Las leyendas de Oaxaca que se encuentran en este libro fueron seleccionadas por ser las mejores, más originales, famosas y representativas del estado.
Leyendas de Oaxaca
La Carroza
Cerca de un pueblo llamado Río Grande, a media noche como todas las historias, se escuchan los sonidos de cascos de caballo jalando una carreta antigua. Se cuenta que, durante una fiesta de fin de año, la gente que estaba en la calle escuchó la carreta. Extrañados por el hecho de que nadie en el pueblo tenía un vehículo de ese estilo, se quedaron ahí y vieron que era jalada por dos caballos de tipo holandés: grandes y negros.
El chofer era un hombre vestido de negro con un gran sombrero que ocultaba su cara, acompañado de un típico olor a azufre en esta clase de apariciones. En ese momento una señora gritó:
—¡Es la cosa mala! —suponiendo que era el Diablo.
Todas las personas se ocultaron, más una madre perdió a su hijo en el caos de la huida. La carroza continuó su paso y desapareció. Momentos después, encontraron en la calle las ropas del niño abandonado. La madre, consternada por lo ocurrido con su hijo, fue a hablar con el padre de la iglesia del pueblo y éste le recomendó poner un espejo en la calle para cuando pasara de nuevo la carreta.
Así, la madre esperó hasta la media noche y dejó el espejo en el camino en cuanto escuchó los cascos de los caballos a lo lejos. Cuando la carroza pasó sobre el cristal, se comenzaron a escuchar gritos y lamentos desgarradores por un buen rato. Al finalizar la melodía infernal, sólo se escuchó el llanto de un bebé en medio de una nube de humo. Quienes estaban ahí encontraron al niño llorando en el suelo, junto al espejo roto y con marcas de quemaduras.
Desde entonces, la gente abrazaba fuertemente a sus hijos cuando se escuchaba una carreta, mientras se alejaban a toda prisa del lugar, pues nadie sabía si era la carroza del Diablo que buscaba a una nueva víctima. Por si acaso, los pobladores siempre tuvieron un espejo a la mano para cualquier emergencia.
El callejón del Muerto
En la primera calle de Morelos y la última de Matamoros, hay un angosto, solitario y tétrico callejón, que hace tiempo fue lugar de un misterioso asesinato y a la vez de un espeluznante suceso registrado momentos después de cometido aquel crimen, lo que ha motivado que se le conozca, desde entonces, con el nombre de El Callejón del Muerto.
Fue en aquel tiempo en que la ciudad se alumbraba con faroles de aceite, los cuales se encargaban de encender los llamados: serenos. Uno de estos personajes fue quien resultó víctima de aquel crimen.
Una noche profundamente oscura el Sereno estaba haciendo su ronda; de repente, el silencio se rompió con un «¡ay!» prolongado y un penetrante grito de agonía; después volvió a reinar el silencio.
Por la calle, un hombre, con farol de mano, caminó velozmente hacia el templo del Marquesado. Llegó hasta ahí y le dijo al párroco que había un apuñalado que necesitaba confesión. Aquel se aprestó y sin más llegó hacia el agonizante Sereno. A la mitad de aquel callejón, yacía el herido, por lo que el cura procedió a escuchar sus pecados. Fue una confesión larga y penosa.
Después de absolverlo, el sacerdote se dirigió al sitio donde estaba su acompañante y no encontró más que su linterna. Intrigado, la tomó para ver a quién había confesado, pero al acercar la luz al rostro del difunto, ¡vio que era él mismo quien le había ido a llamar! Sobrecogido de terror, regresó al curato y se dice que, muchos días después, el párroco quedó completamente sordo del oído con que escuchó la confesión del muerto.
Desde entonces, quienes escuchan quejidos extraños en los sombríos callejones de la ciudad de Oaxaca, se alejan presurosos, pensando si no se trata de un nuevo llamado del Callejón del Muerto.
El cerro de la vieja
La localidad del Cerro de la Vieja, en Rancho Pequeño, está situada en el Municipio de San Pedro Mixtepec, Oaxaca. Tiene pocos habitantes y se encuentra a 40 metros de altitud. Se dice que antes de que el lugar fuera poblado, era sitio de cacería.
Un día, uno de los cazadores, persiguiendo una presa, llegó frente a una gran roca, en la cual estaba pintado el cuerpo completo de una hermosa mujer de largas trenzas. Era una india. Junto a esta piedra había enormes cantidades de plomo, así que el hombre, llevando sus manos llenas, compartió su descubrimiento con sus compañeros, dando como seña aquel impresionante dibujo.
Poco a poco la gente se fue interesando en acudir al lugar para conseguir materia prima para sus balas, así que subieron al cerro, pero la mayoría de ellos regresaba decepcionado, porque no podían encontrar la pintura de la india, calificando al hombre de mentiroso.
Al avanzar los días, de tres personas que iban a buscar plomo, sólo regresaban dos. La gente empezó a desaparecer y creyeron que el lugar estaba encantado.
Se pensaba que la causante de todo esto era la india. Aquel que tenía la mala suerte de encontrarse con ella, ya no volvía, creyendo que ésta se desprendía de la piedra persiguiendo a los buscadores de plomo por el cerro hasta perderlos, pues en varias ocasiones, algunas personas que pasaban por ahí podían ver a una mujer envuelta en una tela blanca que flotaba por el lugar. Además, oían los gritos del aterrado hombre, pero al ir a mirar, no se encontraban rastros de ella, ni del desafortunado que vociferaba.
Desde entonces, se le nombró El Cerro de la Vieja, por la aparición de esta india.
Matlazihua
¿Qué pasaría si al viajar a Oaxaca te encuentras a una bella mujer de blanco? Pues la Matlazihua es alguien que te puede dejar helado.
Algunos dicen que es un ser mitológico, otros que es una hermosa mujer, quizá podría ser sólo un alma en pena que busca quién le diga que ya no pertenece más a este mundo terrenal.
Lo cierto es que es común escuchar en estas tierras el clásico: «¡Se lo llevó la Matlazihua!» pues es parte del lenguaje popular oaxaqueño y hoy es un dicho que ha traspasado la línea del tiempo.
Resulta que, en épocas pasadas, si un charro o un catrín oaxaqueño desaparecía de su casa, sin dejar rastro y por unos tres días, era común que fuera hallado después en algún matorral o al fondo de algún barranco. Todo eso era obra de la Matlazihua, o Mujer que enreda, que es el significado de su nombre en zapoteco.
Se trataba de una atractiva dama, vestida de blanco, de larga cabellera y hermoso rostro. Siempre a media noche se escuchaba su caminar en las calles empedradas y solitarias de pueblos como Miahuatlán o Santa María Sola de Vega. En su andar, atraía de manera hechizante a cualquier hombre que se le atravesara en su camino para arrastrarlo a la perdición.
Hay tantas historias de esta aparición femenina, que aún los ancianos oaxaqueños creen o aseguran haberla visto en su época dorada y quizá haber tenido un encuentro cercano con ella.
Según la creencia, en el siglo pasado, cuando el alumbrado de las calles aún se obtenía con velas de cebo, en la ciudad de Oaxaca había un General, quien se había ido de parranda con unos amigos y éstos se habían hecho acompañar de unos músicos callejeros. El grupo de eufóricos borrachos caminaban zigzagueantes y alegres por el llano de Guadalupe, hoy Paseo Juárez, cuando de pronto apareció la Matlazihua. Ante la mirada de todos, ella hizo una irresistible señal al militar, que bien era reconocido por nunca tenerle miedo al enemigo ¿Cómo iba a rechazar hacerle caso a la bella dama? Hechizado por sus encantos, el general desapareció tras seguir a la mujer, alejándose ante los ojos de todos como si fuera arrastrado por la imagen. Al momento, el resto corrió dispersándose por todas partes.
—¡La Matlazihua! ¡La Matlazihua! ¡Se lo llevó la Matlazihua!
Gritaban al mismo tiempo que se alejaban dejando sus sarapes, guitarras y botellas. Seguramente hasta la borrachera se les olvidó mientras huían, perdiéndose en la oscuridad de las calles.
Dicen por ahí que, días después, el General fue encontrado hecho una desgracia bajo el puente en donde corre el río de Jalatlaco, cercano al panteón.
Algunas lenguas afirman que la Matlazihua era una mujer real de aquella época, que ciertamente cautivaba a los hombres con su belleza, se los llevaba y los seducía; pero en medio de las caricias los despojaba de sus pertenencias, como su salario o una que otra joya.
Con sus movimientos crea un embrujo paralizante que hipnotiza a los que la siguen en la densa oscuridad. Con este encanto los arrastra hacia lugares donde crecen las plantas de huizache, una planta espinosa que se caracteriza por su fuerte olor. Los encantados por el embrujo de la Matlazihua despiertan del delirio sobre estas plantas, espinados y adoloridos, y su reacción es casi siempre invariable, pues no saben qué sucede, ni cómo llegaron a ese lugar. Sólo tienen el recuerdo de este singular personaje que, riéndose de su desgracia, aparecía en su memoria.
Una de estas experiencias la vivió Fulgencio Ortega, quien gustaba de asistir a las fiestas del pueblo. Fue en una de éstas donde, con unas copas demás, se dispuso a trasladarse a su hogar. Conforme iba caminando, la noche avanzaba rápidamente. Las calles se encontraban solas, un viento frío soplaba, entonces a lo lejos divisó la silueta de una mujer, siguió caminando, hasta alcanzarla. Llegó y vio que la mujer era su mamá, quien le dijo:
—¡Fulgencio! ¡Mira cómo estás! ¡Vámonos a la casa!
Él la siguió por un sendero que atravesaba por el campo. De pronto se detuvo, dándose cuenta que por ahí no estaba su morada. Asustado gritó:
—¡Mamá!, ¿dónde estás? No te veo.
Sus piernas no soportaron más su peso y, tambaleándose, cayó entre los arbustos de espinas finas. Al instante se enterraron en gran parte de su cuerpo. La mujer a la que había seguido apareció y soltó una carcajada estrepitosa y espeluznante.
Aquel borrachín, en medio de tanta hierba, logró ver que su mamá se transformaba en una figura espectral. Observó a una mujer alta, de piel clara, cabellos enredados enfundada en un vestido blanco desgarrado, tenía una pata de cabra y una de mula, con garras negras.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Tal fue la impresión de haber visto aquel ser que, acto seguido, quedó inconsciente. El viento empezó a soplar fuertemente, alejándose poco a poco el ruido de las carcajadas horríficas producidas por aquel ser malévolo.
Al día siguiente apareció un vecino de esos rumbos, donde Fulgencio estaba tirado. ¡Doña Lola!, he encontrado a su hijo. Y espantada le preguntó:
—¡Hijo! ¿Qué te ocurrió? ¿Por qué amaneciste aquí y con estas espinas enterradas en tu cuerpo?
Fulgencio, todo revolcado y apaleado, frotándose los ojos, repuso con voz dolida:
—No sé qué pasó, pensé que usted había venido en la noche por mí, pero no era usted, se trataba de una horrible señora. ¡No!, no, no quiero decir más, de sólo pensarlo me dan escalofríos y ñañaras.
En esa misma época, el pueblo de Xoxocotlán pasaba por las celebraciones de la Semana Santa. El Viernes Santo por la noche, las personas asistieron a darle el pésame a la Virgen de la Soledad.
Poco a poco, la gente se fue retirando de la iglesia para ir a descansar a su casa. Eran las doce de la noche, las calles se hallaban desiertas, sólo se oía que un señor andaba hablando, al parecer, por su tono de voz, parecía estar pasado de copas. Iba tambaleándose, cuando, de repente, apareció una mujer frente a él. La vio cara a cara, pero el estado en el que se encontraba no le permitía ver con claridad. Por lo tanto, lo que pudo apreciar fue a una dama bella, fina y elegante. Parecía una doncella inocente perdida en un inmenso bosque. El señor se adelantó a decirle:
—¡Señorita! ¿Qué hace a estas horas de la noche tan sola y caminando por aquí?
—Lo que pasa es que apenas vengo de la iglesia, pero no se preocupe por mí, mejor sígame, yo lo llevo hasta su hogar. ¡Mire cómo está!, ya no puede sostenerse bien —le respondió ella.
El sujeto comenzó a seguir a la hermosa dama, llegando a un tramo tupido de arbustos con espinos —conocidos como rompecapas—. Sus brazos y piernas se llenaron de ellas al instante, lo cual hizo que comenzara a gritar porque le lastimaban mucho. Se pudo incorporar nuevamente y dijo para sí:
—Quien me haya hecho esto, va a pagar muy caro. Yo no temo a nada ni a nadie, quien quiera que sea, salga ya, tengo un machete, nada más atrévete hacer algo en contra mía y verás lo que te espera.
Un par de carcajadas se empezaron a escuchar, con un tono espeluznante y frío. La doncella hizo acto de presencia frente a él.
—¿Dónde estabas? —preguntó el señor.
Con otra carcajada estrepitosa le respondió al inquieto individuo. El hombre se frotó los ojos, no podía creer lo que miraba.
—Tú… tú eres esa mujer de la que todos hablan. Óyeme bien, ninguna bruja parlanchina me va andar tirando y burlándose de mí.
En ese momento comenzó a dar machetazos a aquel ser maligno. Logró acertarle justo en las rodillas de la supuesta doncella y un pedazo de vestido cayó. Él pensó que ya la había herido, pero entonces se dejó ver su verdadera apariencia. Asombrado volvió a caer y sus ojos contemplaron una figura vestida con una especie de túnica blanca y rota, ondulando a la par con sus cabellos rizados y soltó una vez más una carcajada aún más macabra.
—Tú, tus burlas no me… no me dan miedo —dijo el hombre muy nervioso.
Quiso pararse para defenderse, pero la mujer se elevó y pudo contemplar que sus pies no eran humanos, más bien parecían unas patas como de cabra y caballo. Inmediatamente se movió hacia atrás, tratando de contener su temor, pero la diabólica alma se le acercó y viendo él su rostro exclamó horrorizado:
—¡No tienes rostro! ¡Por la santa pasión de Cristo!
La Matlazihua enseguida se alejó, como si hubiera visto algo que la obligara a retirarse. Entonces, el hombre, con un semblante de terror, aun no pudiendo creer lo que sus pupilas habían presenciado, trató de incorporarse, pero su pierna izquierda tenía una cortada profunda, la cual le producía un ardor insoportable y, no aguantando más el dolor, de pronto soltó un alarido. A lo lejos pudo oír unas risas, sin duda alguna era ella, quien, una vez más, había logrado burlarse de otro caminante alcoholizado.
La Matlazihua no solo fue vista por hombres fieles a las bebidas espirituosas, hubo señoras que también la vieron, aunque son contadas las ocasiones, como la de la señora Juanita García.
La señora Juanita había tenido un día muy ajetreado, y ya por la noche se acostó y empezó su sueño profundo. De pronto, entre sueños oía unos silbidos, se incorporó y dijo:
—Han de ser los vecinos, ya es tarde ¡Dios mío! todavía no preparo el nixtamal para ir al molino. Les voy a decir que ahorita los alcanzo.
Muy extrañada, pensó por qué era tan tarde si siempre madrugaba. Se dirigió a la puerta, pero antes quiso asomarse por una pequeña rendija en la pared para cerciorarse de que eran los vecinos. Los silbidos eran otra vez pronunciados. Cuando Juanita miró por aquella rendija, los pies le temblaban. Lo que había visto no era algo común. Observó a una señora alta, con una cabellera larga y ensortijada, que se elevaba junto con su vestido roto. Pero para su sorpresa, sintió mucho escalofrío y pensó que no era nada bueno, sino algo maligno. Enseguida se alejó de ahí, corrió hacia su cuarto, se metió a la cama tapándose de los pies a cabeza y empezó a rezar hasta que aquellos silbidos del más allá se alejaron.
Han pasado muchos años y a pesar de que ya vive más gente en esta población, hay quienes aseguran oír por la noche unos silbidos y a veces unas carcajadas espeluznantes. Por eso nadie se atreve a salir a esas horas. Dicen que si alguien se encuentra merodeando en esa hora pesada, es mejor que corra y vaya rezando para no encontrarse con aquella ánima errante.
¡Cuidado!, porque podría ser que ya esté la Matlazihua a tu lado, haciéndote creer que es algún familiar, así que sólo mírale las patas.
Ahora la gente lo piensa dos veces antes de andar pasándose de copas tan noche por las calles, ya que la gente afirma que, todavía, en donde casi no hay casas, se alcanzan a escuchar los gritos de terror de aquellos desdichados hombres y unas risas burlonas del alma maldita.
Por eso siempre se recomienda que, si vas a Oaxaca ¡tengas cuidado con la Matlazihua!
El rostro en el árbol
En las afueras de la ciudad de Oaxaca de Juárez, en un municipio llamado Santa Cruz Xoxocotlán, existe una imagen en un tronco que es muy simbólica para la comunidad, representada de forma natural. Su formación, según cuenta la gente, fue la siguiente:
Alrededor de 1892 existía una laguna en donde los niños iban a jugar a sus alrededores. Eran hijos de trabajadores y jornaleros en pobreza extrema. Aparte, este lugar ofrecía un paisaje espectacular, se podía pescar, ir a días de campo o simplemente ir en busca de un sitio lleno de paz y tranquilidad para ser admirado.
Un día, Juan, el pequeño hijo de un agricultor, fue a jugar a la mencionada laguna a las tres de la tarde. El pequeño estaba muy feliz porque iba a estrenar una caña de pescar, ¡por fin era una verdadera! ya que antes sólo pescaba con ramitas de árboles, y la carnada la amarraba con hilos de su vieja ropa. Pero en esta ocasión era diferente, su padre había hecho un gran esfuerzo para comprarle una auténtica caña de pescar, por lo que Juan juró cuidar inmensamente su nuevo regalo.
Él era un niño inocente que no le hacía daño a nadie. Todo iba bien hasta que llegó otro niño que era un buscapleitos llamado Joaquín. Éste empezó a molestar mucho a Juan al decirle que pescar era cosa de niñas y mencionó otras cosas más, a las que el pequeño trató de no darles importancia.
Juan trataba de ignorarlo, siguió pescando y todo normal, hasta que Joaquín se acercó y lo empezó a provocar con insultos hacia su familia y sus amigos. Todo culminó cuando Joaquín le arrebató la caña de pescar y se la rompió. Después lo empezó a golpear, entonces Juan tuvo que defenderse. Le regresaba los golpes como podía. Fue tanta la ira que tenía Juan que estaba irreconocible, se veía también en su mirada cierta luz de miedo, pues, aunque estaba furioso, ésa era una parte que jamás había relucido en él. Juan peleó, pero Joaquín, siendo un golpeador experto a comparación del pequeño, le dio un golpe terrible en la cabeza. Al caer al suelo, éste se pegó en el filo de una roca.
Cuando Joaquín vio la gravedad de la condición de Juan, el pánico lo invadió y lo único que se le ocurrió fue esconderlo en el lago. Lo metió en una bolsa atada a una piedra y después lo empujó al agua.
La desaparición de Juan causó mucha intriga en la comunidad cercana y el rumor comenzó a esparcirse. Se dice que posterior a lo sucedido, se dibujó en el tronco de un árbol, que sigue de pie, el rostro del niño Juan, y que en la noche se puede escuchar el sonido de un anzuelo lanzado al agua cuando no hay nadie ahí. Muchos han tratado de cortar ese árbol, pero por algún motivo, por más que intentan, no se puede derribar y siempre le pasa algo a todo aquel que intenta cortarlo. Es por eso que la comunidad que vive alrededor le tiene tanto miedo y respeto al árbol con el rostro del niño Juan, además, ya nadie se acerca de noche a la laguna, por temor a que su espíritu se les aparezca.
Los Chaneques
Una de las leyendas, que no pertenece a un sólo lugar, es la de los Chaneques. Primero que nada, habrá que decir qué son. Un Chaneque es un duende que ronda casas, ríos, arroyos y parajes del bosque. Es difícil describir a un chaneque físicamente, porque no mucha gente los ha visto. La mayoría cuenta que, si acaso, los han avistado por sólo unos segundos.
En la zona de Pochutla, en la costa oaxaqueña, antiguos cazadores han relatado que, en sus andanzas en busca de venados, se han adentrado al bosque por muchos kilómetros. La larga caminata por cerros, cañadas y ríos los ha llevado a lugares donde los venados se acercan a bebederos durante la noche y madrugada.
Estas andanzas, que suelen durar horas, incluso días, son un recorrido por laderas, pequeños arroyos y cerros, hasta lograr alcanzar un lugar propicio donde se avistan venados. La técnica de cacería es la de buscar un sitio un poco elevado, con el viento en contra desde la perspectiva del cazador, para que los venados no huelan a su verdugo.
Algunos cazadores solían usar una hamaca que colgaban de dos árboles cercanos al bebedero. Otros cazadores construían una pequeña plataforma con troncos, desde donde vigilaban a sus presas. Con la plataforma evitaban el ruido de pisadas que ahuyentaran a los animales.
En estas correrías por el bosque, estos cazadores han relatado que escuchan voces agudas provenientes principalmente de los arroyos. Se dice que las voces son muy parecidas a las de niños de cuatro o cinco años. Éstas, traviesas y juguetonas, con risas, llenan el bosque cual música tenue.
El desconcierto de los cazadores aumenta mientras las risillas suben de volumen con el acercamiento. Cabe decir que los sitios de los avistamientos son lugares alejados de las comunidades, sitios casi inaccesibles como para que los niños vayan a jugar sin la supervisión de varios adultos, ya que el mismo bosque cuenta con animales peligrosos para pequeños de esa edad.
Los cazadores narraron que, después de escuchar las risillas y voces de niños, caminaron por una pequeña pendiente y en la curva de la brecha se acercaron a un arroyuelo de agua fría. Ahí, en el arroyo, cinco o seis pequeñuelos jugaban en una poza con el agua hasta la cintura. Tan sólo un momento les tomó darse cuenta que eran observados y huyeron por el bosque profiriendo risas de burla hacia los recién llegados. Después de salir de su asombro, los cazadores rápidamente trataron de encontrar a los pequeñuelos, quienes se dispersaron y desaparecieron entre los troncos de los árboles. El encuentro, tan fugaz como raro, hizo a los cazadores huir del lugar para después concluir que los Chaneques les habían jugado una broma y que el bosque cuenta con guardianes celosos de sus secretos.
En algunas casonas de la zona cafetalera, las cosas se mueven o cambian de lugar y, se dice que, cuando esto sucede, algún Chaneque está haciendo travesuras. Muchas veces, cuando los utensilios de cocina se caen de alguna repisa, o se encuentran dispersos o en otro sitio diferente al cual se habían depositado, se afirma que los Chaneques andan por ahí buscando algo. Estas travesuras tienen un fin y es que los Chaneques buscan comida o cualquier aperitivo que calme sus ansias de molestar a la gente. Una de las soluciones es dejar dulces o pequeños trozos de comida para los Chaneques, ellos vendrán por su tentempié y calmarán sus ganas de reírse de los habitantes de la casa. Otros solamente les dedican palabras amorosas y se escuchan frases al viento con ternura y complicidad que los llaman a dejar sus maldades inofensivas.
Un chofer contó que, en la carretera de Oaxaca a Puerto Ángel, a la altura del kilómetro 100, en el preciso lugar donde se encuentra una gran higuera, redujo la velocidad de su vehículo para pasar un tope; ya estando debajo de las ramas de la higuera, y cubierto por la densa oscuridad de la madrugada, unas pequeñas figuras cayeron sobre el cofre de su camioneta. La primera reacción fue de susto, causado por el golpe sobre la lámina. Cuando se repuso del repentino encuentro, pudo distinguir a unos pequeños que brincaban y reían sobre su vehículo. Momentos después, éstos subieron velozmente hacia las ramas de la higuera. Cuenta que se detuvo y despertó a su acompañante para verificar qué había pasado exactamente. Con sus linternas, buscaron por todas las ramas del árbol, pero no encontraron nada. Se dice que los Chaneques le jugaron una broma.
Los Chaneques parecen ser historias que los viejos cuentan para asustar a niños que gustan de vagar y no hacer caso, pero son los mismos adultos los que dicen haber escuchado pisadas que hacen crujir las hojas secas del bosque, son ellos quienes han visto luces o flamas en las laderas de los cerros y son ellos los que han oído y se han asustado con las travesuras de los Chaneques.
La carretera de la muerte
En el rumbo del convento de Las Capuchinas de Arriba, es decir, por la iglesia de La Soledad, lo que hoy es la Avenida Morelos y muy cerca del templo de San José, ocurrió un suceso digno de relatarse.
Comenzó a hablarse de un espanto que solía aparecer por el Callejón de la Soledad al escucharse un chirrido, como el de una pesada carreta que rodaba sobre el empedrado de la angosta callejuela.
Algunos juraban haberse asomado a la ventana para observar horrorizados que se trataba de una carreta cubierta en todo lo alto con telas oscuras, arrastrada por negros caballos y conducida nada menos que por la mismísima muerte vestida de blanco.
El suceso de La carreta de la muerte corrió como reguero de pólvora en Oaxaca. Desde entonces, los trasnochadores evitaron el rumbo y la gente se guardaba desde muy temprano en sus casas con las puertas bien atrancadas para darse a la oración.
Se cuenta que hasta el capellán del convento intentó una conjura, organizando todos los viernes una procesión en la que llevaba al frente una imagen de Jesucristo.
Aun así, no dejó de aparecer aquella macabra visión. Los más arriesgados cruzaron apuestas y muchos sufrieron desmayos y sustos —que a más de alguno lo llevó a la tumba— porque La carreta de la muerte seguía apareciendo por el rumbo.
La Señora Isidra, quien actualmente vive en el callejón de los Reyes, cuenta que escuchó varias veces pasar a La carreta de la muerte y que era casi seguro que al día siguiente alguien muriera. A veces eran enfermos o ancianos, pero en otras, eran personas que se encontraban totalmente sanas, lo cual provocaba el asombro de los habitantes.
Al no saber cómo controlar la situación, pues la gente vivía aterrorizada, desmintieron las autoridades esta historia diciendo que todo era falso, buscando devolver así la seguridad a los habitantes de ese rumbo.
Sin embargo, no sirvió de nada, pues La Carreta siguió apareciendo e incluso ¡las mismas autoridades se llevaron sus buenos sustos!
La Ex Hacienda de Crespo
Cercana al municipio de San Lorenzo Cacaotepec, Oaxaca, se encuentra una hacienda abandonada, en ruinas y a punto del derrumbe, conocida como Ex Hacienda de Crespo. Una construcción muy grande, llena de pasillos, portales, habitaciones, patios y salones, que por las noches se convierten en un auténtico laberinto al que ni los propios cuidadores quieren entrar, pues se dice que varias personas que han entrado por diversas razones a este sitio, desaparecen sin dejar rastro.
Con las historias de eventos paranormales que se cuentan del área, parece difícil que alguien quiera entrar ahí por gusto, pero, más de uno lo hace en busca de un supuesto tesoro. Aseguran que se encuentra enterrado en la zona, ya que contadas personas han visto salir luces de la tierra, formando bolas de fuego, evento relacionado, por muchos, con el entierro de un tesoro. Incluso pueden verse por el lugar profundos pozos cavados por estos cazafortunas.
Entre las derruidas paredes de la edificación, se escuchan constantemente quejidos, gritos y lamentos no provenientes de este mundo, y que erizan la piel en los primeros minutos, pero son tan frecuentes que la gente termina por acostumbrarse al correr del tiempo.
No es mucho lo que la gente de los alrededores sabe de la hacienda, pero dicen que dentro de ésta, el tiempo corre de una manera distinta. Probablemente los que se han perdido ahí aún se encuentran dentro y aunque para ellos sólo transcurren horas, en realidad han sido meses o años.
Lo más aterrador de todo, es que, al caer la tarde, se ha visto salir de una vieja y hueca higuera, el fantasma de una monja que se pasea tranquilamente por la hacienda.
El gigante del reloj
Como un centinela en el tiempo, y sin duda uno de los inmuebles más notables e históricos en Zaachila está el antiguo reloj que data del año 1933, testigo de innumerables hechos que incluso han sido marcados como leyendas de la comunidad.
No hace mucho, los niños y niñas solían reunirse en las calles y el habitual punto de encuentro era el barrio de San Sebastián. En sus gradas les gustaba competir a ver quién tenía más velocidad en las piernas, o empujaban un carrito gracias a la amabilidad que permitía su inclinación de ascenso y descenso hacia la capilla. Los juegos de las escondidas, los encantados y el tarrito quemado eran el pan, al menos dos veces a la semana, entre los niños de la zona.
En esos tiempos, donde ni el celular, ni los videojuegos, ni el Facebook o las tan coloridas caricaturas animadas existían, solían salir ya tendida la tarde y de vez en vez un abuelo contaba una historia de Zaachila. Con el rasgo misterioso que lo caracterizaba, comenzaba siempre diciendo que, aunque existe el bien, también hay cabida para el mal y que el paraíso y el infierno se encontraban aquí en la tierra.
—La leyenda del Gigante del Reloj se remonta a mis viejos años mozos —decía el anciano—, cuando era joven. En Zaachila se hacían rondines para salvaguardar la seguridad de todos los habitantes, cada barrio disponía de un grupo de vecinos que se encargaban de recorrer la comunidad y su salida iniciaba en el panteón de los perros, justo donde ahora se encuentra la escuela primaria Lázaro Cárdenas del Río, o también conocida en sus ayeres como La Escuelita del Air.
Su recorrido continuaba en la calle Pezelao, hasta llegar a un frondoso árbol de nueces donde cruzaban las calles Zetobaa esquina Tetzilacaltzin, por ello esa esquina es conocida actualmente por la esquina del Nogal, el cual daba una sombra espesa y de noche era refugio de decenas de lechuzas que con su canto ofrecían la melodía de la media noche, pues éstas no sólo anidaban en la esquina del nogal, sino también en las palmeras que había enfrente del Palacio Municipal, el jardín y el mercado.
Pero el punto de reunión de los grupos divididos, era la esquina del Nogal, todo ello para partir hacia un lugar de “respeto” como le llamaban a la calle Cosijopii, donde se ubica la Zona Arqueológica “El Cerrito”, y era tal el respeto porque de ahí surgían las decenas de historias prehispánicas, mitos, leyendas y hechos de trascendencia paranormal de la comunidad.
»Nos reuníamos todos porque, al pasar ahí por el barrio de San José, los señores tenían que acomodarse bien el sombrero de palma y uno que otro encendía un cigarrillo para ahuyentar los malos espíritus. Sabíamos de animales extraños que otros compañeros, sobre todo del barrio de La Soledad, habían reportado, pero no vimos nunca nada —continuó y, con un aire que hacía crecer su pecho, siguió contando—.
Una noche de octubre, de ésas que hacen peculiar el tamaño de la luna, al dirigirme a la calle Indio de Noyoo, el alarido de los perros hicieron dividir al grupo de hombres que vigilaban, unos hacia San José por el lado del Cerrito, otros más hacia el Palacio Municipal, augurando un suceso.
Otros más seguimos sobre la calle Indio de Noyoo, donde su pendiente apenas si dejaba vislumbrar el majestuoso reloj, quien en ese momento anunciaba con su repicar que la media noche había caído. Pero grande fue la sorpresa, que al llegar a la esquina que forman las calles Indio de Noyoo y Cosijopii, vimos a un niño jugando canicas en medio de la calle, pero éste ¡estaba pelón!, completamente rapado. Su aspecto denotaba ser el de un niño normal, tenía calzón de manta y unos huaraches.
Desconcertados le preguntamos qué hacía ahí jugando a esas horas de la noche, a lo cual no recibimos respuesta, sólo su menudo cuerpo se limitó a levantarse de la tierra donde jugaba, recoger su par de canicas y correr hacia el mercado. Los otros tres con los que veníamos en el rondín, vimos cómo el niño corría a gran velocidad sobre la calle. Recuerdo que los pies nos pesaron, la subida se nos hizo más pronunciada y no sentimos que avanzáramos.
Cuando al fin logramos sentir que nos movíamos, vimos cómo el niño iba creciendo de manera sobrenatural ¡hasta convertirse en un gigante!, a quien vimos sentarse en las gradas. Su cabeza llegaba arriba de la cúpula del reloj y sus pies se extendían hasta el Teatro Zaachila 600 años.
Desconcertados, nos detuvimos a un costado del mercado, justo donde se instalaban las carretas. Esperamos un rato para ver qué hacía, pero el gigante no se movió. Nos retiramos del lugar y buscamos a nuestros compañeros, quienes no habían visto nada. Les contamos lo que había sucedido y todos juntos volvimos al reloj para verificar si aún seguía ahí el gigante. Recorrimos el cerrito, llegamos al mercado, pero no había rastro de él.
El reloj marcaba ya las cinco de la mañana y los primeros cantos de los gallos anunciaban la llegada de un nuevo día en Zaachila. Lo que deben saber es que hay cosas que existen, que quizá no encontremos explicación lógica, pero no es la primera vez que el gigante del reloj ha sido visto. Abran sus mentes, estén atentos, porque la vida misma es un misterio.
La Poza Encantada
Hace algunos años un joven murió ahogado en el río San Felipe; la responsable, afirman, fue una hermosa mujer que aparece en la poza, en la parte alta del cauce, todos los días a las doce del día, seguida de la aparición de una jícara.
Ésta es una de las muchas muertes por ahogamiento, que son atribuidas a la leyenda de la Poza Encantada en el ejido Guadalupe Victoria, localidad de la agencia municipal de San Felipe del Agua, de la ciudad de Oaxaca.
Se cuenta que el muchacho murió porque vio algo muy bonito. La muerte por ahogamiento de este joven, quien tenía menos de dieciocho años, está llena de misterio.
—Se le apareció una jícara con flores muy bonitas —dicen los testigos—. Le empezaron a dar convulsiones y ya no pudo salir del agua.
La leyenda dice que hace muchos años, una joven muy bonita fue a bañarse al río. Era mediodía y, mientras se bañaba, apareció una jícara que, según algunos, era de color rojo, lo cual llamó la atención de la joven y decidió tomarla para echar agua en su cuerpo con ella. Al hacerlo, empezó a invadirla una sensación extraña que la dejó sin razón, la paralizó y se ahogó.
Pasaron las horas y sus padres se alertaron por su ausencia. La buscaron sin éxito, preguntaron en cada una de las casas del pueblo y lo único que lograron saber es que la vieron caminar hacia el río. Entonces emprendieron su búsqueda. Con la ayuda de los habitantes, recorrieron cada rincón del cauce y zonas aledañas, pero desapareció. El único rastro fue la extraña jícara roja en medio de la poza.
Desde entonces, las apariciones se volvieron comunes y muchas personas han muerto ahogadas, atraídas primero por la jícara y luego por una hermosa mujer que los llama y por la cual quedan encantados.
Tiempo después de la desaparición de la joven, dice la leyenda que unos hacendados acudieron al río para refrescar a sus caballos. A las doce del día vieron a una mujer muy bella bañándose en la poza y decidieron esperar a que terminara para meter sus caballos al agua. Ella, sin embargo, los invitó a entrar a la poza y, por su belleza y su seductora invitación, no pudieron resistirse. Los que sobrevivieron, afirman que ocurrió algo espeluznante y estremecedor: la mujer tenía una enorme cola de pescado. Sus compañeros no pudieron escapar, pues no lograron salir del agua. Algo había inmovilizado sus cuerpos y se hundieron hasta ahogarse. Ese día, cuentan, los caballos también murieron, ya que de pronto dejaron de respirar.
Muchos murieron ahogados, pero hace treinta o treinta y cinco años, unos jóvenes estudiantes consiguieron ser rescatados a tiempo. Ellos estaban de excursión y se metieron a bañar al río y, de la misma forma que cuenta la leyenda, empezaron a hundirse y sus cuerpos quedaron inmóviles, pero lograron ser salvados gracias a que un poblador del ejido de Guadalupe Victoria pasaba por el lugar y les arrojó una soga para sacarlos. Cuentan que, cuando entraron al agua, sentían que alguien los estaba jalando.
Algunos afirman que, en ocasiones, esta mujer también se aparece en forma de culebra a las ocho de la mañana, al mediodía y a las ocho de la noche.
Se dice que allí colgaron a mucha gente antes, en las batallas con los españoles. Hasta hace algunos años, aún era posible encontrar los casquillos de balas antiguas.
También ocurren otros fenómenos sobrenaturales, como el que un poblador narró, ya que un día, mientras volvía a su casa, escuchó que se estaba quemando el bosque. Eran como las diez o diez y media de la noche. Volteó y pudo ver cómo estaba ardiendo todo, así que avisó a sus papás y familiares. Ellos también vieron cómo ardía, así que entraron a la casa por herramientas para tratar de apagarlo y, cuando salieron, ya no estaba el fuego.
A partir de todos estos sucesos mucha gente dejó de visitar el lugar. Tú podrías ir a darte una vuelta por allá, pero con mucho cuidado, porque a lo mejor ya no regresas.
Los Temblores
Por las tierras de Oaxaca se cuenta que, hace mucho tiempo, hubo una serpiente de colores, brillante y larga. Era de cascabel y, para avanzar, arrastraba su cuerpo como una víbora cualquiera. Pero tenía algo que la hacía distinta a las demás: una cola de manantial, ¡una cola de agua transparente! La serpiente de colores avanzaba, recorría la tierra y parecía un arcoíris juguetón cuando sonaba su cola de maraca.
—Sssh sssh —hacía la serpiente todo el tiempo.
Dicen los abuelos que, donde quiera que pasaba, dejaba algún bien, alguna alegría sobre la tierra. Ahí iba, por montes y llanos, mojando todo lo que hallaba a su paso, dándoles de beber a los plantíos, a los árboles y a las flores silvestres, regando todo, dándole de beber a lo que encontraba.
Hubo un día en el que los hombres pelearon por primera vez y la serpiente desapareció. Entonces hubo sequía en la tierra.
Hubo otro día en el que los hombres dejaron de pelear y la serpiente volvió a aparecer. Se acabó la sequía y volvió a florecer todo. Del corazón de la tierra salieron frutos y del corazón de los hombres brotaron cantos.
Pero todavía hubo otro día en el que los hombres armaron una discusión tan grande que terminó en pelea. Ésta duró años y años. Fue entonces cuando la serpiente se fue para siempre.
Cuenta la leyenda que no desapareció, sino que se fue a vivir al fondo de la tierra y que ahí sigue. Pero, de vez en cuando, se asoma. Al mover su cuerpo sacude la tierra, abre grietas y saca la cabeza. Como ve que los hombres siguen peleando, ella se va y regresa al fondo de la tierra y la hace temblar mientras desaparece.
Se sabe que, mientras los hombres sigan en guerra, ella no volverá y la tierra seguirá temblando.
El Chato
El Chato es un personaje místico y mitológico en la cultura mazateca. Su hogar se encuentra ubicado a tan sólo unos kilómetros del pueblo de Huautla de Jiménez. Cuenta la leyenda que es un ser mitad cabra y mitad humano. Tiene la magia de hacer millonarios a quienes asisten a pedir su apoyo en su hogar, es decir, en La Cueva del Chato, la cual, dice la leyenda, está vigilada en la entrada por dos serpientes gigantes.
Una vez hecha la petición de convertirse en millonarios, el Chato concede este deseo con la condición de que cada medianoche del resto de su vida de dicha, la persona que pidió riqueza está obligada a ser amante de este personaje místico y, una vez fallecida la persona, su espíritu debe servir como fiel sirviente del Chato por toda la eternidad.
Se dice que dos jóvenes, que vivieron en cierto pueblo, en sus mutuas conversaciones se preguntaban cómo le hacían aquellas personas que tenían dinero, sobre todo quienes de la noche a la mañana ya eran millonarios. Sólo escuchaban cuando la gente del pueblo platicaba que las personas agradecidas o con suerte encontrar dinero enterrado o cuando hablaban en voz alta decían que iban a pedirle dinero al Chato, hablando mil maravillas de él. Con esta idea, los jóvenes no querían trabajar, pues decían:
—El trabajo es para los burros y nosotros no somos animales.
Entonces empezaron a preguntar en dónde se le podía encontrar al Chato y cuál era la cueva que habitaba.
Un día una persona les indicó el lugar. Se preguntaban si era cierto lo que decían de ese sitio y si realmente existía el Chato. Hablaban mucho de la cueva, pero no sabían hasta dónde era cierto.
—Cuentan de un fulano que fue a ese lugar y hoy ya tiene mucho dinero. Dicen que zutano visitó ese escondite y también ya es millonario, y de perengano que ya es influyente económicamente, pero quien sabe hasta qué grado sea cierto todo lo que de aquí se rumora —decían los jóvenes.
Entonces empezaron a planear la ida a esa cueva. Llevaron velas y lámparas para alumbrarse y llegaron antes de la media noche, porque les habían dicho que a las doce en punto debían entrar. Cuando ya caminaban dentro del lugar, el hermano mayor estaba arrepentido, decía que tenía miedo y que era tiempo de regresarse, pero el hermano menor le daba valor para continuar el trayecto.
El reloj marcó las doce en punto y fueron recibidos por una persona que no dejaba ver su rostro, pero que les preguntó qué se les ofrecía. Ellos respondieron que querían ver al Chato, al dueño de ese lugar encantado.
El sirviente fue a ver a su amo para informarle que tenía visitas. El ser mitológico los hizo pasar de inmediato. El asistente del Chato abrió una puerta de cristal puro, que por un momento cegó a los hermanos, pero lograron descubrir a quien estaba sentado en su trono, lleno de muchas riquezas, mitad hombre y mitad animal. De la cintura para abajo con cuerpo de chivo, y de la cintura para arriba con cuerpo de hombre, muy velludo y con cuernos grandes.
El Chato les preguntó a los temblorosos hermanos lo que deseaban y estos dijeron honestamente que querían salir de pobres, que ya estaban cansados de la miseria en que vivían y que los ayudara, porque sabían que él, había ayudado a otros. El Chato les contestó que efectivamente había ayudado a muchos y lo haría con ellos, pero si estaban dispuestos a hacer lo que él les pidiera, porque todo tenía su precio. Los hermanos contestaron que sí, que ordenara. ¿Qué es lo que tenían que hacer?
El Chato los condujo a otra sala y allí estaba Jesucristo, hijo de Dios, crucificado y agonizando.
—¿Lo conocen? —preguntó el ser mitológico.
Los hermanos respondieron que sí lo conocían. Entonces el Chato les ordenó que lo maltrataran, le faltaran al respeto y que, después de esto, sólo adorarían lo que fuera de el Chato y ya no tendrían más dioses. Pero el hermano mayor, que sentía respeto por Dios, no quiso obedecer semejante mala acción, por lo que salió huyendo de ese lugar, llegando a caer hasta el río.
El otro hermano, en cambio, hizo todo lo que le pidió el diablo aquel y después regresó tranquilamente a su casa. Ahí se encontraron los hermanos, pero ya nadie habló del asunto.
Antes de abandonar la cueva, el Chato le dijo al hermano menor que lo iba a hacer muy rico y la riqueza se la llevaría a su casa. Al día siguiente, ya por la noche, llegó de repente un arriero que arreaba varias mulas con carga para el menor, y éste guardó de inmediato el contenido.
Rápidamente se convirtió en hombre de dinero, construyó casas y bodegas, compró camionetas y sus tiendas estuvieron bien surtidas. El otro hermano no prosperó, se convirtió en un borracho que cayó al vicio y se la pasó pidiendo limosnas.
Muchas personas le preguntaban cómo era posible que fuera un pobre infeliz y su hermano tuviera tanto dinero. Entonces él contaba lo que les ocurrió, y expresaba que su hermano era ahora adorador del Chato, que recibía la visita mensual del hombre con cuernos y que le pidió al nuevo millonario nunca casarse, porque el día que lo hiciera perdería su fortuna, por lo que nunca contrajo matrimonio.
Pero como todo tiene su fin, el solterón murió y dicen que su cuerpo y espíritu se los llevó ese diablo, que hoy lo ocupa de mozo y de día y noche, dedicado a cuidar los chivos del ser mitológico. Unos dicen que lo han visto por el puente, otros que está hecho un harapiento y lo han visto por el plan de Guadalupe, y otros que se la pasa pidiendo limosnas, soportando las inclemencias del tiempo. Cuando murió, su fortuna se esfumó, por lo que no quedó nada.
Así que ten cuidado de con quién haces tratos, pues posiblemente termines condenado por la avaricia.
Los fieles difuntos
Nuestros ancestros siempre han creído que el día cuatro de octubre llegan de visita, a este mundo terrenal, nuestros seres queridos. En esa noche hacían sus oraciones y prendían sus velas y copal para recibir a los primeros difuntos que llegaban.
Saúl ese día también cumplió con la tradición y puso sus veladoras sobre la mesa, tomó el copalero y, en compañía de su esposa e hijos, se puso a orar y a darle gracias a Dios por los beneficios recibidos y para pedir por el alma de todos los difuntitos.
Una de esas noches, después de aquel ritual, antes de dormir, Saúl salió al patio y tuvo una visión. Vio cómo iba mucha gente caminando entre las nubes ¡Eran los difuntos! Venían muy alegres, todos de blanco y, conforme iban avanzando, alcanzó a reconocer a sus abuelos y a sus padres que venían tomados de las manos.
Al llegar cerca de la casa, todos los demás se dispersaron, tomando cada quien diferentes direcciones, entonces se metió corriendo a su casa, jaló las sillas y les dijo:
—Siéntense. ¡Qué bueno que vinieron —luego le dijo a su esposa—. Aquí están mis papás y mis abuelitos. Rápido, pon agua sobre la mesa, echa unas tortillas y vuelve a calentar el café. Sírveles, para que tomen algo calientito y que coman.
La esposa nunca le cuestionó su actitud e hizo todo lo que le dijo Saúl.
Se volvieron a sentar a la mesa para hacerles compañía y les habló, aunque no le respondían, pero él sabía que lo estaban escuchando. Luego les tendieron unos petates y les pusieron unas cobijas para que se taparan y pudieran descansar.
Al otro día, la esposa de Saúl le dijo que ¡efectivamente ahí habían estado sus familiares en la noche!
—No los conocí en vida, pero ya sé cómo fueron, los soñé, observé cómo comían y tomaban todo lo que les ofrecimos, me dieron las gracias y después nos dieron su bendición, diciéndome que todo el tiempo estaban con nosotros.
Por esa razón todo el mes de octubre se debe poner una ofrenda sobre la mesa, pero en especial no debe de faltar el agua, la veladora y el copal.
En este mes de octubre mueren muchas personas y en el inframundo hay dos animales, a los que les dan un cargo: la zorra y el Cha-lints’i. A los dos los llaman Chinga Sra y corren al cargo que les dan y vienen al mundo de los vivos.
El Cha-lints’i es como un gavilancillo que canta del primero de octubre al cinco de noviembre, de ahí ya no se le vuelve a escuchar hasta el otro año. Y la zorra, que la conocen como un animal de mal agüero, lo comisionan y le dicen que recorra el mundo y que anuncie con su aullido si en alguna casa hay algún enfermo para que entre la Santa Muerte a recogerlo.
Cuando se entera que sí hay un enfermo, la zorra aúlla, pero, si en la casa están los familiares cuidando al enfermo, pronto la señora toma su chilmolera y empieza a moler en seco, como si de verdad estuviera preparando una salsa. Luego grita diciéndole:
—¡Espérate un ratito que te voy hacer tu salsa!
Entonces la zorra da un fuerte aullido y se retira avergonzada, anunciándole a la Muerte que no venga porque los de la casa están muy bravos, tienen una campana que aturde y no se soporta pues, para la zorra la chilmolera es, en realidad, una campana.
También se cree que los difuntitos que mueren en el año no vienen en esas fechas, ya que ellos se quedan a cuidar la casa, el campo santo y no sirve prenderles velas. Pero los difuntitos que vienen el día 27 de octubre, recogen lo que les ponen en los altares y le llevan también a los que se quedaron a cuidar la casa.
El toloache
Cosijoeza, rey zapoteca, dormía al amparo de su cobertor tejido con pieles de venado y plumas de garza real. De pronto, en la gran calma de la noche, oyó el grito lastimero de una niña a la intemperie. El Rey se levantó para rescatarla y la hizo quedarse cómodamente en su palacio.
Cosijoeza tenía cinco hijos, tres de ellos eran príncipes valerosos que pronto rivalizaron por conquistar el amor de la niña. Cuando decidieron ir a duelo para decidir quién sería el afortunado, el rey ordenó que se diera muerte a la niña en el bosque.
Pero el esclavo, a quien se dio tal orden, se apiadó de la doncella, porque era tan hermosa como esas flores que se abren a las primeras lluvias.
El hombre mató a un conejo para dar con la sangre testimonio de que había cumplido la orden, mientras la niña iba de choza en choza buscando hospitalidad.
Refiere la leyenda que en lo obscuro de las noches, los párpados se le volvieron más negros y las pupilas se le llenaron de una luz de miedo. Así fue, a lo largo de montes y valles, hasta que de una altura divisó en el fondo del abismo una lucecita y, corriendo hacia ella, pudo entrar a una choza en la que vivía un enano que cuidaba en el huerto una maravillosa flor.
—Entiérrate entre mis pétalos —le dijo la flor a la niña, quien obedeció.
En aquella blanda y fragante alcoba pudo reparar largas noches sin sueño, mientras andaban buscándola los príncipes convertidos en cocuyos y las princesas en mariposas.
Desde entonces, la rondan en vano, a pesar de que los príncipes van con linternas de oro, no se pueden acercar a la flor, porque ésta despide un venenoso aroma. Como la flor y la niña juntaron para siempre su carne, si alguien masca las hojas de la planta hospitalaria, pronto siente un raro malestar, los ojos se le hinchan y se le vuelven negros los párpados.
Dicen los campesinos del rumbo que, si alguien pisa el toloache o yerba del diablo, se le pierde el camino si es de noche, o se ve rodeado de serpientes si es de día.
Y las mariposas, que acuden en busca de miel a las corolas azules, se atontan como si quedaran imantadas.
Tal es la leyenda de la flor zapoteca conocida como toloache, de la que se dice, por sus efectos narcóticos, que los indios la estiman hasta la reverencia y, cuando pasan las lluvias y los maizales se ponen más verdes, la princesa sale de su escondite para buscar cadáveres de cocuyos caídos.
La leyenda del Nahual
Desde hace más de noventa años, aproximadamente, Juchitán ha sido uno de los lugares en donde han pasado cosas anormales, como es el caso del Nahual, del cual se dice que por las noches ronda por la ciudad en busca de una presa. Muchos creen que lo hace por venganza, otros cuentan que por placer y otros porque le pagan, en fin, el caso es que lo hace.
Se dice que este ser, para poder transformarse, necesita de un libro. Ya teniéndolo en su poder, espera a que sea media noche para convertirse. Por lo general sólo los ancianos se pueden cambiar y lo hacen con el propósito de absorber la sangre de los bebés. Una vez transformados, se pasean por las calles y avenidas de la ciudad, pero no siempre lo hacen caminando, sino también a través de los árboles si se convierten en un gorila enorme. Cabe mencionar que se pueden transformar en cualquier animal que deseen.
Uno de los relatos más conocidos del Nahual, es el de una madre que acababa de tener a su bebé. La bestia la fue a visitar por la mañana, convertida en mujer, para confirmar que en esa casa hubiera un niño. Por la noche llegó a escondidas, pero con forma de mono, y esperó a que todos estuvieran dormidos para poder atacar a su presa. Esto lo hizo sin que la madre se diera cuenta y no se sabe cómo, pero, al día siguiente, el niño amaneció con un gran moretón y muy enfermo.
Otro de los relatos sobre este ser, es el de un señor que se dirigía a su rancho. Como éste acostumbraba ir de noche, se dice que ya estando ahí, como a la una de la madrugada, el señor escuchó unos ruidos, entonces decidió ir a ver qué era. De repente levantó la cara y vio que en un árbol de tamarindos había un animal enorme.
Esto lo asustó mucho y lo que hizo fue orinar sobre unas piedras y lanzárselas, pues se dice que de esta forma se desvanece el hechizo. Logró pegarle, pero éste no estaba sólo, iba acompañado por otro Nahual. Se sabe que cuando andan solos no son capaces de atacar a la gente, pero en este caso eran dos, por lo que se bajaron y golpearon brutalmente al señor, dejándolo muy grave, al grado de no poder hablar por más de dos años.
También se habla de un Nahual que se convierte en un gran cerdo que ronda por las calles de Juchitán, pero de éste no se dice mucho, pues comentan que no ha hecho cosas malas.
Pero del que sí se habla por todas partes, es del hombre que se convirtió en un toro. Se trata de un señor que tenía unos cincuenta años y quería sentir lo que era ser ese animal. Parece una tontería, pero este hombre hizo un pacto con el Diablo y le pidió poder convertirse en aquel animal para así hacer maldades sin que la gente se diera cuenta.
Gracias a esto, adquirió la magia negra para poder convertirse en el animal que él deseaba. Así logró convertirse en un gran toro y, con ese aspecto salió a la calle y entró al primer rancho que encontró. Buscó a las vacas para divertirse primero con ellas, pero lo que no sabía era que, ya transformado, no debía tomar agua. Persiguió a todas las vacas del rancho hasta que se cansó y, claro, le dio mucha sed, así que bebió mucha agua, lo que provocó que se quedara como ese animal para siempre.
Pero aquí no termina la historia. Ya convertido y condenado a vivir como bestia, un día llegó el dueño del rancho con un señor que quería comprar un animal como él, así que lo eligió. El dueño del rancho, al verlo, se sorprendió porque sabía que no era suyo, pero aun así aprovechó para venderlo.
El trato fue cerrado y el comprador se lo llevó para la barbacoa de los quince años de su hija. En el momento en que lo iban a matar, éste se soltó y, llorando, le dijo al matancero que él no era un animal, sino un ser humano, pero el matancero le contestó que no le interesaba lo que fuera, pues lo importante era que esa noche el toro tenía que morir. Entonces lo mató y esa noche la gente comió tacos de Nahual.
El Nahual de agua
A escasos diez kilómetros del centro de Ejutla de Crespo, se encuentra un cerro llamado El Cerro Labrador, el cual sobresalía por una gran vegetación y biodiversidad. En aquel lugar existían hermosas cascadas y ríos.
Refieren las personas cercanas a este cerro, que ahí habitaban nahuales, ya sea para hacer daño o el bien a la gente.
Se sabía que ahí existía un nahual convertido en serpiente de agua, razón por la cual este cerro siempre se conservaba verde; por lo que la gente solía hacerle una gran fiesta alrededor de un agujero donde, se creía, habitaba dicha culebra.
Entre los rituales que ellos hacían como agradecimiento a dicho ser, enterraban animales vivos alrededor del hoyo y, sorprendentemente, al segundo o tercer día que la gente iba a desenterrarlos, con gran asombro, sólo encontraban huesos y cráneos intactos, pero sin piel, ni carne. Al ver esto, se pensaba que era un Dios al que deberían ir a celebrar y darle las gracias.
La gente platica que el día que hacían las fiestas a la culebra, se empezaban a formar grandes y negras nubes en la cúspide de aquel cerro y se dejaban sentir algunos relámpagos y truenos. Después de un rato, comenzaba la gran tormenta y entre el negro atardecer se veía cómo subía o caía dicha serpiente.
Durante muchos años en este cerro hubo abundante agua, pero un día todo cambió, pues ya casi no llovía y la montaña empezó a tener una apariencia amarillenta; la sequía comenzó a expandirse y la única explicación que podían dar es que aquella serpiente, a la que año con año le hacían una gran fiesta, ya no habitaba en este cerro y se había cambiado de casa. A partir de ese momento el Cerro Labrador se quedó seco.
La lechuza
Era una noche fría con un viento helado que calaba hasta los huesos. Samuel salió de su cuarto para tapar las ventanas desde afuera, cuando, de pronto, vio una lechuza parada en un palo frente a su puerta. A él le parecían aves muy bellas, así que sólo la admiró un momento y luego volvió a entrar a su casa.
Al siguiente día, cuando contó en su trabajo que no había dormido por el inmenso frío, recibió algunas burlas de sus compañeros, quienes le dijeron que había sido la noche más cálida de la semana y que tal vez estaba enfermo o algo parecido.
Cuando llegó a casa esa noche, la lechuza ya estaba esperando, posada en el mismo palo. Al entrar a su casa le dieron ganas de salir, porque dentro hacía un frío terrible, casi insoportable.
Ya algo extrañado, la siguiente mañana sólo se lo contó a su mejor amiga, quien a su vez se lo dijo a su abuela. Al otro día le dijo que la lechuza era una bruja, y que estaba ahí para causarle mal a petición de alguien que le tenía mucha envidia.
Esto no le pareció muy creíble, así que sólo agradeció la información y volvió a casa. Como todos los días, la lechuza estaba esperando parada en el palo. No pudo dormir de tanto pensar en todo aquello, así que la observó por un pequeño agujero de la ventana, ¡Era solo un pájaro! Movía su cabeza de un lado al otro, hasta que, en uno de esos movimientos, cuando volteó, pudo verle el rostro. ¡Era igual a su vecina de enfrente! Samuel creyó que se estaba volviendo loco, pero no dejó de observar. Luego de sobrevolar su casa, cruzó la calle y se metió en la casa de la vecina.
De inmediato llamó a su compañera, quien pronto llegó acompañada de su abuela, la cual le dio unos polvos en un saco de tela y le dijo que los pusiera en el palo donde se ponía la lechuza todos los días, pero que tuviera cuidado de que no lo viera.
Samuel hizo lo que la anciana le recomendó y, al siguiente día, cuando volvía del trabajo, la lechuza no estaba. Se sintió un poco aliviado, pero al poner un pie dentro de su casa, seguía sintiéndose helado, además había un olor que le revolvía el estómago. Fue al apagador y quiso encender la luz, pero el foco no prendió, por lo que se puso nervioso, pues de pronto comenzó a escuchar unos pasos que se acercaban y una sombra que venía desde dentro de la casa. Con el encendedor logró iluminar un poco, lleno de espanto, porque sabía que frente a él estaba aquella bruja, la vecina, con un traje de plumas. La mujer le reclamaba que por su culpa se había quedado en medio, entre ave y humana. Entonces se le echó encima, quería sacarle los ojos y le decía que con ellos haría un hechizo para que nadie pudiera verla como Samuel lo hacía.
La bruja le hirió la cara con sus afiladas garras, sus ojos rojos le dejaban ver que estaba muy molesta con él, mientras le picoteaba las manos. De pronto, Samuel la tomó de las deformes alas para estrellarla contra la pared. Sin pensarlo, otra vez acudió a la abuela, que, por teléfono, le dio instrucciones en lo que llegaba a donde él estaba.
Mientras tanto le cubrió el rostro con una bolsa de papel y la ató a una silla. Cuando la viejecilla llegó, le pidió salir por la ventana mientras ella entraba por la puerta. Se podía ver una serie de destellos y sombras que luchaban entre sí, mientras terribles gritos de dolor hacían a la bruja retorcerse en la silla.
En unos minutos todo había terminado, la abuela tenía en las manos una bolsa, dentro de la cual algo se movía con desesperación. Luego le dijo que llevara a la bruja a su casa, pues ahora era indefensa. Cuando la vio, su rostro estaba reseco, con arrugas tan pronunciadas que no se parecía en nada a la mujer que había conocido antes. Le quedaban unos escasos cabellos blancos que caían en su cara, y también se había reducido su tamaño. Apenas podía incorporarse, así que la cargó hasta su casa y la recostó en la cama. Estaba abrazada de Samuel con fuerza y le dijo al oído que se vengaría algún día.
Transcurrieron un par de años, en los cuales otras lechuzas habían ido a rondar su casa, pero ya ninguna se paraba en ese palo. La abuela de su amiga le dijo que la persona que le quería causar daño estaba muy escondida. Samuel, por su parte, le temía más a la bruja que, aunque la dejaron sin poderes, podía verla siempre en la ventana mirando hacia su casa. Él sabía que ella no había olvidado su promesa.
Aunque las lechuzas que no son brujas, son hermosas, no está de más recordar esta leyenda y a las brujas, pero sobre todo el dicho que dice: Cuando la lechuza canta, el indio muere.
La Gallina Negra
Dos familias, cuyas casas estaban de espalda una con la otra, peleaban constantemente.
La razón era que ambas construcciones tenían patio y una de estas familias criaba gallinas, gallos y pollos para su consumo y también porque la señora hacía brujería y usaba algunos animales en los rituales.
Los gallos y gallinas de la bruja en ocasiones se pasaban para la casa de sus vecinos, quienes le gritaban:
—Vieja bruja, recoja su brujería.
Le lanzaban piedras a los animales y un día, por maldad, soltaron a los perros. En cuanto saltó una gallina, fue casi instantáneo, los perros le saltaron y se la comieron.
La bruja de inmediato dio la vuelta para reclamar por su gallina, que le pagaran su precio como animal y lo que costó “prepararla”, pero la respuesta fue directa:
—¿Quién la manda andar de bruja y soltar a esos animales?
La mujer se retiró aparentemente calmada, pero repitiendo una y otra vez que se la pagarían.
Los días pasaron y el caso se fue olvidando. Las gallinas de la bruja tenían tiempo sin saltar para el patio de sus vecinos y un día, sin más, apareció una gallina en el muro. Nadie la miró hasta que una niña de cuatro años, nieta de la dueña de la casa, la señaló. Ahí comenzó todo, pues la gallina bajó y empezó a caminar. La pequeña comenzó a andar, haciendo los mismos movimientos que el animal. Cuando la gallina negra se detenía, la niña lo hacía también.
Los familiares, que observaban esto, parecían haber olvidado que su vecina del fondo era una bruja, una bastante molesta. Se reían como si fuese una ocurrencia cualquiera de un niño.
La gallina empezó a correr dando vueltas a un árbol en el centro del patio, corría cada vez más rápido y la niña hacía lo mismo. Cuando llevaba treinta o cuarenta segundos corriendo, los rostros fueron cambiando de expresión. Todo parecía igual, pero en el aire ya se sentía que algo ocurriría y, un momento después, la gallina negra se detuvo, quieta, paralizada durante una fracción de segundo, y cayó muerta.
Simultáneamente, la niña hacía exactamente lo mismo, se detuvo sin mirar a sus familiares, sólo miraba fijamente a la gallina y, luego de una fracción de segundo, paralizada, cayó muerta.
Se dice que la brujería no era para matar a la niña, sino a alguno de los perros, pues la bruja no podía saber que la niña la vería antes que los animales que ya le habían matado una gallina negra.
Lo cierto es que una pequeña de cuatro años fue víctima de ¡la brujería de La Gallina Negra!
La princesa con alma de lirio
Hace mucho, pero mucho tiempo, existían dos grandes reinos tan diferentes entre sí, como vastos y ricos: los mixtecas y los zapotecas.
Los mixtecas eran una raza de guerreros y conquistadores, vivían como señores en una ciudad sagrada encumbrada en un cerro y subsistían cobrando tributo a los pueblos dominados. Los zapotecas eran hombres de ciencia y artes y curanderos excepcionales, vivían en un valle de ríos y arroyos. En aquellos días, ellos tenían la creencia de que en las estrellas estaba el destino de los mortales.
En ese lugar vivía una sacerdotisa que se caracterizaba por curar a las personas y animales, pero era famosa porque en su sangre vivía la esencia de los dioses, lo que la hacía eternamente bella —nunca envejecía— y su piel blanca como la luna era fragante como el lirio.
Su sonrisa curaba cualquier malestar o enfermedad, por lo que le llamaban de varias maneras, pero a ella le gustaba que le dijeran Luna, pues le encantaba caminar por el campo a la luz de la luna.
Dicen que nació en una lluvia de estrellas y que los dioses le otorgaron los dones de belleza e inmortalidad y, claro, el don de la sanación. También contaban que un dios se enamoró de su madre y que ella era fruto de ese amor prohibido y que sus habilidades estarían con ella hasta que otra lluvia de estrellas otorgara esas virtudes a otra doncella.
Aquel hechizo, que paraba su tiempo como mortal, detenía su corazón y sus emociones humanas. Cuando este hechizo terminara, aquella sacerdotisa envejecería como cualquier humano.
Después de mucho, mucho tiempo, los astrólogos zapotecas pronosticaron que la hija por nacer, del señor de los zapotecas, traería la libertad y la grandeza a su pueblo, que en su mano estaría la fuerza y la luz, y que su nacimiento sería bendecido por una lluvia de estrellas que marcaría el final de la esclavitud de los zapotecas.
Todo el pueblo festejó el buen augurio, pues esos tiempos eran buenos, la lluvia fue benévola con las cosechas y las enfermedades y calamidades se ausentaron de aquel valle.
Llegó aquel día donde la princesa nacería, así que la gente salió de noche a esperar la lluvia de estrellas y el inicio de una nueva era para el reino.
Pero aquella sacerdotisa también buscaba a aquella niña, pues necesitaba su inocente existencia para perdurar su eterna belleza y lozanía. Sucedió que, aquella noche en que miles de estrellas rayaron el cielo, la niña prometida gritaba su primer llanto.
Aquella hechicera y sacerdotisa, con sus dones amenazados y con el manto de la noche, buscó a su igual, a la inocente niña.
Ya con el botín en sus manos, escapó hasta el arroyo grande, donde desenfundó un puñal de obsidiana, pensó poco y apuntó a su pecho. Al hacerlo miró aquella inocencia reflejada en la cara de La princesa Zapoteca.
Un impulso detuvo aquel acto de osadía y le perdonó la vida, sabiendo que su belleza e inmortalidad terminarían. Entonces su corazón volvió a latir. Tomó a la niña entre sus brazos y huyó a tierras lejanas a esperar su fatídico destino.
Esperó y esperó, pero su rostro no envejeció, pues la magia que mantenía su juventud y su don se hizo eterna y ahora brillaba por lo que era y sentía.
Vencida por sus emociones, puso aquel cuerpo inocente entre los lirios, a la orilla del arroyo, mientras los fogones de las antorchas se acercaban al llanto de la pequeña criatura.
Aquella mujer corría al exilio con sus ropajes negros, cobijada por la madrugada. Agotada por la premura, paró en un ojo de agua a calmar la sed. La casualidad y el destino trajo a su recién estrenado corazón, un encuentro inesperado, pues en aquella parada conoció a uno de los generales mixtecos. Este encuentro marcaría su vida y su futuro.
Nadie volvió a saber por mucho tiempo de aquella sacerdotisa con piel de luna. Y aquella niña fue conocida con el nombre de: La princesa de los lirios.
Los años fueron pasando y aquella princesa floreció. De sus hermanas era la más alegre y la más virtuosa. Solía caminar, en las noches de luna llena, por las riveras de los arroyos, maravillándose del estrellado cielo.
Una noche, mientras veía el firmamento y mojaba los pies al cobijo de un sauce, la princesa tuvo una visión de fantasía, un sueño. Tal vez el aliento de los dioses la había tocado al fin, pues vio un futuro trágico: la guerra inminente y un joven rey, la visión del escudo que unificaría dos reinos y dos razas, aquel escudo cubierto de piel de jaguar con la figura de un sol y un lirio. Y, en la lejanía, el caracol anunciaba la guerra.
Los Ixmalin, gigantes sin cara
La ciudad sagrada tiene escalones enormes y escalones normales entre ellos, eso se debe a que fue construida por “los gentiles”, los primeros antiguos. Ellos eran del doble de tamaño de lo que es un hombre.
Hace mucho, pero mucho tiempo, antes del tiempo mismo, del vientre de la tierra salieron dos razas de gigantes. Unos eran los gentiles —hombres como nosotros, pero grandes, como gigantes—, ellos vivían en los cerros, en lo alto. Los otros eran los ixmalin, gigantes como los gentiles, pero éstos no tenían ojos, ni pelo, ni orejas, y vivían cerca de los ríos y en los valles.
Los dos reinos estaban divididos por la grieta de un río antiguo como la tierra. Por desgracia, pronto se creó enemistad entre estas razas de dioses.
En aquella época los hombres vivían en pequeños reinos, en grupos de familias, pero sabían que una guerra venía, y tenían razón, así que ellos fueron a ver a los gentiles y ofrecieron pelear con ellos. Éstos le enseñaron al hombre cómo lucha con la naturaleza como fuerza, cómo sanar con hierbas, cómo leer el cielo, cómo pelear juntos como una sola fuerza. De la mano de los gentiles aprendieron a hacer herramientas para la guerra.
Desde ese día, los mixtecos se hicieron guerreros y pelearon hombro con hombro en contra de los ixmalin.
Eso enfureció a estos gigantes y comenzaron a comer hombres. Los capturaban vivos para después beber su sangre y comer su carne.
Los gentiles y los mixtecos ganaron esa batalla, y los ixmalin, los pocos que quedaron, huyeron rumbo al norte y no se supo de ellos nunca más.
Los gentiles quedaron agradecidos con los hombres y los invitaron a estas tierras, donde convivían con otra raza de hombres conocida como zapoteca. Pero eso no salió muy bien, porque eran como hermanos, siempre entre pelea y pelea. Hasta que una princesa de buen corazón los unió.
El bulto
Existe un pequeño cuento que habla de El bulto, y lo describe así:
El bulto camina siempre al lado de un perro y su alimento es el cariño y respeto que uno debe darle, pues él te aleja de la calamidad. Si caminas a su lado, tu paso será seguro. Sin su compañía, conocerás el lado negro de la noche.
En lo oscuro, se alimenta de luz, en el día duerme entre la milpa y el abrojo en forma de niño. De noche se ve como un bulto. Sólo lo corta la piedra de vidrio y lo espanta el olor del custodio en cuatro patas. Si te muerde, su saliva es veneno que pudre la piel. Para sanar, se necesita flor de mala mujer, dos dedos de sal, agua de piedra de jardín y dos ramas de hierba amarga, raíz de copal.
Si el bulto te muerde, sólo tres días antes de que la muerte toque el corazón, tu ojo será el ojo del jaguar y el perro. Si te ataca el bulto, recoge tus pies, pues él se alimenta de la carne que pisa la tierra.
Camina en cuatro patas, camina de frente y al revés, en la hierba como culebra, en el río como sapo, se ve como niño, grita como mujer y llora como cría. Sólo el fuego, mata su carne.
Él come pies, vive en el cerro, en los hoyos donde quepa, por eso los perros siempre deben estar presentes en la casa y en tu corazón, pues ellos son leales y buenos guardianes.
Hace mucho tiempo, hubo una criatura que caminaba como cangrejo. A las señoras que salían a moler maíz en la madrugada, las atacaba siempre —los caminos en aquella época eran veredas que con la hierba eran trampas mortales con este animal—, por lo que hubo mucha gente coja en aquella época.
Los viejos estaban enterados de esta calamidad por aquél cuento, pues los antiguos sabían bien de él.
De dientes afilados y pequeños, ese animal parecía persona, así que todos en el pueblo salieron a buscarlo por varias noches y días. Al final, lo encontraron en un pozo, agarrado de la pared con sus uñas filosas. Lo sacaron y lo quemaron junto con sus crías.
Desde entonces la gente optó por tener varios perros en sus casas, pues los perros los huelen y los ahuyentan. También siempre tienen en casa un cuchillo de obsidiana a la mano. Además, todos saben que, cuando algo se mueve en la hierba como culebra, deben correr, trepar a un árbol y recoger los pies.
El guerrero del penacho color de cielo y el guardián del tesoro del señor del penacho púrpura
Esta leyenda comienza en tiempos de los antiguos, en los parajes de Monte Albán. Hubo un día en que la señora del rey de estas tierras, bajó a pedir un favor a los dioses, pues su vientre tierno no podía aguantar el niño que crecía en ella.
Era el inicio de la época de lluvias, cuando apareció ante su vista una mujer de piel clara como la luna llena y de cabellos negros como la misma noche, caminando sobre el arroyo. Era Atl, la diosa del agua.
—He visto el venir del tiempo, y ese niño necesita la fortaleza y bendición para lo que viene, así que su corazón será como el cielo, transparente después de una tormenta, sus ojos serán el espejo de su linaje y su cuerpo tendrá la fortaleza del puño. Sus manos serán su escudo y lanza y sus pies serán el viento mismo, pero a cambio de mi favor, tendrá que cuidar mi legado, pues llegará un tiempo donde la soledad será larga.
De pronto, un penacho de plumas, azul como el cielo, apareció. Y sucedió que ese niño nació tan fuerte como el tronco de un ahuehuete. Sus ojos azules no dejaban duda del favor divino, pues los ojos de ese color no se habían visto antes en estas tierras. Y aquel niño creció sano y fuerte.
Los señores de este reino recibieron un mensaje de los dioses y una orden.
Cada cierto tiempo cuando los dioses observaban que los hombres cedían ante su naturaleza y se volvían enfermedad para los mismos, los dioses desataban calamidad, sequía y bestias horribles con el fin de minar el mal que vivía en ellos. Y ese tiempo había llegado y avanzaba con paso firme a la era de los señoríos nobles.
Las órdenes eran claras y muy duras: abandonarían la ciudad sagrada y marcharían a tierras lejana, pues los dioses desatarían calamidad en forma de hombres, y el señor del penacho púrpura tenía la responsabilidad, como sus ancestros, de preservar la pureza de sangre, la llama del conocimiento y la fuerza de su reino, donde la tempestad de los que habitaban el cielo y el inframundo no los tocaran.
Sólo una comitiva real partió hacia tierras altas, compuesta por el soberano y su consejo. Toda la gente joven se quedó, los nuevos integrantes del consejo, los catorce sacerdotes nahuales, se quedaron, así como el príncipe Agua y Cielo, que tomó el lugar del soberano para recibir la prueba que los dioses mandarían.
Muchas leyes nuevas corrieron por el reino, el tributo fue suspendido pues todos debían guardar y compartir víveres y recursos; las fronteras fueron abiertas, ahora ya no serían cuidadas por el ejército del señor del penacho púrpura, así que todos deberían cuidarse entre sí. Entonces el ejército se desvaneció, todos regresaron a cuidar a sus familias y vecinos, a esperar a los que se fueron y que un día regresarían.
Y así, la ciudad sagrada fue abandonada y se construyó un muro dentro. La majestuosa y monumental ciudad de los señores antiguos se volvió una mini ciudad. El señor Agua y Cielo gobernó y se encargó de preservar y resguardar su herencia. Los escribas y curanderos guardaron en papel y piedra su saber.
Con el tiempo, el reino fue quedando dormido, la ciudad sagrada fue abrazada por la madre tierra y los guerreros durmieron en su sangre nueva.
Un día, la calamidad llegó y la gente fue probada. Aquel soberano fue conocido como el señor del penacho azul, el señor de agua y cielo. Hubo un tiempo donde estas tierras se bañaron en sangre y hubo tiempos donde fue necesario salir a defender a los suyos.
Cuenta la leyenda que aquel guerrero, el señor del penacho azul, se transforma en una piedra azul de río, tan grande como especial y que despierta cada vez que hay que defender el linaje que le precede. Además, es custodio del tesoro de los antiguos, tan silencioso como escondido.
Desde entonces, aquella piedra azul como el cielo, aún sigue en aquel sueño que los antiguos sueñan y esperan plácidamente a que los que se fueron, regresen y encuentren su reino tan fuerte como poderoso, justo como fue su encargo.
¿De dónde viene la Guelaguetza?
Hace mucho tiempo existió el que llaman El Último Señor, El Señor del Penacho Púrpura. Pero no es ahí donde comienza esta historia.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando fue hecho el hombre por los dioses, le dieron fuerza en sus piernas, en sus brazos, en su mente, pero el corazón los dioses lo hicieron silvestre, para que fuera bueno por decisión y no por obligación.
El hombre se manchaba con maldad y pudría su corazón. Cada vez que el corazón del hombre se torcía, como quien poda la yerba mala, los dioses desataban calamidades, diluvios, sequías, hacían monstruos, monstruos come-hombres, como el gran ocelote, o como la nube negra, para que el hombre probara su valor y necesidad de protegerse unos con otros.
Los dioses hicieron muchas veces a los hombres, hasta que se les ocurrió poner su propia sangre en ese corazón, así sería fuerte y digno. De vez en vez, con cada acto no honorable, esa sangre se va evaporando y, cuando ésta se acaba, el hombre se hace ruin, deshonesto y poco digno de ser hijo de las divinidades.
El Señor del Penacho Púrpura, el Señor de los mixtecos-zapotecos, el último gran señor, decretó tres ofrendas para que a los hombres no se les olvidara el deber del hombre con su hermano de tierra, para que de esta manera ningún hombre fuera probado por los dioses otra vez.
Este tributo, esta fiesta brinda, desde entonces, alegría a sus corazones. La muestra de generosidad que nació por decreto señorial, se hizo costumbre, una buena costumbre de esta gente nueva.
Este decreto mandaba, y sigue mandando, que la desgracia y la alegría del hermano de tierra debe ser compartida, así pues, en cada fiesta o desgracia la puerta de todo oaxaqueño debe ser adornada con la generosidad del vecino, como prueba de que la sangre de los dioses vive aún en su corazón y en su pueblo, para que las divinidades estén en paz con el hombre. A esa ley se le llamó: Guelaguetza.
El tributo se entregaba cada ciclo. Cada que el calendario mixteco terminaba y comenzaba. Pero unos extraños llegaron a estas tierras y se produjo un mestizaje; hubo mucha desolación, guerras y “mucha cosa mala” y el tributo entre hermanos se dejó de dar. La historia transformó a la gente y muchas costumbres se olvidaron,
Pasó el tiempo, hasta que un día la tierra tembló y muchas casas se cayeron en Oaxaca. La gente tenía miedo y andaba muy nerviosa. En aquel entonces el gobernador tenía un consejero que recordó aquella leyenda que decía que, si este reino del Señor del Penacho Púrpura se olvidaba de dar Guelaguetza, la desgracia caería. Y fue así como aquella ley regresó y se manifestó como la costumbre que hoy conocemos.
Después de un tiempo, de muchos soles y lunas, la ley mixteca no ha cambiado, el fuego del equinoccio se sigue prendiendo, el consejo de ancianos sigue pasando sus binigulazas a la sangre nueva, y las viejas costumbres siguen conservando la sangre de los dioses entre ellos, hasta que los que se fueron regresen y traigan la paz otra vez a esta tierra que sigue esperando.
El Cerro del Chapulín, la entrada al inframundo
Ésta es la historia de por qué llaman así al Cerro Tika —Chapulín—, que es el más sagrado de la entrada al reino de los muertos.
Hace mucho tiempo, antes de la guerra de los 25 años, cuando la gente sabía su origen y hablaba con los dioses, otras personas vivían en esas tierras, previo al gran diluvio.
Ellos eran libres y convivían en paz, hasta que el mal, que vive dentro de todos, comenzó a convertirlos en gente egoísta, que no le importaba el vecino o el hermano de sangre. La Diosa de la tierra, de la vida y la muerte, apareció en muchas ocasiones advirtiendo que sus corazones se pondrían negros y terminarían por destruirse.
No eran personas buenas para seguir en esta tierra de señores grandes. Los dioses, que habitaban debajo de la tierra, discutieron muchos días y muchas lunas, unos estaban a favor de matarlos y terminar con este mal y otros querían transformarlos en animales para volver a hacerlos inocentes. Después de un tiempo, aquella Diosa de la vida se puso su vestido de muerte. Luego tomó una pelota del juego sagrado y le dio un soplo de vida, y ésta se transformó en muchas pelotitas que comenzaron a tomar forma de tika.
La Diosa de la tierra se paró en este cerro, dejó salir una nube de chapulines que, como el hule que rebota y se escapan de las manos, así se esparcieron los tikas. Lo más grave es que en cada salto se convertían en dos, así que se iban haciendo muchos. Llegó el momento en que se transformaron en una gran nube que se comió al sol por varios días. Aquella plaga danzarina, de salto en salto, comía todo lo verde, menos las espinas, las ciruelas y los huamuches. Los tikas consumieron todo el alimento que era para la gente. Una vez que dejaron sin comida a todo ser vivo en el valle de Xoxo, regresaron al mundo de los muertos por una cueva.
Cuentan que esta caverna llega hasta el mismísimo mundo de los muertos, al inframundo.
Fue entonces que una lluvia apareció. Aquella tormenta oscureció el cielo y el manto de la muerte le tapó el sol a esta tierra y la llenó de agua hasta donde las marcas de los cerros muestran. La gente se ahogaba y otros se subían a los árboles, arrepintiéndose de su maldad.
La Diosa tierra oyó esos ruegos y les quitó aquello malo que había en sus corazones, pero este mal se había apoderado de toda la humanidad. Entonces la diosa de la vida les regaló un alma nueva y los transformó en animales, los cuales fueron llamados: machines.
Entonces los dioses hicieron otra vez al hombre, esta vez con un corazón puro, y esta tierra fue dada otra vez al hombre.
Aquel cerro, fue llamado El cerro de los Tikas, El cerro de los hules que rebotan, El cerro del Chapulín, El cerro que tiene la puerta del Inframundo y Reino de los Muertos. Por eso las aguas de este cerro son sagradas y por eso es donde mejor crecen las azucenas y la flor olorosa de muerto.
Los tikas, o chapulines, eran animales sagrados que los mixtecos-zapotecas, los antiguos xoxeños, adoraban como recordatorio del castigo de los dioses por la cosa mala que siempre vive en el corazón de los humanos. Los antiguos guerreros lo comían con regularidad, pues el aliento de la Diosa de la muerte vive en ellos y de esa manera en las guerras transmitían esta virtud de muerte a sus adversarios.
La cuica
Hace mucho tiempo, cuando los antiguos vivían en tierras oaxaqueñas, la guerra con los zapotecas llevó muerte a sus tierras y el rey Cosijoeza usó magia antigua y sus dioses le mandaron un ejército de lagartijas gigantes, lagartijas con veneno en la saliva, y la muerte luchó del lado de los zapotecas.
Pero sucedió que ellos no eran los únicos que sabían invocar a los dioses, pues el soberano de los mixtecos también pidió ayuda a los dioses.
Taandoco, el Dios sol, respondió a esa petición y el suelo se llenó de fuego en una madrugada, por lo que los guerreros lagartija fueron quemados. Con el tiempo, en esas tierras quemadas, las flores blancas se convirtieron en flores amarillas, flores de fuego. Desde entonces, éstas crecen en todas partes y eso hace que los guerreros del rey Cosijoeza sigan del tamaño de una lagartija.
Pero en fiesta de muertos, hay lagartijas que se meten en las casas y muerden a los niños y les pudren la carne, por eso los viejos saben que un machete, con el que se cortan estas flores, debe estar en la puerta, pues las cuicas huelen su perdición y se alejan.
Se sabe que la saliva de este animal, con unas hierbas, es un remedio milagroso que detiene a la muerte. ¿Lo tomarías?
El baile del guajolote
El baile del guajolote es un fandango tradicional y por esta costumbre el pueblo oaxaqueño alza la voz ¿Quieres oír la historia?
Hace mucho tiempo, en épocas de los antiguos, estas tierras estaban divididas en dos señoríos, cada uno con una raza y procedencia diferente. Eran los zapotecos que vivían en el sur y los mixtecos que vivían en el poniente. En aquellos tiempos una guerra se suscitó.
Los mixtecos, guerreros de oficio, lograron someter a los zapotecas y, como tributo de paz, reclamaron una reliquia, oro, jade y una princesa que sellaría la paz casándose con el soberano mixteca.
El señor de los zapotecos mandó con la princesa una dote de árboles frutales que no existían en aquellos lugares, también envió animales y, entre ellos, unos guajolotes, que eran animales sagrados, símbolo de prosperidad y riqueza.
Cuenta la leyenda que cuando llegaron a tierras mixtecas, los guajolotes abrieron las alas y comenzaron a borrar las huellas para que la princesa no pudiera regresar.
Es por eso que, en las fiestas de boda se baila para que la novia olvide el camino a la casa de los padres, evitando conflictos y chismes.
Además, el “moño” de su pescuezo tiene un significado: el color del listón del guajolote presume la naturaleza de la novia, rojo si es doncella y la pedida de mano fue motivo de júbilo, azul si es muchacha grande y sabe cómo llevar una casa, verde si la muchacha fue robada, morado si la novia está embarazada, negro si los padres de la novia no están de acuerdo, y es así como el guajolote se convierte en el invitado de honor del fandango.
El último vuelo del murciélago
Thut era un viejecito que, por no tener un nombre católico, siempre era mal visto por las autoridades a pesar de ser el curandero del pueblo. Sólo los viejos, que lo conocían de siempre, le respetaban y hasta le tenían una cierta admiración.
Siempre, como compañero, llevaba un bastón, ¡el bastón de mando de Xoxocotlán!, el cual tenía listones rojos satinados, en la empuñadura labrada la cabeza de un murciélago, en su largo talladas extrañas figuras —letras de los antiguos— y en una curva, antes de la punta, una laja de obsidiana incrustada que usaba de cuchillo.
En aquella época La Verde Antequera sufría la existencia de los desafortunados que no tenían sangre española. Eran tiempos difíciles, donde lo que no fuera español o católico era condenado a la desgracia, representada por la Santa Inquisición.
El viejo Thut era candidato para esta partida de soldados, sólo que ante la indefensa figura de un viejo decrépito y ciego, además por tratarse de un pueblo de gente muy difícil, ameritaba una excepción a su cacería de herejes. Además, ese anciano era el único que sanaba a esos indios revoltosos para que siguieran trabajando en las cuatro rancherías que existían en Xoxocotlán.
Esta tregua aparente fue rota por la intervención de un general de origen castellano, que, en un afán por buscar riquezas y nombre, sangró a todas las rancherías vecinas a La Verde Antequera. Lastimando y disminuyendo a la población nativa, el general Norberto Bizantino, quien era un español orgulloso del uniforme que portaba, altanero como todo aquel que ocupaba su puesto y sintiendo un completo desprecio por gente que no tuviera ascendencia española, pasaba cada cierto tiempo por una retribución para sostener a su pequeño ejército.
Un día, coincidieron las visitas de Thut y de Norberto en el tianguis de Xoxocotlán. La escena que debió ver seguro le causó urticaria a aquel general, pues su cara se llenó de cólera al ver la condescendencia de todos los lugareños hacia el viejo Thut, pues en todos lados le regalaban comida y hierbas.
Sin bajar del caballo, lo encaró ante el asombro de los presentes. Hubo un silencio sepulcral que la voz del general castellano rompió:
—Anda viejo, hazte a un lado que la envestidura de la cruz pasará.
Era costumbre de esta tropa que el general trajera un crucifijo de plata, y que, al levantar su mano en alto, la gente se arrodillara con un “Ave María Purísima” en los labios.
La multitud se estremeció, pues el viejo Thut no se inmutó, sólo se hizo a un lado y siguió caminando indiferente.
Aquel hombre robusto y barbado, montó en cólera, y con su rostro lleno de ira, gritó:
—¿Acaso estás sordo y ciego, anciano?
—Sólo ciego, señor —respondió con serenidad.
—Entonces tus débiles rodillas son las que no puedes doblar ante el temor de tu Dios.
El viejo Thut, con paso sereno y firme, pasaba junto a aquel castellano mientras decía:
—Mis rodillas están bien, señor, es mi corazón el que está lastimado por lo que mi oído escucha alrededor. Siga su camino, noble caballero, esta tierra no merece su atención.
Estas palabras hicieron brincar del caballo a aquel hombre que, de inmediato, se paró enfrente del viejo ciego y, vociferando, se dirigió a la multitud:
—Esto es muestra de la rebeldía de esta gente pagana que no muestra respeto ante sus salvadores. Que el escarmiento caiga sobre este pueblo y, como ejemplo, este anciano.
Entonces, al tomar de la mano al viejo Thut, éste sólo giró el brazo y, como magia, aquel personaje cayó al suelo levantando una nube de polvo.
Esto obligó a los demás soldados a desmontar, pero no encontraron al anciano, pues había desaparecido.
Al tratar de hablar, aquel imponente soldado cambió la cara de cólera por una de horror. Nunca se le volvió a oír, pues su voz quedó maldita por aquel viejo brujo.
Eso era el principio de un episodio sangriento, pues este suceso corrió como rayo y se volvió un chisme muy sonado, propiciando que desde la capital enviaran soldados y misioneros, expertos en brujería, a buscar a aquel viejo ciego en ese pueblo olvidado.
Thut era un hombre respetado y querido, pues nunca cobraba sus servicios como curandero, por lo que gozaba del respeto y cariño de los xoxeños.
Pasaron tres meses y nadie podía encontrar al brujo, así que un viernes, la Santa Inquisición comenzó a sangrar al pueblo con interrogatorios públicos.
Cerca del tianguis de Xoxo había un frondoso árbol que quedó adornado con tres ahorcados acusados de brujería; pero dicen que el destino siempre se presenta a la hora justa, pues, esa misma noche, tres sacerdotes desaparecieron del convento de Santo Domingo, lugar y sede de la Santa Inquisición.
¡Los tres padres amanecieron colgados de los pies en la catedral, y cuál fue la sorpresa que, al bajarlos, se despertaron sólo para contar lo que había pasado y después sangraron hasta la muerte. Al final sólo decían:
—El demonio entró por la ventana.
Lo describieron como un diablo de capa negra como la noche, colmillos verde jade, ojos fieros como el fuego, andar sereno, siempre lo acompañaba la oscuridad y era un demonio que el agua bendita parecía no quemar, ni los rezos, ni las cruces podían detener esta aparición del averno.
Soldados marcharon a Xoxo en busca de la venganza de aquel capitán castellano. Sembraron caos en sus calles en busca de quien supiera decir dónde encontrar a ese hechicero. El dolor y sangre de los xoxeños apuntó a la Montaña Sagrada, pues justo al pie del cerro vivía el viejo Thut. Hasta ahí fueron treinta soldados con lanzas, cruces y espadas.
Lo que sucedió, sólo los pobladores de aquel viejo Xoxocotlán sabían, pues después de tanto y tanto, estos xoxeños se armaron de valor y decidieron respaldar al viejo curandero y, con antorchas y palos, fueron a ayudarlo.
Marcharon por el camino viejo rumbo a la Montaña Sagrada, siguiendo el camino de aquellos soldados de la mentada Santa Inquisición.
Al llegar a la huamuchera, justo al pie del cerro, los ojos de todos se abrieron como mazorcas y sus bocas respiraron el asombro. Una escena sangrienta fue lo que encontraron, pues había armaduras, ropa y caballos salpicados de sangre.
Los lugareños se apropiaron de todo lo que pudieron, pero no encontraron a ningún soldado vivo o muerto. Aquella cruz de plata fue a parar al templo en espera de quien la reclamara.
Después de eso, la guerra se trasladó al corazón de La Verde Antequera. Día tras día amanecían sacerdotes colgados, de los pies, en las iglesias, los cuarteles casi se vaciaron de soldados, pues muchos desertaban y otros desaparecían. Le tenían miedo a la noche y al demonio murciélago, al cual describían como un ser oscuro con garras de obsidiana y que aparecía en la noche, no importaba qué tan bien te encerraras, él aparecía. Aquellos ojos se clavaban en tu mente, aquella máscara de verde jade era lo último que veías, simplemente te hechizaba y cuando recobrabas la conciencia, era al estar ya colgado, amarrado de los pies. De pronto, así como así, comenzabas a sangrar por todo tu cuerpo hasta que tu sangre te ahogaba por dentro.
Los soldados contaban de un ser demoníaco con máscara de murciélago, con una capa negra como la noche, que aparecía y desaparecía. Las balas no lo mataban, muchos aseguraban haber peleado con él y herirlo con ballestas y espadas, pero las desapariciones y matanzas no terminaban, como si el mismo demonio se soltara en las noches y la hambrienta muerte se sirviera con la cuchara grande.
La encomienda de atrapar al viejo hechicero de Xoxo quedó olvidada después de tres meses de matanzas y desapariciones.
El encargo de la Santa Inquisición llegó hasta los oídos de la iglesia, quien envió a un tal Justino Villaforte, un sacerdote florentino especialista en cazar brujos y demonios.
Este personaje tenía una educación privilegiada. Pronto se enteró que no era un demonio lo que perseguía pues, leyendo las historias de los mixtecos y zapotecos, comprendió que se trataba de un guerrero de la antigüedad, un sacerdote nahual.
El general de las tropas mixteco-zapotecas, asesinos especializados en artes de guerra, capaces de exterminar un regimiento con sus manos, y armado con más de 150 soldados de Puebla, Guerrero y México, partió a la ciudad sagrada al encuentro con el diablo.
Dicen los que saben que ni bien llegó al pie del cerro y una espesa neblina cubrió el lugar. En la lejanía se encontraba un ejército que pensaban vencido. Indios con caras pintadas y escudos —guerreros de tiempos pasados— y al frente 14 generales —vestidos con capas y máscaras—.
Cuentan los soldados que, de pronto, la noche se hizo día y sólo recuerdan ver a su capitán regresando con una cruz en la mano y un costal en la otra, un costal con una cabeza, una cabeza con una máscara de murciélago.
Lo venció con el crucifijo de plata y el demonio no pudo hacer nada ante el dios español. Al degollarlo, el ejército de las sombras desapareció.
Pero la historia olvida que este general hizo un pacto para terminar con las matanzas en La Verde Antequera, y, como parte del trato, Xoxocotlán quedaría como punto ciego a la Santa Inquisición.
Y así, Xoxocotlán se transformó en un lugar difícil, con gente difícil, pues era refugio de todo aquel que viniera huyendo de la mano y yugo español, dejando intactas sus tradiciones y costumbres en un sano mestizaje.
Al final, la ley mixteca nunca abandonó estas tierras xoxeñas y, aquel que se portara mal, se lo llevaba el nahual.
Justino Villaforte, armado con 150 soldados a caballo, un día apareció por las calles de cantera de La Verde Antequera con la cabeza de aquel personaje. Cabeza que fue exhibida en una jaula de metal en la puerta de la Santa Inquisición.
La leyenda dice que, en la primera noche, y a la luz de la luna llena, se convirtió en piedra y desde entonces fue puesta en uno de los contrafuertes de la catedral, al lado de la cruz de la Santa Inquisición.
Mucho tiempo después un presidente de origen oaxaqueño apodado “El Alacrán”, mandó quitar la cabeza para regresarla a la Montaña Sagrada, pero esta no se pudo quitar. El olvido y la vergüenza de este relato relegó al olvido esta historia que cobró la vida de muchos mestizos y muchos religiosos españoles, pero que recuerda por qué los mixtecos y zapotecos nunca fueron sometidos por la mano española y la ciudad sagrada no fue saqueada por la ambición extranjera.
Los nahuales siempre han cuidado a este pueblo, hasta que los que se fueron regresen y el esplendor de esta gente vuelva a brillar como en tiempos de los antiguos.
Las piedras del Cerro del Tigre
En la villa de San Blas Atempa, existe un cerro denominado Cerro del Jaguar. En este montículo hay una hilera de piedras, de las que se cuentan dos historias.
La primera dice que este lugar fue un oráculo en tiempos de los binnigulazaa o antiguos zapotecas, y el lugar fue abandonado a la llegada de los españoles, pero quedó encantado. Este cerro era un lugar de tránsito continuo, el «encanto» funcionaba de la siguiente manera: el viajero escuchaba un silbido durante todo el trayecto por este lugar, si volteaba la mirada hacia atrás, se convertía en piedra automáticamente, de ahí que las piedras son hombres y animales de carga, que hicieron caso omiso de esta historia. Además, los pobladores de este municipio, e incluso de otros, cuentan que el cerro «rugía», justo antes de que empezara a llover.
La segunda dice que este cerro estuvo atestado de jaguares que ponían en peligro a los zapotecas. Éstos mandaron a llamar a un brujo huave, quien hizo salir del mar a una inmensa tortuga para que devorara a los felinos.
Al llegar al pie del cerro, los jaguares venían bajando en fila y, al ver a la gigantesca tortuga, quedaron petrificados. Pero la tortuga también causó miedo a los habitantes, quienes pidieron al brujo que igualmente la convirtiera en piedra, por ello hasta nuestros días se le llama La Piedra de Tortuga, o en zapoteco Guie bigu, por la semejanza que tiene con aquel místico animal. Y, claro, también se pueden ver a los jaguares alineados desde el pie hasta la cima del cerro.
El duende de las pozas del Cidorito, el último ojo de agua
En épocas de los antiguos, hubo una sacerdotisa nacida en una lluvia de estrellas y bendecida por los dioses con una belleza y juventud sin igual. Este personaje era la guardiana de los árboles y manantiales alrededor de la Montaña Sagrada, una poderosa nahuala, la única nahuala aceptada en el consejo de los mixtecos. Ella era la sacerdotisa del nombre prohibido, admirada por su sabiduría y temida por el poder del poder que portaba: la custodia del primer caracol.
Se enamoró de un fiero guerrero y fruto de ese amor nació un pequeño que trajo paz a su vida. Con el tiempo, los dioses la adoptaron y la llamaron Atl, la diosa del agua.
Su vástago heredó el lugar, un hijo que nunca envejece y ahora cuida las plantas, animales y los ojos de agua de la Montaña Sagrada.
Ese fue el primer chaneque, aunque muchos lo han llamado El Duende. Tiene el corazón de niño y se la pasa haciendo travesuras, te jala los pies y te hace resbalar en el lodo o mueve el viento a tus pies. Dicen que tiene la forma de un niño con orejas puntiagudas, que se ríe cuando hay silencio y que avienta piedrecillas al agua cuando no lo ves. También dicen que da buena fortuna, que él sabe sanar animales, pues cuando a los perros de casa les da moquillo, se les cuelga un collar de cobre con limones y se les lleva a tomar agua de la posa. Y que cuando un toro o un chivo se empachaban, se debe hacer el mismo ritual, sólo que el collar es de manzanas verdes.
Si vas a la poza del Cidorito, siempre hay que llevar semillas de calabaza para mantener ocupado al duende, al primer chaneque, y así podrás cortar los mangos maduros sin problema. Amontonadas en una piedra lisa, deja las semillas de calabaza, mientras, camina por los viejos mángales, que son los que saben con certeza si esta historia es real o es el invento de los viejos para darle el respeto que se merece a la naturaleza; pues sólo así no se le hace daño al abusar de ella y contaminándola.
Al bajar de los mángales con el dulce botín, notarás que las semillas han desaparecido. No intentes buscarlas, sólo aléjate, mientras saboreas un suculento mango maduro y escuchas una carcajada de niño en la apagada lejanía.
Bi’cu guze el perro negro
Era la víspera de muertos y en una humilde morada de la calle de Moctezuma, que tenía la particularidad de siempre estar abierta, vivía doña Irenita, una dulce viejita.
Al cruzar la puerta de carrizo se veía un jardín con plantas olorosas y verdes, hierba santa, manzanilla y un montón de remedios y especies que vendía, pero la principal de esas virtudes comerciales era el carbón.
Ahí estaba como siempre, sentada en una silla chiquita acorde a su tamaño, su cabello cano, muy blanco, sus manos suaves y largas, y esas enaguas que caracterizaba a las viejitas de Xoxo, cubierto con ese mandil negro que en alguna época de su existencia fue azul. Pero, sobre todo, tenía su colección de cruces y ajos. Lo curioso es que jamás hubo un crucifijo en aquellas paredes, ni siquiera en su altar, que estaba lleno de santos y vírgenes y de velas peligrosamente encendidas cerca de donde despachaba el petróleo que también vendía.
Esa tarde de lluvia, su sobrino, que llegaba a comprarle carbón, le preguntó:
—Tía, ¿y por qué tantas cruces?
—Ay, chamaco, si te cuento no vas a poder dormir, y además es una historia muy larga y te van a regañar si te tardas
—Cuéntame tía, de todas formas, me van a regañar.
—Está bien, chamaco, pero si luego no puedes dormir, vienes y te doy algo de manzanilla y ajenjo. Pues verás, en las noches en que no sale luna, como a eso de las once, los perros se inquietan y luego de repente se callan. Ellos huelen y ven las cosas del aire malo. Ése es el primer signo de que la gente y, sobre todo, los chamacos, deben meterse a dormir porque Bi’cu guze anda en las calles.
—Y que es Bi’cu guze tía
—Bi’cu guze es un perro de los antiguos, guardián del valle de los xoxeños. Es el perro malo, un perro huesudo, grandote y negro. Los dioses de los antiguos lo soltaron aquí para que se llevara a la Cueva de los Espíritus a los criminales, al infierno pues. Es un animal de ojos rojos como la sangre, negro, con los pelos del lomo crispado y aliento caliente. Es el perro que al morir viene y te guía al río donde cruzan los muertos, si fuiste bueno con tu perro, con el de tu casa y hasta con los de la calle, Bi’cu guze te ayudará a cruzar y no te hará daño, pero si fuiste malo con los perritos, te morderá la pierna para que no puedas caminar y luego te jalará del cuello de tu camisa y te llevará al infierno con el cachudo, por malagradecido.
Se dice que aquel valle, en un principio, era de los perros coyotes, y que los dioses dejaron que los humanos vivieran ahí.
—¿Y eso que tiene que ver con las cruces tía?
—Pues es que cuando no hay muchos muertos que alimenten el infierno, Bi’cu guze cruza a nuestro mundo en noches donde no hay luna, saliendo de los árboles. ¿Por qué crees que algunos troncos tienen hoyos? Él hace esos agujeros y sale a cazar a las almas despistadas que vagan en la oscuridad. Entonces yo pongo mis cruces para que no me lleve.
—¿Y por qué te quiere llevar, tía?
—Pues porque nadie le gana la apuesta a Bi’cu guze y además ya me toca, hijo. El perro hule a la gente grande y a los niños, los arrastra de la ropa, de aquí atrás —dijo la anciana señalando el cuello de su huipil—, y los jala hasta el mismito averno. La bestia ha venido a ladrar mucho por aquí y le he quemado palma bendita. Cuando era niña, salí a buscar a mi papá que estaba borracho y, justo en el árbol de aretitos que está enfrente de la casa, me salió y me mordió el pie, de no ser por Chemo, tu abuelo, que me jaló del tronco a donde me quería meter, no la cuento. Desde entonces me persigue. Las cruces son para que no pueda entrar, pues no puede pasar las puertas que tienen una cruz.
Señalando su pierna derecha se subió su mandil dejando ver una cicatriz, como un hoyo, cerca de su talón
—Desde entonces me sigue, desde entonces me dan miedo los perros, y sé que un día vendrá por mí.
El sobrino volvió tarde y lo regañaron como siempre, pero al salir de la casa de tejas y adobes de aquella viejecita, vio que, efectivamente, los árboles que estaban en frente tenían, y aún tienen, un hueco en sus troncos. Desde ese día vio diferente a los perros, fue más paciente con ellos, pues no fuera que Bi’cu guze, algún día, quisiera ajustar cuentas con él también.
El árbol hueco del vado
—¡Niños ya métanse a sus casas!
Los gritos de la abuela sonaban como cada tarde en aquella esquina del barrio, la esquina entre Las Tres Cruces y el Camino Real, que estaba lleno de anécdotas de varias generaciones, pero sobre todo de risas, gritos y un montón de aventuras de los niños.
Una de esas aventuras tiene que ver con la esquina opuesta —la de la carretera vieja—, pues como todo barrio viejo tenía, y aún tiene, historias y leyendas.
En esta esquina había, hace mucho tiempo, un árbol hueco y quemado que en su interior tenía una virgen, a la cual las viejitas del barrio nunca dejaban sin luz y en noviembre, a su alrededor, nacían de forma silvestre ramilletes de flores amarillas. Pero este árbol, tan parecido a muchos, tenía una historia peculiar.
Una vez, por ahí de 1900, cuando don Porfirio se llevó a muchos hombres a la guerra, justo en esta esquina comenzaron a pasar muchos accidentes: la gente se caía y luego de pegarse en la cabeza, se moría. Además, decían que penaban en esa esquina alrededor de las doce de la noche, pues salían las almas de los muertos llorando su dolor.
Por esos años, ese árbol estaba robusto y entero y decían que, de vez en cuando, amanecían colgados en una rama que daba a la calle.
Ésa era la última escena de ladrones y delincuentes que sorprendían infraganti y terminaban suspendidos adornando este árbol de fresno, mejor conocido como el árbol de los aretitos.
Eran los años ochenta cuando un grupo de niños valientes decidieron comprobar la veracidad de la historia y, justo alrededor de las once, uno a uno, fueron saltándose las cercas de carrizo de sus casas, reuniéndose para tan temeraria aventura.
Armados con resorteras, arponcitos de pasadores y todo el valor que pudieron recoger de sus cortos años, se aventuraron juntos, algunos temerosos, pero todos decididos a probar su valentía.
Un grito de sorpresa salió de más de una garganta cuando, en la oscuridad, vieron un bulto blanco que, cada que volteaban, cambiaba de lado. Los niños se restregaban los ojos más de veinte veces sin que la escena fuera diferente. Sucedió que un aire frío estremeció sus pequeños cuerpos, acabando con el último resto de su valor recién estrenado, pero, cosa rara, ninguno corrió ni gritó de nuevo, sólo siguieron caminando, acercándose con las piernas temblando, arrastrando los pies que, de seguro, acabó con más de una suela esa noche.
Casi habían llegado y la lámpara de aquella esquina, en aquel poste negro de chapopote, simplemente se apagó, haciendo que el grupo se compactaran en una bola de niños.
En ese punto no sabían qué hacer, pero, al parecer, todos tuvieron la misma idea de voltear y regresar sobre sus pasos, sólo que ninguno se movió. En la lejanía, vieron una carreta con un burro y sobre ella a un viejito que pronto le dio alcance a la masa de niños asustados y petrificados.
—¡Ey, mocosos! ¿qué hacen afuera en horas de la cosa mala? ¡Ya verán! Métanse a sus casas y coman chocolate pa’l susto ¡Corran!
Al terminar de oír la última palabra, sólo huyeron desenfrenadamente, gritando aterrados hasta llegar a casa de uno de ellos. Al voltear al mismo tiempo, se dieron cuenta que la carreta, el burro y el viejito ¡habían desaparecido!
Como pudieron brincaron la cerca, tomando por asalto la cocina y saqueando el bote de chocolate. Se quedaron ahí, contando una y otra vez la experiencia que poco tiempo después se convirtió en toda una leyenda en la cuadra.
El tiempo pasó y el árbol hueco un día simplemente desapareció, nunca supieron cómo, pero siempre que alguien pasa de noche por esa esquina, un escalofrío recorre su cuerpo, sacudiendo en su memoria esta historia.
La Capilla de Las Tres Cruces
Hace mucho tiempo, el estado de Oaxaca era una tierra de hombres duros y de muchas cosas malas. Una de esas cosas malas que salía de ahí, lo viejos le decían xhi’a, después la llamaron duende, el perro Negro, el bulto, pues esta cosa mala tiene muchos nombres y muchas formas. Le gusta salir en noche de tormentas y justo ahí había una cueva que nacía en una vieja peña, una piedra rojiza donde la gente de antes le echaba hojas y cenizas y nunca se tapaba del todo.
Esta cosa mala engañaba a la gente, los hacía salir de sus casas llevándolos a la desgracia, porque los muertos que se lleva se quedan con él para siempre,
Hubo un tiempo en que la cosa mala comenzó a llevarse almas sin ton ni son. Entonces, el párroco de la iglesia mandó a traer a otros curas, arrancaron la peña y bendijeron el lugar, además, construyeron una capillita que siempre debía tener una luz en su interior.
En las noches de tormenta, cuando el arroyo crece, se oye la voz de un niño pidiendo ayuda. Las almas caritativas que acuden a su ayuda son traicionadas por la oscuridad y por la tormenta. Un escalofrío sube por su espalda y sienten ganas de llorar, pero su garganta se cierra; así que cuando quieren gritar, no pueden, pues de de pronto perciben una mano helada que les agarra uno de los pies, y cuando intentan zafarse de esta trampa maligna, sólo se oye un grito.
Si logra escapar, la cosa mala se enfurece, llueve más fuerte y sopla más aire que mueven los árboles y los deshojan.
La palma bendita es una de las pocas cosas que ahuyentan lo malo. Así es que, lo mejor en días como ése, es caminar con prisa y volteando siempre para atrás.
La señora del rebozo
Los antiguos creían que la muerte era una liberación, que más allá de la vida había más vida llena de belleza y abundancia. Los ancestros creían en la muerte como amiga, maestra y tutora. Y también creían que cuando se pierde el respeto y el bien ser, uno comienza a morir y a deteriorarse, por eso las buenas costumbres eran importantes, pero sobre todo la alegría y el respeto a la muerte, aunque la muerte siempre nos sonríe, toda la vida.
En una humilde casa, apenas entrabas por las puertas verdes de madera y el olor a cempasúchil, flor campestre de muerto, te impregnaba.
Era tradición que todos los chamacos de la casa se congregaran al ver estas señales de fiesta y algarabía, pues no faltaba el niño que se robara nueces y cacahuates.
Un pequeño ayudaba con los otros a poner el altar familiar. Iban poniendo los elementos tan indispensables en este menester, cuando, de pronto, su abuelo sacó, de una caja de madera, una calavera de yeso que tenía un rebozo. Con solemnidad y respeto, sin dejar de mirarla a los ojos, la puso en el lugar de todos los años.
—Esa calaca está bien chistosa —dijo el niño riendo.
Su imprudencia fue recompensada con un suave coscorrón.
—Presta atención a esta figura y oye bien esta leyenda, pues puede que un día te toque vivirla en sano pellejo.
Los ojos del niño se abrían desmesuradamente, mientras sus primos se hacían bolita alrededor de él y de aquel viejo contador de historias.
—Ahí, por el rumbo de las jacarandas, después de pasar el puente del arroyo del Chaneque, en épocas de todos santos, por las tardes o por las mañanas, se aparece una señora de reboso negro, de rostro marchito pero sereno y en el brazo un canasto de carrizo que siempre lleva una servilleta bordada. Si la ves y le prestas atención, notarás que el cansancio le hace una joroba y la obliga a arrastrar los pies. De vez en vez suele pararse y, cuando pasas, te saluda muy amablemente. Después de eso tus buenas costumbres hablaran por ti, y si eres de buena educación, te ofrecerás a ayudarle con su canasto y al llegar, antes de terminar las jacarandas, te dará las gracias y te regalará una figura como ésta y te pedirá que la pongas en tu altar. Al mirar su rostro verás que la juventud en su cara se refleja y te despedirá como a un amigo.
El anciano mostró de nuevo la figurilla a los presentes y la puso en su lugar de honor otra vez.
—Cuando me pasó a mí, era muy joven, el canasto que cargué era ligero. Después de eso, a los tres días, el arroyo crecido se llevó mi carreta. Los bueyes asustados gritaban. Al tratar de salir, mi pie se enredó en la red. Estaba atrapado y, al mirar a la orilla, el escalofrío subió por mi espalda. Aquella señora del rebozo estaba en la margen del río acariciando a los perros. Ese día desperté aquí en la casa. Cuenta tu tata Chemo que los perros se metieron al río y guiaron con sus ladridos a los toros y así es como salimos del agua.
—Entonces, ¿esa señora era la muerte? ¿Era la calaca?
—Sí, la muerte, mi niño. Cuenta la leyenda que la muerte camina entre nosotros en vísperas de todos los santos y se lleva a los de corazón frío, a la gente que no se conmueve con el dolor o el pesar ajeno. Dicen, los que han cargado ese canasto, que es pesado, otros que lastima la mano, pero el tata Chemo decía que el canasto lleva tus pecados. A la muerte no hay que temerle, sino al contrario, hay que verla con alegría, pues regala paz y libera del sufrimiento y siempre está dispuesta a darte otra oportunidad en esta vida, claro, si estás dispuesto a cargar tus pecados.
Los años han pasado, la vieja pieza grande se cayó en un temblor, la familia ha agarrado caminos diferentes y hasta lejanos; el altar ya no es tan grande como aquellas épocas, pero siempre ha de llevar esa figura de yeso, la figura de la señora del rebozo.
Los birgües
Hace mucho tiempo hubo una guerra entre los xoxeños y los zapotecas de las tierras de Zaachila.
En aquel entonces había un general llamado Thut “el nahual del murciélago”, quien era un gran guerrero, el curandero más grande y sabio que ha visto esta tierra. Todo el mundo le tenía respeto pues, a pesar de que era el más viejo del consejo del Señor sol, era uno de los más poderosos. Con su capa negra se deslizaba silenciosamente por las noches, guerrero de muchas batallas, invicto, majestuoso. Tenía un joven alumno, que, siendo un muchacho, aprendió muy bien el arte de la guerra. Su nombre era Luna, el Señor Luna. No tenía la compasión de su maestro, pero su fiereza era legendaria, tanto, que fue nombrado muy joven a comandar el ejército que custodiaba a los zapotecos.
Él fue encomendado a darle fin a aquella guerra entre vecinos, por lo que su maestro y guía le otorgó la lealtad de su ejército de guerreros, acostumbrados a pelear de noche, los llamados birgue dee ñaa —los guerreros que caminaban en la noche—. Su jerarquía y distintivo era un antifaz negro que escondía los ojos en la noche y el peto en el pecho era de algodón oscuro, las flechas y la lanza eran sus armas, en el cinto una honda los hacia certeros con las piedras de río, el tocado era amarillo, otorgado por el Señor sol en recompensa por su servicio al señorío. Su fiereza y crueldad en batalla provocó la rendición de aquel enemigo en pocos días.
Cuenta la leyenda que, en los convenios de rendición, un gran tesoro, una princesa, y una reliquia, fueron entregados en prenda de paz.
Tres dones, tres dotes zapotecas, la más valiosa, fue escoltada por Coyoatl, nahual del coyote y guardaespaldas del Señor sol, el gobernante de los antiguos. La reliquia fue entregada a Thut, el nahual de noche del murciélago, el maestro de la magia y de los muertos. Y el tesoro en oro y jade fue entregado al Señor luna, general de los ejércitos nocturnos del murciélago.
Pero esa noche la avaricia llenó el corazón al Señor luna, quien se apoderó del oro y jade zapoteca. El maestro, el murciélago Thut, herido en el corazón por la traición de su guerrero, se enfrentó a él y, al vencerlo, fue encerrado en una prisión en las entrañas de la madre tierra.
Pero el ejército del Señor luna permaneció firme a su promesa de lealtad y una guardia permanente fue montada alrededor de esta prisión. El Señor sol ordenó que no fueran entregados suministros a esos guerreros, que acamparon y permanecieron por muchos años viviendo de las huamucheras del lugar.
Y así pasó el tiempo y estas dos razas se unieron y esa guerra sangrienta forjó un reino poderoso.
Un día, el señor de los mixtecos y zapotecos recibió un mensaje de los dioses, un mensaje para abandonar la ciudad sagrada, para que los ejércitos marcharan a los montes, so pena de muerte por desobediencia.
El señor de la noche, el maestro Thut, honró la lealtad de esos guerreros y los transformó en pájaros, conservando su rango. Les dejó el copete que los distinguía como guerreros, les dejó su antifaz para que vigilaran de noche, y en el pecho les dio el dorado del tesoro del Señor luna. Todo lo anterior para que cumplieran los dos cometidos, que volaran a los cerros, como el señor de los mixtecos y zapotecas demandaba, y para que de vez en vez volaran de regreso y siguieran resguardando la prisión del señor sol.
Esos animalitos son esos guerreros que vuelven, para ver si su señor, el gran Señor luna se ha liberado de su prisión, pues cuando salga de su encierro, sus guerreros volverán a ser lo que eran. Dicen que en la noche vuelven a ser humanos y con los rayos del sol se transforman en aves.
Por eso jamás se deben cazar birgüelientos, pues cuando sean humanos de nuevo, podrían tomar venganza. Mejor disfruta ver pasar la parvada con su característico silbido en señal de respeto a estas avecillas silvestres
El caballito de carrizo
Cuentan los viejos que, en la naturaleza, viven los espíritus de los árboles, de los animales y de las cuevas, es decir, los chaneques, y que estos seres son los responsables de que las plantas, animales y manantiales estén sanos y en buen estado.
Ésta es la historia de Chemo, un señor xoxeño que tenía sus manos cortas y casi tullidas, además de un pie chueco. Este singular personaje vivía en las faldas de la montaña sagrada, su ocupación era la de hacer braseros para copal, bastones para los viejos y resorteras para los chiveros.
Resultó que un día se fue a la guerra con un tal Porfirio Diaz, pero desde que le explotó un polvorín, se decepcionó de la guerra y regresó a su viejo horno, a su Xoxo querido.
Un día, cuando buscaba leña, su pie malito ya no pudo caminar más, por lo que se arrastró hasta el manantial de los mangales. Su dolor conmovió al espíritu que vivía en los carrizales, quien le dio a beber agua de flor de carrizo y de la raíz camote de carrizo se formó una figura con hocico de animal y ojos de vidrio de obsidiana, el cual se transformó en bastón. Así, Chemo, apoyándose en él, volvió a caminar. Este hombre se volvió amigo de los espíritus que habitaban en la naturaleza de la montaña sagrada.
Cierto día estaba cansado y de la raíz de un copal se formó un banco con hocico de animal. Con el tiempo su casa se fue llenando de muebles con formas de animales.
Todas las noches los espíritus llegaban llamados por el incienso copal, pero, un día, el tiempo de vida de Chemo pasó y una mañana no despertó más.
Un pariente llegó a hacerse cargo del entierro de Chemo, y pensó que a esos animales mueble les faltaba color, así que comenzó a pintarlos con manchas y rayas, con espigas de maíz como pincel y espinas como puntales.
Todos se quedaron maravillados de los bancos y bastones con caras, patas y colas de animales. Desde entonces, los xoxeños han aprovechado las formas de la naturaleza para hacer muebles o, más bien, la naturaleza ha sido generosa dándole al hombre su regalo para hacerle la vida más llevadera.
Desde el principio a las resorteras, en Xoxo, se les tallaban figuras de animales y se pintaban con la misma técnica, los niños jugaban con caballitos de camote de carrizo y le ponían canicas en los ojos, los viejos usaban bastones de copal con figuras de animales en el gancho, como muestra de deseo de que los buenos espíritus, chaneques y duendes, estén con nosotros y nos beneficien con sus dones.
Al día de hoy, estas figuras son conocidas como Alebrijes de Xoxocotlán.
El Catrín
En una noche de luna llena, Crescencio, un hombre de campo, duro, tenaz y necio, salió de la cantina del tío Longino, pensando sólo en que pronto traería a vivir a su amada Finita, del barrio del Calicanto.
Mientras sus pasos levantaban el polvo de esas calles de antes, el viento cambiaba de dirección, provocando pequeños remolinos. Crescencio pensaba para sus adentros lo miserable que iba a hacer la vida de Fina que, al llevársela a vivir con él, extrañaría la buena vida a la que ella estaba acostumbrada. Y cómo no, si él era algo flojo y haragán. De pronto tuvo la idea, pues el destino hizo que el chamuco, que andaba desocupado, lo oyera.
Envalentonado por el calor de las copas, miró la luna grande y, tragando saliva pensó «sí se me aparece le voy a proponer un trato de mucha lana, mucho trago y mucha vida».
Hay cosas que sólo se deben pensar una vez y desterrarlas de nuestra conciencia para siempre. Tomando aliento en la esquina antes de llegar a la iglesia, jaló su bule, lleno casi siempre de saltapatras —mezcal de cedrón—. Pescando su bule al vuelo y enseñándosela a la madre luna, dijo:
—Esto es lo que te ofrezco, si eres tan inteligente y tan poderoso, un trato de inteligencia: mi vida por tu dinero en juego, el que gane se lleva los dos.
A Crescencio se le olvidaba que el alma de un chamán es valiosa para la fuente de todo mal.
El borracho agudizó su oído para escuchar la respuesta, pero nada pasó, nada se oyó, hasta los perros alborotados por su caminar se habían callado, el viento dejó de soplar y Crescencio continuó su marcha.
Y como todo mal, no llegó en el tiempo preferido, pues sólo llega cuando uno baja la guardia.
A lo lejos se oía un cuaco de esos grandes y finos, con su piel brillosa, de ojos vivos. Montado en él iba un hombre de sombrero de caporal —a distancia se reconocía que era un hacendado adinerado—.
Rápidamente se acercó al buen Crescencio. Sus ojos se abrían cada vez más con asombro. Era El Catrín, que pasó de largo, llenando de polvo a aquel borrachín solitario. El personaje sólo se detuvo hasta llegar a la puerta de la iglesia, donde desmontó sacudiéndose las finas ropas. Los inevitables pasos de Crescencio lo llevaron frente aquel charro bien trajeado.
Aquel rostro cansado que encumbraba ese traje reluciente puso su diestra en el hombro al buen Crescencio y le dijo:
-Si cuidas mi caballo, una moneda de oro será tuya.
En aquella época, con una moneda de esas se compraba una yunta y muchísimo mezcal. Crescencio, saboreando su falsa buena suerte, aceptó sin pensar.
Aquel Catrín se acercó a la iglesia sin entrar, se hincó y murmuró cosas en voz baja, tal vez rezando, tal vez agradeciendo. Pasó el tiempo y, cuando la luna estaba más alta, El Catrín llegó dándole a Crescencio la moneda que tanto codiciaba.
Pero el destino es inevitable. Al ver la codicia en el rostro de Crescencio, le propuso un trato.
—Lleva este cuaco con estas bolsas de oro al mogote y te daré cinco monedas —dijo El Catrín señalándole dos sacos que traía en el caballo.
El buen Crescencio asintió con la cabeza y aceptó con un apretón de manos, sin saber la maldición de pacto.
Aquel espectro en forma de charro lo miró a los ojos de manera condescendiente y una sonrisa apareció.
—Sólo una condición —dijo con voz solemne— presta atención. Crescencio: no mires dentro de los sacos, como prueba de mi confianza hacia ti, y como adelanto aquí están tres monedas.
Una a una el brillo del oro adornaba la mano de Crescencio encendiendo de codicia en sus ojos.
Sin pensarlo dos veces, Crescencio tomó al caballo y, en cuanto estuvo lejos de su vista, lo condujo por el Camino Real con la intención de hurgar en los sacos y reducir su contenido para cargarse los bolsillos del pantalón.
Pero cuando desmontó y abrió los sacos, una voz le llenó de escalofríos la espalda. Aquel espectro apareció de entre las sombras, con paso firme y silencioso. Curiosamente los perros aullaban, tal vez compadeciendo al nuevo condenado.
—No eres honorable para respetar un trato. Te di la ayuda que me pediste a la luz de la luna y me traicionas ¿Es así como me pagas? Sin embargo, si oro es lo quieres, oro tendrás.
Con el susto, Crescencio subió al caballo de inmediato y cabalgó como nunca, hasta que llegó a su casa. Al tratar de desmontar, se dio cuenta que sus piernas no le respondían. Después de esto, lo dejaron de ver por mucho tiempo.
Su enamorada terminó por casarse con otro pretendiente y tuvo hijos. El tiempo pasó y el silencio y la ausencia de Crescencio comenzaba a borrar su recuerdo. Hasta que una noche apareció de repente, como todo espectro, con su traje de Catrín y varias penas en la cara, la más grande, lo llevó a colgarse del árbol del Cidorito.
Cuentan que antes de irse al monte a terminar con su desgracia y culpa, le confesó a su hermano lo que pasó, pero hay quienes dicen que ni colgándose pudo bajar del caballo. ¡Ni aun muerto ha sido liberado de la maldición del oro!
El tiempo terminó por llevarse su recuerdo, pero esta historia vive entre la gente desde entonces.
El Catrín en turno no puede bajarse del caballo hasta que engañe a otro con la codicia y le haga sacar lo peor de sí con el oro que lleva, sólo así puede dejar al cuaco y no ser más El Catrín.
Así que, si una noche escuchas los cascos de un caballo, cuida que tu avaricia no te traicione.
La serpiente del agua
Hace mucho tiempo, en un pueblo llamado San Luis Amatlán, la gente iba a dar una ofrenda a un yacimiento de agua. Era algo muy peculiar, ya que, en ese yacimiento, según los pobladores, se aparece una enorme serpiente que trae agua al pueblo. Se dice que es uno de sus dioses y por eso lo veneran.
Tiempo antes de que fuera venerado ese lugar, el pueblo tenía un gran problema para que la gente de ahí pudiera sobrevivir, ya que la agricultura no se daba como ellos querían, porque eran siembras de temporal y el poco líquido vital que poseían no les alcanzaba. Entonces la gente buscó una nueva forma de recolección de agua, la cual encontraban en ríos un poco lejanos, pero no resultó conveniente porque el camino era muy peligroso.
Un día, un campesino caminaba por la tarde por un sendero donde al lado había un amontonamiento de rocas, y vio que había una enorme serpiente intentando salir del lugar. El hombre no sabía qué hacer, pensaba en ayudarla, pero al mismo tiempo pensaba que el animal le podría causar algún daño. El hombre decidió ayudar al animal. Quitó las piedras y lo invitó a salir.
La serpiente salió muy rápido, pero se detuvo y se quedó viendo al campesino, quien, espantado, se fue haciendo para atrás. De pronto empezó a sentir húmedos sus pies, volteó y miró como empezaba a salir agua del lugar de donde la serpiente había surgido. El campesino giró la cabeza hacia el animal y éste hizo un gesto de agradecimiento, mientras, poco a poco, se fue alejando del lugar. El hombre estaba sorprendido de aquel hecho. Fue viendo cómo el agua salía y comenzó a gritar que había agua. Gente que estaba cerca llegó corriendo y comprobó que sí ¡había agua!
Tiempo después, el mismo hombre iba pasando por ahí y se dio cuenta de que la serpiente merodeaba el lugar. El señor se acercó y le dejó el poco dinero que llevaba. El animal se volvió a ir, pero el agua fluyó con más intensidad.
Desde ese día, hasta estos tiempos, la gente, cada 26 de agosto, va a ese lugar llevando ofrendas al yacimiento para que la misma serpiente los siga proveyendo del líquido vital. Es así como ese río sigue con agua hasta hoy. ¡Tienes que ir a conocerlo!
Los de la Mauser
Era el difícil año de 1911 y había un chinanteco llamado Sebastián Ortiz, quien andaba juntando gente para que un tal Juárez armara un ejército. De Xoxocotlán se fueron varios a Puebla a juntarse a “la bola”, puros chamacos sin quehacer. Hubo muchas lágrimas de sus madres y mucho dolor por los hijos y hermanos que se fueron, pero, un día, esos que partieron, regresaron hechos hombres, montado cada uno en un caballo, con botas de cuero, carrilleras llenas de balas y todo. Pero lo que llamaba la atención era lo que traían en la espalda: un fusil, de esos que les llaman Mauser.
En aquel entonces no se hablaba de otra cosa que no fueran sus historias de guerras y de los muertos en el campo de batalla. Se hicieron muy populares, tanto que iban a sus casas a oír estas historias, pero sobre todo a ver los Mausers, esos fusiles de alto poder que en aquel entonces eran algo que no se veía muy a menudo.
Ese lugar era un pueblo donde también vivía gente que se dedicaba a cosas no honorables, pero que protegía a los suyos; por eso ni el ejército, ni la policía de Oaxaca se asomaban por ahí.
Así que a uno de ellos se le ocurrió una de esas ideas que siempre se nos ocurren y terminan metiéndonos en “trancas”; agarró a esa bola de revolucionarios y los nombró: “topiles”. En las noches salían en sus caballos revolucionarios y con sus armas revolucionarias a recorrer el pueblo.
En medio de los ladridos de los perros a estos jinetes, la gente siempre decía en el interior de las casas: «Ahí vienen los de la Mauser» Ese mismo dicho lo usaban para amenazar a los delincuentes y criminales.
Cuando en una reunión o fiesta la insolencia invitaba al desorden, como figuras fantasmagóricas y en una nube de polvo, siempre acompañado del ladrar de los perros, llegaban “los de la Mauser” a poner orden con su presencia.
Poco a poco estos señores se volvieron héroes locales y lograron que en Xoxo reinara la paz y que hasta los jóvenes insolentes obedecieran a sus madres.
Esos señores se hicieron de respeto y lograron que, por mucho tiempo, el Diablo dejara de tener sus sucios negocios por esos rumbos.
El rey Condoy y el Puente del Diablo
Cuentan los zapotecas que, hace muchísimos años, brotaron en tierra mixe dos huevos místicos. Del primero nació una serpiente que se ocultó en las entrañas de la tierra, donde se dedica a comer rocas. Cuando come demasiado, se producen los temblores de tierra. Del otro huevo, en cambio, nació un niño que se convirtió en hombre en un solo día. Los mixes lo bautizaron como Condoy y lo convirtieron en su Rey.
Dicen que Condoy era capaz de las hazañas más asombrosas, siempre y cuando las realizara de noche. Bajo la luz de la luna, nada resultaba imposible para él. Los zapotecas pronto aprendieron a temer sus incursiones nocturnas: Condoy los atacaba con frecuencia, robándoles alimentos que luego repartía entre su pueblo. Una noche, sin embargo, los zapotecas consiguieron capturarlo durante sus saqueos. Y a cambio de su libertad, Condoy ofreció construir, en lo que quedaba de la noche, un puente para unir las dos regiones zapotecas. Pero cuando su propuesta fue aceptada, puso una condición: si conseguía además terminar el puente antes de que cantara el primer gallo, se llevaría a su pueblo a la muchacha más bella que viviese entre los zapotecas.
El pueblo fingió aceptar esta condición, pero comenzaron al mismo tiempo a planear cómo evitarla. Así fue como todos se congregaron junto al río para ver a Condoy construir el puente. Entre ellos, una bruja que ocultaba un gallo bajo su manto. Poco antes de que Condoy terminara el puente, la bruja hizo cantar al gallo antes de su tiempo habitual. El joven había perdido la apuesta, así que furioso emprendió la fuga y ya no pudieron volver a atraparlo.
El puente quedó, entonces, inconcluso y así permanece hasta hoy en San Juan Tabaá, Oaxaca, donde se lo conoce como El Puente del Diablo, ya que así lo bautizaron los zapotecas por sus fechorías y habilidades. ¡Ten mucho cuidado al pasar por ahí!
La Piedra del Rayo
Hace muchos, pero muchos años, en las épocas de los antiguos, en algunos pueblos de Oaxaca mataban a las brujas, a los nahuales y a los seres mágicos que consideraban peligrosos. Los antiguos se dedicaban a cazar a estos seres malvados.
En ese tiempo, el señor de los mixtecas tenía un consejo de 14 sabios nahuales. Ellos eran los encargados del orden en esos valles, de la armonía entre los hombres y entre el mundo espiritual.
En las noches, los nahuales cuidaban que los seres malignos no hicieran mella en los poblados, pero cuando agarraban a uno, lo llevaban a su templo y lo acostaban de espaldas en una gran piedra. Entonces los 14 nahuales se formaban en círculo, y hacían el kavi iva, que era la invocación más grande de los nahuales, la comunicación con los dioses antiguos, quienes eran considerados sus padres, y las nubes cubrían el cielo estrellado y caía un rayo fulminando a la víctima de la piedra.
Aquella piedra, que ahora se sabe que era mágica, en el centro de su desgastada cara tenía un hueco ahumado que es la prueba del poder de los dioses y esa carbonilla que se ve, es producto de la quema de yerbas. Cada cierto tiempo, los nahuales suben a purificar la piedra haciendo sahumerios.
Los nahuales siguen cuidando a su pueblo y siempre lo cuidaran hasta que los que se fueron regresen a la ciudad sagrada. Y la piedra del rayo siempre será el portal donde las almas de los malvados y los cuerpos espirituales malignos abandonarán este triste mundo.
Nuu Viko o la Nube Negra
Hubo un tiempo donde no todo era tranquilidad en el valle de los mixtecos, hubo un tiempo de terror y desasosiego, hubo un tiempo de monstruos y de seres míticos.
Se cuenta que en tiempos de los antiguos, existía un monstruo volador del tamaño de una choza, que se llevaba a los perros y a otros animales.
Pero lo que causaba consternación y miedo es que los niños comenzaron a desaparecer. En aquel entonces, sólo una sombra de una nube negra era la señal de que una fantasmagórica maldición caería sobre su víctima.
En ese tiempo existía un mixteco, un guerrero educado en las ancestrales artes de guerra de los antiguos, a quien la mala enfermedad lo había dejado con un hijo, pero sin su madre. Pero Nuu viko, la nube negra, una tarde de cielo despejado, terminó por arrebatarle a este hijo.
Primero el dolor consumió su cuerpo y su mente, después el rencor le arrebató la vida, pues aquel monstruo se convirtió en su obsesión.
Sólo vivía para la venganza de esta maldición voladora. Así comenzó a perseguirlo, primero poniendo niños hechos de ramas y yerbas, pero el ave era muy astuta y se daba cuenta del engaño. Hasta que él se puso cómo carnada. Caminó por las laderas de la Montaña Sagrada buscando a la Nube Negra.
Un fatídico día se encontró con el monstruo de frente. Era un águila inmensa, pero lo que más lo conmocionó es que ¡era un ave de dos cabezas!
Dando muestras de valor increíble, corrió hacia aquel monstruo armado con su lanza de punta de pedernal. Con valor y agilidad logró estar tan cerca del ave que disparó aquella lanza mensajera de muerte, pero el plumaje de aquella bestia era impenetrable y simplemente escapó. Aquel hombre, sediento de venganza, corrió hasta que sus piernas se lo permitieron, pero el ave desapareció entre las sombras.
Días y días pasó el guerrero marcado por el dolor de su pasado, marcado por su destino. Hasta que, un día, se le ocurrió una gran idea.
Con sus manos construyó una canasta que llevaba una figura humana hecha de ramas secas y abrojos, pero en el interior de esta figura de niño embarró resina, haciendo del cesto una trampa ardiente y mortal.
Caminó de nuevo por toda la ladera de la Montaña Sagrada. Todas las tardes esperaba a su presa, danzando y brincando con el único fin de atraer la atención de Nuu viko. Por fin, el destino lo recompensó con la figura en el cielo de lo que buscaba. El monstruo apareció majestuoso y proyectando una sombra oscura que recorría aquella ladera.
El movimiento danzarín de aquella canasta con figura humana llamó la atención de la inmensa ave, quien no tardó en embestir a su presa, que, además de la inocencia, guardaba una invitación al infierno.
La escena que siguió, fue intensa, pues aquella bestia arremetió con gran velocidad. Cuando el ave metió las garras en la figura del niño, se empapó de brea, pegándose la canasta en sus garras.
Cuando remontó su vuelo, éste fue perseguido por una flecha que en la punta llevaba fuego. Aquel listón en llamas cruzó el cielo siguiendo a aquel monstruo volador.
La canasta en las garras de La Maldición Negra se convirtió en una bola de fuego que hizo que el ave cayera envuelta en llamas, invitando a aquel guerrero a mitigar la venganza que vivía en su corazón.
Después de pelear con la bestia, que ya no podía volar y herido de muerte, le empujó su cuchillo de obsidiana en el pecho.
Esta ave estuvo mucho tiempo muerta a las afueras del templo, por lo que toda la gente iba a ver al gran Nuu viko muerto. Así, la tranquilidad volvió a las tierras mixtecas. La gente celebró todos los años con danzas y canastas de flores y de figuras de niños. En aquellas verbenas, al llegar la noche, eran quemadas en recuerdo a la proeza de esta historia.
Desde aquel día las fiestas con quemas de canastas fueron tradición y siempre que la corona de pirotecnia remonta el cielo, la vista de muchos siguen buscando a Nuu viko, buscando a la Nube Negra.