Leyendas de Campeche

No sólo los perros lamen

Ésta es la leyenda de una niña que era la hija del presidente municipal y la regidora del poblado de Hool. Ella no tenía hermanos, sus padres, al ser autoridades de gobierno, salían muy seguido a los eventos del pueblo. La pequeña se sentía muy sola y se los hizo saber. Ellos la comprendieron, por lo que decidieron comprarle un perro.

El animal y la niña se hicieron muy buenos amigos. Ella lo cuidaba todo el tiempo de cualquier peligro. Lo quería tanto, que hasta lo dejaba dormir en su cuarto junto a ella. Todas las noches el perro le lamía una mano como señal de que él estaba ahí a su lado. 

En cierta ocasión, los padres de la pequeña tuvieron que ir a un evento relacionado con las costumbres del pueblo; a lo que la pequeña ya se había acostumbrado. 

Esa noche era especialmente oscura y fría. Como las demás noches, sintió la lengua de su cachorro pasar por su mano, cosa que la hizo tranquilizarse.

Al despertar, aterrada vio a su lado el cuerpo de su mascota sin vida y cubierto de sangre. En su espejo había un escrito con la misma sangre que decía: «no sólo los perros lamen».

Aquella niña vive ahora en un manicomio. Su rostro está pálido y tiene la mirada perdida. Todas las noches recuerda aquel terrible momento en el que su fiel amigo murió.

El Canancol

Cuenta la leyenda que el Canancol era un muñeco encargado de proteger los cultivos contra los ladrones. No era un muñeco común. Cuando llegaba la noche, cobraba vida y rondaba por todo el sembrado. Si alguien se acercaba, era ahuyentado a pedradas por el Canancol, castigando así al intruso o al ladrón.

El Canancol estaba hecho con cera de abeja y estaba revestido con hojas de mazorcas. Los ojos eran frijoles, los dientes maíces y las uñas frijoles blancos. Mediante un ritual, realizado por un hechicero, se conjuraba al muñeco con la sangre del dueño del plantío para que lo obedeciera sólo a él. Como arma, para cumplir con su labor, le colocaba una piedra en la mano derecha.

El dueño, al llegar al cultivo, tomaba sus precauciones y, antes de entrar, le silbaba tres veces, ésa era la señal convenida. Despacio se aproximaba al muñeco y le quitaba la piedra de la mano. Trabajaba todo el día y, al caer la noche, volvía a colocarle la roca en la mano. Al salir silbaba de nuevo. 

De madrugada, el Canancol recorría el sembrado y hay quienes aseguraban que, para entretenerse, chiflaba como el venado.

El callejón del Diablo

Esta leyenda surge de una callejuela que empezaba en San Martín y desembocaba en la Zanja. Consistía en un pasadizo sombrío, bordeado de árboles, donde vivía un hombre con malformaciones. Este señor, aprovechándose de que la gente tenía miedo de pasar por ahí de noche, asustaba a los que se atrevían a cruzar, haciéndose pasar por el diablo, encendiendo cartuchos de azufre.

La gente muy creyente, para evitar que el Diablo entrara a la ciudad, le empezó a poner monedas de oro y joyas.

Una noche, dos pescadores lo descubrieron y lo espantaron al quemarle las posaderas con un carbón al rojo vivo. Esto hizo que el hombre se enfermara y, para aminorar sus culpas, tuvo que donar una buena cantidad de las joyas a una institución para pobres.

La bruja del morro

Cuenta la historia que, en los morros de Seybaplaya, Campeche, existen unas grutas o cavernas donde rebotan las olas del mar. En esta zona de pequeñas montañas, los pescadores no pueden pasar con sus embarcaciones, pues son arrastrados y, los que caen en esta trampa, jamás aparecen. Esto tiene una explicación supersticiosa y muy comentada por los lugareños.

Resulta que, hace mucho tiempo, la comunidad que habitaba este poblado desde hace muchos años, notó que, de la noche a la mañana, familias enteras simplemente desaparecían del lugar. Al principio no era tan extraño que emigraran para buscar trabajo y un mejor futuro, pero, en este pueblo la desaparición de familias no era muy frecuente. Los lugareños observaron que la gente iba esfumándose en forma consecutiva de casa en casa.

Esto alarmó a los habitantes de la comunidad, quienes decidieron contratar a un hechicero para que descifrara el misterio. 

El hombre, muy reconocido por dominar la magia blanca en bien de los vecinos, después de varios días realizó una reunión para informarle al pueblo el resultado de su trabajo.

Sorprendió a los pueblerinos cuando les dijo que la razón por la que las familias desaparecían sin dejar rastro, era porque el pueblo era visitado por un ser maligno con apariencia humana, la cual devoraba a toda la familia y de esta manera no dejaba sospecha alguna. El problema fue que el hechicero sólo era capaz de atraparlo justo cuando estuviera engullendo a sus víctimas, ya que era el único momento en que se despojaba de su apariencia humana.

El experto brujo ideó un plan en el cual sería expuesta la familia que, en el orden cronológico, era la siguiente para la bestia. Con mucho cuidado planearon con todos los miembros de la familia la forma en que atraparía al ente demoníaco, conocido como La Vieja Ishawuu. Para esto, él se integraría a la casa como un miembro más.

Uno de esos días, llegó a la puerta a tocar una viejecilla inofensiva y de mirada triste, la cual argumentaba que estaba de paso por el pueblo y que no tenía donde pasar la noche, así que necesitaba dormir en cualquier parte de la casa.

La familia, al ver sus rasgos y la desprotección que aparentaba, aceptó gustosa dar posada a la viejecilla, sin sospechar que esa noche corrían un gran peligro. Astutamente el hechicero, no muy convencido, se preparó sin avisar a la familia para no alertar a la bestia.

La anciana, muy apacible, puso su petate a la salida de la puerta trasera que llevaba a los baños de la humilde casa. Pasada la media noche, el hechicero notó que uno a uno los miembros de la familia iban saliendo a las letrinas con la postura típica que provoca un dolor de estómago.

Al notar esto el mago, se preparó con sus herramientas de trabajo y salió al lugar donde reposaba la viejecita, pero se llevó una gran sorpresa al ver que allí sólo había un bulto de pellejo. Inmediatamente tomó tal despojo y, rezando unas oraciones, lo rellenó de sal. Acto seguido, comenzó a juntar una gran cantidad de bejucos, los cuales mojó con agua bendita.

Corrió sigilosamente al baño y encontró a un animal con forma demoníaca con la boca abierta y más grande que la de un ser humano. Ya tenía engullido a un miembro de la familia. Sin darle tiempo alguno a la bestia, la envolvió con las ramas antes preparadas y le echó un conjuro. Las ramas inmediatamente se convirtieron en cadenas, las cuales lo atraparon y sujetaron sin que se pudiera escapar.

Los habitantes del pueblo encerraron a la vieja Ishawuu en el morro, para que se ahogara cuando subiera la marea, ya que al hacerlo se inundaban por completo. De este modo, la bruja se murió encadenada por el conjuro, no sin antes lanzar un grito de amenaza de que regresaría a vengarse.

Dice la leyenda que el hechizo del brujo sólo duró 300 años y que, en estos tiempos, está por romperse. Verdad o mentira, eso sólo el tiempo lo dirá. Y veremos si se repiten las desapariciones de familias en este poblado. ¡Esperemos que sólo sea una leyenda!

Cuentan que, en tiempo de nortes, se escuchan gritos que se confunden con el zarpazo de las olas del mar cuando rebotan en estas cavernas. Los más jóvenes, sólo atinan a decir que el morro está enojado. Cuando el morro ruge, es que clama la vida de alguien. Así mismo aseguran que, cuando la marea baja, se ven en el fondo de la caverna utensilios de piedra propios de una bruja.

La esquina del perro

En el siglo XVI, vivía en Campeche un hombre llamado Tristán, el cual era conocido por su riqueza, así como por ser ateo, algo que en aquella época era muy raro. Él vivía junto a su esposa y a su hija Ofelia, también los acompañaba un perro llamado Márquez.

Un día, Tristán se despertó al escuchar los ladridos de su mascota. Rápidamente se armó con su escopeta pensando que un ladrón había entrado a su casa, y fue en busca de Márquez. Cuando llegó, vio al perro ladrándole a una figura que rápidamente se escondía entre los arbustos. Tristán pensó que sólo era el perro de algún vecino y se regresó a dormir. 

Al día siguiente, volvió a ser despertado por los ladridos de Márquez, pero esta vez también escuchaba los gruñidos de otro animal. Al ir hacia los ruidos, descubrió que Márquez se encontraba defendiendo a su hija de un extraño animal gigantesco, el cual estaba cubierto de sangre por las mordeduras causadas por Márquez. Cuando vio esto la esposa de Tristán, comenzó a rezar y el animal se fue rápidamente como si las oraciones le causaran un profundo dolor. Afortunadamente, Ofelia se encontraba bien, pero su fiel perro no soportó las heridas causadas durante la batalla y murió tiempo después.

En agradecimiento, don Tristán mandó construir una estatua en la azotea de su casa con la forma de su heroico perro.

Marta

La siguiente historia sucedió por el año de 1869, en la ciudad de Campeche. En una modesta casa del barrio de San Román, vivía una familia adinerada, compuesta sólo por la madre y sus dos hijas llamadas Marta y Juliana, pues el padre, José Mestas, había muerto.

Debido a la ausencia del jefe de familia, se enfrentaron a muchas carencias y necesidades. Pero, gracias a la ayuda del tío Nicanor Mestas, no cayeron en la miseria.

Corrían los días y las hijas eran cada vez más hermosas. Marta era rubia, de dulce actitud y muy encantadora. Juliana, en cambio, era morena, con ojos negros y fascinadores, que traían locos a los chicos del barrio. 

Pero, como si la vida tuviera celos de tanta belleza, apagó la existencia de Juliana con una epidemia de viruela que devastó a la ciudad en aquel año.

La pena más desgarradora derrumbó a su madre Dolores y a su hermana Marta, quienes lloraban desconsoladas la inesperada partida de su inseparable Juliana. Por eso, casi a diario, la hermana visitaba el cementerio llevándole aromáticas flores y amargas lágrimas. Parecía que la tristeza iba a ser la eterna compañera de aquellos afligidos seres, cuando empezó a rondar la casa un apuesto joven llamado Matías Florencia, que se había enamorado de los primores de Marta. 

Después de cortejarla durante algún tiempo, un 24 de junio, encontrándose ambos en el paseo de las murallas, se juraron amor eterno. A partir de entonces disfrutaron de los encantos del noviazgo.

Dolores se encontraba en la edad madura, cuando no se quiere decir adiós a la juventud y se coquetea al amor con juegos peligrosos. Por una de aquellas necedades humanas que envenenan el corazón, fue a cometer la insensatez de enamorarse del novio de su hija. Primero lo sedujo con prudencia, hasta llegar al descaro y al cinismo. 

Marta no se daba cuenta de los amoríos de su madre con el ser más querido de su alma, pero, una noche en que habían asistido al teatro, Matías desapareció en un entreacto y, como se tardó demasiado, Marta decidió volver a su casa. 

Enorme fue su asombro al sorprender a su futuro esposo, pues próximamente iban a contraer matrimonio, en brazos de su madre. Fue tal su desesperación y tan desgarradora su pena, que perdió la razón sin que ningún médico encontrara la forma de devolverle la cordura. 

Después de muchos exámenes, se le internó en un manicomio donde eternamente recordaría una y otra vez la escena que la arrojó a las oscuras y tremendas sombras de la locura.

Matías, que adoraba a Marta, esperó algún tiempo, pero, convencido de la cruel realidad y atormentado por el remordimiento, tomó la decisión de quitarse la vida. Y así, con ese sentimentalismo romántico, una de esas tardes otoñales de octubre, fue, por la orilla del mar, al vapor abandonado de nombre Lola. Pudo abordarlo sin esfuerzo y, quitándose el sombrero y el saco, se sentó en la proa. Luego de un rato, sacó con toda serenidad un pequeño frasco que contenía agua, vació ahí el veneno y lo bebió, invocando sin duda el nombre de la demente amada. Se desplomó sobre el mar, de donde fue recogido por unos pescadores al siguiente día. Su cuerpo fue entregado a las autoridades para las investigaciones de costumbre.

Mientras Matías pasó al sueño eterno y Marta vivía entre las espeluznantes sombras de la locura. Dolores, causante de tanta desgracia, paseaba sin pudor mendigando amor, para, poco tiempo después, ir a morir en soledad a la cama de un hospital y luego ser arrojada a una anónima y olvidada fosa del cementerio.

La cueva del toro

Cuando caía la noche y ya habían tocado las campanadas de la iglesia de San Román, no existía ser humano que se atreviera a pasar por ese lugar a menos que fuera por una fuerte necesidad.

La leyenda cuenta que, al dar las doce de la noche, se escuchaba la respiración de la bestia que, salía feroz hacia la fortaleza, retando a los que la custodiaban. Éstos, aterrados con esta terrible visión, disparaban sin provocarle daño alguno, al contrario, hacían que arremetiera más fuerte contra la muralla, para después continuar su camino hacia el pueblo y regresar antes del amanecer a su cueva.

En su recorrido por la ciudad, al momento de llegar a un cruce de calles, el toro bramaba rascando la tierra para convertirse en un caballero, el cual entraba en casa de alguna bella dama a la que, con hechizos, citaba al otro día, siempre a las doce de la noche, en la entrada de su cueva.

Al amanecer, las bellas se sentían soñadas por haber estado, según ellas, con su príncipe azul. Al caer la noche de ese día, la bella dama se preparaba para ir al lugar acordado para su cita. Cuando la bestia llegaba a la cueva, en forma de caballero, la esperaba y, abrazándola, la metía en lo profundo de la oscuridad, perdiéndose sin poder regresar jamás.

La leyenda dice que, un buen día, los ciudadanos se pusieron de acuerdo para ahogarlo, haciendo que la corriente de agua de las lluvias fluyera hacia la cueva. Esto resultó inútil porque, a los pocos días, apareció nuevamente con su siguiente víctima. Al verlo, los valientes campechanos que velaban en el lugar, protegidos con cruces y talismanes, lo atacaron con sus armas, pero no lograron hacerle ningún daño. El toro tomó un cuchillo con el que le sacó el corazón a su víctima y, luego, se convirtió en un frondoso árbol de mamey. Éste existe hasta hoy en la entrada de la Cueva del Toro, en el Barrio de San Román. Se asegura que todavía, por la noche, se escucha el rugir de aquel animal cuando está molesto y quiere conocer a una mujer. 

Xtabay

Cuenta la leyenda que, hace mucho tiempo, existieron dos mujeres, una se llamaba Xtabay, quien era buena y solidaria con los pobres y enfermos, pero estaba loca de pasión, ya que su afán era exhibir su cuerpo y belleza a cuanto hombre se lo solicitaba, por lo cual la despreciaba todo el pueblo. La otra era Utz Colel, hermosa de igual forma, pero fría, orgullosa, dura de corazón y le repugnaban los pobres, pero jamás había cometido ningún desliz amoroso.

Un día, la gente no vio salir más a Xtabay. Pasó el tiempo y por todo el pueblo se comenzó a esparcir un fino y delicado perfume de flores. Al buscar de dónde venía, llegaron a la casa de Xtabay, a quien encontraron muerta.

Utz-Colel dijo que no era verdad que el perfume proviniera de la fallecida, que de un cuerpo vil y corrupto no podía salir sino mal olor, que aquello debía ser cosa de los espíritus malignos tratando de continuar provocando a los hombres. Agregó que, si de esa mala mujer salía ese perfume, cuando ella muriera habría entonces un increíble aroma.

Unos pocos enterraron a Xtabay, más por lástima y obligación que por gusto. Al día siguiente, su tumba estaba cubierta de flores hermosas y un delicado perfume.

Cuando murió Utz-Colel todo el pueblo acudió a su entierro. Para asombro del pueblo, su tumba no exhalaba un fino perfume, sino que, aún cubierta de tierra, despedía un hedor intolerable.

De la tumba de Xtabay nació: Xtabentún, una humilde y bella flor silvestre que crece en cercas y caminos. Su néctar embriaga dulcemente, como debió ser el hipnotizante amor de Xtabay.

Por su parte, Utz-Colel se convirtió, después de muerta, en la flor de Tzacam, que es un cactus erizado de espinas del que brota una flor hermosa, pero sin perfume alguno; al contrario, tiene un aroma desagradable y, al tocarla, es fácil espinarse con ella.

Se dice que, después de convertida Utz-Colel en la flor del Tzacam, comenzó a sentir envidia de lo que le había sucedido a Xtabay y llegó a la errónea conclusión de que, seguramente, como sus pecados habían sido de amor, le ocurrió todo lo bueno después de muerta. Entonces pensó en imitarla entregándose también al amor, sin darse cuenta de que, si las cosas habían sucedido así, fue por la bondad del corazón de Xtabay, quien amaba por un impulso generoso y natural.

Así pues, con la ayuda de malos espíritus, Utz-Colel consiguió la gracia de regresar al mundo cada vez que lo quisiera, convertida nuevamente en mujer para enamorar a los hombres, pero con amor nefasto, porque la dureza de su corazón no le permitía otro.

Desde entonces, ella es ahora la mala Xtabay, la que surge del Tzacam, la flor del cactus. Es muy bella y suele encantar a los hombres que, por las noches, se aventuran en los caminos. Se esconde al pie de la más frondosa ceiba y, cuando ve pasar a un hombre, vuelve a la vida peinando su larga cabellera con un trozo de Tzacam erizado de púas. Luego  lo sigue hasta que consigue atraerlo, lo seduce y cruelmente lo mata en la locura de un amor infernal.

El Cristo Negro de San Román

La historia se remonta a los primeros años de ser fundada la Villa de San Francisco de Campeche, aproximadamente en 1562 o 1563, cuando la península fue duramente azotada por una plaga de langostas. 

Los pobladores, en busca del divino auxilio contra esa plaga, prometieron levantar una capilla al santo cuyo nombre saliera ganador después de echar suertes. El nombre resultante fue el de San Román y es así que, en su honor, se edificó a las afueras de la ciudad una pequeña iglesia.

Para dicha capilla los lugareños solicitaron al comerciante Juan Cano de Coca Gaitán que les trajera de Italia una imagen de Cristo crucificado y, es ahí, donde comienza la leyenda. 

De acuerdo a la historia, durante el trayecto de Veracruz a Campeche, una fuerte tormenta estuvo a punto de hundir la nave, pero, por un milagro, el Cristo Negro cobró vida y tomó el timón, salvándoles de un fatal desenlace y haciendo que llegaran a su destino en menos tiempo.

A esa historia se suman tantas otras, entre ellas la muerte y posterior resurrección del propio Juan Cano con la ayuda del Cristo Negro, así como otros incontables milagros y bendiciones que, se dice, fueron gracias a la venerada imagen. Por esto, para el siglo XVII, esta devoción ya pertenecía a la vida religiosa de Campeche.

Desde entonces, el culto y la fiesta tradicional en honor al Cristo Negro han traspasado fronteras hasta el grado de convertirse no solamente en el patrono del barrio de San Román y de los pescadores, sino que es el patrono y la imagen sagrada más importante de toda la gente del estado.

La Sirena

Desde la popa de algún buque al acercarse a Campeche, la ciudad parece una paloma marina echada sobre las olas, con las alas tendidas al pie de las palmeras. Allí no hay rocas ni costas empinadas. Es un paisaje puro que encanta y serena las almas.

Pero cuando la bahía, de la muy noble y leal ciudad, como dicen los escudos coloniales de Campeche, toma aspecto mágico en verdad en el nebuloso día de San Juan, llega la gran fiesta de las aguas. Ese día, los habitantes de la ciudad corren a la playa, se llenan de gente las murallas y los miradores. La muchedumbre se desborda por el muelle. Todos tratan de mirar y deleitarse con la alegre fiesta del mar.

Y, sin embargo, ni la alegría, ni el festejo son los más notables de la celebración, hay algo mayor y mejor, misterioso e inexplicable, enteramente real, aunque parezca imposible, pues, al comenzar el amanecer, canta la sirena.

Y es cierto, en Campeche hay testigos de que existe una sirena, es decir, un ser mitad mujer y mitad pez. Esta creencia popular viene de una leyenda que aún cuentan algunos viejos marinos que la han oído cantar.

Hace un casi siglo, cuando apenas formaba en Aranjuez Carlos III los preparativos para transformar la Villa de Campeche en ciudad, vivía en el barrio de San Román una vieja de aspecto siniestro y que, según el dicho de algunas abuelas de por allí, debía tener un siglo de edad, pues cuando ellas apenas eran unas niñas, según les contaban sus padres, ya conocían a aquella mujer que, con la misma facha que la actual, por entonces se paseaba encorvada desde su casa hasta el fortín de San Fernando, construido cerca del barrio.

Los sanromaneros, aunque no sentían la menor simpatía por aquella mujer doblada hasta el suelo, sin pelo, cejas, ni pestañas, cuyos ojos brillaban con el fuego sombrío, con su boca que parecía un rasguño sangriento y una nariz curvada igual que su barba, le tenían respeto y hasta terror. ¿De dónde vino aquella famosa mujer? Nadie lo sabía, mas no faltaban suposiciones. 

Unos decían que había llegado a la península en calidad de esclava del insoportable conde Peñalva y, aseguraban muy serios que, después del asesinato del conde por la heroica esposa del judío, los regidores que formaban la Santa Hermandad, ordenadora del terrible castigo del amo maligno, habían hecho quemar a la esclava por bruja y hechicera en Campeche, donde se había refugiado, y arrojaron al mar sus cenizas. También añadían, con profunda convicción, que gracias al pacto que la tía Ventura (así la llamaban) tenía con el diablo, sus cenizas se habían convertido de nuevo en carne y hueso. Contaban que, en cierta ocasión, un día de San Juan, la tía Ventura había venido sobre las olas, montada en un mango de escoba y se había establecido en el barrio de San Román.

Otros insinuaban que muy bien podría ser el alma del terrible filibustero Diego el Mulato, condenado desde hacía más de cien años a esperar en los arrabales de Campeche el perdón que su celestial amante, Conchita Montilla, imploraba para él. Un sacerdote de la Compañía de Jesús, que hacía años había pasado por Campeche, rumbo al colegio del Jesús de Mérida, había hablado con la bruja y de lo que le había dicho y de su acento italiano, había deducido que debía ser una seguidora de la secta italiana de los inmortalistas, fundada por el conde Bolsena, que creía haber encontrado el elixir de vida, del que sin duda la tía Ventura había bebido.

El caso es que, por miedo a las diabólicas artimañas o por respeto a su edad, nadie, ni los traviesos niños, ni la inquisición, se metían con la anciana. Una cosa llamaba mucho la atención: la tía Ventura, por la noche, sentada en el umbral de su choza en la playa, se ponía a cantar y, quienes habían logrado percibir las tenues notas de su canto, aseguraban que era aquello como un acompañamiento angelical de los sollozos de la brisa.

¡Ah! Sí, la música lo suaviza todo. Las mujeres, envidiosas tal vez, explicaban el fenómeno, afirmando que la bruja tenía en una jaula un pájaro hechizado, un shkok, el ruiseñor de las selvas yucatecas. Los jóvenes registraron y aún espiaron la cabaña de la tía y sólo encontraron, sobre la tosca pared, un perfil trazado con carbón, esa silueta era la de una mujer y esa mujer era divina, pero ni pájaro ni jaula había allí.

—Se lo habrá comido —decían las abuelas del barrio— y le canta desde adentro.

—Sí —decían los hombres—, tiene la tía Ventura un ruiseñor en la garganta.

Y quedó demostrado que la tía Ventura tenía una voz de ángel.

Era de noche el 23 de junio de 1772. El fortín de San Fernando estaba vigilado por un apuesto y joven oficial de intrépido corazón. Después de examinar el horizonte con su catalejo de marina, sin descubrir nada que fuera alarmante, tiró su capa en el suelo, desató su espada, se tendió al aire libre apoyando su hermosa cabeza en un saco de pólvora y, sin poder conciliar el sueño fácilmente por el excesivo calor, se puso a mirar. De vez en cuando, un suspiro revelaba el estado de su corazón. En el espacio no había una sola nube, apenas brillaban algunas estrellas pálidas. La luna daba al cielo un tono nacarado y las olas jugaban con las peñas que rodeaban el fortín. El joven pensaba en su país natal con melancólica nostalgia y se durmió al arrullo de la canción del mar.

Soñó que un genio marino le ofrecía su vara mágica para penetrar en el seno de las olas, soñó que aceptaba, que entraba en el mar, bajaba de ola en ola, como por una escalinata de esmeraldas, hasta llegar a una roca que parecía de cristal. En la base, extraños árboles hundían sus raíces que, al compás de las olas, se balanceaban sin cesar y entre cuyas hojas, que llegaban a la superficie del agua, algunos habitantes, de aquel invisible mundo, extendían sus redes de gasa, o cruzaban rápido algunos peces y aves de aquella selva submarina.

La roca de cristal era una gruta misteriosa de color azul por dentro. Frente a su entrada había maravillosas flores y un jardín de rosales de coral. Y más allá, bajando por los escalones de esmeralda, que el joven conocía ya, llegó a un salón, que dividían en naves circulares varias columnas formadas por las estalactitas, en medio de la que, bajo una bóveda transparente por donde se filtraba la luz de la luna, había un estanque de agua en que desembocaban las corrientes del Misisipi, del Bravo, del Pánuco y del Grijalva, que rompían por entre los cristales de los muros y caían en silenciosas cascadas en aquella copa inmensa del Golfo. En sus bordes crecían flores pálidas y transparentes, con los tallos y pétalos salpicados del rocío del Océano.

En el centro de aquel estanque se levantaba una flor extraña y solitaria; de ella brotaba un canto desconocido. Parecía que en su centro anidaba un coro de invisibles ángeles de mar. Era el eco de sus cantares, el mismo que llevan las olas a la playa en las noches serenas.

– ¿Quién canta así? —murmuró el joven soñador.

– La flor —contestó el genio—. Mira su sombra en el espejo del agua.

Y el oficial vio que la sombra de la flor estaba encerrada en el perfil de una mujer muy bella. Si los que fueron a registrar la cabaña de la tía Ventura hubieran podido ver aquella sombra, habrían recordado el trazo de carbón estampado en la pared de la choza.

En ese instante, el joven despertó y su asombro fue enorme. La voz de la flor de su sueño resonaba ahora al pie del fortín y de allí, pasando por su corazón, subía al cielo. 

Se levantó y miró hacia abajo. Una sombra negra se movía al pie de una palmera. El joven bajó y la sombra había entrado en una barquilla, parecía esperar, pero estaba sola. Él se acercó y a la luz de la luna, ya en su ocaso, distinguió a la tía Ventura. El oficial retrocedió espantado, más el canto lo fascinó y subió a la lancha que se columpiaba sobre las olas. Entonces, la sombra satánica comenzó a cantar: 

El amor, el alma del mundo,

tocará, con el beso de sus labios,

el rostro marchito de la inmortal.

Y el ángel de la belleza, tornará

a encender en su frente,

la estrella del placer,

sin mañana y sin fin.

Y en esa estrella de inextinguible foco,

los que se aman se consumirán

como la mirra en el perfumadero.

Ven ¡oh!, ven.

En el amor está toda la belleza,

toda la belleza emana del amor.

El joven apartó la vista de su compañera de viaje, porque la lancha avanzaba mar afuera. La luna aún alumbraba un poco. Y ¡oh maravilla!, la sombra de su compañera era la sombra de la flor del estanque de sus ensueños, la sombra de una mujer bella como el primer desvelo de amor. El joven oficial acercó su sombra a la sombra que lo enloquecía para confundirse con ella.

Ambos se buscaban, iban a tocarse. De repente un beso se escuchó en la oscuridad. El joven tenía en sus brazos a una mujer hermosa, la anciana había desaparecido, quedaba en su lugar una joven inocente y bella, como ningún artista la hubiera imaginado. La lancha navegaba y la luna había huido. El viento soplaba con furia y la barquilla avanzaba sin detenerse. De pronto, rugió la tormenta en el cielo, el huracán estremeció la tierra, la bahía entera se convirtió en una oleada, lenta, inmensa, negra.

– Piedad, Dios mío —exclamó la joven del canto—. ¿Que no te bastan cinco siglos de sufrimiento? ¿Qué no puedo ser amada?

– No —respondió un trueno en la altura. 

Y el rayo hundió la barquilla y a los amantes. Ambos cayeron abrazados y sacudidos por el abismo.

Pero ella no podía morir. Reapareció en la superficie. Era una mujer divina, pero bajo su vientre relucían las escamas de oro de su inmensa cola de pescado. Aquella monstruosa forma, cantó una melodía impregnada de sollozos de amor. Sus ojos, llenos de lágrimas, buscaron a su alrededor y luego volvió a sumergirse.

Y cada año, en la mañana de San Juan, se escucha en la entrada de la bahía, un canto celestial que dice: 

El amor es el alma del mundo,

ven si quieres consumirte de placer

como la mirra en el perfumadero.

¡Ven! Toda belleza emana del amor.

—¡La Sirena! —dicen los pescadores haciendo la señal de la cruz y huyen a toda vela.

La gruta Xtacumbilxunaan

Las Grutas de Xtacumbilxunaan se localizan en el estado de Campeche, ubicado en el extremo suroeste de la Península de Yucatán. Las cuevas son parte del área de Bolonchén, un asentamiento de la cultura maya. Su nombre deriva de dos palabras de la lengua maya: bolon que significa nueve, y chen que significa pozo, lo cual, reunido, quiere decir: nueve pozos. Desde hace miles de años, nueve pozos formaban el centro de esta población, mismos que aún se pueden ver en la plaza.

En esta pequeña villa existía una autoridad legal, un hombre llamado Timot, quien era un tirano. Su terrible forma de ser contrastaba con la gentileza de su hija, de nombre Lol-Be o flor del camino.

Un día, un apuesto pero humilde hombre que buscaba ayuda para su madre enferma, tocó a la puerta de Timot. En la ausencia de su padre, Lol-Be recibió al visitante, escuchó su triste historia y sintió compasión por él. Tomó dinero de una pequeña cartera y se lo dio al joven, así como el consejo de ir a ver a la vieja Xcau, una curandera bruja.

El muchacho se fue, prometiéndole a Lol-Be que tan pronto como su madre se curara, la llevaría. Desafortunadamente la mujer murió, pero el joven Dzulin nunca olvidó la amabilidad que Lol-Be demostró hacia él, así que empezó a visitarla.

El padre escuchó lo que su hija había hecho y, a pesar de la gran amistad que se había formado entre ellos, tomó la cruel decisión de separar a los enamorados para que no pudieran verse más, escondiendo a su hija en una cueva.

Dzulin buscó hasta en los rincones más absurdos y lejanos para encontrar a su amada. Él le había dado dos tortolitas y, por medio de un niño, las rescató de la casa de su padre. Luego las liberó porque estaba seguro que los pájaros lo guiarían hacia Lol-Be.

Las aves encontraron a la joven en las cuevas. Su madre, llamada Lol-Ha (Flor de Agua), estaba afuera. Le dijo al joven que había nueve ojos de agua en la cueva y que el último estaba encantado, así que debía protegerse para poder rescatarla. La protección fue una poción preparada por Lol-Ha.

Finalmente, Dzulin pudo sacar a Lol-Be, sin embargo, antes de morir la madre de la joven, le advirtió: 

—Mientras yo viva nadie puede hacerte daño, pero cuando yo muera, deberás alejarte de la maldad del mundo. Deja de ser Lol-Be y cambia a Xtacumbilxunaan, o la mujer dormida, regresa al refugio, se parte de la naturaleza y vive con el amor de Dzulin. 

Ella se lo prometió y cumplió. Dicen que aún habita con su amado en la cueva.

Existe otra historia relacionada a esta gruta y que no es tan diferente, pero habla de otras personas. 

Se cuenta que esta región de Bolonchén era afectada por sequías, por lo que los habitantes a menudo rezaban al dios de la lluvia y el agua: Chuac.

Un jefe guerrero se enamoró de una muchacha, pero la mamá de esta no estaba de acuerdo con la unión, por lo que escondió a la joven en un lugar difícil de encontrar. El hombre rezó a este dios y le ordenó a sus guerreros que la buscaran.

Cuando pasaban por una gruta, la oyeron llorar. El hombre construyó una escalera para rescatarla y, cuando llegó, la encontró junto a nueve estanques rocosos.

Después de su descubrimiento, Bolochén no volvió a tener sequías y la pareja fue feliz por el resto de sus días.

Al final, ambas historias hablan del amor que hay dentro de esta hermosa gruta, así que, como sea, sabemos que la unión de dos personas vivió en este lugar hace muchos años.

Doña Inés de Saldaña

A principios del siglo XVIII, allá por el año de 1709, vivía en la Villa y Puerto de San Francisco de Campeche, un hidalgo rico, llamado don Jorge de Saldaña, descendiente de un noble español que había llegado hacía algunos años a la Nueva España. Don Jorge de Saldaña habitaba en la casa marcada con el número trece, de la hoy calle de Independencia, en compañía de su hija Inés, bella joven de negros y brillantes ojos, y hermosa cabellera.

Pocas veces salía Inés de Saldaña. Por lo regular, sólo se le veía los domingos en la misa que se celebraba en la iglesia de Jesús y, los viernes, en el Santuario del Cristo de San Román, siempre acompañada de su padre y de su niñera, una anciana que la había cuidado desde pequeña, pues su madre había muerto al darla a luz.

Don Jorge le había prohibido a doña Inés que socializara, pues se le había informado que la dama estaba en relaciones amorosas con un joven desconocido, que hacía poco había llegado a la Villa y se hacía llamar Arturo de Sandoval, hijo de un rico esclavista procedente de la capital de la Provincia.

Enterado don Jorge de que su hija, a pesar de la prohibición, continuaba en relaciones con Sandoval y, lo peor, que lo recibía en su habitación a altas horas de la madrugada, se propuso sorprenderlos.

Una noche, cuando el joven, usando una escalera de cuerda, entraba por el balcón, se abrió una de las puertas interiores de la habitación, apareciendo la severa figura del anciano, quien, con el acero desenvainado, avanzó hacia el intruso gritando las siguientes palabras:

—¡Al fin te encuentro, bandido!

—¡Mi padre! ¡Arturo! —exclamó la joven muy sorprendida—. ¡Detente, padre mío! Arroja lejos de ti el arma, que Arturo me ha ofrecido conducirme al altar y en cumplimiento a su palabra ha venido.

—Tú, Inés de Saldaña, tú jamás serás esposa de ese miserable, del incendiario del pueblo de Lerma, del plagiador del Gobernador de la Provincia, don Fernando Meneses Bravo de Saravia, del azote del Golfo y terror de las gentes, del terrible corsario Barbillas, a quién voy a conceder el honor de medir mi acero con el suyo, para lavar con su sangre la mancha que arroja sobre el limpio escudo de los Saldaña.

—¡Barbillas! —exclamó la joven y cayó desmayada.

—Detenga la lengua, don Jorge, y, puesto que dice que necesita mi sangre para lavar su honra, venga a tomarla, venga, venga Saldaña que aquí le espera Barbillas.

Así habló el pirata y, desenfundando su espada, paró la estocada mortal que acaba de tirarle el ofendido padre.

La lucha fue violenta e indecisa la victoria, logrando el pirata, después de la dura batalla, poner fuera de combate a su contrincante.

Don Jorge lanzó una dolorosa queja y, llevándose la mano a la garganta, cayó al suelo para no levantarse más.

El lastimero grito del anciano volvió a Inés de su inconsciencia y, arrojándose sobre el cuerpo de su padre, exclamó: 

—¡Perdón, padre mío! ¡Perdón!

La verdad salió a la luz y la desdichada huérfana se dio cuenta de su situación. Apretó los labios, se extravió su mirada y rompió el silencio de aquella estancia con una descontrolada carcajada. Había perdido la razón.

—Loca… —murmuró el pirata y dos lágrimas mojaron sus mejillas— ¡Loca! —repitió nuevamente. 

Secó su frente sudorosa y, envolviéndose en su capa, saltó a la calle, alejándose rumbo a la playa de Guadalupe para embarcarse en busca de nuevas aventuras.

Al día siguiente fue sepultado el cadáver de don Jorge de Saldaña en el cementerio de la Iglesia de Jesús. Doña Inés fue conducida a la ciudad de Mérida, falleciendo a los tres meses de su llegada sin haber recobrado la razón.

El yerbero

En la Villa de San Francisco de Campeche, hubo un tiempo en que su seguro y tranquilo puerto era un sitio muy visitado por buques transatlánticos que, a veces, llegaban después de violentas luchas contra huracanes y temporales. 

La razón por la que anclaban en este lugar, era porque iban en busca del codiciado Palo de Tinte, que fue una importante fuente de riqueza hasta principios del presente siglo.

En esta Villa, durante la época posterior al descubrimiento y la conquista, así como en los años coloniales y los primeros de la Independencia Mexicana, se rindió culto a esta superstición. Surgieron entonces los que predecían el futuro, conocidos como agoreros y los curanderos que, con diversas yerbas, preparaban brebajes repugnantes como la zupia, a la que se le atribuían influencias curativas. 

A fines del Siglo XVIII naufragó en el arrecife de los Alacranes, tumba de múltiples embarcaciones, un navío proveniente de Bélgica, llamado La Invencible, cuyo nombre no correspondió a su trágico fin, ya que las embravecidas olas lo sumergieron fácilmente.

Lo que pudo salvarse del naufragio fue conducido a Campeche, junto con los pocos sobrevivientes. Entre estos, iba uno al que apodaban “El Güero”, quien no quiso regresar a su país como lo habían hecho sus compañeros náufragos, pues prefirió la tranquilidad habitual del pueblo, así que se quedó a vivir en este lugar, que se ajustaba a sus propósitos. 

Por su aspecto bonachón y su carácter solitario, todos lo juzgaban de tonto cuando, en realidad, estaba muy lejos de serlo y menos en el amor. 

Al poco tiempo circuló la noticia de que se había enamorado de una guapa muchacha llamada Mercedes Coyoc, que vivía por la Eminencia, lugar histórico y cerca de donde residía El Güero.

Transcurrió el tiempo, sucedieron cosas, muchas de ellas espeluznantes, pero, un día del año de 1798, se anunció el matrimonio de El Güero con Mercedes. Él había abandonado el saco y los zapatos finos y vestía como un hijo del pueblo, entregado a labores agrícolas en el rancho Kaniste.

Mercedes era una mujer de campo educada y fiel creyente de las ideas supersticiosas de la abuela y de la madre. Ellas les atribuían todos los males a causas distintas y hallaban la cura para las enfermedades en las yerbas tropicales. Con fe se sometían a la sabiduría de los curanderos y sus arraigados conocimientos. El Güero fue atacado súbitamente por un ser, conocido como “mal viento”, por lo que Mercedes fue en busca de Ramón Ek, el famoso yerbero, conocido por todos como Ramoncito. Era un hombre tan popular y solicitado, que rara vez se le encontraba en su casa, pues siempre andaba, de la Ceca a la Meca, ejerciendo su oficio. Cuando la mujer lo encontró, de inmediato fue llevado con el enfermo. El Güero vomitó de color negro, varias veces, además tenía la fiebre tan alta que deliraba.

Con toda tranquilidad, Ramoncito le hizo un minucioso examen, luego extrajo de una bolsa hojas y flores amarillas de ruda que, de inmediato, soltaron su fuerte y desagradable olor. El yerbero lo santiguó con ellas repetidas veces, murmurando entre dientes incomprensibles oraciones. Por desgracia, ya era tarde para El Güero, pues, cuando con una espina de tuna le agujereaba la cabeza, ahogado por la fuerza del vómito, murió. 

—No logré sacarle el mal viento y se lo llevó —dijo Ramoncito decepcionado. 

Mercedes y todos sus familiares le dieron al Güero sepultura con los ritos acostumbrados de esta cultura. En el velorio, Ramoncito le contaba a la inconsolable Mercedes, con lujo de detalles, cómo una tía suya había sido atacada en una cueva por el mal viento, y la forma en que, en distintas ocasiones, fue curada por yerbateros para sacárselo. Sabían que las diversas enfermedades, todas del mismo origen, no podían ser curadas por médicos, por no conocer el mal y ser incrédulos. 

Después de un tiempo, Mercedes murió de tristeza, pero el mal viento continuó llevándose vidas inocentes sin que ningún curandero pudiera eliminarlo para siempre. 

Por eso, es importante siempre tener hojas de ruda en casa, pues, este ser diabólico acecha hasta nuestros días.

El callejón del pirata

Román era el muchacho más valiente entre la gente del pirata Lorencillo. Un día fue llamado por el cruel jefe, después de una de aquellas invasiones que dejaron aterrorizado al vecindario del puerto y, a punto de ser ahorcado por él, se salvó gracias a la extrema juventud, casi niñez, y a la suerte de ser conocido del contramaestre, quién salió a defender su audacia y picardía.

Román tenía, en la ciudad de San Francisco de Campeche, un nombre ilustre del que había renegado para tomar el camino del crimen. Cumplió sus sueños aquella noche de combate y de horror en la que, cuchillo en mano, ayudó a los piratas en la terrible matanza, y se perdió con ellos, a la hora de la retirada, ocultándose en la alcantarilla, mientras se levaban anclas y se desplegaban las velas. Luego apareció sobre cubierta, cuando la hora y el andar de la nave principal le hicieron suponer que ya estaba en altamar. Pronto ganó el muchacho el ascenso deseado y, en otras batallas probó su hombría, recibiendo del propio Lorencillo una espada y una pistola como insignias de valor y de mando.

Nada le faltaba a Román para sentirse satisfecho. Las huertas de naranjos en flor que había dejado en Campeche, estaban olvidadas. Los volados que jugaba con sus amigos, no valían nada en comparación con los demoníacos placeres que le daban los incendios, los saqueos y las matanzas. 

La imagen de aquella virgen morena se había esfumado de su memoria entre los vapores del alcohol y las noches desenfrenadas en la Florida. Los padres de aquel hombre, ahora pirata, se habían borrado también de sus recuerdos, a pesar de ser personas honorables y reconocidas, provenientes de capitanes y virreyes. 

El joven tenía, sin embargo, nostalgias inexplicables, sentía que algo le faltaba. Una tarde, descubrió el motivo de sus tristezas cuando sorprendió a un marinero contemplando un pequeño cuadro donde se veía la imagen de El Santo Cristo de San Román. Hasta entonces se dio cuenta de que, al ponerse nombre de pirata, había adoptado el de la milagrosa imagen. Desde entonces tuvo la obsesión de visitar el santuario de su barrio nativo, en el que se veneraba al Cristo Negro, aquél que protegía a los marinos deteniendo oportunamente las furias del Norte y abriendo los brazos amorosos de Campeche a los barcos desmantelados o con vías de agua.

Román no tenía un espíritu noble, ni era un buen cristiano, pues sentía un rencor profundo y una atracción por el Cristo omnipotente. Él era un pirata abominable que veía en aquel crucificado el único poder capaz de oponerse a sus mentiras y maldades. 

Tres veces había invadido Campeche con la gente de Lorencillo, pero los desembarcos que se habían hecho en Guadalupe y en San Francisco, barrio protegido por el Cristo Negro, no sufrieron daños importantes. 

Román se declaró protegido por el Cristo, pero no poder vencerlo ni realizar su voluntad, era una tortura para su arrogancia. 

La oportunidad se presentó en el mes de septiembre, en los días en que el jefe le daba descanso a su gente para marchar él mismo a las parrandas floridanas. Román dejó el bote que en los desembarcos tenía a su mando y una noche muy oscura, la del 13 de septiembre, solo y sin más armas que un cuchillo de mar, se acercó a la playa de San Román y puso pie en tierra con actitud de conquistador.

Las circunstancias eran buenas y los pobladores dormían confiados, pues esperaban las fiestas del día siguiente, que se iniciarían con la primera misa cantada, la misa de los marinos que, al toque del alba, se daría en el Altar Mayor. 

Una guardia de diez hombres había quedado en el templo que permanecería abierto toda la noche y, en los callejones que comunicaban la calle real con la playa, dormían, uno en cada camino. Ellos eran los encargados de dar la voz de alarma en caso de invasiones. Esto le permitió a Román pasar sigilosamente por el estrecho callejón que sale a la calle real, frente a la iglesia.

Decidido, atravesó el atrio enrejado y entró al templo por la puerta del costado, dirigiéndose al altar, decorado de plata, en que ardían sólo dos gruesos cirios ante la milagrosa imagen del Cristo Negro. La situación encendió su furia y apretó en sus manos el cuchillo. De un ágil salto llegó hasta la cruz y sus manos se encontraron con el gran clavo de esmeraldas y perlas que sujetaban los sagrados pies. Al sostenerse de las rodillas del Cristo con la mano izquierda, para tomar con la derecha el cuchillo que llevaba entre los dientes y hundirlo en el costado de la imagen para dejar un recuerdo de su audacia y de su victoria, notó que aquellas rodillas temblaban y le hacían perder el equilibrio. Un terror, hasta entonces nunca sentido, le hizo dejar caer el cuchillo que, al chocar contra una de las orillas del altar, despertó a los guardias, quienes se apresuraron para descubrir la causa de aquel ruido. 

Román tuvo tiempo de escapar antes de que los hombres, recobrados de su sorpresa, trataran de detenerlo. Cruzó rápidamente el atrio y la calle, se metió por el callejón que conduce al mar y, cuando los guardias, avisados por los de la iglesia, registraron la playa, sólo oyeron el ruido de un ancla que se embarcaba, de una vela que se desplegaba a favor del fresco viento, y de una barca alejándose a toda prisa.

Por acuerdo de los organizadores, no se habló del suceso y las fiestas tuvieron el éxito esperado.

Muchos años después volvía, a estas tierras, un hombre vigoroso y de actitud seria, quien aseguraba a sus antiguas amistades que había logrado reunir muchos doblones y los llevaba en el bolsillo. Dijo estar arrepentido de sus culpas y deseaba invertir en mejorar la iglesia de San Román. Aquel hombre tenía algunos caprichos extraños, por lo que no causó ninguna sorpresa que, el día de la inauguración de las mejoras, se hiciera una procesión del Santo Cristo Negro, la cual se detuvo frente al callejón estrecho, mismo que conduce de la playa a la calle real y que, del callejón, saliera de rodillas el famoso donante y ofrendara al Señor de San Román un cuchillo de oro con puño de rubíes y una inscripción que decía: “NADIE PUEDE VENCERTE”.

Marina

En la costa sud-occidental del Estado de Campeche, a corta distancia de la capital, existe un pueblecillo lleno de aromas, de pájaros y de flores. Es ahí donde surge esta leyenda.

En Campeche, los días calurosos son ardientes y luminosos en extremo. No bien aparece el sol tras las cercanas colinas, cuando ya es grata la sombra del roble marino. Entre aquella armonía, sumida en ese ambiente, se admiran algunas casitas semejantes a grandes nidos de gaviotas. Al abrigo del muelle, crecen las rosas, los grandes lirios morados y los jazmines, todo con una fuerza de vida que embriaga. Allí la vida es dichosa. Todo ese color, toda esa luz, todo ese aroma, parecen estar reunidos en una muchacha de diez y seis años.

Su nombre era Marina, hija de aquella playa. Había visto a su padre enriquecerse con su trabajo. ¡Cuántas veces las lanchas del viejo pescador la habían columpiado y luego, llevando ella el timón, navegado por la bahía!

Era esbelta como la palma de coco, su cabello se confundía con las cuentas de azabache de su gargantilla, en sus ojos parecía reflejarse la ola de los mares primaverales y su boca parecía una de esas conchas perleras, cuyos bordes húmedos y rojos, entreabre el buzo para vislumbrar su tesoro. Su tez, dorada por el sol, era más suave que la seda de su pañoleta.

¿Por qué era melancólica aquella hija de la costa? Así son todas, así es el mar. Marina era la más melancólica y la más soñadora muchacha de aquellas playas, pero era triste.

Largo rato contempló el horizonte del mar. De pronto vio que se aproximaba una mancha blanca desde el puerto. Era una barquilla, venía rápido, empujada por el viento de la mañana. Saltó a tierra un joven. Era el rubio que había visto Marina en las fiestas de San Román —donde se venera al Cristo negro que cuida de los marineros—, el muchacho iba a casarse con ella; él lo decía. Entró en la casa de su amada y se sentaron en el borde de un sendero. Los jazmines, las rosas y los lirios, todos cómplices, supieron lo demás. Una hora después, el rumor apasionado de un beso se confundía con el rumor de las olas. Marina volvió sola a su casa.

Pasó el tiempo y Marina esperaba, pero nadie venía, sólo sus lágrimas. 

—La triste, está enamorada —decían sus vecinas. 

Algunas lo sabían todo y otras más lo adivinaban. Las mujeres no se equivocan nunca cuando de esta enfermedad se trata. Por eso Ramón, el timonero de “La Rafaela”, buen marino y mejor muchacho, decidió no pedir la mano de la jovencita, aunque la amaba mucho.

Marina cantaba estos versos compuestos por un poeta de aquellos rumbos de la costa: 

Soy Marina, la flor de la playa.

Son mis labios de miel y coral.

Pescadores, tengan las blancas guirnaldas de flores,

donde pase el cortejo nupcial.

Soy la concha de nácar.

La brisa me columpia con manso vaivén.

Marinero, marinero del alma, te espero.

No me dejes llorar,

¡Oh! ¡ven, ven! Ven, ven.

Marina repetía balbuceando y se alejaba cantando.

Pasaron los días y los meses. Ella había palidecido. Su padre miraba, a escondidas, los ojos extraviados de su hija y meneaba la cabeza. 

Marina estaba en el muelle como de costumbre. Dio un grito de repente y se levantó: una vela blanca venía del puerto. La barca se detuvo en el muelle. Las flores, las cómplices encantadoras de todo amor, saben lo demás. Las olas vieron la despedida, oyeron el beso en el pie desnudo de la joven y un adiós desesperado. Marina lo vio con ojos enloquecidos, pero sin llorar. La barca se perdió en el horizonte y ella se acostó en la arena, como si se hubiera muerto. La ola jugaba con su falda y avanzaba hasta la punta de sus trenzas.

Así la encontró su padre. Pocas horas después, la fiebre quemaba a la pobre Marina que deliraba. El viejo lo supo todo. Habló con el padre del seductor. 

—Todo está remediado —le contestó—. He enviado a mi hijo a Barcelona para que no siga inquietando a tu hija. No volverá en muchos años.

Eso no era un remedio, bien lo sabía el padre de Marina, porque, casos así, eran frecuentes en la costa. Esa muchacha y aquella y la hija de… Pero ninguna era como Marina, ella era otra cosa, sentía de un modo extraño, cantaba, lloraba, soñaba. Sí, Marina era otra cosa.

El pobre hizo sus confidencias a Ramón, al timonero, al enamorado de Marina. Lloraron juntos, de ira el uno, de desesperación el otro, de dolor los dos…

Marina se salvó, ya estaba sana el día que Ramón, después de secarse las lágrimas, entró al cuarto de la muchacha que, en el antiguo sillón de cuero de su padre, estaba sentada junto a la ventana, por primera vez abierta. Y le dijo: 

—Marina, lo sé todo. 

Ella lo miró, no con sorpresa, sino con infinita dulzura. 

—Oye —continuó el joven—, pocos en el pueblo conocen tu desgracia, escapemos, tu padre así lo ha decidido. Yo soy honrado y mi nombre lo es. ¿Quieres irte conmigo? Serás mi esposa, pero… 

Hizo una pausa y se acercó al oído de la joven para murmurar, en secreto, no se sabe qué frases. Ambos lloraron, ella de gratitud y el pobre Ramón de dolor.

Poco tiempo después se había completado la felicidad. El día de la boda, Ramón suplicó de rodillas a su novia que colocara en su cabeza el velo. Marina se arrodilló largo tiempo delante de la imagen de la virgen que había heredado de su madre, y después, pálida pero serena, aceptó.

Concluida la ceremonia, hubo comida, baile y gran algarabía en la casa de Marina. Caía la tarde y la novia bajó del muellecito a la playa. El mar parecía un zafiro inmenso. Campeche, por su ubicación en la costa, ve ponerse el sol en el mar, ve la hora en que el sol va recostarse en el horizonte, eso vio la joven esa tarde.

Marina, distraída, se acercó́ a la playa, mientras adentro, en la fiesta, cantaban las muchachas una canción de un poeta de aquellas costas: 

Baje a la playa, mi dulce niña.

Perlas hermosas le buscaré.

Mientras el agua durmiente ciña,

con sus cristales su blanco pie.

Marina descalzó sus pies de las zapatillas de raso blanco, como lo hacía frecuentemente, los desnudó de la media y empezó a jugar con la ola que salpicaba su falda de limón un tanto recogida. Estaba bellísima. Parecía cobijada en uno de los últimos destellos del día. Su mirada erró un momento por el horizonte, luego se fijó poderosa por el rumbo del puerto.

Y vio la niña, a lo lejos, muy lejos, una garza blanca, que se transformó luego en una barquilla que se dirigía a ella a toda vela. Saltó a tierra un joven, el gentil, el rubio que, por primera vez, vio Marina en las fiestas del Cristo negro de San Román, y Marina le tendió los brazos cantando.

Marinero, marinero del alma te espero.

No me dejes llorando, ven, ven…

Y las muchachas terminaban, en derredor de Ramón, la canción del poeta costeño dentro de la fiesta: 

La dulce niña bajó temblando.

Bañó en el agua su blanco pie…

Entonces Marina sintió, sobre sus pies desnudos, un ardiente y húmedo beso. Y la barca se iba, se alejaba, huía. Y el viento y las olas balbuceaban un adiós lúgubre, como el último adiós. 

Marina siguió a la barca en el mar, se acercó, se acercó a su amante… llegó a él, sintió derredor de su cintura unos brazos muy suaves, aspiró un aliento caliente y de salado aroma, entreabrió los labios y sintió en la boca el beso amargo de la ola, que, cubriéndola con un movimiento apasionado, tendió sobre ella su inmenso manto de cristal y fué a besar la playa murmurando el eco del canto de Marina. 

Corrió Ramón a la orilla, corrieron las muchachas y sólo hallaron el velo de la novia, flotando sobre las olas.

Todos los años hace el mar, en el mismo sitio, un ligero remolino y parece que flota sobre él, un instante, el velo de Marina con su encaje de espuma. Ven, ven, repite la ola. Esto dicen, por lo menos, las costeñas enamoradas que, en este día cuidan de no acercarse mucho a la playa, sobre todo en el momento que transcurre entre la puesta del sol y la aparición de la Estrella de los Mares.

Juana la mulata

Corría el mes de febrero del año de 1663. La ciudad estaba tranquila y sus habitantes entregados a sus trabajos habituales, aunque alertas por los sustos y malos ratos que habían sufrido a causa de las visitas de los navíos piratas, que tan amargas huellas dejaron de sus fechorías. 

Una noche fría del crudo invierno de ese año, se dejó oír un escándalo por el rumbo del barrio de San Román. Era la huida despavorida de la gente que corría presurosa a esconderse en el centro de la población para ocultarse en templos, edificios y casas que, se suponía, eran resistentes a la furia de los asaltantes que, como fieras, habían saltado de dos barcos que dejaron anclados a la orilla del mar de Lerma en espera de que sus tripulantes retornaran con un rico botín, exigido a las personas ricas que tenían que entregar su dinero y prendas, ya fuera por miedo o porque no les había dado tiempo para ocultarlas en sitios seguros, como en otras ocasiones lo hicieran.

El jefe de los bandidos era el famoso Andrés Benavides, cuyo nombre sembró el terror no sólo en el Golfo de México, sino en otros muchos lugares. Era alto, fornido, de facciones duras, blasfemador, pero eso sí, no acostumbraba emborracharse como lo hacía la mayoría de los piratas, y, en los momentos del combate, en el asalto de embarcaciones, se transformaba en un hombre demoníaco, cargado de hachas, puñales y pistolas. Era cruel y vengativo con los vencidos. 

Al desembarcar Benavides con sus compañeros de aventuras en playas campechanas, lo hicieron sigilosamente, valiéndose del silencio y de las sombras de la noche para caer por sorpresa sobre la gente indefensa que, enloquecida por el miedo, abandonaba sus casas para huir en busca de refugio, lo que aprovechaban los asaltantes para entrar en las habitaciones, romper roperos, cómodas y otros muebles donde se guardaban cosas de valor y cargar con ellas para distribuirlas a bordo más tarde. Benavides se quedaba siempre con la parte del tesoro que consideraba más valiosa.

Los temibles y borrachos visitantes cometían toda clase de abusos, llegando a cometer crímenes innombrables sin respetar a nadie.

Un día, inesperadamente, fueron atacados por sorpresa por los habitantes del pueblo que se habían armado, apoyados por la llegada de otras personas del Camino Real, que fueron en auxilio de la ciudad invadida. Sin tiempo para defenderse, huyeron, dejando muertos, llevándose a heridos y abandonado parte del botín que habían reunido. 

Durante los cuatro días que permanecieron en Campeche, entregados a actos salvajes, el jefe Benavides se había enamorado perdidamente de Juana Diéguez, mulata de labios gruesos, pelo rizado y cuerpo hermoso. 

Ella había venido de la Habana y era conocida como Juana la Mulata. Vivía en una de las últimas casas de San Román. La joven, cortejada por el pirata, fingió interés en él, pero fue más por temor que por cariño y pasión. 

A la hora de la fuga, Andrés fue a buscarla y se la llevó al barco de nombre “Intrépido” y, junto al navío “Velero”, se hicieron a la mar con rumbo desconocido.

Pasada la dolorosa impresión que causara en la ciudad la visita de los bandidos del mar y recuperada la calma, la gente retornó a sus hogares, entregándose a sus labores habituales. 

Transcurrido algún tiempo, volvió a difundirse la alarma cuando se supo que Juana la Mulata se encontraba de nuevo en Campeche. Se ignoraba la causa de su regreso y no se sabía si había llegado con el pirata Andrés Benavides. 

Algunos se ponían nerviosos, pues al hacer sus compras en la tienda pagaban con monedas de oro, muy relucientes y cuya procedencia imaginaban ilegal.

Cierto es que tenía buena conducta y no armaba riñas con nadie. Vivía aislada, sin comunicarse con persona alguna. Siempre permanecía en su casa y se veía su cuarto cerrado. Aunque muchas personas decían que salía a escondidas. 

Se les avisó a las autoridades de la situación,  por lo que dictaron las medidas para saber el motivo de los viajes de Juana la Mulata y el lugar al que se dirigía. Pronto se supo que, tales escapatorias, obedecían a que iba a encontrarse con su amante Andrés, más allá de Lerma, entre las rocas de la playa, donde arribaban las naves de Benavides, quien permanecía allí algunos días, alimentándose del producto de la pesca y de huevos de gaviotas.

Bien conocido es que las visitas de los piratas a los mares mexicanos era porque deseaban sorprender a los navíos españoles que, ricamente cargados de oro y objetos de alto valor, enviaban los virreyes de la Nueva España a sus monarcas, para tener la protección de ellos y seguir explotando a los hijos de la gran Tenochtitlán. 

Benavides había abordado varias embarcaciones, apoderándose de los tesoros que conducían por los mares, no sin antes sostener terribles luchas con los tripulantes de los barcos asaltados y de cometer horribles crímenes pues, generalmente, eran todos muertos a puñaladas o a golpes de hacha. 

Su última y atrevida hazaña la había llevado a cabo en la hermosa nave “La Trinidad” que, cargada de abundantes presentes para los reyes, salió de la Villa Rica de Veracruz, que debía llegar al puerto de Campeche para recoger al alcalde de ahí, don Crescencio Araos Delgadillo, que disfrutaba de grandes influencias en la Corte. 

Enterado Benavides de la proximidad de dicho buque, hizo todos los preparativos necesarios para el abordaje, el que realizó con toda osadía y valor. Se apoderó de la fortuna que conducía, asesinó a todos los que la tripulaban y la abandonó a merced de las olas. Se dice que se  estrelló en algún arrecife y sólo se salvó el Alcalde Araos Delgadillo.

Los piratas tenían la costumbre de enterrar sus tesoros en lugares solitarios, que sólo ellos conocían, para poderlos tomar cuando quisieran. Era evidente que, Andrés Benavides, venía a las playas de Lerma con la idea de ocultar sus riquezas y que Juana la Mulata  sí sabía la ubicación de tales escondites. Por desgracia, no se sabe cuántas riquezas se perdieron o permanecen ocultas en los sitios en que las enterraron los corsarios. También se perdieron otras muchas que los vecinos de la ciudad ocultaban para ponerlas a salvo de las invasiones piratas. 

La Mulata, cuando le avisaban de la llegada de su amante e iba a reunirse con él, les llevaba ron, pan, puerco y peje salado a los piratas. También les daba de picos y palas para cavar los hoyos al pie de la colina o en el fondo de alguna cueva. 

Dada la ansiedad que por aquella época dominaba a la población por las amenazas de nuevas invasiones pirata, todos estaban alerta y desconfiados, por lo que se empezaron a oír rumores respecto a la vida de Juana la Mulata que, sin miedo a su sanguinario amante, tenía una relación con un marino sanromanero. 

Al enterarse de esto las autoridades, reanudaron la vigilancia y, siguiendo la pista, lograron informarse de las escapatorias de la Mulata por el rumbo de Lerma. La sorprendieron cuando borraba las huellas de la tierra removida, lo que hacía suponer que, durante la ausencia de Benavides, le robaba, extrayendo parte del tesoro enterrado que gastaba en sus fiestas de infidelidad. Si sus observadores hubieran sido más inteligentes, de seguro habrían descubierto el escondite, pero no volvieron a ocuparse del asunto, por lo que dejaron que las cosas se resolvieran por sí solas.

Una noche, las campanas de los templos tocaron a guardia y la gente acudió a prisa al llamado. Reunidos en el lugar, que hoy ocupa la Plaza de la Independencia, fueron informados de que un navío sospechoso navegaba cerca de Campeche y que era indispensable que los buques mercantes, anclados en la bahía, fueran armados y salieran a darle caza.

Con la urgencia que el caso requería, se cumplió lo solicitado y, dotados de tripulantes, soldados, armas y municiones, los barcos «Libertad» y «El Constante”, se hicieron a la mar. Después de cincuenta horas de navegación, localizaron la embarcación que abordaron después de una terrible resistencia. Fue una lucha desesperada en la que salieron vencedores los campechanos, ya que les causaron muchas muertes a los piratas, además hicieron prisioneros a varios. 

El barco fue tomado y conducido, ya desmantelado, frente al astillero de San Román. Los prisioneros fueron llevados a la cárcel y se recogió el rico botín que, con tanto valor, habían defendido los bandidos del mar. 

De los presos, se supo que el jefe de ellos era Benavides, quien, al verse perdido, se dio una puñalada en el corazón, por lo que murió instantáneamente. Su cadáver fue arrojado al agua y así terminó uno de los piratas más feroces que castigaron las costas del Golfo de México, en especial a Veracruz, Campeche y la Isla de Tris. 

Cuando Juana la Mulata se enteró del triste fin de su peligroso amante, sin temores ya de ninguna clase, se fue con su marino. 

Sin embargo, como era coqueta, le fue infiel también con otro pretendiente de las mismas malas costumbres que Andrés y, una noche, cuando se celebraba la fiesta en el barrio de San Román, el marino sorprendió a la mulata con su nuevo galán y los asesinó a puñaladas, precisamente en el callejón llamado “Del Pirata”, como una ironía del destino.

Nunca se supo, y hasta ahora se ignora, si los tesoros que ocultó el pirata Benavides al pie de la colina del pueblo de Lerma, fueron hallados o si aún permanecen en el sitio en que fueron enterrados. Quién sabe cuántos pasan cerca de tanta riqueza mientras se admira la belleza de las puestas de sol.

Pero se cuenta, que, desde entonces, aún se ve la sombra de Benavides por las costas. No se sabe si está cuidando su tesoro o esperando a que su amada Juana la Mulata llegue para irse con él al infierno. 

El perro que habló y arrulló a un bebé

Cuenta la leyenda que, hace ya muchos años, en el lugar donde actualmente se encuentra La Aguada del poblado de Hampolol, vivía una mujer con su bebé y su perro, quien era el guardián de la casa. La familia era pequeña y la mujer debía encargarse de todo el quehacer del hogar.

Para surtirse de agua, caminaba un largo trecho hasta llegar a un pozo. Un día, al regresar con el cántaro sobre su cadera, un pájaro le dijo: 

—¡Apresúrate, porque tu hijo llora! 

Ante esto, la mujer aceleró sus pasos imaginando lo peor. Al llegar a la choza, encontró a su pequeño llorando dentro de la hamaca donde lo había dejado al salir.

Sin razón, la mujer regañó al perro diciéndole que era un holgazán, que no servía para nada y que ya debería de aprender a cuidar al niño. Después de esto, tomó una vara con la que castigó fuertemente al pobre animal, quien apenas pudo ir a esconderse al patio.

Al día siguiente, fue la mujer, como de costumbre, a buscar agua, pero recomendó mucho al perro que atendiera al niño o de lo contrario lo volvería a castigar con dureza si no cumplía con lo encargado. Para desgracia del animal, apenas salió la mujer, el niño comenzó a llorar escandalosamente. El perro se puso a ladrar en la forma más suave que pudo, pensando que así podría distraer al pequeño, pero aquello no era canto sino aullidos y, por más que el pobre animal ponía todo de su parte, el niño lloraba con más fuerza. El perro, pensando en el castigo que le esperaba, llamó en su auxilio a los dioses protectores de los animales.

A su llegada, les contó sus desventuras y, al darle consejo, le dieron facultades humanas para salir del apuro, no sin antes indignarse por la idea de la mujer de dejarle al perro obligaciones ajenas a su naturaleza.

La madre regresaba y el pájaro le dijo que su pequeño estaba bien cuidado, razón por la cual fue la mujer quien ahora holgazaneaba, pues podía encomendarle más y más cosas al perro.

El animal se cansó, pues sabía que la naturaleza no lo había creado para aquellos oficios, ya que los animales tienen otras cosas que hacer en el mundo y una de ellas no es la de cantar a los niños, ni hacer los trabajos de las madres desobligadas.

Otra vez pidió auxilio a los dioses, explicando sus quejas. Estos comprendieron la situación que sufría el animal y le dieron el truco que pondría en juego para acabar de una vez con todo aquello.

Un día, la mujer tomó su cántaro y se fue por agua al pozo,  pero tardó mucho en volver. Al regresar, el niño lloraba desesperadamente. La madre, furiosa, puso su cántaro en el suelo y se dirigió al animal para castigarlo. Ella se sentía burlada por el animal, quien la había llamado “charco de agua sucia”. La mujer trató de apalear al animal, pero el perro salió huyendo, rompiendo el cántaro al pasar junto a él. 

El agua corría como un río y comenzó a inundar la casa, pero el animal logró escapar. En cambio, la madre y su pequeño murieron ahogados.

Dice la leyenda que este fue el motivo por el que se formó La Aguada de Hampolol y, si el perro llamó a la mujer “charco de agua sucia”, fue porque se refería a lo sucio del líquido de esta aguada. 

Se cuenta que, a partir de este suceso, todas las madres indígenas de la región temen a este “charco”, sobre todo porque, en ciertas épocas del año, aún puede escucharse el canto del perro arrullando al niño.

El Masan Raya

Cuenta la leyenda que, hace muchos años, un pescador de cierta isla no tenía dinero para víveres y decidió irse al mar un jueves Santo. Su esposa le suplicó que no fuera porque ese día era malo pescar. Él no hizo caso a la súplica y se fue. 

Al salir de su hogar, dijo que si el diablo se le aparecía, al diablo clavaría con su arpón. Al llegar a la playa, preparó sus velas y, aprovechando el buen viento, zarpó con su pequeña barca.

Al llegar a determinado lugar, tiró su anzuelo y, como había buena luna, comenzó a observar el horizonte para saber si había algún animal por los alrededores.

Después de mucho rato, viendo que no picaba ningún pez, cambió de lugar con su arpón, listo para clavar a cualquier pez que se le atravesara. Así cambió varias veces de asiento. Como a las doce de la noche, distinguió a lo lejos que venía, directo a su lancha y dando tremendos saltos, un animal que no llegó a reconocer. Se preparó para luchar con su presa cuando estuviera a su alcance. Se le acercó y, en el momento preciso, le aventó el arponazo. El animal, al sentir el fierro que se le clavaba en el lomo, dio un salto y comenzó a arrastrar la lancha con todo y pescador.

El valiente hombre, pensando que el Mazan Raya, de unos seis metros de largo, se cansaría por el esfuerzo realizado y por la herida, amarró a la proa la cuerda donde estaba atado el arpón. El animal, en vez de parar, tomó más velocidad.

El pescador se llenó de pánico al ver que lo arrastraban sin misericordia, cada vez más lejos de la costa. 

Cuenta la leyenda que, el Mazan Raya, se dirigía hacia la cueva del risco donde se encontraba “La bruja del Morro” y otros entes del infierno.

El pescador, al ver que el animal no se detenía, decidió cortar la soga, pero ¡grande fue su sorpresa cuando descubrió que se había convertido en una gruesa cadena! Lo peor es que no podía cortarla, así que seguía siendo arrastrado. Después de comprobar que la bestia que lo estaba jalando era un ser del infierno, se arrodilló en su lancha y comenzó a implorar la ayuda divina. 

Eran las cuatro de la mañana y a un kilómetro del faro del risco, el Mazan Raya partió hacia la orilla, frente al entronque del camino hacia las torres de microondas de Boxol. En esos instantes, quizás por la imploración del pescador, un gallo cantó y, como por un milagro, el Mazan Raya se convirtió en piedra.

El pescador recogió sus cosas, quebró el palo del arpón que estaba prendido en el lomo de la bestia maligna y partió a su hogar jurando que jamás saldría otra vez de pesca en jueves Santo.

La tía Aurelia

A mediados del siglo XVIII, vivía una anciana de ochenta años, conocida en el vecindario con el nombre de la Tía Aurelia, en una casa de palmas. Actualmente este predio es el número 45 de la calle Leandro Domínguez, del barrio de Guadalupe. 

La mujer tenía un nieto llamado Pedro, de unos treinta años. Era un joven atlético, dedicado a las labores marítimas, ocupación que le permitía vivir bien con su abuela que le había servido de madre, pues la autora de sus días había dejado de existir cuando Pedro acababa de cumplir quince meses de nacido.

Además del maternal cariño de la tía Aurelia, Pedro contaba con el amor de Aurora, su prometida, una hermosa morena de dieciocho años. La enamorada pareja sólo esperaba la próxima cosecha de la zafra de sal para casarse, pues Pedro debía cuidar la explotación de dos docenas de charcos de cuajar sal que la tía Aurelia tenía en el Real de Salinas. 

Una madrugada, la del 2 de noviembre del año de 1750, los buenos cristianos que asistieron a la iglesia de Guadalupe a la misa de difuntos, se encontraron, al pie de la cruz de los portales de la sacristía, con un cadáver que tenía atravesado el pecho con un puñal. Era el de Pedro, el nieto de la tía Aurelia. ¿Quién lo había privado de la vida? ¿Cuál había sido el móvil del crimen? Se ignoraba. 

Pedro no era un buscapleitos. Había sido educado con buenos y sanos consejos, demostrando, desde pequeño, amor al trabajo; además de que siempre procuró con esmero que su ancianita abuela no careciera de nada. 

El sacristán que, por costumbre, se levantaba mucho antes del Ave María y dormía en una habitación junto a la entrada de la iglesia, no había oído discusión alguna, ni siquiera el grito de la víctima al sentirse herida. Sin embargo, los primeros en encontrar el cadáver aseguraron que éste aún se conservaba caliente y que, a juzgar por esto, el crimen hacía muy poco que se había cometido. 

No hay palabras para describir el dolor tan grande que experimentó la infeliz señora al ver a su querido nieto muerto. Se arrojó sobre el cuerpo, estrechándolo entre sus temblorosos brazos, al par que le dirigía las frases más conmovedoras, resultado del cariño que le tenía.

Costó trabajo separar a la abuela del cadáver del infortunado joven que la dejaba en el mayor desamparo. Con la voz ahogada por los sollozos y con palabras entrecortadas, juraba la desconsolada señora que, mientras viviera, iría todas las noches al pie de la cruz a rezar por el eterno descanso de Pedro y a pedir a Dios el castigo del culpable. 

La justicia abrió la averiguación correspondiente, pero a pesar de sus buenos deseos, no dio con el asesino, quedando el crimen envuelto en el misterio más profundo. 

La pobre anciana, a pesar de sus años y de sus achaques, cumplía, con religiosa fidelidad, el juramento hecho a su nieto.

Una ocasión, viendo que la tía Aurelia tardaba más de los acostumbrado,  los vecinos fueron a buscarla, encontrándola muerta, arrodillada al pie de la Cruz. 

Cuando el cura de la iglesia de Guadalupe se enteró, bendijo el cadáver y le dieron cristiana sepultura en el cementerio del barrio junto a dicha iglesia y muy cerca de la sepultura de Pedro. 

Se dice que, todas las noches, se veía el alma en pena de la tía arrodillada al pie de la Cruz de los portales.

Actualmente, la cruz a que se refiere esta leyenda está en poder de una buena vecina del barrio de Guadalupe, quien la recogió al ser demolidos los portales en el año de 1915. Sin embargo, la Tía Aurelia, sigue apareciendo en donde antes estaba y, en otras ocasiones, junto a la cruz, dentro de la casa donde ahora se encuentra. 

El pájaro Xtincucu

Cuenta la leyenda que existe un pájaro que es capaz de imitar la voz del humano para engañarlo y lograr que se pierda en el bosque. 

Rosa fue una de aquellas personas que decidieron aventurarse en el bosque, acompañada por un guía y otros exploradores, para conocer las maravillas del lugar.

Con precaución caminaron de noche, pues de día se hacía imposible, puesto que las bestias eran atacadas sin piedad por el terrible tábano, que es un insecto temible. Sólo se escuchaba el sacudir de ramas y el crujir de hojas secas. Rosa y su grupo recorrieron muchas leguas, el calor era abrasador y la sed casi insoportable.

El tramo de Ukún a Xmabén lo hicieron a pie. Los animales no habían tomado agua, así que les dieron y así aligeraron la carga. Después el arriero se los llevó a Xmabén, donde pudieron beber ellos, pues en Ukún no había ni para los hombres.

La luna llena alumbraba el camino cuando entraron en Xmabé. El comisario Municipal le dijo en maya a Rosa: 

—Acabamos de prender la lámpara eléctrica para ti.

—¿Dónde está? —preguntó ella.

El indio levantó la mano y le señaló la Luna, que enviaba su luz a aquellos pueblos que la adoraban.

En un viejo tronco abandonado, y que seguramente era el punto de reunión de esa gente, se sentaron a platicar. El campesino que estaba a su lado le dijo:

—¿No oyeron algo al venir?

—Nada — respondió Rosa.

—Por el camino que han recorrido hay almas que penan, almas de gente que, al calor del fuego o la droga, ha perdido la vida, seres que salieron de sus hogares para nunca volver —murmuró el campesino como hablando consigo mismo—. Y de noche, cuando oyen los pasos del viajero, tratan de atraerlo por caminos distintos para contarle la historia de su ignorada muerte. Si usted, al volver, oye que la llaman, siga su camino detrás del guía.

En ese momento les llamaron para cenar gallina salcochada con sal y hierbabuena, café indio y pan.

Al amanecer, iniciaron el viaje de vuelta. El guía no iba a la cabeza porque le había prometido a Rosa cortar, de una aguada seca por esos meses, unos tallos de alcornoque. A la cabeza iba un maestro joven y fornido y detrás el guía junto a Rosa.

En esos momentos llegaron a la aguada y el guía trató de bajar a caballo, cuando de un camino, que no era el que debían seguir, salió una voz de hombre, dulce y clara, que dijo: 

—¡Oye, oye! ¡Por aquí! 

Como atraído por una fuerza oculta, el maestro siguió la voz que le llamaba, pero rápido como el rayo, el guía le ordenó:

—¡Profesor! Sobre su derecha y a todo galope… ¡nadie mire hacia atrás!

Rosa sintió cómo su yegua se estremecía por un escalofrío que al mismo tiempo recorrió su cuerpo. Poco después llegaron a un ranchito y los trabajadores le preguntaron al guía:

—¿Oyeron algo?

—Nada —respondió el guía. 

Al amanecer llegaron a una ranchería llamada Kekén. Todos querían saber, así que, reunidos junto al guía, le preguntaron:

—¿Quién habló?

—La voz del más allá, la voz que nunca será oída, la voz en pena… 

No pidieron más explicaciones. Cuando llegaron al poblado de Dzibalchén, Rosa fue a ver a los más ancianos del lugar y les contó lo sucedido. Parecía que ignoraban lo que era, pero uno de ellos dijo:

—La voz existe realmente, casi siempre se oye en los caminos extraviados. Da órdenes y trata de ayudar al caminante. Es la voz del pájaro Xtincucú, casi desconocido porque siempre está oculto. Imita la voz del hombre maravillosamente. Yo le vi cuando niño, pero jamás he vuelto a verlo. El Xtincucú es un pájaro malo, porque pierde al viajero poco hábil y llena de misterio el bosque.

—Ojalá alguien lograra cazar uno para enseñarle a hablar —dijo Rosa—. Sería una maravilla, pues articula perfectamente las palabras, no como el loro. 

Entonces Rosa comprendió que aquel día, gracias a su guía, pudieron evitar encontrarse al pájaro, aunque nunca supo si de verdad fue él, o las almas en pena que le dijo el campesino la noche anterior. De cualquier forma, esa voz nunca trae nada bueno y es mejor huir si se le llega a escuchar.

Xculoc

Xculoc pertenece al Estado de Campeche. Quiere decir «sin piernas». El poblado indígena se estableció en el mismo sitio de una antigua ciudad maya, así que jacales y templos están en el mismo lugar.

Uno de los ancianos, sentado bajo una ceiba, contó que sus abuelos vivieron en un templo mayor. Dice que allá hubo alegrías, pero también tristezas. 

Por aquel entonces no existían la envidia y la maldad, los hombres se querían los unos a los otros y al que en su corazón diera entrada a la maldad, era castigado por los dioses.

—Cuando la noche llegaba, nuestros antepasados hacían comunión espiritual. El que había obrado bien era premiado con un sueño dulce y reparador. El que había obrado mal, sentía la influencia de los dioses en el alma y, abandonando el lecho, salía para cumplir una penitencia. Bajo esta selva milenaria recibía el castigo de su pecado. Si éste había sido grande, el dios juez lo entregaba al Kakás (genio del mal) el que, apoderándose de él, le hacía pagar las culpas con el tormento del aire. Le tomaba entre sus garras, volaba sobre el pueblo y lo dejaba caer y, cuando el infeliz iba a tocar tierra, volvía a cogerle y empezaba a darle fuertes golpes y a atormentarlo. Los lamentos de la víctima herían los oídos de los habitantes. Nadie podía dar auxilio ni salir porque correría la misma suerte. Al otro día, el cuerpo del culpable, mutilado y ensangrentado, aparecía sin piernas. El pueblo se reunía, daba sepultura al castigado, oraba y llevaba presentes a los dioses al mismo tiempo que juraba ser bueno para no recibir tan tremendo castigo. Y así pasó el tiempo. El poderío del pueblo, cuyas ruinas aún pueden verse, se extinguió tal vez por la guerra, quizás por la peste. Luego llegaron los españoles, más tarde, los hacendados, pero el Xculoc continuó castigando a los hombres.

—¿Y hoy ya no los castiga? —preguntó alguien que escuchaba su narración.

—¡No! —respondió el anciano—. Desde que se instaló aquí la escuela fue para nosotros una bendición. Ninguno de nosotros ha sido castigado y hoy, en nuestros corazones, nacen algunas veces pasiones malas. 

Como la noche estaba muy avanzada, quienes escuchaban el relato tuvieron que despedirse y volver a sus chozas.

En la antigüedad tal vez se usó ese tremendo castigo para infundir terror, procedimiento propio de jefes y sacerdotes. Al llegar los españoles, quizá les pareció buena idea la forma de castigo y conservaron el mito, así que el culpable era castigado con la mutilación y se dejaba el cuerpo tirado para que el pueblo se diera cuenta de las consecuencias. Así fue hasta que un buen maestro rural llegó y, con su presencia, terminó el poderío de Xculoc, pues luchó contra los duros amos que castigaban al indio.

Pero en el corazón del pueblo existe aún la creencia y, cuando llueve, el viento silba y la oscuridad reina, las madres recomiendan silencio a sus hijos, cierran las puertas fuertemente y oprimen a los pequeños contra su corazón. Piensan que la tormenta es obra de Xculoc y, así resguardadas y en oración, les sorprende el sueño.

El Chivo Brujo

El Chivo Brujo es un personaje de Campeche que forma parte de las tradiciones y leyendas de la gente de este estado. Al hablar de su existencia pintoresca, se dice que este raro animal causó espantos y tormentos hace más de medio siglo. En vano se podría encontrar este curioso ser en las enciclopedias o en las sabias clasificaciones de la biología. Su nombre, sin embargo, indica que algo debió haber tenido en su naturaleza, pues tiene las características del macho cabrío y además poseía la gran virtud de tener a los moradores campechanos en constante zozobra espiritual. Porque, ¡ay! infeliz mortal que tuviera la osadía de enfrentarse con este sujeto tan original como peligroso.

Los ancianos le temían como al propio demonio y a los chicos se les hacía obedecer amenazándolos con la presencia del ser sobrenatural a quien el sentimiento popular había señalado como un ente del infierno. 

Los policías encargados de la ronda nocturna en la ciudad, sobre sus fuertes caballos, jamás se encontraban con este ente de diabólica apariencia.

En cambio, los maleantes dejaban sus fechorías y se escabullían en cuanto escuchaban que se aproximaba el temido Caballero de la Noche. 

Este casi mitológico animal, merodeaba por los alrededores, pero no siempre, ni todos los días, sólo llegaba cuando menos se le esperaba, pero, eso sí, a altas horas de la noche. De repente, como por arte de magia —pues a la magia negra pertenece la personalidad de este demonio—, como una oleada quieta sobre un lago sereno, corrían los rumores. 

—Oye, Chun, dicen que anoche salió el Chivo Brujo. 

Siempre se decía así, como para que quedara el secreto en casa y no lo supieran todas las personas del puerto. Pero, como todo buen rumor, se iba propagando de boca en boca. Al caer la noche, la noticia ya era conocida en toda la ciudad.

Sabiendo esto, ¿quién sería el que se atreviera a salir a la calle pasadas las once de la noche? Las damas, jóvenes y viejas, pero especialmente estas últimas, se entregaban a la oración y se disponían resignadamente al encierro en casa, salvaguardando a su familia y mirando por las rendijas de las puertas, a través de la penumbra, con ansia y temor a la vez. 

Tal vez los campechanos de hoy recordarán a este personaje de hace medio siglo, digno de compararse con la multiforme Xtabay.

Una mañana en San Francisco, cerca de las vecindades de la iglesia del barrio, en la explanada del histórico Kin Pech, amaneció un cuerpo sin vida. Era de un apuesto varón. En su semblante se dibujaba una risa irónica, el cabello erizado y los ojos bien abiertos, tal parecía que el cuerpo que dormía el sueño eterno había entregado su alma al demonio.

Cuchicheos por aquí, secreteos por allá, miradas indiscretas sobre el cadáver del mal afortunado joven, fue la atmósfera que ese día se sintió en el lugar.

La noche anterior el temido Chivo Brujo había vagado libremente por los rincones de la ciudad. ¿Sería que aquel cuerpo inerte había encontrado la muerte en sus propias manos, en un arranque de pasión amorosa, de decepción, de celo, de locura? 

—¡El Chivo Brujo! ¡Se encontró con el Chivo Brujo! —decía la gente sin santiguarse ante el difunto. 

El Chivo Brujo podía hacer esto y más con su sola presencia. Pues, ¿qué ser humano podría resistir la aparición de un Chivo de dos patas, poseedor de una larga y peluda cola, dueño de un par de grandes y filosos cuernos, semejantes a dos afilados machetes, con ojos de fuego que relampagueaban misteriosamente en medio de las sombras de la noche? ¿Quién podría mirar cara a cara a este ser nocturno, detener su miedo y permanecer con vida al escuchar el tenebroso ruido de sus pesadas cadenas? ¡Nadie! ¡Pues así era el Chivo Brujo hace medio siglo en playas campechanas! ¡Peor que Lorencillo, Benavides o Pata de Palo!

La presencia de este misterioso personaje era necesaria en ocasiones y todo mundo debía resguardarse, arrepentido y confesado, en las primeras horas de la noche. 

Pasaron los años. Eran los tiempos en que los buenos comerciantes del puerto sufrían el mal comercio, apoyándose del contrabando marítimo. Pero, un día, un buen día en que Dios no estaba para hacer milagros, Chivo Brujo fue capturado con todo y su infernal atuendo y complicado aspecto. Fue puesto en exhibición bajo los portales de la Comandancia de la Policía. Se recogieron valiosos contrabandos de las bodegas y El Chivo Brujo perdió, desde entonces, todo lo que de brujo y chivo tenía. Los campechanos recobraron la tranquilidad por mucho tiempo perdida y el pueblo se dio cuenta de la verdad de aquellos misterios.

Fray José

Los tiempos de la Colonia fueron  una época romántica y caballeresca en que los jóvenes se divertían cantando a la luna o corriendo aventuras de capa y espada, pues todavía se sabía morir o matar por su dios, por su rey y por su dama. Aquellos años que sucedieron a la conquista de la Nueva España, dejaron en Campeche historias de fantasía y maravilla. Ésta es una de sus muchas narraciones legendarias.

Era un día de fiesta en la ciudad, pues se celebraba el natalicio del Teniente de Rey y el festejo terminaría con un baile en la mansión del cumpleañero.

Aquella noche de abril, la gente de la alta sociedad de aquel entonces vistió sus más elegantes galas y asistió a la fiesta. También estuvo presente la joven de nuestra historia: Carmen, descendiente de fina familia, llena de un encanto y gracia sin igual, de ojos negros y labios de fuego, con su sonrisa inquietante y ademanes juveniles. Toda ella, era una belleza que encendía el alma pasional de los muchachos. La linda joven era la amada prometida de un sobrino del Teniente de Rey, Manuel de León, apuesto joven, lleno de delicadeza y celo por el encanto de Carmen. 

En medio de la alegría, todos bailaban y, en los giros de la danza, la mirada de la bella se cruzó con la de joven oficial, Julián Pinzón, buen amigo del novio de Carmen, que lucía con galanura su vistoso uniforme.

Este impensado cambio de miradas entre ellos, provocó las iras del celoso Manuel, quien le reclamó a su amigo. Comenzaron a discutir y los efectos del alcohol hicieron el resto: se retaron a duelo. Inmediatamente salieron para cumplir su desafío por los caminos de la Iglesia de Guadalupe, en cuyo fondo oscuro un gran silencio se extendía. Allí los hombres se quitaron las capas, se estrecharon las manos como caballeros y comenzó la lucha.

Las espadas sonaban, buscando con afán la carne para saciar en ella su cólera. La pelea se vio interrumpida por un hombre, alto y muy delgado, que paralizó a los jóvenes confundidos al ver la figura del extraño, quien tenía un atuendo de franciscano y, con voz capaz de dominar a la más temida fiera, les habló: 

—Ustedes son amigos. Combaten y creen vanamente que es por un serio motivo, pero no es otra cosa más que la mirada equivocada o la sonrisa distraída de una mujer que uno de ustedes ama. Esto, la hora y el vino, prendieron en su clara amistad el velo de una duda tan cruel como falsa, y que hoy resuelven sin valorar la vida, cegados, trastornada su amistad de años por un odio pasajero. Hace muchos años, en este mismo lugar, peleé con mi mejor amigo, por el mismo motivo que ustedes lo hacen. Esa cruz que allá ven —dijo señalando con el índice el objeto— fue el resultado cruel de nuestro pleito, pues ¡lo maté! Después, pasada la ráfaga de odio que me cegó, tuve la seguridad de lo inútil de aquel sacrificio fraternal, pues él nunca me había traicionado. Este doloroso convencimiento me cambió la vida. La cruz que marcaba la tumba de mi amigo muerto por una falsa duda de traición, me señalaba el arrepentimiento irreparable. Desmoralizado, arrepentido, con el alma enferma, entré en la Orden de San Francisco y me llamé Fray José. Hice votos para sanar mi culpa y evitar arranques iguales al que ocasionó mi desgracia. Cumplo con mi deber, váyanse, recapaciten, piensen y acuérdense de mí. 

Al mágico conjuro de aquellas palabras, los jóvenes envainaron sus espadas limpias de sangre y de culpa, y retornaron a sus casas con los primeros rayos del sol.

Al otro día, los jóvenes cumplieron el nocturno regaño del franciscano, reflexionaron y comprobaron que, en verdad, no hubo motivo para el pleito que fue evitado con las cariñosas y sabias palabras del monje aparecido, que les evitó el dolor de un crimen con aquél duelo proveniente de un malentendido. 

Después de mutuas disculpas y de sellar nuevamente su amistad, con un largo abrazo se acordaron de Fray José y decidieron ir a visitarlo a su retiro en prueba de agradecimiento.

Aquella tarde, los amigos se dirigieron al convento de San Francisco dónde estaría aquel buen hombre.

Encontraron cerrado el viejo templo. Golpearon el portón, oyeron el pesado correr del cerrojo de hierro, la puerta rechinó levemente y un anciano sacristán salió al llamado. 

—¿Qué desean los señores?

—Por favor, ¿podría llevarnos con Fray José? 

—Hace como veinte años que murió el buen fraile que ustedes buscan —respondió pensativo, como recordando.

Los jóvenes quedaron asombrados ante esa contestación. Pensaron entonces en la inmortalidad del alma y les dio escalofríos, pues comenzaba a anochecer y, en esas horas, personas como el fraile visitan a la gente, así que apresuraron el paso para evitar otro encuentro sobrenatural.

Al otro día, apareció una pequeña ofrenda de flores y veladoras en el lugar donde lo habían visto aquella noche. Y así, se cree que Fray José pudo descansar en paz.

Los Aluxes

En las noches, cuando la gente de Campeche se entrega al sueño, hay criaturas que salen al mundo. Los Aluxes brotan a la luz de la luna. Pocas personas los ven porque son ágiles, ligeros y traviesos. Su vida es un continuo jugar. Les gusta chapotear en el agua, siempre están sonrientes y con ganas de desconcertar a los humanos.

Por las noches, cuando ya todo está en silencio, ellos dejan sus escondites y recorren los campos. Son seres de estatura baja, como niños, pequeños, pequeñitos, que suben, bajan, tiran piedras, hacen maldades, se roban el fuego y molestan con sus pisadas y juegos. Cuando el humano despierta y va a salir, ellos se alejan. Pero cuando el fuego es vivo y chispea, ellos forman una rueda y bailan a su alrededor. Un pequeño ruido les hace huir y esconderse, para luego salir y alborotar más. No son seres malos… si se les trata bien.

La palabra Aluxe, viene de la lengua Maya Alux. Son duendes traviesos, calzan pantuflas y portan sombrero, tienen los rasgos de un niño indígena de tres a cuatro años. Viven en las cuevas y grutas con sus perritos de barro y, a veces, se les oye tocar sus instrumentos, que son algo parecido a las trompetas, también de barro.

Generalmente son inofensivos, pero si llegan a molestarse con algún ser humano pueden enviarle un aire enfermizo que produce escalofríos y calentura. 

Estos duendes diminutos y traviesos provocan tolvaneras, remolinos, gritos raros y otros fenómenos cuando se enojan al escuchar blasfemias y groserías provenientes de la gente que deambula cerca de ellos. Si de casualidad se encuentran con personas, empiezan a molestar con travesuras, tiran piedras y esconden pequeños objetos.

Con sus risas quitan la serenidad y, si se asustan, son capaces de armar un escándalo mayor. En esos momentos hay que permanecer tranquilos a sabiendas de quién se trata. Hay que tener paciencia y tratarlos con bondad. Se dice que fueron creados por los campesinos, a través de un rito especial, para que cuiden sus cultivos. Pero si alguien piensa que se trata de animales o de malos espíritus y trata de ahuyentarlos, se vengarán y harán que la quietud de las noches se pierda para siempre.

Existen muchas historias, pero estas dos dan una idea de lo que son capaces los Aluxes, y la experiencia de las personas que se han encontrado con ellos podrá servir de consejo para cuando alguien más se cruce con ellos.

La primera habla de Marcelo y el anciano May, quienes estaban en un campo donde iba a hacerse una siembra. Era un terreno que abarcaba unos montículos de ruinas. Caía la noche, así que se refugiaron en una cueva de piedra. Para bajar utilizaron una soga. Más tarde, cuando se pusieron cómodos, se repartieron la comida que llevaban. 

¿Qué hacían estos hombres ahí? Trataban de comprobar lo que veían miles de ojos hechizados por las apariciones. Querían ver a esos seres fantásticos que, según la leyenda, habitaban en los cuyos (montículos de ruinas) y sembradíos. ¡Querían ver a los Aluxes!

El anciano era dueño de aquellas tierras y buscaba alegrarlos, pues no había tenido buenas cosechas y eso lo tenía desesperado. Por su parte, Marcelo sólo tenía curiosidad.

—Esta vez lograré mi siembra. Estos terrenos ya son de los Aluxes. Siempre se les ve por aquí —dijo May preocupado.

—¿Está seguro que esta noche vendrán?

—¡Seguro! —respondió el viejo.

—¡Cuántos deseos tengo de ver a esos seres maravillosos que tanta influencia ejercen sobre ustedes! Y dígame, señor May, ¿usted los ha visto?

—¡Claro que los he visto!

—Explíqueme, ¿cómo son?, ¿qué hacen?

El ancianito, asumiendo un aire de importancia, le dijo:

—Por las noches dejan sus escondites y recorren los campos. Son seres pequeñitos, que suben, bajan, hacen maldades y molestan con sus pisadas y juegos. 

—¿Qué cosas buenas hacen?

—Alejan los malos vientos y persiguen las plagas. Si se les trata mal, tratan mal, y la milpa no da nada, pues por las noches roban la semilla que se esparce de día o bailan sobre las matitas que comienzan a salir. Nosotros les queremos bien y les regalamos comida y cigarrillos. Pero hagamos silencio para ver si usted logra verlos.

El anciano salió sosteniéndose de la soga y Marco fue tras él. Entonces vio que avivaba el fuego y colocaba una jicarita de miel, pozole y cigarrillos. Luego volvió a la cueva. Ambos se acomodaron en el fondo, desde donde podían vigilar sin ser vistos. Pasadas unas horas, cuando empezaba a llegar el sueño, oyeron un ruido que los sobresaltó. Era el rumor de unos pasitos sobre la tierra de la cueva, luego el ruido de pedradas, carreras, saltos, que en el silencio de la noche se hacían más claros.

—Oiga —le dijo May a Marco en un susurro—, han llegado… silencio.

Entonces pudieron ver a los seres pequeñitos, ágiles y alegres, correr, subir, bajar, tirar piedras y luego formar una rueda alrededor del fuego, repartirse la comida que May les había dejado y pelear por la lumbre, con la cual encendían sus cigarrillos. 

—Salgamos con cuidado para ver si logra usted verlos mejor —dijo May—. Aprisa, allá van, son aquellos hombrecitos que se levantan del suelo, mírelos. ¡Ya van lejos! ¿Los ve?

—¡Sí! —respondió Marco muy emocionado.

Corrieron hacia la hoguera y el fuego casi estaba apagado. La miel había desaparecido y quedaban sólo unos residuos de pozole aquí y allá. 

Durante el resto de la noche, Marco sólo pensaba en lo ocurrido. Al amanecer salieron de la cueva. Entonces se acercaron a las cenizas de la fogata y notaron que había huellas.

Así fue como May consiguió que sus siembras fueran las mejores en años y para siempre, pues los Aluxes estaban agradecidos. Y Marco, volvió feliz a casa, con el recuerdo de haber visto, como pocos, a los Aluxes de Campeche.

La otra historia le ocurrió a una joven llamada Aurora. Era el mediodía de un 18 de marzo. Llegó a Iturbide, pueblo enclavado en la subida de la montaña chiclera del Estado de Campeche, región de los Chenes. Al bajar de su caballo, el polvo del camino, de varios colores, la cubría a ella y a sus acompañantes. Un indio salió a su encuentro y los alojó en un jacal perteneciente a un chiclero llamado don Juan Herrera, quien los recibió muy bien y les dio de comer conservas.

Aurora fue alojada en la casa de un indígena de nombre Emeterio Chán, que tenía tres hijas y quienes con su charla le hicieron pasar un buen rato. Una de ellas le pidió un espejo que llevaba y se lo dio, a la otra le regaló un collar de cuentas azules y a la última un listón rojo. En recompensa recibió un cauxak (cesto) lleno de boniatos o camotes. Muy de mañana, uno de los indios ricos del pueblo la invitó a desayunar atole de maíz y tamales de gallina envueltos en hojas de plátano.

Las hijas de Emeterio, sintiéndose más confiadas, le hablaron de cuán próximas estaban las ruinas de Dzibinocac, de las que Aurora ya tenía noticias y, después del desayuno, cuando los rayos del sol no calentaban aún, fueron a verlas. Poco después dejaban Iturbide, para perderse en la maleza. Aquí y allá asomaban entre los corpulentos árboles las cabezas de los enormes templos y palacios, reliquias de una gran civilización.

Tomó fotografías de muchos de ellos y sus ojos no daban crédito ante la magnitud de obras que los siglos y la intemperie no habían logrado destruir del todo. La piedra estaba decorada con inscripciones que hablaban una gran cultura, pero que Aurora no podía interpretar.

Acompañadas de Emeterio caminaron un poco, de pronto se detuvo y le dijo: 

—¿Ves eso que verdea allá? Es mi milpa, está muy bien y rendirá bastante.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Aurora.

—Porque está curada —respondió.

—¿Cómo curada?

—Sí, curada.

—¿Y cómo la curó? A ver, cuénteme. 

Sentados sobre una piedra grande y labrada que había caído de un muro, Emeterio comenzó su narración.

—Siendo este un terreno muy bueno para la milpa, yo sembraba una y otra vez, pero siempre perdía la cosecha. Entonces consulté a un hechicero. Me dijo que en la milpa había un Kakás Alux (Alux malo) y que debía cazarlo. Una mañana el hechicero fue conmigo a la milpa, en el centro de ella rezó una oración y regó la tierra con un brebaje que llevaba, me dio otro en un chu (calabazo) y me dijo que llenara otro con vinagre y sal y un tercero con orines. Me advirtió que con esa santiguada que le había hecho a la milpa, el Kakás Alux no se aproximaría y se enojaría mucho, así que iba a tirar piedras y a hacer ruido. Me pidió que yo siguiera el sonido y que, en el lugar en que se perdiera, arrojara el contenido de los chúes. Después, inmediatamente, debía tapar el lugar con leña y prenderle fuego. En el acto debía alejarme del lugar y no mirar las llamas y, cerrando los ojos, pidiera perdón a los dioses por lo que había hecho. Luego me dio un hueso largo de la pata de un zopilote. Al amanecer yo debía ir al lugar donde se había refugiado el Alux malo para tratar de introducir el hueso. Me dijo que si sentía frío al tocar algo me fuera, pero, si no, metiera la mano y sacara lo que hubiera dentro. Debía guardar lo que encontrara y nunca separarme de él. Ese sería mi talismán.

—¿Y lo hizo? —preguntó Aurora.

—Hice lo que el brujo me aconsejó. A la mañana siguiente fui a donde había prendido el fuego. La leña estaba apagada y en el hueco donde había regado los líquidos, introduje el hueso. En un principio no toqué nada, pero luego sentí una cosa que se movía. No percibí nada frío, así que metí la mano y lo saqué.

—¿Qué sacó? —preguntó Aurora ansiosa.

-Un Alux… un Alux muerto.

—¿Cómo es? ¿Lo tiene usted? ¿Me lo enseña?

Viendo que Chan callaba, le contó que ella creía en los Aluxes y le narró la historia de éstos. Luego le mintió diciendo que les había visto alguna vez.

—Está en mi casa y se lo enseñaré —le dijo—. Hoy sólo es un Chichan Tunich Alux (Alux de piedra chiquito). Pero es mi talismán y no me separaré de él nunca. Desde ese día mis siembras son bellas y mis cosechas magníficas. Tengo casa, carro, mulas y maíz. Sin duda todo se lo debo a él porque lo tengo cautivo. Cada año le hago su hanlicol (comida de milpa) y le enciendo velas.

Después de esto volvieron al pueblo. Recorrieron infinidad de montículos y ya el sol estaba por ocultarse cuando llegaron al jacal.

Cuando Aurora descansaba en una hamaca y estaba sola en su habitación, entró Emeterio, abrió su cofre y del fondo sacó un bulto de franela roja. Al desenvolverlo hizo que ella se tapara los ojos y la nariz.

—Abra los ojos —le ordenó después.

Al hacerlo, vio que sostenía entre sus manos un magnífico ídolo gris. Su rostro tenía una expresión de serenidad y llevaba un collar de cuentas de piedras. Lucía una especie de huipil y sus brazos caían rígidamente a los lados del cuerpo. El pelo estaba recortado sobre la frente y llevaba como adorno una cinta que ataba sus cabellos.

El indio tenía el ídolo envuelto entre hierbas como ruda y albahaca, las mismas que sirven a los hechiceros para hacer brujerías.

La codicia invadió a Aurora que le ofreció a Emeterio mucho dinero por el Alux, pero él le dijo: 

—No, señorita. No. Éste es mi talismán. No puedo separarme de él. Cuando sienta que vaya a morir, lo devolveré a la madre tierra y a sus campos, ellos le darán vida.

La joven no insistió más y Emeterio, con todo cuidado, envolvió a su ídolo, el cual no dejó que Aurora tocara.

Así pues, los Aluxes son seres maravillosos que forman parte de las leyendas de estas tierras. Sin duda sería increíble, algún día, poder ver a estos hombrecitos tan fantásticos. 

El candelabro

Una de las magníficas casas de Teniente de Rey, se encuentra en la calle 59 de la Ciudad de Campeche y, en la entrada de ésta, puede admirarse la inigualable Puerta de Tierra a la que los siglos no han podido destruir, así como la reconstruida Puerta de Mar.

Los portones se cerraban a las ocho de la noche. Estas eran las entradas de las gigantes murallas invencibles para los guerreros de aquel tiempo.

Pues bien, al caer el dominio de los españoles y ser expulsados del territorio, las Casas de Teniente de Rey quedaron bajo el cuidado del Gobierno, que las daba rentadas a cualquier persona que se las solicitara.

Pero como el rencor hacia los españoles era un hecho, casi nadie quería habitarlas. Entonces, estas construcciones quedaron cerradas por largo tiempo, formándose alrededor de ellas muchas leyendas. 

Por coincidencia, o por fortuna, hizo rico a quien tuvo suerte y pudo desafiar, o deshacer, el hechizo que rodeaba a una de estas casonas abandonadas.

Así como se alejaban de la famosa casa de Rosendo el Judío, por temor a los aparecidos, así se alejaban de la casa de la Puerta de Tierra.

Las apariciones y ruidos abundaban, y las voces de ultratumba eran escuchadas, por esto la gente que se atrevía a solicitar la casa salía de ella al otro día, o la misma noche, y lanzaban al aire cuentos de espantos y aparecidos.

Pasado el tiempo, arribó a Campeche un matrimonio español que venía a América a hacer fortuna y, pidiendo la casa en renta, se instaló en ella.

Los ruidos se escuchaban todas las noches, pero el matrimonio pensaba que eran las ratas o los murciélagos que andaban en ese lugar abandonado. Por lo que no hicieron mucho caso. En las noches que siguieron, los ruidos aumentaron y los pasos se comenzaron a escuchar muy próximos a las camas donde descansaban. Entonces sí se sobresaltaron, pues comenzaron a pensar que había algo sobrenatural.

El español, que era terco y nada miedoso, soportó esto durante muchas noches. No podía retroceder, ya que no era un cobarde. Recorrió la casa pieza por pieza, deseando encontrar algo que explicara los ruidos, pero no halló algo.

Dicen que los espantos no se llevan con la luz y, apoyado en esto, puso un gran farol con su lámpara de petróleo en medio del zaguán de la casa (costumbre que hasta hoy subsiste en Campeche). Llegada la medianoche, los ruidos fueron más fuertes y de los murmullos casi se podían traducir palabras.

No había remedio, tendrían que dejar la casa. Pero el necio español trató de investigar la causa de lo que pasaba y, diciendo a su esposa que se encerrara bien en un cuarto que estaba en el piso superior, él decidió quedarse solo en una de las habitaciones de abajo. Las horas que siguieron fueron largas, la luz del farol era brillante, pero de pronto, ésta comenzó a consumirse y a temblar hasta que por fin se apagó.

El español sintió que por el cuerpo le corría un escalofrío y que las piernas se negaban a sostenerlo. De pronto, al mirar hacia la escalera, vio que los escalones se iluminaban, así que pensó que su mujer, temblando de miedo, venía a encontrarse con él.

No fue así. Bajando, con la actitud sumisa de un esclavo, venía una elegante negra que llevaba en alto ¡un candelabro de oro y piedras preciosas! Detrás de ella, la seguía una señora que bien se le hubiera podido confundir con una diosa, si no hubiera sido por el traje de seda y pedrería que la adornaban con un escote que dejaba ver sus redondeados y pálidos hombros. En el cuello lucía un collar de esmeraldas muy hermoso.

Peldaño a peldaño fueron bajando y, al llegar al último, la negra se paró debajo de la escalera.

Su dueña se detuvo y la negra examinó el pie del candelabro. Claramente el español, que se apellidaba Oñate, pudo oír estas palabras que murmuró la criada.

—Es el siete… 

La negra tocó algo debajo del séptimo barrote de la escalera y, entonces, sucedió lo inesperado. Se abrió una puerta que dejaba una habitación al frente. La dama entró detrás de la negra y la puerta volvió a cerrarse. Oñate pensó que todo era una ilusión, resultado de su gran miedo. No pudo moverse. La oscuridad era completa. Así, pensando, oyó dar las tres de la madrugada cuando, de pronto, la estancia se iluminó y de la puerta secreta salió la negra con el bellísimo candelabro en alto. La dama le seguía, pero ahora llevaba en la mano un gran collar de perlas. Oñate oyó claramente que decía: 

—Mañana me pondré este juego de perlas. Y comenzó a subir las escaleras.

El español tuvo valor para salir de su escondite y, a gatas, siguió a buena distancia a las fantasmas. Así pudo enterarse de que las visiones entraban en el cuarto del fondo del corredor.

Muy rápido se metió en la habitación en que dormía su esposa y, temblando, se acurrucó como para quitarse el frío que sentía.

No le dijo nada a su mujer, porque creen algunos que si alguien cuenta lo que ha visto, no se cumplirá el favor que el fantasma pudo haberle otorgado; así que, callado, esperó el amanecer.

Mandó a su esposa al mercado y, de inmediato, rompió la cerradura del cuarto en que habían desaparecido la dama y la esclava, pues éste estaba clausurado. Nada, era un cuarto vacío, lleno de polvo y telarañas.

Sin darse por vencido, comenzó la limpieza, tocando punto por punto todo lo de la estancia. De pronto, detrás de una de las hojas de madera de una ventana, sus dedos tropezaron con lo que parecía la cabeza de un clavo. Oñate lo oprimió fuertemente y el susto lo paralizó. La pared se abrió y apareció una especie de alacena. El Candelabro fue lo que provocó el grito que se escapó de sus labios. Junto a éste había, además, un collar de perlas.

No se atrevía a tocarlo, pero pensando que su esposa llegaría de un momento a otro, trató de terminar su investigación. Con temblorosas manos tomó el candelabro y observó el pie de éste. Pronto descubrió que tenía grabado un número 7. El español sonrió y, bajando a toda carrera, contó siete barrotes de la escalera. En el séptimo estaba la cabeza de un clavo, igual que el de arriba, lo oprimió y la puerta, que secretamente estaba debajo de la escalera, se abrió. No era un sueño lo que había visto la noche anterior, era la realidad, él no estaba loco. 

Reuniendo todo su valor, se introdujo en la habitación y pudo observar que era una pieza pequeña donde había tres cofres. Los fue abriendo uno a uno. Estaban llenos de joyas y oro. En el acto salió y, cerrando la puerta, dejó oculto el tesoro. 

Dos golpes dados en el portón indicaban que su esposa había llegado. Pensó y pensó durante el día. Por la noche le dijo a su esposa:

—María, hoy dormiremos al pie de la escalera, si alguien trata de matarnos, tendremos tiempo de llegar a la calle.

Oñate esperaba ver aparecer a los fantasmas, pero éstos no se presentaron. Los ruidos de la casa dejaron de escucharse, pero desde ese día, Oñate sentía que le transmitían una orden y, en su pensamiento, cuando estaba solo, se concentraba y oía lo siguiente: 

—El candelabro no te lo heredo, entrégalo como regalo al sacerdote de la catedral. Mandarás decir siete misas por el alma de Evangelina y su negra. Entonces podrás marcharte con todo lo que hay en esta casa. A ti te tocó la suerte y, al llevar a cabo lo que te pido, lograremos nosotras el descanso eterno.

Oñate, pensando que estaban presentes Evangelina y su negra, se hincó y juró cumplir con el mandato.

El audaz español pronto se hizo herrero y comenzó a fabricar objetos para despistar. Invitaba a los guardias y muchas veces a las autoridades a comer a su casa, les mostraba los objetos de fierro que fabricaba y que, en presencia de las personas reunidas, iba depositando en grandes cajas de madera y hierro. 

—Estos artefactos —decía— llamarán la atención en España. Aunque pesen mucho me los llevaré y sacaré un buen partido de ellos en mi tierra.

Apenas se retiraban, cambiaba los objetos de hierro por el oro y las joyas del tesoro, luego enterraba los de fierro en el patio de la casa.

Un buen día, cuando el sacerdote levantaba la hostia, se vio entrar a Oñate con el Candelabro encendido y, aproximándose al cura, se lo entregó como un regalo.

El sacerdote, sorprendido, miró al español y éste, acordándose de lo prometido, le dijo:

—En nombre de Evangelina y su criada negra.

Nadie supo quiénes eran ellas, pero el sacerdote comprendió que se trataba de mujeres fallecidas.

Las siete misas se oficiaron con la mayor solemnidad y, terminadas éstas, en el horizonte marino de Campeche, se dibujó un barco español.

Oñate y su esposa iban en él, llevándose su cargamento de objetos de hierro labrado, pero que, en realidad, era la fortuna que Evangelina les heredó.

En la calle 59 de la ciudad de Campeche, calle cerrada por la Puerta de Mar y la Puerta de Tierra, se levanta imponente la casa de Teniente de Rey, con su portón, sus columnas y su leyenda, en la que Oñate obtuvo la fortuna de conocer a Evangelina y su criada negra.

El Malo

Elena era una inspectora. Su trabajo consistía en visitar escuelas y asegurarse que todo marchara bien. Un día, le tocó ir a ver una primaria en Xculoc, un pueblo que era muy atractivo para ella. El lugar está ubicado sobre unas ruinas mayas. En el centro había una explanada rodeada de jacales. Además de eso, sólo había dos construcciones que eran la iglesia y la escuela. En el fondo de este lugar, estaban los montículos que mostraban palacios derruidos y templos de una cultura antigua.

La escuela estaba al norte y desde la puerta se podía admirar la pirámide del templo mayor. En el centro de la plaza estaba el árbol de la vida, la ceiba y sus raíces que, brotadas de la tierra, servían de asiento a los vecinos que iban allá a pasar sus horas de paz y descanso. Los viajeros hacían parada ahí y, en la sombra, tomaban alimento y calmaban la sed.

En esa ocasión, Elena se reunió con los habitantes bajo al venerado árbol y les habló del porqué de su visita. Ellos le contaron su vida y el relato fue para ella como una fiesta espiritual.

Por la tarde visitó las ruinas acompañada de los vecinos y admiró la maravilla de los edificios derruidos, vivas muestras de la alta cultura del pueblo maya. Al pasar entre dos construcciones, le dijeron que tuviera cuidado, pues había en ese lugar un subterráneo que se acababa de descubrir. Aproximándose al agujero, pudo confirmar que era el techo de una cámara. El derrumbe era grande y dejaba ver la piedra labrada y el techo angular destruido. En el interior de la habitación había gran cantidad de cerámica con colores rojo, amarillo y negro, pero toda destrozada.

Sus acompañantes le contaron que los niños del poblado, en sus excursiones, habían roto a pedradas los cacharros que estaban dentro, porque se les había prohibido la entrada o de lo contrario serían castigados por los dioses. Enterados los padres de la acción de sus hijos y temiendo el castigo, hicieron una ofrenda. Elena pudo ver que las piedras de la entrada estaban cubiertas de cera de velas.

Por la noche, un viento fuerte azotó el poblado y todos se refugiaron de inmediato. La joven inspectora debía dormir en la escuela con la mujer del maestro y sus tres niños. La señora cerraba y atrancaba las puertas fuertemente. Entonces, Elena le preguntó a la conserje:

—¿Por qué tanto miedo?

—Porque hace noches que El Malo ronda el pueblo —respondió temerosa—. Dentro de unos momentos lanzará un silbido.

El viento cambió de dirección y, entonces, se pudo oír, allá a lo lejos, un silbido fuerte y profundo que hizo latir con fuerza el corazón de la inspectora. Parecía como si, sobre la comunidad, hubiera pasado el aliento de un gigante.

Charito, la conserje, oraba y la mujer del maestro miraba a Elena con sus ojos negros muy abiertos,

—¿Lo oyó? —le preguntó Charito a Elena.

—Sí…

—Es El Malo, El Malo… ampáranos, Señor —murmuró la conserje.

—Ampáranos… —agregó la mujer del maestro, contagiada por el miedo de la criada y por el inexplicable silbido. 

Así pasaron varias horas oyendo el silbido a ratos, el cual fue disminuyendo hasta que dejó su lugar al silencio.

Entonces, el sueño venció a las mujeres, pero con el corazón, igual al de los jóvenes mayas, temblando como el de Charito. En la imaginación de los habitantes la idea del dios Xculoc, con las alas tendidas sobre el poblado, les hacía recordar la serie de crímenes y mutilaciones de otros tiempos.

Queriendo investigar, Elena conversó con los niños y luego con los ancianos. Todos le respondieron: 

—¡Es El Malo!

-—¿Ustedes conocen al Malo? —preguntó ella.

 —¡Si! —respondieron a coro—. Está en este pueblo.

—¿En qué parte?

—Si El Malo desea que usted lo vea, ya se mostrará —dijo el joven comisario municipal—. Trate de encontrarle, porque nosotros no se lo mostraremos.

Más tarde, Elena vagó por el pueblo. Los vecinos le daban permiso para recorrer sus patios y curiosear en sus hogares, pero nadie la acompañó y no encontró nada. 

Después de la comida, continuó su trabajo y, a eso de las seis de la tarde, en un lugar abandonado y en medio de gran cantidad de rocas, encontró un ídolo admirable. Era de piedra roja y amarilla, medía de unos 90 a 100 centímetros de alto y representaba a un personaje fornido de cabeza chata y cara amable, cubierto completamente de plumas pequeñas. Sus brazos estaban levantados a los lados de la cabeza como quien carga algo y sus piernas terminaban en garras afiladas.

El asombro la dejó muda. Algo en su interior le decía que ése era El Malo. No se atrevió a tocarlo, sino que, sentada en una piedra, lo contempló con respeto.

Caía la noche cuando llegó a la escuela y, sin perder el tiempo, llamó al maestro y le habló aparte. 

—Esta noche, cuando todos duerman y El Malo silbe, iremos tú y yo a él. 

Manuel Pali, que así se llamaba el maestro, le respondió:

—A sus órdenes.

—No digas nada a nadie, ¿de acuerdo?

La noche llegó y el maestro fue por ella para instalarse en la iglesia. El viento soplaba y la noche se hacía cada vez más negra. El pueblo dormía tal vez o quizá esperaba algo. De pronto, el agudo silbido rasgó el aire.

—Vamos maestro —dijo Elena saliendo de la iglesia. 

Manuel la siguió silencioso. El silbido se escuchó largo, muy largo. La sangre pareció congelarse en las venas de la inspectora, pero, aun así, llegó al Malo. Tal parecía que de la pesada piedra salía el ruido. Elena encendió la linterna que llevaba y la luz alumbró el rostro del ídolo que daba la impresión de que reía.

—Apáguela —dijo Manuel.

Cuando el silbido se repitió, la encendió rápidamente y miraron. El viento soplaba en una misma dirección. Entre el ídolo y las demás piedras se formaba un agujero y, al penetrar el aire por él, producía aquel silbido siniestro. Elena vio al maestro y éste le correspondió. El Malo tenía razón para reír, pues el misterio estaba aclarado.

Al otro día, sentados bajo la Ceiba, hablaron sobre la amenaza del Malo y, sin más, Elena les dijo a los pobladores que lo había encontrado y, como causaba tantas penalidades, pidió permiso para llevárselo. Todos la miraron y no dijeron ni una palabra. Entonces, ella les contó:

—El Malo ha querido que yo lo encuentre y siento en mí su deseo de irse conmigo, pues ya no tiene ganas de castigarlos más, por eso ha silbado en el tiempo en que he estado entre ustedes. Anoche el maestro y yo estuvimos con él a la hora de su vuelo. Dejen pues que me lo lleve, le pondremos un pedestal en el Museo para que sea admirado y conservado y, cuando ustedes lleguen a la ciudad de Campeche, podrán ir a visitarlo.

Los ancianos no respondieron, Manuel se encargó de convencer a los jóvenes y Elena al comisario. Entonces el ídolo fue llevado a la plaza. Se desmontaron dos carros y se formó uno de cuatro ruedas con una cama de hojas a fin de que El Malo no experimentara desperfectos. Y así, todo quedó preparado para la partida.

Pero, ¿quién lo llevaría? Nadie se ofreció, pues temían recibir algún castigo del Malo en la soledad del bosque y a mitad del camino. Manuel, en un arrebato de incredulidad y sin fanatismo dijo: 

—¡Yo lo llevaré! 

Entonces Elena tuvo miedo por su vida, pues él no conocía el camino, ni tenía las habilidades de aquellos que recorrían, con sus carretas, estos largos y peligrosos trayectos. 

Al grito de Manuel, los jóvenes se animaron y, junto a los carreteros, se ofrecieron para recorrer los cincuenta y ocho kilómetros que hay de Xculoc a Dzibalché.

El Malo partió del pueblo y todos salieron a despedirlo. Sus rostros reflejaban tristeza, pero en el fondo de su corazón había felicidad.

Ahora El Malo es un atlante que descansa silencioso, y para siempre, en un pedestal del Museo Arqueológico de la ciudad de Campeche.

El toro rey

La hacienda Nilchi poseía, en tiempos pasados, ganadería de la buena, y sus rendimientos daban oportunidad a los dueños para ir a la bella Europa cada año mientras sus hijos se quedaban en buenos colegios.

Los pastos eran abundantes y el ganado se movía con toda libertad. Casi siempre dejaba en la selva a sus crías que crecían salvajes y tiempo después eran ejemplares muy valiosos. Por lo tanto, los dueños pagaban bien al vaquero que las recogía.

Por aquellos lugares corría el rumor de que, cerca de la finca y en la zona de Xcalumkín, un toro negro con una hermosa mancha gris en el lomo, salía todas las noches a pastar. Enterado el amo de esto, trató de verlo con sus propios ojos y una noche salió con sus muchachos a buscarlo. No habían caminado mucho cuando allá, en un recodo del camino, sus ojos advirtieron la presencia de un toro cuya hermosura les deslumbró.

El toro clavó en ellos su mirada y con desprecio, sin dar tiempo a nada, se perdió en el bosque.

—¡Pagaré bien a quien me traiga aquel toro! —dijo el amo lleno de codicia. 

Los vaqueros se apresuraron a cazar a tan magnífico animal, pero no lograron nada.

Pablo Pantí, joven intrépido, pensó que durmiendo en el lugar descubriría la guarida de la bestia y así lo hizo. Pasó algunas horas escondido detrás de una roca, cuando de pronto oyó a lo lejos los pasos del ganado. Volviendo hacia donde escuchó el ruido, descubrió que tenía cerca al animal deseado. Por un instante temió por su caballo, pero el hermoso toro pasó junto a él sin mirarlo.

Rápido, como el rayo, Pantí salió de su escondite, montó en su jamelgo y siguió al toro. Preparó su lazo y tuvo la dicha de ver cómo el animal entraba en una cueva. Bajó del caballo que amarró a un tronco y, con lazo en mano, siguió las huellas del animal. 

El toro corría hacia el interior y Pantí detrás. Al fin le tiró la cuerda que fue a caer en los cuernos del animal, pero éste tenía tanta fuerza que el muchacho no pudo sujetarlo y tuvo que correr tras él. A cada momento el toro le ganaba distancia y Pantí seguía apenas la huella que dejaba la soga. 

Después de mucho andar, encontró una pila de piedra que tenía en la parte de arriba un dios también de piedra, de cuyos ojos goteaban lágrimas que se recogían en la fuente. Pantí le miró y observó debajo una inscripción que decía: NO SIGAS, VUELVE ATRÁS. Pero no hizo caso y siguió su terca persecución. 

Ya agotado, con sed, hambre y a oscuras, volvió sobre sus pasos y llegó a la boca de la cueva a mediodía. Montó su caballo y al poco tiempo de cabalgar, se topó con algunos de sus compañeros que lo buscaban, pues le creían perdido.

Les contó lo que había visto y todos se rieron de él, pero, como no llevaba lazo, pensaron que algo había de verdad y acordaron ir al otro día al caer la tarde.

Con Pantí a la cabeza, fueron al lugar y, al llegar a la boca de la cueva, su asombro no tuvo límites. Colgada y enrollada magistralmente en el tronco, donde la noche anterior había amarrado a su caballo, estaba la soga que el toro se había llevado en las astas. Todos se miraron y pensaron que juntos aclararían el misterio o descubrirían la mentira de su compañero.

Esperaron la noche. El toro apareció, entró en la cueva y los vaqueros le siguieron llevando en sus manos los lazos. Así corrieron y corrieron, pasaron la pila, tomaron agua y continuaron. La oscuridad era tanta que debieron tomarse de las manos para no perderse. 

Después de mucho caminar, escucharon el clamor de muchas voces. Al dar la vuelta en un recodo, sus ojos se deslumbraron. Frente a ellos había un magnífico mercado lleno de gente que iba de un lado a otro. En medio y sobre un pedestal dorado, estaba el toro como si fuera una estatua. La gente, al pasar delante de él, le rendía homenaje. Para completar el asombro, de la oscuridad salió una voz que les dijo: 

—Hemos dejado que los ojos humanos se den cuenta de la riqueza del mercado del dios Xcalumkín, mercado donde se compra el alma de las cosas. Xcalumkin es un dios de piedra que no morirá nunca y cuyo espíritu puede tomar la forma que desee. Aquí lo tienen, ante ustedes, en forma de toro. Vayan y digan a las generaciones presentes que Xcalumkín no ha muerto y su poderío está bajo la tierra, que cuando la noche llega y las estrellas alumbran, toma vida y vuelve a tener su antiguo esplendor.

No oyeron más. Aterrados, emprendieron rápidamente el regreso. Cuando llegaron a la hacienda contaron al amo lo visto y éste, incrédulo, trató de verlo por sus propios ojos.

Volvieron a recorrer el lugar, el monte, todo. Nadie encontró la cueva. Se había perdido, como el esplendor de Xcalumkín para los humanos.

El dueño de la finca, desilusionado, tomó lo narrado como una superstición de la gente sencilla de su finca.

El Príncipe Púrpura

El príncipe maya Balankín era admirado por su pueblo. Su gallardía, su valor, su destreza con el arco, su lucha constante con las fieras, le daban, a los ojos de sus súbditos, la calidad de semidiós.

Todos los días, al caer la noche, salía de su palacio contento y feliz y se internaba en la selva. Iba solo y caminaba hasta que, rendido, se sentaba en un tronco y a la luz de un claro de Luna entonaba una canción de amor.

Las hojas se abrían y daban paso a un rostro de virgen que respondía a la canción: 

—Aquí me tienes, dueño mío…

Él la estrechaba contra su corazón y la cubría de besos. Luego le hablaba al oído diciéndole: 

—Mis flores y mis campos son menos bellos que tú. El trino de mis pájaros no iguala tu dulce voz y tus caricias son más suaves que las que da la paloma cucú.

La selva era de ellos durante largas horas. Al salir el sol, la bella joven desaparecía en el bosque. Balankín se dedicaba a la caza y se iba cargado de un venado, de pavos o de codornices.

El rey tenía prometido que su hijo se casaría con la hija de un rey vecino con el cual deseaba hacer una alianza. Cuando comunicó su plan al príncipe, este pensó que no podía destrozar el corazón de su amada y que antes estaba su amor que el trono.

Pero los príncipes son obedientes y él no se opuso a su padre. También ocultó su tristeza a su amada. Pero Balankín ya no era el mismo, ya no corría por los campos, y su canto era un lamento. El padre advirtió el cambio y mandó a espiar al melancólico joven. Entonces supo de los amores de su hijo. 

—La doncella debe desaparecer —ordenó el rey.

Una noche en que el agua de un cenote servía de espejo a la feliz pareja, se presentó un indio, quien no dio tiempo a Balankín para defenderse y, disparando sus mortíferos dardos, atravesó el corazón de la bella amada de Balankín.

Éste la sostuvo entre sus brazos y mirando al criminal exclamó: 

—¡Que los dioses te maldigan!

Del templo mayor bajó el dios bueno y Balankín, en su dolor, le rogó: 

—No me separes de ella, no quiero la vida sin su amor. 

Y tendiendo los brazos hacia él, dejó caer el cuerpo de la doncella que, al chocar con las cristalinas aguas del cenote, se convirtió en un loto.

El dios bueno, señalando la flor, dijo: 

—Nicte-há, tu amada, Nicte-há, tu amor.

Y sacando de su cintura un filoso puñal, el hermoso príncipe se cortó las venas del cuello y la sangre enrojeció su ropa. El dios levantó la mano sobre el joven muerto y lo convirtió en un pájaro cardenal.

Dice la leyenda que, por las noches, del fondo del cenote sale una bella mujer vestida de espuma y un príncipe vestido de púrpura le da el brazo y entonando la canción de amor, se pierden envueltos en un rayo de Luna. 

Por eso al amanecer los cardenales buscan los lotos para posarse en ellos y beber agua de los cenotes.

El perro de la casa del hechicero

Nueve brujos se reunieron porque sus casas necesitaban un guardián.

—Yo opino —dijo uno— que sea un ave. 

—Yo pienso que debe ser una fiera —opinó otro. 

Pero ganó la mayoría que votó por un perro. Así que entre los nueve hechiceros hicieron uno de caña de maíz, le cubrieron de barro y cera, y lo pintaron de negro.

Para darle vida, se cortaron un dedo de la mano izquierda y los nueve vertieron su sangre en un agujero que se había dejado en la cabeza del animal y que llegaba hasta su corazón.

El nuevo ser dio señales de vida, pero como tenía sangre de los nueve astutos y traicioneros brujos, que además se odiaban entre sí, el perro los atacó uno a uno.

Asustados de lo que habían hecho y tal vez viendo en el perro a un enemigo, trataron de maldecirlo y alejarlo. Y lo consiguieron.

El perro de color negro vaga desde entonces por los campos y es para la caminante señal de desgracia. Cuando un arriero piensa que vio un perro negro en el camino suelta a las mulas que tiran de su carro y espera a que llegue el día. 

Los genios buenos, enterados de esta maldición, fabricaron un perro blanco y le dieron su sangre. 

La leyenda dice que el caminante que logra ver un perro blanco, sea verdadero o mágico, en el camino, llegará con felicidad a su destino y sus negocios serán buenos. El indio maya aprecia al perro, pero lo prefiere blanco o amarillo, y tiene la creencia de que el animal cuida su alma, la cual correría peligro si el guardián de los genios del bien no estuviera alerta. 

También se tiene la idea de que, en las noches de lluvia, el U pek nah men (el perro de la casa del hechicero) ronda la casa y, cuando logra entrar, le sale al encuentro el perro blanco, pues aquél, astuto y falso, trata de cambiar el alma de los dueños por comida. A sus muchos ruegos el perro blanco accede, pero le pone como condición la muy conocida prueba en la que le dice: 

—¡Cuéntame los pelos!

El genio del mal comienza a contarlos y cuando va por la mitad, el perro bueno finge ser picado por una pulga y se comienza a rascar y sacudir, con lo cual el negro pierde la cuenta. Así les sorprende el día y, lleno de ira, el genio malo tiene que retirarse.

El indio quiere al blanco como si fuera su hijo, es su compañero de monte, de siembra y de caza, comparte su comida con él y le acaricia. El perro entonces le paga con su fidelidad.

El maya aún tiene la esperanza de que el U pek nah men pueda algún día, por arte de magia, convertirse en U pek nah uinic o perro cuidador de la casa del hombre.