las estaciones para aprovechar las lluvias y levantar las cosechas.
Quetzalcóatl les dio además a los toltecas el don de una planta que había robado a los dioses, sus hermanos, quienes la guardaban celosamente porque de ella obtenían una bebida que, pensaban, sólo les estaba destinada a ellos.
Quetzalcóatl sustrajo el pequeño arbusto de flores rojas, prendidas a largas ramas de hojas extensas inclinadas hacia la tierra, a la que ofrecía sus oscuros frutos.
Plantó en los campos de Tula el arbolito y pidió a Tláloc que lo alimentara con la lluvia, y a Xochiquetzal que lo adornara con flores.
El arbolillo dio sus frutos y Quetzalcóatl recogió las vainas, hizo tostar el fruto, enseñó a las mujeres a molerlo y a batirlo con agua en las jícaras, obteniendo así el chocolate que, en el principio, sólo tomaban los sacerdotes y los nobles.
Fue licor sagrado y lo bebían agrio o amargo. Más tarde fue mezclado con miel y a la llegada de los españoles éstos le agregaron azúcar y leche, tomándolo caliente y haciéndolo la bebida de lujo de la época colonial.
Así pues, Quetzalcóatl fue dador del cacao en sus cuatro clases: el cauhcacahuatl, el mecacahuatl, el xochicacahuatl y el tlalcacahuatl, que era el que tostaban, reservando los otros tres como moneda, pues el fruto se consideraba símbolo de riqueza.
Los toltecas fueron ricos y sabios, artistas y constructores; gozaban del rico chocolate y eran felices, lo cual despertó la envidia de los dioses, más aún cuando descubrieron que tomaban la bebida destinada únicamente a ellos.
Juraron venganza contra Quetzalcóatl primero y contra el pueblo tolteca después. Para eso llamaron a Tezcatlipoca —espejo humeante—, dios de la noche y de las tinieblas.
Este dios, enemigo de Quetzalcóatl, el dios luminoso, bajó a la Tierra por el hilo de una araña y, disfrazándose de mercader, se acercó a Quetzalcóatl para ofrecerle una bebida.
El dios luminoso se hallaba en su palacio inmensamente triste, pues un sueño le había hecho saber que los dioses preparaban su venganza y temía por el pueblo al que había hecho rico, sabio y feliz. Quetzalcóatl bebió del jugo que se le ofrecía, que era el octli, el jugo fermentado del metl, el maguey, llamado por el pueblo tlachiuhtli —es decir, el pulque—.
Lo tomó y se embriagó. Con gran regocijo del malvado Tezcatlipoca, bailó y gritó ante el escándalo del pueblo que lo miraba hacer gestos ridículos. Después se durmió y, al despertar, con la boca amarga y en la cabeza un dolor profundo, se dio cuenta de que los dioses lo habían deshonrado y que se preparaba la ruina del pueblo tolteca y la caída de la gloriosa Tollan.
Al sentir Quetzalcóatl que ya nunca podría ver a los que había enseñado a ser buenos y honrados, y con una gran vergüenza, decidió marchar hacia el rumbo de la estrella vespertina, su casa. Partió entonces hacia el mar, hacia la llamada Nonoalco —en las playas de lo que hoy es Tabasco—, y en la tierra arrojó, por última vez, las semillas del cacao, que bajo su mano habían florecido, y quedaron ahí como obsequio del dios luminoso.
Después entró en el mar y, aprovechando un rayo de la estrella de la tarde, se volvió a su morada de luz.
Así que, cada que comas chocolate, cultivado en tierras mexicanas, recuerda que es gracias al valor y bondad del buen Quetzalcóatl.
Los temblores
El pueblo Ch´ol, además de encontrarse en parte de Chiapas, también habita en las regiones de Amatlán, La Libertad y Macuspana, Tabasco, y tienen un relato relacionado con los temblores, el cual dice así:
El gran ser superior, Ch’ujtiat, creó a los chutie winik en el principio de los tiempos. Les dio una misión: serían los encargados de sostener a la Tierra sobre sus hombros. Su misión sería cargar a la Tierra.
Para eso, los hizo inmortales, para que el planeta nunca se cayera. Pero se le olvidó darles fuerza extraordinaria y, por eso, los chutie winik son seres que se cansan.
Y resulta que, cuando se sienten agotados, tienen que cambiar de hombro a la Tierra. No les queda más remedio que moverla para acomodarse. Entonces, cuando los chutie winik hacen esta maniobra, el mundo tiembla. Tiembla la selva, tiembla la montaña, tiemblan los ríos y los lagos. Y nosotros, los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos y los animales, nos damos cuenta y nos asustamos mucho.
Esperamos que siempre lo hagan con mucho cuidado, pues, a veces, cuando lo hacen bruscamente, las catástrofes son terribles y eso no nos gusta para nada.
El origen del fuego
En el principio, las personas del mundo pasaban muy malos ratos. No tenían fuego y, por lo tanto, no podían cocer su maíz para hacer masa, no podían asar la carne que comían, no podían hervir el agua para preparar café o atole, no tenían dónde calentar sus comales y las tortillas no existían para saciar el hambre.
Pero eso no era lo peor: los humanos, en el principio de los tiempos, no tenían fuego para calentarse. Llegaban las lluvias, se mojaban y no podían secarse, tiritaban de frío completamente empapadas. Llegaba el invierno con sus temperaturas bajas y la gente no tenía un fogón que calentara sus casas. Eran malas épocas para los habitantes de la tierra de los primeros tiempos.
Pero el fuego sí existía. Sólo que lo tenía secuestrado una famosa anciana que vivía solita en una cueva en la que cuidaba ferozmente al fuego para que nadie lo robara. Lo quería para ella sola.
Todos querían hurtar, aunque fuera una llama, la anciana lo sabía, por eso lo cuidaba con tanto esmero.
Desde lejos, los hombres y las mujeres suspiraban por el fuego, pero no podían hacer nada para conseguir ni siquiera unas cuantas chispitas para encender sus fogatas. La anciana permanecía siempre en guardia.
Hasta que un día, el tlacuache le dijo al hombre y a la mujer:
—Esto no puede seguir así, no puedo permitirlo. Mañana mismo, después de la tormenta de la tarde, me robaré el fuego para regalárselos.
El hombre y la mujer sintieron un gran afecto por el tlacuache y se llenaron de esperanza.
El tlacuache esperó a que la tormenta lo mojara a fondo y luego, empapado y dando lástima, se fue hasta la cueva de la vieja guardiana y le dijo:
—Anciana buena, déjame acercarme a tu fuego para secarme, mira como tiemblo de frío. A cambio, te puedo contar las historias más hermosas que puedas imaginarte.
La vieja, que estaba siempre sola y aburrida, cayó en la trampa y le dijo al tlacuache:
—Pasa amigo, pero te prometo que te echo a palos si tus relatos me aburren. Acércate al fuego para que te caliente, pero ¡no te atrevas a tocarlo!
El tlacuache, sigiloso, se sentó junto a la lumbre al lado de la anciana. Como era muy buen conversador, la viejita estaba encantada escuchando relatos fabulosos que hablaban de brujos, de rayos, de cuevas oscuras, de duendes misteriosos y de feroces jaguares.
Como pasaba tanto tiempo sola, la voz del tlacuache le resultaba armoniosa, viva y amable. Estaba tan contenta que poco a poco empezó a descuidarse y, de repente, la feroz anciana de la cueva se quedó dormida.
El tlacuache, valiente y decidido, metió la cola en la lumbre sin pensarlo dos veces.
Sintió el cruel ardor del fuego que lo devoraba, pero no flaqueó, dejó que su cola se quemara y salió veloz en busca del hombre y la mujer que lo esperaban a la vuelta del cerro más cercano.
Tenían en sus manos rajas de ocote, la madera más llena de resina, la que más ardería al contacto con el fuego. Entonces, el tlacuache pasó la lumbre de su cola a la leña que el hombre y la mujer tenían en las manos. Ésta ardió de inmediato. La pareja corrió presurosa a encender el fogón de su casa.
¡Las llamas iluminaron su hogar de inmediato y un suave calor inundó todos los rincones!
Por fin, el fuego había sido robado para los hombres de la Tierra.
El tlacuache apagó de inmediato su cola, pero era demasiado tarde: en lugar de su antigua mecha larga y elegante, tenía una cola corta y chata. Pero jamás se arrepintió, siempre estuvo orgulloso de su hazaña.
Después aquel día, el fuego es de todas y de todos, es patrimonio de los hombres y las mujeres de la Tierra. Desde entonces, el fuego vive en el corazón de todos los hogares y vivirá por siempre, gracias al valiente y noble Tlacuache.
El origen de los animales domésticos
Hace miles y miles de años no había animales domésticos. Todos eran salvajes y andaban por el monte sin rumbo y sin destino. Ésta es la historia de cómo aparecieron los animales domésticos, los animales que viven en los patios y solares de las casas familiares, según una leyenda ch´ol.
Hubo una vez una mujer llamada Ch’ujnia que era fuerte y poderosa. Tenía un hijo que se llamaba Askun. Era hijo único y trabajaba fuerte en el campo.
Un día, cuando Askun regresó de la milpa, descubrió que a la entrada de la casa había flores, ramitas, piedras y semillas hermosas. ¡Alguien había estado jugando con ellas mientras él estaba en el campo! Entonces le preguntó a su madre:
—¿Acaso tengo un hermanito?, ¿quién estuvo jugando aquí?, ¿me ocultas algo?
La madre, en efecto, no le quería decir que tenía un hermanito porque temía que Askun se pusiera celoso. Pero como vio que la había descubierto, no tuvo más remedio que ir por Ijtzin, su hijo más pequeño, para presentárselo a su hermano mayor.
—No vayas a tratarlo mal, quiérelo, es tu hermano, tiene tu misma sangre —dijo Ch’ujnia con preocupación.
Askun aseguró a su madre que lo iba a querer y a cuidar. Pero no era cierto porque, en realidad, sentía unos feroces celos cada vez que veía a su pequeño hermano. Así que decidió perderlo en el monte en cuanto tuviera una oportunidad.
Por eso, a la semana siguiente, salió con Ijtzin y se internó en la selva. Cuando estuvieron muy lejos, lo dejó solito al pie de una palma de río y se alejó cauteloso sin dejar huellas para que Ijtzin no pudiera encontrar el camino de regreso a casa.
Estaba Askun contándole a su madre que su hermano había desaparecido, cuando, de pronto, vio que Ijtzin llegaba a la casa feliz y cargando frutos de la palma, los cuales le regaló a su madre. Ella se llenó de alegría y Askun sintió cómo los celos crecían en su interior.
Otro día, Askun volvió a llevarse a su hermanito al campo. Cuando estaban muy lejos, construyó una trampa para tepezcuintle y fingió que no podía poner dentro de la trampa la carne que serviría de cebo al animal. Dijo que él era muy grande y que no podía entrar a la trampa para colocar la carnada. Entonces, Ijtzin, sin sospechar nada, le dijo que él entraría a ponerla. En cuanto entró, Askun cerró la trampa y dejó ahí a su hermano, abandonado.
Lo mismo que en la otra ocasión, estaba Askun explicando a su madre, con mentiras, la desaparición de su hermanito, cuando entonces apareció Ijtzin cantando y con un tepezcuintle, de dulce carne roja, sobre su espalda para ofrecer a su madre.
Askun no podía creer lo que veía. Estaba completamente fuera de sí y dispuesto a encontrar una mejor manera de eliminar a Ijtzin lo más pronto posible.
Entonces, lo llevó al río más lejano y lo arrojó, sin piedad, a sus profundas aguas. El cuerpo de Ijtzin se fue con la corriente, río abajo.
Feliz y convencido de que esta vez sí lo había eliminado, llegó a su casa a ofrecer, una vez más, explicaciones a Ch’ujnia, que estaba desolada.
En ese momento, madre e hijo vieron cómo, allá por el camino, venía feliz Ijtzin, cargado de peces frescos para la comida. Ch’ujnia saltaba de alegría.
Askun sintió una total derrota. ¿Qué poderes inmensos tenía su hermano?
Pues resulta que Ijtzin, hijo de Ch’ujnia, era también hijo de Ch’ujtiat, el progenitor, el creador de todas y de todos. Por eso gozaba de una protección especial y por eso tenía poderes inimaginables.
Ijtzin era un ser pacífico que no quería hacer daño a nadie. Pero sabía que Askun necesitaba una lección por su conducta reprochable. Entonces a Ijtzin se le ocurrió una idea: invitó a Askun al monte, le dijo que conocía una colmena que tenía la miel más dulce y dorada y que lo invitaba a probarla.
Askun dijo que sí, que sí quería comer miel con su hermano, y los dos se fueron por el camino del monte. Cuando llegaron al sitio indicado, Ijtzin le mostró la colmena, allá en lo alto de un árbol. Askun, que era muy goloso, se subió de inmediato al árbol y, cuando estuvo en lo más alto, Ijtzin tiró el árbol desde sus raíces y el árbol, al caer, estalló en mil astillas.
Lo mismo le ocurrió al cuerpo de Askun: ¡estalló en mil pedazos! Y sucedió que de cada astilla de su cuerpo nació un animal doméstico. Aparecieron pollos, gallinas, borregos, perros, patos, guajolotes, gansos, conejos y cuchis, con su hilera de crías gritando a todo pulmón. De las astillas del cuerpo de Askun también nacieron todos los pájaros de voces dulces que cantan cerca y alrededor de las casas: cenzontles, jilgueros, canarios, palomas, golondrinas y gorriones del campo.
Pero el corazón de Ijtzin sintió compasión por Askun. No quiso que su hermano se quedara para siempre lejos de Ch’ujnia, su madre, y lejos de su casa. Por eso pensó en esta solución: hizo que todos los animales que brotaron de su cuerpo fueran animales domésticos, amantes de las casas, los solares, las familias y las comunidades. Hizo todo esto para que Askun no se quedara en el monte, para que pudiera estar cerca de Ch’ujnia convertido, al mismo tiempo, en cuchi, guajolote y pájaro.
Y desde entonces, sobre la Tierra hay dos tipos de animales: los animales salvajes, los que viven alejados en el monte y no quieren tener relación alguna con los hombres, y los animales domésticos, los que extrañan la compañía de las personas, los que gustan del olor del fogón, los que prefieren pasar sus días en el seno de las comunidades.