Leyendas de Aguascalientes

El niño de la pelota

Se cuenta que, ubicado en Av. López Mateos del estado de Aguascalientes, México, hay un edificio de oficinas, donde habitualmente algunos empleados salen un poco más tarde de lo acostumbrado. En una ocasión, una chica había abordado el ascensor y un hombre, apresurándose, le pidió que esperara por él.

Amablemente, la chica se paró entre las puertas para evitar que éstas se cerraran. El hombre abordó y mientras se daban las buenas noches, notaron que el ascensor subía.

El hecho les pareció un poco extraño, pues se suponía que estaba programado para no ir más allá de ese piso, pues el de arriba se encontraba clausurado y nadie trabajaba ahí.

El elevador se detuvo en el cuarto piso, pero las puertas no se abrieron, por lo que pensaron que había sido un fallo temporal, pero alcanzaron a escuchar las risas de un niño que jugaba con una pelota. Sin darles tiempo de pensar nada, el elevador bajó. Al salir vieron al velador y le contaron lo sucedido.

El hombre muy tranquilamente les dijo que también lo había escuchado antes. Luego les confesó que se trataba del espíritu de un niño que había fallecido ahí años atrás, cuando su pelota fue a parar al cuarto piso. El chico había ido por ella y, al ver que se acercaba un guardia, se escondió para hacerle una broma, pero al momento en que el niño salió gritando, el guardia le disparó pensando que era un ladrón.

Desde entonces el niño juega tranquilamente ahí y quien se queda hasta tarde, puede escuchar las risas, los pasos y los golpes de la pelota contra el suelo.

Otros, sin tanta fortuna, han visto la pelota bajar por la escalera cuando al niño se le cae desde el piso de arriba. Además, quienes han visto de cerca el juguete, notan que tiene marcadas, con quemaduras, las pequeñas manos del pequeño. Después de esto, la gente renuncia a su empleo, pues se sabe que detrás de una pelota… siempre viene un niño.

Los demonios

Hace muchos años, un joven y humilde matrimonio, y sus dos hijos, llegaron a vivir en una casa situada muy cerca del Rincón de Romos.

Desde el primer día, los niños lloraron toda la noche. Al encender sus padres una pequeña lámpara de carburo, que iluminaba escasamente, los niños dejaban de llorar.

—Podríamos dejar esa lámpara prendida todas las noches, pero no tenemos dinero suficiente para comprar tanto carburo —le dijo el padre a su mujer con tristeza. 

Una mañana descubrieron que sus hijos tenían el cuerpo rasguñado y lleno de moretones. Como pudieron, juntaron algo de dinero y los llevaron con un médico muy conocido en Aguascalientes. 

El doctor les dijo que podían ser las ratas, y de los moretones, que tal vez era la desnutrición, así que les recetó unas medicinas para eso. Nada cambió. 

Desesperados, decidieron recurrir a un sacerdote del Rincón de Romos, que era muy apreciado por sus cualidades. Tras escucharlos, el sacerdote les dio dinero para comprar carburo suficiente para toda la noche. Luego les dijo que tuvieran unas ramas de pirul a la mano, que atrancaran la puerta y a oscuras esperaran a que los niños empezaran a llorar, entonces, tendrían que encender las lámparas. En ese momento debían preguntarles a los niños hacia donde estaba lo que les asustaba y lanzaran golpes con las ramas de Pirul hacia ese lugar. Los pequeños todavía no hablaban, pero el sacerdote les dijo que no importaba, que les preguntaran y que lanzaran golpes hacia donde les dijeran. 

Y así lo hicieron, esperaron a oscuras, los niños comenzaron a llorar, encendieron la pequeña lámpara y, al mirar hacia donde estaban sus hijos, vieron algo terrible.

Los niños eran lanzados de un lado a otro por algo que no veían sus padres, quienes se asustaron mucho. Quisieron correr, pero resistieron aterrados, hasta que tuvieron el valor de tomar a sus hijos, pero aquella fuerza extraña se los arrebataba de los brazos y seguía lanzándolos por el aire. Los pequeños no paraban de llorar.

Cuando nuevamente lograron sujetar a sus hijos, les preguntaron dónde estaba aquello que los espantaba. Ellos señalaron hacia muchos lados, la pareja lanzó golpes con las ramas de Pirul y sintieron que golpeaban algo y se escuchaban terribles gemidos.

Estuvieron así toda la noche. Aquello parecía no acabar, pero finalmente se detuvo. El cansancio los venció y abrazaron a sus hijos. Por fin se durmieron y al amanecer vieron con horror como piso, paredes y techo estaban totalmente manchados de sangre. Aterrorizados decidieron recoger sus pocas pertenencias y salir de ahí. Al querer escapar, descubrieron que la puerta estaba totalmente arañada y cubierta de sangre, como si muchos pequeños demonios hubieran querido huir. Abandonaron la casa de Rincón de Romos. 

Gente curiosa, ha ido a ver la casa. Dicen que sigue sola, que pintaron sus paredes, que otras personas la han ocupado, pero no duran mucho tiempo viviendo ahí. Lo más espeluznante, es que en la puerta aún se pueden ver los rasguños.

El Catrín

Hace algunos años, unos jóvenes de Calvillo, Aguascalientes, se fueron a festejar el cumpleaños de uno de ellos a una huerta fuera de la ciudad. 

Tomaron el camino de terracería y llegaron al sitio cuando comenzaba a caer la noche. 

Los muchachos la estaban pasando muy bien, tomando y armando alboroto en medio de la oscuridad y bajo un tejabán que se encontraba en aquella huerta. Más tarde encendieron una fogata para entrar en calor. 

Alrededor de las diez de la noche, cuando la oscuridad era absoluta, se comenzaron a escuchar gritos aterradores. Por un momento creyeron que eran perros ladrando a lo lejos o algún coyote, así que no le dieron importancia a lo que habían oído y siguieron con la fiesta. Luego se pusieron a jugar dominó junto al fuego. 

Después de un rato, volvieron a escuchar los gritos, aunque, esta vez, eran más desgarradores y escalofriantes, pero, sobre todo, los oyeron más cerca de ellos. 

Todos miraron hacia el sitio del que provenía aquél escalofriante sonido y vieron a un hombre de pie, vestido de catrín. Se reía sin parar, como un loco desquiciado. También decía frases en un idioma extraño, desconocido para los muchachos y quizá para el ser humano. Aun así, no lograron verle la cara.

Los jóvenes se quedaron paralizados de miedo al escuchar las carcajadas de aquél ser sin rostro. De pronto, uno de ellos salió corriendo y, sin pensarlo, todos los demás hicieron lo mismo, dejando ahí todo lo que traían y sin mirar atrás. 

Al otro día, todos estaban muy confundidos, pues por un momento creyeron que lo ocurrido había sido efecto del alcohol. Aun así, decidieron ir a ver a un anciano de la localidad, que era muy sabio, para contarle lo que les había pasado.

De inmediato el viejo les respondió:

—Muchachos, lo que sucedió anoche es que se encontraron con Satanás. Mucha gente lo ha visto y lo describen igual. Hicieron bien en salir corriendo, pues he escuchado casos en que algunos se hacen los valientes, porque siempre se le aparece a los que se embriagan y eso les da valor, pero les ha ido muy mal y les juro que jamás vuelven a beber una gota de alcohol.

Desde entonces, estos jóvenes buscaron otras formas de festejar los cumpleaños, que no fuera lejos de la ciudad y, sobre todo, sin bebidas embriagantes, ni siquiera un traguito de colonche, por si acaso.

Calle de la Soledad

Ésta es la leyenda de la calle de la Soledad, así que siéntate, saborea un chocolate calientito y disfruta de esta narración. Acompañemos a nuestros dos hombres a la calle donde sólo había sitio para el escondite de los malhechores y se daban cita, para los desafíos habituales, los valientes del barrio de Guadalupe y el Encino.

En cierta ocasión, nuestros dos hombres, después de una reunión secreta, se decidieron a correr sus aventuras, que era su mayor diversión, por los barrios del poblado, por lo que prepararon sus cuchillos agudos como lanzas, se los colocaron bajo la faja, tomaron sus cobijas y las revolvieron en el brazo como si fuera un escudo para defenderse. 

Eran las seis de la tarde del mes de julio. Salieron por la calle Leona Vicario, pasaron por la Josefa Ortiz de Domínguez, llegaron al Llanito Plazuela de San Juan, hoy Jardín Luis Moya, y entraron a la calle de la Soledad, donde sólo había una hilera de mezquites por uno y otro lado. 

A lo lejos se veía la única casita de adobe, casi destruida. Entre las sombras, observaron a un hombre que se asomó en actitud de acecho. Allí vivía aquel señor, solo, luchando contra el hambre, contra los humanos, contra la naturaleza y, más aún, contra su conciencia. Nunca se atrevió a presentarse a la justicia, porque por su crimen lo encerrarían para siempre.

Vivía como un salvaje y nunca había llegado a su boca otro sabor que el de la sangre, ni a sus oídos otro ruido que blasfemias. Ya casi oscurecía y aquellos hombres caminaban al encuentro. Se acercaron con cuchillo en mano, decididos a vencerlo. Pero cuál sería su sorpresa al ver que el señor había desaparecido ante sus ojos, así que no avanzaron más. 

—¡Ay! — dijo uno de ellos. 

Les parecía que cada mezquite era un fantasma leñoso que los llenaba de pavor, pero su alma recobró aliento y decidieron ir a buscarlo.  

—¡Nada! —exclamó el otro.

Su espíritu fue débil o el miedo fue enorme, pues ambos cayeron al suelo desmayados. 

Cuando recobraron el sentido y el aliento, gritaron:

—¡Bendita Madre de la Soledad, sálvanos!

—¡Ser maligno! Eres el diablo o tal vez un mal viento te mando por este lugar solitario. 

Lo buscaron por largo rato, pero no hallaron nada, sólo más tinieblas. Aquel hombre se había desvanecido en la oscuridad.

Por fin regresaron espantados a casa. Querían dejar las aventuras, pero cuentan que ocho días después había un hombre colgado en uno de los mezquites del lugar. Ambos criminales fueron, llenos de curiosidad.

—¡Madre de la Soledad! —exclamaron al mismo tiempo— ¡Qué horror! 

Aquel cuerpo estaba negro, negro y con la lengua de fuera, completamente desnudo y con profundas heridas en la cabeza y los pies.

Cuando el Señor Cura del Templo del Encino supo del caso con todos sus detalles, en su misa encargó a los fieles que por nada de esta vida transitaran por allí o que, si por alguna necesidad lo hacían, pasaran rápido nombrando a la Virgen de la Soledad y haciendo la señal de la Cruz.

Nuestros buenos amigos no quitaban el dedo del renglón y volvieron por aquel sitio como a los quince días. Cuál sería su sorpresa al ver que el colgado aún permanecía en el mismo estado, sin descomposición alguna, y oyeron que decía con una voz apagada:

—Acusen a este mal hombre… 

Asustados exclamaron: 

—¡Virgen de la Soledad!

Dice la leyenda que el cuerpo del colgado permaneció más días sin entrar en descomposición. No se sabe cómo vino a parar a la puerta del Panteón de San Marcos, en donde, con un miedo inmenso, le dio sepultura el enterrador.

Mientras tanto, aquella fiera, aquel mal hombre, seguía viviendo en su casita de adobe y continuó haciendo de las suyas. A los pocos días supo que se estaba planeando su captura. Estaba listo para hacer su invocación al demonio para que lo hiciera desaparecer y así burlar a la justicia.

Poco tiempo después lo atraparon y no tuvo tiempo de hacer su llamado al demonio. Estuvo encarcelado por diez años. Cumplida su condena, volvió arrepentido a su casa, gritando con toda la fuerza de sus pulmones 

—¡Virgen de la Soledad, líbrame del demonio a quien he ofrecido mi alma para que me desaparezca cada vez que lo deseaba y me ha engañado!

Desde entonces aquel hombre vivió de la caridad, arrepentido. Se dice que él pintó el cuadro de la Virgen de la Soledad que aún existe en poder de un viejecito, que vive en la Barranca, a quien no ha sido posible quitarle dicho cuadro por ningún dinero. De ahí el nombre de esta calle a la que nos hemos estado refiriendo.

Cerro del Muerto

Cuenta la leyenda que, establecidos los Chichimecas, los Chalcas y los Nahuatlacas, existieron tres sacerdotes extremadamente altos, fornidos y de aspecto majestuoso e imponente. 

Cierto día, cuando el sol se ocultaba, a uno de los sacerdotes se le ocurrió bañarse en el charco caliente de La Cantera. Se tiró al agua y desapareció.

La leyenda dice también que este charco fue sembrado por otras tribus anteriores que, de paso, llegaron al lugar donde se encuentra y que, aquellos hombres, sembraban agua donde querían. También se dice que hacían un hoyo, le ponían agua de sus guajes, sal, lo tapaban y en el transcurso de tres años era aquello un grandísimo manantial.

Los indios que acompañaban al sacerdote, desesperados por su desaparición, creyeron que les había sido arrebatado por los chalcas, por lo que, al momento, corrieron a dar aviso a sus compañeros.

A consecuencia de lo ocurrido, al día siguiente iniciaron una guerra contra ellos. Éstos se dispusieron a repeler el ataque. En la furia de la batalla apareció al frente de los chalcas el sacerdote perdido, quien fue atravesado por una flecha y, en su fuga, fue dejando tal huella de sangre que, hasta hoy, se ve roja la tierra debajo de donde cayera muerto, dejando sepultado con su cuerpo al pueblo chichimeca que le seguía, formando con su cadáver el Cerro del Muerto que se ve al poniente de la ciudad.

A ese pueblo sepultado con el cuerpo del gigante, dicen, se entra por un gran túnel misterioso y se pasa a los socavones ramificados que abarcan toda la población, hoy Aguascalientes, los cuales han llenado de curiosidad a los arqueólogos.

Dice la Historia de don Agustín González que debido al desinterés de los gobernantes, no se ha hecho una exploración de tan sorprendentes pasillos y que, ahora, sería difícil por el estado de destrucción en que se encuentran. Sin embargo, se tienen innumerables noticias de otras entradas que pudieran señalar todo ese campo perforado por la mano del hombre.

Los habitantes inocentes cuentan que, llegando a esa ciudad sepultada bajo el cuerpo del gigante sacerdote, existen aún hombres de ojos luminosos y fantasmas de una raza extinguida.

Cerro de los Gallos

Después de la enorme hecatombe Chichimeca en que éstos fueron casi totalmente exterminados, el gigante Nahuatlaca, defensor de los débiles, era considerado como un dios invencible por la hazaña que, a favor de éstos, había realizado. Empezó por abusar de su fuerza y poder hasta el grado de convertirse en un despiadado tirano que exigía tributo a los moradores de esta región, cuyas tierras no les daban lo necesario para poder cubrir tales órdenes.

El gigante Nahuatlaca trató de infundir temor entre aquellos indígenas que no cubrían los impuestos, por lo que los aplastaba empleando para ello el peso terrible de su macana.

Esta actitud fue funesta, así que se comenzaron a formar algunos grupos que conspiraban en contra de su antiguo salvador, con el objeto de poner fin a esta situación desesperante.

Los primeros conspiradores pagaron con su vida el intento de rebelión, no obstante, el descontento aumentó en contra de Nahuatlaca, quien de sobra sabía de las actividades de sus súbditos, que sólo perseguían un fin, darle muerte. Temeroso de morir y con el deseo de acabar con aquel malestar que día a día se había hecho insoportable, imploró la protección de Natlazahuatl para que acabara con todos los habitantes de la región.

Obediente, Natlazahuatl inició su labor destructiva entre los colonos. Para hacerlo, comenzó por provocarles un tremendo dolor de cabeza y calentarlos de manera tal que su temperatura variaba entre los 40 y 41 grados y morían a los tres, cinco o siete días de atacados. 

Pasada la primera impresión, los que nunca se rindieron se unieron nuevamente. Los Gallos, que eran de constitución robusta, juraron ofrendar sus vidas hasta ver realizados sus deseos.

Enterado el gigante de lo que hacía aquel grupo de hombres fuertes, dirigió nuevamente su ira contra ellos, así que éstos se vieron obligados a abandonar su pueblo y dirigirse al sur, en busca de alguna elevación en dónde pudieran observar sus movimientos y dirigir los ataques. 

El gigante no se sintió nada seguro, así que huyó hacia el norte y fue sorprendido por la noche. El sueño lo había vencido y se quedó profundamente dormido. Los Gallos logran atraparlo tomando grandes palas de tierra para cubrirlo hasta darle sepultura.

El gigante, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, hizo un enorme esfuerzo por liberarse. De no haber sido ayudados Los Gallos por una mano invisible y misteriosa que, con un gran «chiquihuite» de rocas atrapó para siempre a aquel monstruo, muy mal la hubieran pasado. 

Desde aquel entonces, a esa elevación de terreno donde aquellos hombres valientes observaban al gigante se le dio el nombre de «Cerro de los Gallos» y llamaron cerro «Chiquihuite» donde se encontraba el gigante.

La leyenda nos dice que, a pesar del tiempo transcurrido, Nahuatlaca logrará escapar de su prisión algún día y, entonces, destruirá la hoy próspera y feliz, ciudad de Aguascalientes.

Chan del Agua

Muchos pueblos creen en lo mágico y religioso del agua. Es tan importante, que han inventado muchas leyendas populares. Una de ellas, muy conocida, fue la que hablaba de lo que ocurrió por el año de 1880 en la ciudad de Aguascalientes.

Existía en aquel entonces un charco llamado del Campanero, que se formaba en el Cruce del Paso de Curtidores, con el río del mismo nombre (Pirules o San Pedro). Ese lugar, en la actualidad, está en el cruce de la Prolongación de la calle Salvador Quezada Limón y el Río San Pedro.

Según se sabe, el charco servía para bañar a los caballos de los soldados, pero también se identifica con la morada de un personaje mítico, cuyas características físicas eran parecidas a las de un hombre-lagarto, conocido como el Chan del Agua.

Los atributos masculinos de este monstruo eran aprovechados por las damiselas de la época, quienes habiendo dado su mal paso, necesitaban justificar el futuro nacimiento de un nuevo ser a este valle de lágrimas. Para lograr su objetivo, la infiel acudía a bañarse al charco en donde, en un ritual entre mágico y sensual, quedaba preñada por el Chan. De esta manera, el famoso personaje resultaba responsable de un sinnúmero de desgracias, siendo padre de más de cuatro y atiborrando los registros parroquiales de nacimientos con el apellido Chan del Agua.

El Coche del Callejón

En los tiempos heroicos de la Villa de la Asunción de las Aguascalientes, el terror se había apoderado de todo el pueblo. Se escuchaba el crujir de un coche fantástico que levantaba el polvo con las poderosas pisadas de unos enormes caballos. La gente quería saber si era una nueva llorona, mujer de blanco o bruja mala, perversa, que traía su hechizo fatal sobre los inocentes. 

Los pobladores permanecían dentro de sus casas, cerradas bajo llave, esperando con asombro aquel espeluznante ruido que recorría todas las calles en las noches silenciosas, hasta que daban las doce de la noche en que iba a parar al lugar que se llamó después Callejón del Tesoro.

El señor don Cirilo Castañeda, era el que guiaba aquel misterioso coche, acompañado de su amo don Narciso Aguilar, quien andaba desde un pueblo de Jalisco a la única y primera casa que se construyó en aquel callejón y que aún existe con el número trece. Lo hacía para recoger su oro.

Don Narciso hacía pasear de noche a Don Cirilo por todas las calles de la villa en el carro y, hasta la hora señalada, parar en la casa del callejón.

Fueron necesarios tres años quince días para trasladar toda la fortuna de aquel hombre, debido a que el paseo era diario, pero el coche cargado de oro sólo venía cada cuarenta días para despistar a los ladrones.

Muchos años después se oyó el ruido de aquel carro, hasta que, poco a poco, se fue borrando de la memoria de los habitantes.

El tesoro fue sepultado, según cuentan, en la cocina que estaba junto al borde del pozo, frente a la puerta de la calle. Algún tiempo después, se supo que Juan Chávez hizo desaparecer a don Narciso y se apoderó de aquel abundante oro.

El pueblo, que es el que manda en esos casos, decidió después que el callejón se llamaría el Callejón del Tesoro.

El Fantasma del Jardín

Allá por el año 1851, vinieron a Aguascalientes varias personas, procedentes de Guadalajara, invitadas por don Mariano Camino, iniciador de la Primera Exposición de Industria, Artes, Agricultura y Minería, que participarían en las Fiestas de San Marcos de ese año.

Entre estas personas venía don Felipe Rey González, de la familia de don Luis González, uno de los primeros colonos del Pueblo, a establecer una tienda de Feria durante la temporada, y a seguir comerciando abarrotes durante el año, si la suerte le favorecía.

Don Felipe construyó su casa al lado norte del jardín (calle Flora), donde sus descendientes, hasta la fecha, ocupan dicha morada. 

Aquella vez la suerte protegió al señor González y reunió la cantidad de ocho mil pesos que, sumados a su capital, le daban cuarenta mil pesos. Hasta aquí la verdad.

Temeroso don Felipe de que alguna vez lo sorprendieran los ladrones, tuvo la idea de sepultar su dinero con buen número de alhajas de oro macizo, que eran una fortuna, en un lugar fuera de la casa, en el ángulo nororiente del jardín, al pie de un gran fresno, entre un bosque de rosales. Construyó una fuerte caja de lámina y madera y ahí hizo su depósito.

Desde ese día, el señor González se paseaba solo por ese lado del jardín y lo tomó por costumbre a la hora del alba y las oraciones de la noche. La mayor parte del día permanecía con sus amistades, sentado en la barandilla y frente a su tesoro, jugando albures con apuestas fabulosas.

Una tarde, ocurrió entre sus amigos, con motivo del juego, un fuerte pleito que llegó a las pistolas, que tuvo como resultado un muerto y dos heridos al final. Muchos años después, permaneció la cruz del difunto en la pared de la primera casa de la calle Flora y Rivera, que fue donde el hombre cayó.

Don Felipe estuvo preso y, con ese motivo, se enfermó de gravedad. Ofreció a la Virgen del Pueblito una solemnísima misa de tres padres, orquesta y cohetes, si lograba su libertad. A los nueve días salió libre, sólo que la enfermedad siguió su curso, empeorando a cada día y murió sin cumplir su ofrecimiento.

Después, todos los vecinos aseguraban que se aparecía paseando por el jardín a las mismas horas y que, cuando pasaba gente por ahí, les hablaba con insistencia, y a tal extremo llegó la visión, que ya nadie podía transitar por ese lugar.

De aquí nació la idea en el pueblo, del fantasma del jardín.

La Calavera del Panteón

En todas partes hay gente que siempre ha creído en los aparecidos, calaveras y ruidos, y sus conversaciones son fantásticas y variadas. Aunque llenas de sencillez, las oímos con un interés admirable y algunas veces con verdadero miedo.

Jesús Infante, cartero y albañil, contaba que en una ocasión contrajo el compromiso, con don Carlos Espino, de terminar en el panteón un monumento dedicado a sus familiares y debía entregarlo el día acordado.

Pero sucedió que el último día del plazo, daban las ocho de la noche y no lo había acabado, siendo así que, al ir por uno de los corredores a traer unas cuñas que faltaban, sintió algo de miedo, escuchando un ruido extraño detrás de él que le seguía, haciendo trac, trac, trac. Él aseguraba que sintió como si le hubieran echado agua por la espalda y las piernas se le doblaban. Volteó hacia atrás y vio una calavera que movía tan fuerte la mandíbula, que con el chocar de sus dientes entre sí, se oía el sonido aquél. También dijo que oyó muy claro que le dijo: 

—Compadécete de las penas que me atormentan en el purgatorio. Tengo cincuenta años sin descanso, pide a mi abuelo, padre de tu abuelo, que dé los doce mil pesos en plata que están al pie de la alacena de la cocina, a vara y media de profundidad, y que te de cien pesos, de los cuales darás cincuenta al padre que me diga tres misas. Yo te recompensaré más, dándote el alivio de tu asunto. Si no cumples, no sanas.

Para Jesús su asombro fue tal que las cuñas que llevaba en las manos las soltó, pero no supo ni dónde. Al fin pudo correr espantado, pero la calavera lo alcanzó y casi le tocaba los talones, mientras rechinaba los dientes. Dice que como pudo se decidió a salir, dejando sus herramientas y todo, porque el miedo ya no lo dejó terminar su compromiso.

Al día siguiente, fue acompañado de un amigo, para poder así terminar el trabajo lo más rápido posible, y no volver jamás.

Jesús se enfermó a tal grado que los miembros de su cuerpo se le paralizaron y difícilmente se sentaba o siempre estaba tembloroso como si tuviera mucho frío, según él decía.

Su alivio lo consiguió hasta que cumplió lo que le había indicado aquella espantosa calavera con su tenebrosa voz.

Al contar Jesús a sus amigos este caso, ellos le referían que aquello era ya bien conocido de toda la gente y que, también a Joaquín Sánchez le había pasado lo mismo, pero que éste no había atendido a los ruegos de la calavera. Él saltó por las paredes del panteón y jamás sanó de la enfermedad que le causó el susto que sufrió.

Y así por el estilo contaban a diario casos de la calavera del cementerio, llegando a ser la leyenda que todo Aguascalientes creyó. 

La Indita de Aguascalientes

Muchos años antes de que el pueblo de Aguascalientes fuera una villa, vivía una honorable familia chichimeca en una humilde choza situada al lado sur del hoy jardín de Zaragoza. Tenían una linda niña de nueve años de edad, de mejillas coloradas como manzanas, alegre y vivaracha. 

Sus padres adoraban al Nemio (dios de los mercados), por ser éste su proveedor.  Lo curioso es que la niña adoraba al dios Chulinche, que era ciego. Éste, que la quería mucho, a la muerte de sus padres, le envió un emisario para que la cuidara.

Sobrevivió a sus padres hasta la edad de treinta y ocho años, en que tuvo muchos desaciertos, de los cuales su dios le habló y preguntó: 

—¿Qué es lo que ambicionas? Debes saber que serás inmediatamente servida en todo hasta tu muerte. 

Pero aconteció que, extraviado su cerebro, quedó tan loquita como una urraca.

Así permaneció algunos años y su dios, compadecido, pidió a los demás dioses que lo ayudaran para sanar a aquella indita de mejillas coloradas. 

—Concedido —dijeron los dioses. 

Al momento quedó sana, pero con la condición de que debía poblar todo sitio donde viviera. Entonces Chulinche les dijo: 

—¡Pronto serán servidos! 

Así pues, la indita, que tal oyó, partió de inmediato al lugar donde oraba, que era un pequeño departamento de su mismo jacal, en donde tenía el libro de sus misterios y sucesos notables escritos por ella. 

Chulinche le dijo luego: 

—No es tiempo de poblar estos lugares, así que espera y yo te avisaré.

La indita le advirtió que cuanto más pronto cumpliera el compromiso con los dioses del otro lado, sería mejor, pero el dios le repitió:

—Espera… 

Ella siguió con su libro divino, que era de papel de hojas de maguey, planta que abundaba en el lugar y escribió signos y más signos. 

Pasaron los días y, terminado el plan que la indita había escrito, se lo propuso a Chulinche. Éste le señaló el primer punto donde pondría en práctica su proyecto y, enseguida, se puso a fabricar una gran cantidad de muñecos de barro para repartirlos, darles aliento de vida y así dejar poblado el rumbo de Zaragoza.

La indita fue tan virtuosa y bondadosa con sus pueblerinos, que éstos le rindieron culto hasta el extremo de confundirla con los dioses, y las ofrendas que le hacían eran de leche y miel.

Después de su muerte, fue reverenciada como diosa, por los habitantes que ella misma había creado. Celebraron sus novenarios con ayunos, sujetos sólo a queso y miel, y a clavarse espinas de maguey en las rodillas.

Los nuevos pobladores recordando a la reverenciada indita y le dedicaron la primera calle que se formó, dándole su nombre. Hoy es el final de la calle Juárez.

Los Caporales Ardilla y Comal

Ardilla era un hombre robusto, de finos modales y, por lo mismo, querido de sus amos y señores. Su nombre era José Altamirano y Ardilla. Portaba siempre un buen traje de charro muy aseado y, sobre todo, se distinguía por su nobleza en el trabajo.

El caporal Comal, de nombre Juan Manuel Espino, era apodado así porque en un principio propuso a sus amos que el fierro, para marcar a los animales, fuera un disco con un asa, para así distinguirlos a gran distancia, lo que los patrones aceptaron sin réplica, diciendo para sus adentros «Esto es un verdadero comal». Y de aquí que Espino fuera el caporal Comal.

Nuestros hombres servían a los señores Marqueses de Guadalupe. El primero se encargaba de la parte sur de las tierras y el segundo de la parte norte. Los dos se tenían siempre al corriente en sus asuntos, sin que la distancia lo impidiera, pues desde el Cerro del Picacho al cerro de Pabellón se oían perfectamente. Para ello, tenían unos cuernos especiales, bien conocidos entre los vaqueros. Éstos tenían un alambre en forma de espiral y uno de sus extremos iba fijo a la parte aguda del cuerno, y la parte que formaba el pabellón subía tanto a la voz, que podía oírse a muy largas distancias. Con ese aparato se comunicaban a diario sus planes de trabajo.

Cuenta la leyenda, que un día los animales de la hacienda comenzaron a disminuir a diario y en buen número, lo que, al ser notado por Ardilla, le hizo sentir muy apurado, dando desde luego noticia de lo ocurrido a sus amos.

—Sólo hay una parte sin cerca, que es, desde este lugar, hasta Peñuelas. Construyendo una hasta la división, se evitará la salida de los animales —dijo Ardilla muy seguro.

—Que se haga en seguida, ¡lo más pronto posible! —ordenó su amo. 

—Hoy mismo daré principio y para mañana, a la hora del alba, quedará concluido el trabajo. Le aseguro a usted que al canto de los primeros gallos la tendrá y será de su agrado.

A las ocho de la noche, el Caporal Ardilla se dirigió al Cerro del Picacho, al lugar acostumbrado, para hablar con el Comal y comunicarle el compromiso con sus amos.

—Eso es imposible y faltarás a tu promesa —le dijo Comal muy preocupado. 

Ardilla, desesperado, ahí mismo hizo pacto con Lucifer. Le habló ofreciéndole su alma a cambio del trabajo pedido, debiendo quedar terminado para antes del canto de los primeros gallos. Entonces, una voz de caverna se oyó y dijo: 

—¡Es un trato! ¡Manos a la obra! —exclamó Lucifer.

De pronto, se vieron legiones de demonios que, a toda prisa, cavaban la tierra de una manera espantosa. A la hora convenida quedó concluida la cerca.

El trato con Satanás, había sido que, a los doce días, vendría por él. Se acercaba ya el plazo y Ardilla se puso tan triste que la Marquesa lo notó. 

—¿Qué es lo que te pasa? Antes eras tan alegre y ahora tan triste y pensativo. Dime tus penas, nosotros te ayudaremos en todo —dijo ella con el acostumbrado cariño.

—Señora, es imposible. Le he ofrecido mi alma a Lucifer a cambio de la cerca que se hizo y, dentro de tres días, se cumple el ofrecimiento, así que ya no estaré aquí —respondió Ardilla muy afligido.

—Si es así, José, pierde cuidado. Toma este Crucifijo, póntelo al cuello y ya en el camino grita: ¡Ave María! y él te dejará, tenlo por seguro.

Enseguida Ardilla comunicó también a Comal su pesar y éste aseguró que nada le pasaría y el diablo quedaría burlado.

El caporal Comal rodeó todo el cerro de pequeñas cruces y, llegado el día, el diablo no podía acercarse al sitio convenido, por lo que, desesperado, lo esperó escondido hasta que saliera al campo. Cuando lo vio desprevenido, lo cogió con todo y caballo y lo llevó por los aires.

Acordándose Ardilla del Ave María, lo pronunció con todo su corazón y el diablo con mucho coraje lo arrojó con tal fuerza, que vino a quedar estampado en una peña llamada «La Peña Blanca, la cual se ve desde la población. Dicen que a la fecha se nota su estampa.

A pesar del golpe y por efecto de su fe, Ardilla no murió y continuó trabajando en la Hacienda de los Marqueses de Guadalupe, y Lucifer quedó burlado.

Raza de Gigantes

Hace unos cientos de miles de años, por allá en los albores de la vida, cuando la tierra apenas empezaba a enfriarse y las lluvias eran torrenciales; por la superficie de este mundo, resonaban con firmeza las pisadas de gigantes que eran los amos y señores de todo lo creado, porque su inteligencia sobrepasaba el nivel de cualquier otra criatura del reino animal.

Su porte era tan altivo, sus facciones tan finas y aristócratas, que ni la Grecia antigua vio seres tan perfectos. Sus cuerpos atléticos y bien proporcionados no tenían par en el universo.

Construyeron enormes ciudades y sus palacios eran tan bellos, que ni siquiera han sido soñados por el hombre moderno, porque combinaron lo hermoso con lo práctico y lo cómodo con lo seguro.

A la par de la tierra, que les daba abundantes cosechas, cultivaban las Bellas Artes, porque su civilización era muy avanzada. 

Tan maravilloso era su sistema de vida, que muchos todavía no creen que hayan existido. ¡Pero existieron! De eso no hay la menor duda, basta con mirar al Cerro del Muerto para comprobar que todo fue verdad.

La guerra y el odio estaban ausentes de sus almas. Nunca, como entonces, la paz fue tan fraternal y duradera sobre la tierra. Así vivieron incontables siglos, amando todo cuanto les rodeaba. La naturaleza siempre abundante, les daba lo que quisieran. Pero ¡ni en ese verdadero paraíso terrenal la dicha fue eterna! Y así llegó el día en que todo tuvo que terminarse por un desastre que la Tierra ha experimentado infinidad de veces. Temblores la sacudieron en convulsiones de muerte, desgarrando a su paso ciudades enteras con sus habitantes.

Al fin, volvieron la paz y la estabilidad, pero el mundo de los gigantes estaba casi totalmente destruido y su población vivía asustada de que volviera a suceder algo semejante.

De entre los sobrevivientes, quedó una joven pareja. Él se llamaba Verlé, el príncipe del país del norte y cuyo nombre significa Calientes Primaveras, y ella Kirle, la princesa de la ciudad del sur y que su nombre significa Aguas Cristalinas.

Ellos fueron los elegidos para ir a hablar con Dios. Después de prepararse, llegaron a su presencia y el Señor les dijo:

—Aunque sé a qué han venido, quiero oírlo de sus labios.

—Nuestras ciudades han sido destruidas y somos muy pocos los sobrevivientes —dijo Kirle con tristeza.

—Ustedes tendrán que emigrar a otras tierras, ya que lo que sucedió ahora, puede repetirse.

—¡Pero, amamos nuestra tierra! Queremos seguir viviendo ahí —exclamó Verlé.

—De quedarse, perecerán todos por falta de condiciones adecuadas —insistió Dios.

—Señor, no queremos rebelarnos, pero deseamos quedarnos, ¿será posible? —preguntó Kirle.

—Sí, pero se quedarán para toda la eternidad.

Al regresar a su tierra, avisaron su decisión a los pocos que quedaban.

Verlé, o mejor dicho Calientes Primaveras, se tendió en la tierra que tanto quería, con la cabeza hacia el Sur. Kirle, es decir, Aguas Cristalinas, colocó su cabeza frente a la de su esposo e inclinó un poco el cuerpo hacia el Suroeste. A la distancia, el resto de aquella raza de gigantes tomó la posición que más les acomodaba, para esperar la eternidad.

Cuatro de los más valientes caballeros que se llamaban: Galfo, que significa Buena tierra, Talt, que quiere decir Agua Clara, Kilse, que es Cielo Claro, y Máchi, que significa Gente Buena, hincaron una rodilla en tierra e inclinaron sus cabezas a esperar el final.

En esos momentos, un largo eclipse empezó a oscurecer la Tierra y cuando, siete horas después, volvió a aparecer el Sol, no se veía por ninguna parte un ser viviente. Los gigantes eran ya enormes cerros, de entre los cuales destacaban las figuras de los príncipes, vistos desde las alturas de la sierra de Guajolotes, en el punto que queda precisamente arriba del poblado que hoy conocemos como Pedregal Primero, sobre la carretera que conduce a Calvillo.

Desde la ciudad de Aguascalientes, sólo se aprecia la figura de Verlé, al que actualmente se le conoce como el Cerro del Picacho o Cerro del Muerto.

Destacan también los cuatro capitanes, que ahora son llamados así: al sur el Cerro de Los Gallos que fuera Agua Clara, al norte el Cerro de San Juan, en el macizo montañoso de Tepezalá, conocido por Cielo Claro, un kilómetro adelante, el Cerro de Altamira que antes llevara el nombre de Buena Gente, y, más allá, hacia el poniente, distinguimos a Tierra Buena, que es ahora el Cerro del Laurel, muy cerca del poblado de Calvillo.

Pero esos gigantes no han muerto. Vigilan nuestras vidas y nos han heredado su espiritualidad, su amor a la familia, su amor por nuestra tierra.

Su influencia ha sido tan grande que, de los nombres de los príncipes entrelazados, surgió el nombre de «Aguascalientes» nuestra ciudad, y el de los cuatro militares existen en el escudo de nuestro Estado. Mientras esos gigantes sigan ahí, nuestra Tierra no perecerá jamás.

El hombre de negro

Margarito y Néstor López, vivían en la Calle de Hebe en la Ciudad de Aguascalientes, en hermosas casas de cantera. Eran sumamente ricos, caritativos y devotos. 

Después de efectuarse la Sagrada Eucaristía en la misa de todos los días en el Templo de Guadalupe, invitaban a sus amigos a desayunar en sus casas. Era una costumbre que a todos gustaba.

En 1860, los hermanos salieron y, en el camino, se juntaron con Lucas Infante y su familia, además de otras personas que pasaban por ahí, para dirigirse al templo como acostumbraban. La esposa de Néstor iba muy afligida, pues los médicos le habían dicho que su hija Lupita se encontraba muy enferma y que solamente un milagro podría salvarla. La mujer ansiaba llegar pronto al templo para pedirle a Dios que la salvara. Todos iban contentos, menos la pobre mujer.

En un momento, cerca de la huerta de la familia Leos, se apareció un hombre muy alto, vestido de negro y en la cabeza llevaba un sombrero de ala muy ancha. Al acercarse el hombre al grupo, todos los integrantes se pusieron a temblar y sudar de miedo. Poco después, el hombre había desaparecido. Al llegar al templo, estaban verdaderamente asustados y nadie hablaba de lo acontecido. Una vez terminada la misa, nadie acudió al tradicional desayuno en casa de Margarito, excusándose por ello.

Al día siguiente, al acudir las personas a misa, pasó lo mismo de nuevo. Apareció el extraño hombre y volvió a desaparecer. Este raro suceso se produjo durante un mes. Las familias del grupo dejaron de ir a misa a esa hora, pero Margarito y Néstor, con sus respectivas esposas, siguieron acudiendo a la primera misa. Cada mañana veían al hombre de negro, pero nadie comentaba nada.

Las personas que ya conocían el hecho pensaban que era un alma en pena, así que le llamaron El Aparecido de la Verada, pero todos le tenían mucho miedo a este hombre vestido de negro con un inmenso sombrero y ojos redondos y negros como el azabache.

Un día del mes de noviembre, el hombre de negro se apareció, como ya era costumbre, pero con una horrible voz de ultratumba le dijo a don Néstor: 

—¡Tú tienes una hija muy enferma, llévame con ella para que la cure! 

Al oír la terrible voz, todos salieron corriendo hasta la iglesia y le contaron al sacerdote lo sucedido, con el fin de que les aconsejara qué debían hacer. El padre les dijo a los hermanos López que accedieran a la petición del hombre de negro.

Cuando al siguiente día volvió a presentarse el hombre, repitió que quería curar a la niña de Néstor y desapareció. Al dirigirse Néstor a su casa, su esposa le dijo que el ser misterioso estaba con Lupita. Rezaba, hacía ademanes extraños y, para terminar, le puso la mano en la cara y desapareció. Al momento la pequeña sanó completamente. Los López nunca más tomaron el mismo camino hacia la iglesia.

La niña volvió a jugar, sana y salva, con sus amiguitas en el Jardín de San Marcos. ¡Pero en su carita habían quedado marcados para siempre la huella de los dedos del hombre de negro!

A fines de 1880, aún se contaba del aparecido en la vereda. Años después aumentaban la leyenda con que don Néstor tuvo que vérselas con temor y más preocupación después de incontables apariciones con el individuo aquel, quien le confesó que había un lugar lleno de oro que se encontraba sepultado en una noria que había en la huerta de los señores Leos, en una desviación de cuatro metros hacia el sur. 

Los vecinos del barrio decían que era un túnel que desembocaba detrás del templo de San Marcos. Luego dijeron que esto fue confirmado por un supuesto vidente que en 1928 llegó a vivir a la Capital. 

Sobre el oro dijeron que el aparecido había ordenado pagar unas misas Gregorianas, una cuenta al señor don Margarito, su hermano, y la tercera para él.

Los que viven ahí, al día de hoy, cuentan que Vicente Leos, uno de los hermanos menores, que sobrevivió años después, les dijo que el aparecido se transformó en el tronco de un peral que tenía exactamente su figura.

En la vereda, años después, se construyó la calle de Rivera, pero el aparecido jamás volvió.

El puente de piedra

Durante la época de la Colonia, en Aguascalientes, vivía un señor llamado don Bonifacio Gorostiza. Este buen hombre tenía una sobrina llamada Emelina, cuyos padres habían muerto a causa de un tornado que había acabado con el pueblo donde vivían con su hija. Ante esta tragedia, don Bonifacio la recibió en su casa, a la cual llegó la sobrina acompañada de una criada. Emelina tenía quince años y una belleza sobresaliente. Pretendientes no le faltaban.

Seis meses después de haber llegado la muchacha, apareció en la ciudad don Fabricio Hernández, cacique conocido por sus abusos y su desvergüenza. Ante este hecho, don Bonifacio mandó a unos peones a seguir al cacique, con el fin de impedir que conociera a Emelina, pues era sumamente mujeriego. Sin embargo, no pudo evitar que un Domingo de Ramos, Emelina y Fabricio se encontraran en el parque de la ciudad. En cuanto se vieron, se enamoraron. Dieron comienzo las citas clandestinas de los enamorados, que se las arreglaban de mil maneras para poder verse a escondidas, pues sabían que don Bonifacio nunca aprobaría su relación. Se reunían, sobre todo, en el puente de piedra, que estaba a la salida de la ciudad.

Pero un fatal día, el tío de Emelina los sorprendió y, enfurecido, se le fue encima al cacique. Fabricio sacó de su funda un pequeño puñal muy filoso y le cortó la garganta al pobre tío. Al sentirse herido, don Bonifacio se aferró al cuerpo del asesino y ambos cayeron al río que estaba abajo del puente. Emelina, desesperada por la muerte de su amado, juró serle fiel para toda la vida. El tiempo pasó y la joven no pudo soportar más su desgracia, así que decidió quitarse la vida. Tomó el puñal de su tío, llegó hasta el puente y, pronunciando el nombre de su amado, se lo clavó en el corazón.

Desde entonces, al anochecer, se escuchan en el puente de piedra los sonidos de la pelea de los dos hombres, el chapuzón de su caída y los lamentos de Emelina llamando desesperada a su adorado Fabricio, que nunca acude al desgarrador llamado.

Un tesoro en la plaza de San Marcos

Cuentan que, frente a la plaza de San Marcos, vivía un comerciante muy rico que tenía la costumbre de donar enormes cantidades de dinero a la parroquia, por ser también un hombre devoto. Era muy respetado en la comunidad y ofrecía fiestas memorables. Su hija era muy joven y tenía un pretendiente en la Ciudad de México, un muchacho rico también.

Estalló la Revolución y la vida en Aguascalientes dejó de ser tranquila, como en el resto del país. Primero llegaron a esta ciudad los villistas, quienes recibieron el apoyo de los lugareños, más por miedo que por estar convencidos de la revuelta armada. Dicen que el comerciante ofreció una recepción en su casa para los generales, con la idea de quedar bien y sentirse protegido.

Con el paso de los días, la tranquilidad pareció volver, pero las noticias de la avanzada carrancista hacia la ciudad, eran en verdad preocupantes. Ya se sabía que habían asolado Zacatecas y otros lugares más al norte. Tales revolucionarios, decían, eran bandidos que no respetaban a nadie y robaban o mataban por puro gusto. Cuando esto llegó a oídos del comerciante acaudalado, ideó un plan para esconder sus riquezas en un lugar seguro. Sin que nadie entendiera la razón, les pidió a varios de sus trabajadores que esa misma noche armaran un alboroto lejos de la plaza de San Marcos.

Dicho bullicio cumplió su cometido, pues todos los habitantes de los alrededores fueron a ver de qué se trataba, y se mantuvieron lejos de la plaza. Desde la tarde, el comerciante había llenado un baúl con sus riquezas de más valor: monedas de oro y joyas, tanto personales como las de su esposa y de toda su familia. 

Cuando estuvo seguro de que no había nadie en la plaza, fue a escarbar un hoyo muy profundo al pie de una jacaranda.  Después, fue a su casa por el baúl para enterrarlo en dicho pozo. Su hija fue la única persona que atestiguó todo aquello porque él quería que ella supiera dónde había quedado escondida su futura fortuna.

No pasaron muchos días desde aquel acontecimiento, para que la ciudad sufriera las revueltas carrancistas. Antes de que esto ocurriera, los más ricos ya habían huido hacia otros destinos. El comerciante se fue con toda su familia a la ciudad de México, con el propósito de regresar cuando fuera posible. Pero la lucha armada duró tanto tiempo que esa y muchas otras familias jamás volvieron.

El comerciante casó a su hija con el muchacho rico de México y siempre le recordó que debajo de aquella jacaranda, en Aguascalientes, estaba su herencia y que hiciera uso de ella cuando la requiriera. 

Pasaron los años y el comerciante murió. Su hija nunca tuvo necesidad económica de recuperar el tesoro, pero sí quiso hacerlo por los recuerdos de su juventud y de su familia guardados en aquel baúl. 

Cuentan que la hija del comerciante un día llegó a Aguascalientes y fue directamente a visitar lo que había sido su casa familiar. Llevó al esposo y a sus hijos a que conocieran la iglesia de San Marcos, así como el lugar donde estuvo el negocio de su padre. Después caminó sola por la plaza para ubicar el punto exacto donde recordaba aquella noche a su padre enterrando el tesoro. 

Dicen que la mujer se sentó a llorar en una banca porque la jacaranda ya no existía.

Los niños de la carretera a Aguascalientes

Cuenta la leyenda que, en la carretera, hace unos años, atropellaron a unos niños de apenas unos cinco o seis años y, como es costumbre, sus padres pusieron unas cruces al lado del camino, en el punto exacto en que murieron.

Varios años después, una familia de Aguascalientes fue a Calvillo a visitar a la madre de la esposa, como cada domingo, pero esta vez se les hizo tarde para regresar a Aguascalientes; sin embargo, subieron a su auto y tomaron la carretera de noche. 

En el camino, vieron a un par de niños jugando, lo cual se les hizo muy extraño y creyeron que era por el cansancio, así que siguieron sin detenerse. Unos cuantos metros más adelante, la mujer percibió un olor muy desagradable, como a podrido. Al mirar hacia atrás, vio a dos niños con la cara destrozada y el cuerpo en descomposición, como si llevaran meses muertos.

Del susto, por poco tienen un accidente ellos también. Por fortuna llegaron a salvo a casa, pero desde entonces jamás volvieron tan tarde los domingos.

Otras personas cuentan que han visto a estos pequeños, pero nadie, hasta ahora, ha tenido un encuentro tan cercano como esta familia.

Se cree que, quizá, ese día los niños estaban más traviesos que de costumbre, pero al ver que casi provocan otro accidente, decidieron dejar de acercarse tanto a la gente. Por eso se dice que no deben temerles, pues son sólo los espíritus chocarreros de un par de inocentes criaturas que quizá no saben que ya murieron.

El Mezquite de los Novios

Cuentan que hace más de un siglo, cuando la Presa de los Serna pertenecía a la Parroquia de Calvillo, las parejas que querían contraer matrimonio, tenían que salir a eso de las cuatro de la mañana, o antes, rumbo a la parroquia, ya que la celebración del rito se llevaba a cabo a las seis de la mañana. 

Tenían que irse por el antiguo camino real —por el que pasó Miguel Hidalgo—, el cual se ubica en la salida al Terrero del Refugio, y atravesar el predio llamado “El sapo”, para encontrarse de frente con el Cerro Blanco. En aquellos tiempos, el transporte no existía como ahora, por lo que los más acomodados se iban en burro, los de escasos recursos a pie e incluso, los más pobres, tenían que hacer sus recorridos descalzos, para así, una vez que llegaran a la parroquia, pudieran usar sus zapatos limpios de boda que llevaban en algún viejo morral.

De regreso, las personas les esperaban en la casa del novio o de la novia para llevar a cabo la comida que, por lo general, era un mole con pollo sólo para vecinos y familiares cercanos de los recién casados.

Cuando estalló el movimiento cristero, en el centro del país la guerra fue más cruel y, algunos historiadores, ubican el número de personas muertas en un máximo de 250 mil, entre civiles, cristeros y miembros del Ejército Mexicano, todos ellos muertos en situaciones realmente violentas y sanguinarias.

Tal fue la situación de una joven pareja. Margarita era hija de unos señores campesinos que vivían en una modesta casa de carrizo, madera y paja, ubicada en lo que hoy es Varas Verdes. Era una chica alegre y muy devota, pues siempre llevaba en su cuello un viejo escapulario que le había regalado su abuela antes de morir. Alberto era un hombre trabajador dedicado a vender leña, que llevaba en su burrito hasta el pueblo de Calvillo para así mantener a su padre enfermo. Su madre murió de parto y su única hermana también había muerto de una extraña fiebre.

Margarita y Alberto se conocieron, se empezaron a tratar y con el tiempo se enamoraron. Ambos eran buenas personas y excelentes cristianos, pero lamentablemente su amor nació en una de las peores épocas de México: durante el movimiento cristero.

En Calvillo, al igual que en la mayoría del país, se dio la orden de cerrar los templos, y se les prohibió a los habitantes practicar su religión. Los sacerdotes se tenían que disfrazar y otros más esconderse en las barrancas o en las casas de los fieles. Este era el escenario en el que se desarrolló la historia de estos jóvenes. 

Cierto día, Alberto decidió dar un paso más en su relación y le pidió matrimonio a Margarita. Cuando ésta escuchó la propuesta, sus ojos se llenaron de lágrimas. Alberto le dijo que ya había hablado con un sacerdote que los iba a casar en el campo y de manera clandestina. El sueño de Margarita era llegar vestida de blanco al altar, pero, por esos tiempos difíciles, jamás pudo realizar su deseo.

Margarita aceptó casarse en el campo y se resignó a hacerlo sin ningún vestido especial. Llegó el día de la boda y ambos partieron rumbo a Calvillo, al campo donde se efectuaría el casamiento. Alberto llevaba una carta escrita a mano por el cura, donde éste aceptaba casarlos en tal fecha, desobedeciendo la ley del Estado, realizando la ceremonia en total secreto.

Cuando iban de camino, ambos decidieron hacer un alto en un viejo mezquite que había al lado del camino. Allí decidieron retomar fuerzas para el viaje. Mientras descansaban, unos militares a caballo los alcanzaron.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó uno de los jefes— ¿Hacia dónde se dirigen?

—Vamos al pueblo. Mi mujer se encuentra enferma —respondió Alberto muy nervioso.

Un militar descendió de su caballo y decidió revisar si Margarita tenía fiebre o algo. Al hacerlo, pudo ver en el cuello de la joven el escapulario que su abuela le había regalado. 

—¿Eres católica? —preguntó el militar.

—Sí —respondió Margarita muy asustada.

—¿Qué no saben que ahora está prohibida la religión en México? —dijo un oficial. 

Margarita, del terrible miedo que sintió, no respondió, por lo que el militar enfurecido le dio una fuerte bofetada que la hizo caer. Alberto, lleno de impotencia, quiso golpear al soldado, pero éste lo golpeó antes con la cacha de su rifle. Alberto cayó también al suelo y el militar notó que algo sobresalía de entre la camisa del joven. Era la carta del sacerdote. En tono grosero, exigió que le dijera qué era ese documento. Al no recibir respuesta alguna, arrebató de entre las pertenencias de Alberto, el papel. Fue en ese momento cuando el soldado descubrió que, realmente, a lo que iban era a casarse. 

El militar, aún más enfurecido, les preguntó dónde se llevaría a cabo el rito, para así sorprender al sacerdote y darle una lección por desobedecer las leyes que prohibían las manifestaciones de culto.

Alberto y Margarita se negaron a decirle dónde los esperaba el cura. Después de insistentes maltratos y golpes, el oficial, muy enérgico les dijo: 

—Se las voy a poner fácil, o el cura o ustedes. Si me dicen dónde los espera, podrán irse, pero si se niegan a decirlo, los mataré, juro que lo haré. 

Margarita sólo tomó su escapulario y lo estrechó muy fuerte contra su pecho, llena de temor.

Ante su firme silencio, el militar tomó la terrible decisión de colgarles del viejo mezquite donde descansaban. 

Es así como Alberto y Margarita, jamás pudieron realizar el sueño de ser esposos. Los militares dejaron ahí sus cuerpos colgados a manera de escarmiento para que lo vieran todos los que pasaran por el lugar.

Desde entonces, a ese mezquite se le llama El mezquite de los novios y, tras la culminación de la persecución cristera, los novios que iban a casarse durante su recorrido, descansaban en ese viejo árbol en recuerdo de aquellos jóvenes que jamás realizaron su sueño.

Tiempo después también se volvió a colgar a un hombre más de una de sus ramas. En la actualidad aún existe ese árbol y hay quienes dicen que, en el lugar, se ha visto vagar el espíritu de Alberto y Margarita. Otros más, sobre todo aquellos que muy temprano caminan rumbo a sus parcelas, aseguran haber visto a una mujer de blanco sentada al pie del árbol, la cual desaparece apenas te acercas. Algunos otros cuentan que, al acercarse, les avientan piedras en medio de lamentos, como impidiendo que se aproximen al mezquite. También se dice que, al caminar por allí, sienten como alguien camina detrás de ellos y al girar pueden ver a dos jóvenes tomados de la mano que les miran fijamente.

Son varios los testimonios sobre este árbol lleno de historia, que se localiza rumbo al “Sapo” y la “Mesa”, por el viejo camino que conducía a Calvillo.

Lo que sí es seguro, es que, al estar en ese lugar, se transmite un clima de verdadero terror y tristeza a la vez, por aquellos jóvenes novios. Por eso, la próxima vez que pasen por ahí y escuchen algo raro detrás, es mejor que no miren, porque les podría esperar una gran sorpresa junto al antiguo Mezquite de los novios.

El ánima de la calle Allende

Cuentan que, hace algunos años, había un ánima que se veía en una casa de la calle Allende. La familia que vivía ahí, estaba muy asustada. 

El espíritu se les aparecía mucho, pero en especial a un señor, a su suegro y a su hermano. Resultaba curioso que sobre todo a ellos los espantara con más frecuencia.

En la casa se escuchaban ruidos constantemente, pero una noche sucedió algo más aterrador que en las otras ocasiones.

Alrededor de las dos de la mañana, el señor salió al patio a tomar agua de la llave de uno de los lavaderos. Era una noche calurosa y, como estaba medio dormido, no tenía miedo. De pronto, le pareció ver una sombra. Al voltear bien, vio a esta ánima. Cuenta que era una especie de bulto blanco que parecía arrastrado por el viento, pero no soplaba el aire en ese momento. En esa casa había un brasero, del cual había salido esta aparición. 

El espíritu siempre hacía el mismo recorrido, pues todos los que lo vieron contaban lo mismo: que le veían salir del brasero, bajar por unas escaleras para ir al patio y salir de la casa. Todo el tiempo iba en el viento.

Al día siguiente, el señor le contó a la familia que había visto al ánima muy de cerca, pero seguía sin saber lo que era. Entonces el suegro mandó a llamar a un hombre que decía ser espiritista y médium. 

Cuando el señor estuvo en la casa y, después de revisar todo, les dijo:

—Es una persona que está enterrada aquí. Me parece que es probable que sea de los cristeros, pues percibo mucho sufrimiento en esta alma, pero sobre todo es alguien que está enterrado con dinero. No me es posible saber quién es, pero es lo que pude ver al recorrer su casa. Si algún día encuentran sus restos, denle santa sepultura en el panteón.

A partir de la visita del espiritista, todo empeoró, pues se comenzaron a escuchar más cosas. Continuó apareciéndose más ante los tres hombres de la casa, pero todos sus habitantes podían escuchar y percibir aquella presencia en algún momento del día. Fue tal la cantidad de veces que aumentaron las apariciones, que la familia entendió que esta ánima estaba muy enojada y temieron por sus vidas, así que decidieron irse de ahí, pero tiempo después, volvieron para tirar la casa y construir algo nuevo en ese terreno. 

Un día, mientras los albañiles excavaban, encontraron los restos de alguien. Ya sólo estaba el esqueleto, pero aún conservaba la ropa, aunque deshecha. Lo más terrible es que la cabeza estaba separada del cuerpo, pues el cráneo fue encontrado un par de metros más allá del resto de los huesos. 

La familia se asustó mucho, pero, aun así, lo llevaron al camposanto, como se los había recomendado el espiritista. Sin embargo, no encontraron el dinero que se suponía debía estar enterrado con el difunto.

Después de darle cristiana sepultura a este hombre, terminaron de construir la nueva casa, pero ya no volvieron a ver al ánima. La familia sabía que ahora, este ser, ya descansaba tranquilo. 

El tesoro de los cristeros

Se cuenta que, en la época del cristero José Velasco, allá por el año 1928, los cristeros habían matado a un hombre en el camino de la localidad del Taray. Lo habían colgado, para darle muerte, cerca de donde estaban las ruinas de una casa de adobe. 

La gente que pasaba de noche, decía que se les aparecía ese hombre. Se creía que era porque ahí había enterrado un cazo de monedas antes de que los cristeros llegaran a quitarle la vida. 

Una vez, a medio día, pasaban por ahí una mujer y su esposo en sus burros. Se dirigían a Calvillo. El señor detuvo a su burro al ver que del suelo sobresalía algo.

—¿Qué es eso? —preguntó la mujer al detener a su burro y mirar lo que su esposo veía. 

—Mujer, aquí hay dinero enterrado —respondió con sorpresa.

—¿Cuál dinero, hombre? Ahí no hay nada. Vámonos.

Su esposo dudó y no quiso averiguar más, así que siguieron su camino. De pronto se encontraron a unos hombres a caballo que se dirigían a Taray.

Al día siguiente, cuando la pareja regresaba por el mismo camino, pasaron por el mismo lugar donde el esposo había sospechado del dinero enterrado. Encontraron un hoyo que tenía la forma de un cazo. ¡Alguien había sacado el tesoro!

El esposo se dio cuenta que los hombres a caballo también habían visto aquél objeto que sobresalía de la tierra, pero en vez de dejarlo, lo desenterraron y obtuvieron el dinero. Esto lo enfureció, sobre todo con su mujer por haberlo hecho dudar. 

Se dice que seguramente ese tesoro no era para ellos, pero desde entonces, jamás se volvió a hablar de las apariciones del hombre que había sido colgado ahí.

Cerro Blanco

En las primeras casas de los pobladores de Cerro Blanco, se cuenta que se ve un alma en pena cerca de una barda de piedras que tiene un hueco que era utilizado como altar de velación. 

En el lugar aún viven parientes de esta ánima y también se han encontrado monedas antiguas y un polvo dorado, al que los habitantes le llaman: oro volador.

En la loma de este lugar, junto a las tapias, se formó una cruz de piedras que los habitantes no han quitado, pero tampoco saben quién las puso de esa forma. Sin embargo, los buscadores de tesoros frecuentan la zona.

Se dice que en ese lugar también estuvieron los Chichimecas y fue uno de los sitios donde los cristeros pasaron algún tiempo. Por eso se cree que hay oro enterrado en el lugar.

Cuentan que bajo el cerro hay un pueblo encantado, pero que está oculto y protegido por los espíritus. Se dice que la única forma de poder entrar a él, es ir a la cima y lanzar a un bebe desde lo alto. Será entonces que el cerro se abra y el pueblo quede al descubierto, pero que quien esté en la cima también morirá, pues con el movimiento va a caer desde lo alto y el golpe lo matará. Por eso sigue oculto, pues nadie se atrevería a matar a una criatura, ni tampoco arriesgaría su vida para que otros puedan ver el pueblo encantado.

La mujer poseída

Cuenta la leyenda que, en Calvillo, vivía una familia que veneraba al Diablo. Todos hacían cosas como brujería, santería, ritos satánicos y otras cosas que no se conocen porque son secretos de familia y de gente que se dedica a esto.

Estas personas llevaban muchas generaciones viviendo en una casa cerca del panteón, así que cuentan que el lugar tenía muchas energías negativas que ellos atraían.

Algunas décadas atrás, el tío de la mujer de esta historia, a quien llamaremos María para conservar el anonimato, había sido asesinado por causa de los hechizos que realizaba. De alguna forma, esto hizo que el Diablo se apoderara del lugar y de la familia. 

Cada año, un sacerdote llamado Samuel Pedroza, iba a bendecir la casa, pues algunos de los vecinos exigían que así se hiciera, en lugar de quemar vivos a sus habitantes por sus actos.

Un día, cuando María cumplió los treinta años, Satanás decidió escogerla a ella como esposa. Según se cuenta, durante años la habían estado preparando para este suceso, pues al parecer era la indicada. El malvado ser le dijo su nombre, pero le ordenó que a nadie se lo revelara. 

Así sellaron un pacto y aquella mujer podía hablar con el Diablo, quien le dio una legión de demonios para que la protegieran, lo cual, al enterarse la gente de la ciudad, los aterraba, así que cuando se encontraban frente a María, huían despavoridos. 

Siempre iba a su lado un perro negro que parecía muy feroz y nunca se alejaba de ella. Pocas personas decían haber visto al animal y esto se debe a que sólo la gente buena era capaz de ver el mal y ponerse a salvo. El resto de los pobladores ignoraba la presencia del demonio en forma de perro y no se alejaban lo suficiente de ella, pero igual le temían. 

Una noche que esta mujer volvía de la calle, quiso entrar a su casa, pero su padre le suplicó que no lo hiciera, pues algo malo estaba ocurriendo dentro. Ella alcanzó a escuchar un gruñido aterrador en el interior de su hogar y se asustó mucho, pues temía por su vida y la de su familia.

De pronto, sintió que una fuerza la obligaba a entrar y, sin escuchar los ruegos de su padre, casi como hipnotizada, cruzó la puerta y se paró en el centro de la sala.

Su cuerpo parecía ser estrujado, como si una mano gigante la apretara. La familia la rodeaba, pero nadie se atrevió a acercarse para ayudarle. De pronto, se escuchó un estruendo que duró casi un minuto. Todos se cubrieron los oídos, excepto María, que estaba paralizada.

Después ella contó que cuando escucharon aquel ruido, sintió como si una voz le hablara al oído, diciéndole:

—Hoy fuiste a ver a un amigo tuyo, mis demonios me lo han dicho. Eres mi esposa y yo te protejo, pero te prohíbo ver a otro hombre, no me importa que sea tu amigo o tu pariente. No te voy a permitir que me engañes, pues ahora me perteneces y sólo a mí me debes obedecer. Dile a tu padre que no vuelva a meterse, por esta vez lo perdonaré, pero en cambio, a ese amigo tuyo no, para que te sirva de escarmiento. 

Después de esto, todo se calmó y la mujer se comportó como si volviera de un sueño. La familia, a pesar de dedicarse a esto, también estaba muy nerviosa por lo sucedido.

Al otro día, el padre fue a ver a su hija a su habitación. Se dio cuenta que tenía moretones y rasguños por todo el cuerpo que no había visto el día anterior. La mujer le explicó que ese era el único castigo que el Diablo le había dado. Sin embargo, también le confesó lo que había ordenado para él.

Su padre estaba muy consternado por las órdenes del demonio, pero más aún, por la noticia que tenía que darle a su hija.

—Esta mañana vino la mamá de tu viejo amigo Miguel. Él ha decidido quitarse la vida, pero antes te ha dejado una carta. Nadie la ha leído por temor, pero se sabe que el joven sufrió mucho antes de morir.

La mujer la abrió de inmediato y, con lágrimas en los ojos, leyó:

«Amiga, he decidido morir a causa tuya. No quiero hacerlo, pero el Diablo me lo ha ordenado y no puedo evitarlo. Me daré muerte de una forma dolorosa, pues ése es mi castigo. Por esta razón, mi alma penará eternamente. Por favor, no te acerques a nadie, lo que me has hecho es imperdonable y no se lo deseo a nadie».

Esto dejó devastada a la mujer que, de inmediato, salió corriendo a la iglesia en busca de ayuda para ella y su familia, pues la situación estaba fuera de control y la vida de todos peligraba.

Sin dudarlo, el padre Samuel Pedroza, quiso darle la bendición y agua bendita, pero de inmediato ella fue poseída por el Diablo y atacó al padre, luego se arrastró por todo el piso llena de dolor. La gente que estaba cerca fue a ayudarle al sacerdote y, como pudieron, lograron sostenerla. El padre se recuperó del susto y, sin pensarlo más, le realizó un exorcismo.

Después de algunas horas, finalmente la mujer fue liberada. Su familia acudió de inmediato a la iglesia al enterarse de lo ocurrido. 

Poco tiempo pasó para que todos enderezaran su camino y fueran a misa casi a diario. Se volvieron devotos y buenas personas. 

La única duda que queda es si el Diablo fue en busca de una nueva esposa que pronto podría buscarlos para hacerles pagar por la traición. 

En cuanto al amigo de María, le hicieron una misa, esperando que su alma pudiera descansar en paz. Hasta ahora, nadie sabe si lo consiguió, pues se sabe que la gente que se quita la vida, no tiene perdón, pero éste había sido un caso diferente y el padre intercedió por el pobre muchacho. Pero nunca sabremos si logró salvar su alma.

El Parián

En la ciudad de Aguascalientes, existe un lugar muy popular y concurrido por todo tipo de personas, desde los mismos habitantes, hasta turistas nacionales e internacionales. Este sitio se llama: El Parián y es una especie de centro comercial. 

Eran las 11 de la noche y los dos veladores de este lugar estaban dando la ronda de vigilancia nocturna, como siempre, para asegurarse que todo estuviera en orden. Uno de ellos, llamado Josué, estaba en el área de los elevadores del segundo piso, cuando de repente vio jugando a un niño muy pálido, era lo más blanco que había visto en su vida. Se sorprendió demasiado y, por el radio que usaban los dos veladores, Josué le dijo a Ricardo: 

—Oye, por acá dejaron olvidado a un muchachito como de siete años. 

—¿Seguro? —preguntó Ricardo.

Entonces, Josué volteó de nuevo a ver dónde estaba jugando el niño, pero ya no había nadie. Por el radio, su compañero le gritó muy asustado y, tartamudeando, le dijo: 

—¡El muchacho está aquí!

Esto le pareció imposible a Josué, ya que Ricardo estaba en el tercer piso y sólo se podía llegar por ahí en los elevadores, los cuales no se había escuchado que se movieran. Pero, sobre todo, nadie, por muy veloz que fuera, habría podido llegar tan rápido. 

De pronto, en la radio se escuchó una interferencia. Cada uno desde donde estaba, pudo oír las risas de un niño y una voz que decía:

—¿Quieres jugar conmigo?

Después de esto, Josué y Ricardo se dirigieron a toda prisa al cuarto donde dormían y no salieron hasta que llegaron los otros dos relevos, a quienes les platicaron lo sucedido. Ellos les confesaron que por eso no les gustaba trabajar en el turno nocturno, pues también se habían encontrado con el pequeño. 

—Él se enoja si no juegan con él a las escondidas, lo cual es aterrador, pues si uno lo busca, el niño se te aparece y se echa a correr entre risas. Eso es muy escalofriante —dijo Juan. 

—Lo peor es cuando te dice que te toca esconderte. En verdad sientes cómo te sigue por todos lados y oyes su voz diciendo que te encontró —continuó Pedro. 

—Pero si no juegas con él, al otro día no te deja en paz. Te dice groserías y amenazas por el radio, te avienta cosas, te deja encerrado en el elevador y mil cosas más que se le ocurren.

A Josué y a Ricardo les dio mucho miedo todo esto, pero al día siguiente, se pusieron de acuerdo y tuvieron una gran idea.

Comenzaron a dejarle dulces en todos los lugares que se aparecía y si quería jugar, sólo le daban más y así pudieron evitar el escalofriante juego de las escondidas con el pequeño fantasma.

Desde entonces, los nuevos veladores tienen que saber esto para no ser tomados por sorpresa.

En la noche y en el día, ese niño, apodado por la gente de Aguascalientes como el Pecas, ronda por los pasillos del Parián. A veces, está jugando o tan sólo mira a quien pasa.

Hay gente que no le teme y dicen que, si le dejas un caramelo, él estará contento.

Los Plata

Una familia de cuatro hermanos se encargaba de preparar el pan para todos los vecinos de Aguascalientes. Ellos trabajaban sin parar, pero su recompensa también era enorme, ya que tenían más dinero que cualquier otro. No gastaban, solamente lo acumulaban, hasta que un día llegaron a juntar una gran fortuna. 

El apellido de la familia era Santoyo, pero se les conocía como Los Plata por la fortuna que amasaban. No querían que los extraños entraran a su hogar sin aviso, así que, para evitar problemas, enterraron su tesoro. 

Con los años, los integrantes de la familia murieron uno a uno. Cuando quedó la última, se metió en un convento cercano y luego murió también de tristeza, así que el cura vendió la propiedad. 

Los nuevos inquilinos decían que por la tarde veían a cuatro ancianos conversando cerca de un árbol, en el fondo del jardín. Se dice que ellos desenterraron el tesoro de Los Plata haciendo inmediatamente uso del mismo. 

Al final, toda una vida de ahorros fue para que otros usaran el dinero sin ningún esfuerzo por obtenerlo. Pero desde aquel momento, los cuatro ancianos los atormentaron hasta que murieron, pues nunca pudieron devolver la fortuna obtenida sin el permiso de los hermanos.

La niña del parque

El Parque Rodolfo Landeros Gallegos —Parque Héroes Mexicanos— está ubicado en el lugar que ocupó, hasta principios de la década de los ochentas, el aeropuerto de la ciudad de Aguascalientes. Se ubica sobre la avenida José Ma. Chávez al sur de la ciudad y está poblado de álamos y eucaliptos. Cuenta con un lago artificial con fauna llena de carpas y patos. También tiene áreas temáticas para niños, como La zona de Cri-Cri, la Cabaña de Juan Chávez, la ciudad miniatura, la cual tiene recreaciones de los principales edificios civiles de la ciudad. También cuenta con asadores, una pista de patinaje sobre ruedas, canchas de basquetbol, pasamanos, resbaladillas, ciclopista, aviario y un trenecito que da un recorrido por todo el parque.  

Lo anterior parece suficiente para que este parque se haya hecho famoso, pero su reconocimiento nace gracias a una leyenda, la cual cuenta que, cuando el lugar funcionaba como aeropuerto de la ciudad, sucedió un terrible accidente. 

Un día, uno de los trabajadores, que mantenía las máquinas, llevó a su hija al trabajo. Durante ese día, el hombre estaba trabajando en una turbina descompuesta y trataba de repararla. Su hija, la cual llevaba consigo una muñeca casi de su mismo tamaño, estaba jugando por los alrededores y, a pesar de las advertencias de su padre, la niña se acercó a la turbina. En cuanto la repararon, los hombres de mantenimiento la encendieron sin fijarse que la niña estaba cerca de ella. Lamentablemente la pequeña fue succionada. Un grito fue lo último que se oyó de la niña. 

Se dice que desde entonces las apariciones de la niña fueron frecuentes y, con la nueva temática del lugar, se han incrementado, porque encuentra entre sus visitantes a muchos niños a los cuales invitar a jugar. 

Hay personas que dicen haber tenido encuentros con el fantasma de la niña por toda la zona. Ella los invita a jugar y les muestra una muñeca, la misma que llevaba el día de su muerte.

Los encargados del parque ya saben de su existencia e intentan tenerla confinada en el área del meteorológico, que está instalado dentro del parque, para que no provoque otro accidente que cobre la vida de algún niño, pero ¿cómo se detiene a un fantasma si atraviesa paredes?

Seguramente esa táctica no está funcionando del todo, ya que, a pesar de las grandes extensiones del parque, ella ha sido vista por todos lados.

El lugar ha sido muy visitado todos los días. Miles de personas, familias y grupos de amigos asistieron en los primeros días de su apertura. 

El segundo sábado de inaugurado, un joven fue de visita con sus amigos. Estaban pasando un rato muy divertido, pues era un hermoso y alegre día. 

Era tanto su entusiasmo, que se quedaron hasta que el parque cerró. Ya anochecía y los muchachos estaban afuera del parque despidiéndose. El joven se quedó en la puerta, esperando a que llegara su abuelo por él. 

Pasó una hora, dos horas y no llegaba. El muchacho estaba preocupado y a pesar de lo relajante de ese día, estaba muy alerta. 

La noche había caído, la calle estaba sola, no pasaban autos. Esto lo hizo ponerse más alerta. Su corazón latía fuerte.

De pronto, se dio cuenta de que no estaba solo. Oyó unos pasos muy suaves y cortos. Miró en todas direcciones, pero no vio nada, después, de nuevo hubo silencio. 

Por un momento pensó que estaba escuchando cosas por el cansancio, pero, momentos después, volvió a escuchar los pasos, ahora más cerca y después una risa infantil y, por último, una voz de niña. Parecía una voz infrahumana que estaba detrás de él y decía: 

—¿Quieres jugar conmigo?

Al oír esto, no pudo evitar voltear y ver con horror una imagen escalofriante. Dentro del parque, había una niña con piel pálida, vestida con ropas desgarradas y llenas de sangre. Pero lo peor fue que, la cabeza era de una muñeca, sí, una muñeca de plástico y, entre la unión del cuello y la cabeza, escurría sangre. ¡Era algo espantoso! Su horror fue tal, que sólo pudo dar un grito y desmayarse.

Cuando despertó, su abuelo había llegado y le preguntaba qué había pasado. El joven le contó acerca de su encuentro con aquella niña. Cuando terminó, pensó que el anciano lo tomaría por loco, pero no fue así. El hombre se puso serio y le contó que él había trabajado en el aeropuerto que ocupaba el lugar del parque y le habló sobre ese terrible accidente. El muchacho no lo podía creer. 

Han pasado años en los cuales otras personas han tenido encuentros con esta alma en pena. 

Algunos dicen que por su muerte tan repentina no sabe que está muerta. Otros dicen que busca el cuerpo de su muñeca, pero otros creen que sólo quiere compañía.

Sea cual sea la razón, lo que sí es seguro es que, cada noche, esa niña habita y se pasea por el Parque Héroes.

La China y el Chamuco

En el barrio de Triana de Aguascalientes, se han contado toda clase de historias que con el paso del tiempo se han convertido en leyendas. Dicen que en ese lugar, el más tradicional de la ciudad, precisamente en la Calle de la Alegría, vivía una familia humilde, pero de buenas costumbres. El padre y la madre habían educado a sus hijos con los hábitos de Aguascalientes del siglo pasado, en que los hijos besaban la mano y la frente de sus padres, y éstos les mandaban o los regañaban con sólo una mirada. 

Hilaria era la hija mayor de los señores Macías, que, además de ser una mujer muy hacendosa, era bella y tenía una forma de caminar que parecía una reina. Otra de sus virtudes era que le gustaba hacer obras de caridad, pues visitaba diariamente a los enfermos y pobres para llevarles consuelo y ayuda material. La joven era muy conocida en el barrio por ser muy atractiva y, además, por tener sus padres un negocio pequeño en donde vendían antojitos, en el que muchas veces ella se encargaba de cobrarle a los clientes.

Los domingos, cuando Hilaria iba a misa a la iglesia del Encino, llamaba la atención. Llevaba una hermosa falda y su rebozo de bolita que lucía con destreza; en su pelo, que era muy chino, usaba un listón del mismo color del traje.

Las muchachas le tenían envidia porque todos los jóvenes del barrio se perdían por una mirada de los negros ojos de la chica, quien a todos desdeñaba. Uno de ellos en una ocasión le dijo este piropo: «Con la sal que una morena derrama de mala gana, tiene para mantenerse una rubia una semana». 

Así pasaba el tiempo y, aunque Hilaria Macías tenía muchos pretendientes, a ninguno le hacía caso por no haberle llegado todavía su hora de enamorarse.

Cierto día, la muchacha se vio acosada por un individuo de mala reputación, uno de los malditos del barrio de Triana al que apodaban “Chamuco”. Además de ser muy feo, era presumido en exceso, pues Dios le había dado la gracia de que se sintiera guapo y él así se veía. 

El Chamuco se enamoró perdidamente de ella y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Cuando salía de su casa la estaba esperando en la esquina, al grado de que ya no podía ir a la calle por miedo, pues la había amenazado con que la iba a raptar. 

Un día Hilaria se fue a confesar con el cura de la Parroquia del Encino y le dijo su problema:

—No puedo salir por miedo de encontrarme con él y he dejado de hacer mis obras sociales. Este hombre me acosa y le tengo un miedo infernal.

—No te preocupes, lo voy a mandar llamar para amonestarlo y decirle que te deje en paz.

Al día siguiente, el señor Cura encontró en el jardín del Encino al Chamuco y le pidió fuera a la iglesia porque tenía que hablar con él. Y así lo hizo: por la tarde el hombre fue a visitar al sacerdote.

El padre, que le había ofrecido a la muchacha convencerlo para que la dejara tranquila, ideó algo. 

—Mira Chamuco, pídele a Hilaria un rizo de su pelo, si lo enderezas en el término de quince días, te aseguro que se casa contigo, yo mismo le pediré a sus padres su mano para ti —dijo el sacerdote muy tranquilo. 

—Pero padre, si no me concede una palabra, ¿cómo piensa que me dará un chino? Eso es imposible —respondió el Chamuco riendo. 

—Lo tendrás, yo mismo me encargaré de pedírselo. 

Y así fue, el padre le pidió el rizo a Hilaria y se lo dio al Chamuco, quien pasaba todo el día tratando de enderezarlo sin el menor resultado. Entonces el hombre fue a ver al padre. 

—¡Es imposible! Me paso noche y día alisándome el pelo y parece que con eso se enchina más. Estoy desesperado y no sé qué hacer. 

El sacerdote, con toda calma le dijo: 

—Sigue intentando, yo sé que el día menos pensado vendrás con el pelo completamente lacio y ese día pediremos a Hilaria.

Pasaron varios días y el Chamuco, con un humor de los diablos, invocó al demonio, ofreciéndole su alma en recompensa si le enderezaba aquel terco rizo de Hilaria, que por más que lo estiraba, en lugar de alaciarse, más se enchinaba.

Al invocar a Satanás, se le apareció un hombre elegantemente vestido con bombín y bastón. Al verlo, el Chamuco se hizo para atrás, ya que él le había hablado al demonio y no a la persona que tenía enfrente. 

—¿Qué haces acariciando ese cairel? —preguntó el catrín. 

—Estoy tratando de hacerlo lacio, pero no lo logro —respondió el Chamuco.

—Yo te ayudaré.

Entonces el hombre elegante tomó el rizo con las manos y de pronto aquel chino se hizo un espiral aún más compacto. Dándole una rabia infinita, aventó el chino a la cara del Chamuco y gritándole con todas sus fuerzas, le dijo: 

—¡Esto es absurdo, ni yo puedo enderezar este maldito rizo!

Al mismo tiempo se iba transformando. La boca se le deformó horriblemente, los ojos se le saltaron como de rana y de ellos le brotaba lumbre, por debajo del bombín le salieron dos puntiagudos cuernos y las manos se le empezaron a poner peludas como de animal.

Cuando el Chamuco vio que el catrín se convertía en un demonio, por lo que quiso echarse a correr, pero no pudo. Sintió que le flaqueaban las piernas, que la cabeza le daba vueltas y que los ojos se le torcían. Pero cuando vio a aquel engendro del infierno que volaba por los aires dejando un fuerte olor a azufre, perdió el sentido y no supo más de él. 

Cuenta la leyenda que el Chamuco sufrió tal impacto, que perdió la razón. Por muchos años vivió como un ente del barrio de Triana, sin recordar nada del pasado. Solamente cuando algún amigo pasaba junto a él y lo saludaba, decía algo. 

—¿Cómo estás, Chamuco? 

—De la China Hilaria. 

Para los chamacos del barrio, era una diversión, pues lo único que sabía decir era: De la China Hilaria.

El pobre hombre, al que no le hizo justicia la naturaleza porque nació muy feo, poco a poco se fue convirtiendo en un verdadero monstruo. Vivía en el barrio de Triana, casi siempre se encontraba en el Jardín del Encino sentado en una banca y enojándose con los chamacos que lo vacilaban.

Era un loco inofensivo, uno de los pintorescos tipos de ese barrio. Años más tarde, Hilaria Macías se casó con alguien de otro estado y se fue de Aguascalientes.

La historia del gran amor del Chamuco se fue olvidando, convirtiéndose en un mito. Pero la expresión de “La China Hilaria”, se quedó para siempre. Muchas personas antiguas del barrio de Triana conocen esta historia por habérselas contado sus abuelos y así se ha ido pasando de generación en generación. Con frecuencia, a los muchachos latosos o feos, les dicen que parecen “Chamuco”, y, sin pensar, están recordando a aquel pobre hombre que, por amor, perdió la razón.

La momia del túnel

Se cuenta que en la ciudad de Aguascalientes existen varios túneles que se conectan entre sí y que servían de escondite no solamente a los Franciscanos del templo de San Diego durante la persecución religiosa, sino a muchas personas que huían de la justicia. 

Una de las tantas leyendas que se cuenta, ocurrió en la esquina de las calles de Carrillo Puerto y Democracia (ahora Eduardo J. Correa). 

En este lugar había una tiendita cuyo propietario era un señor de nombre Brígido Villalobos. Era uno de los negocios más populares en el Barrio de San Marcos, pues además de que había de todo, como en botica, Don Brígido era un hombre muy amable y buen comerciante, pues no dejaba salir a un cliente sin vender todo lo que él quería.

El señor Villalobos era un gran conversador, un hombre simpático y dicharachero, que tenía muy entretenidos a sus amigos, quienes todas las noches se reunían en su tienda para idear formas para componer el mundo. Se hablaba de dinero, de religión, de los malos gobernantes, de la vida, de todos los problemas que afectaban al país. Pasaban dos horas de gran platica. Don Brígido les ofrecía una copita y, a las ocho, cada uno se iba a su casa a descansar. 

Corría el año de gracia de 1884 cuando, una noche, el grupo de amigos se encontraba en lo más bueno de la plática y se escuchó un estruendo en la pequeña trastienda, que los hizo temblar.

Los amigos se voltearon a ver: Don Antonio, a quien apodaban el charrasqueado, don Severo, que le decían el cura, y Marqués Hernández. Ninguno se atrevió a hablar, pero don Brígido, que era muy bromista, les dijo: 

—No creo que haya sido el aire… 

Con cierto temor se levantaron y, con curiosidad, se dirigieron al cuartito contiguo a la tienda. Con sorpresa vieron que se había hundido el piso. Ninguno dijo una palabra, hasta que el señor Villalobos rompió el silencio diciendo: 

—Si no tienen miedo, vamos a ver qué fue lo que pasó.

Los cuatro amigos quisieron bajar, pero fue imposible por la cantidad de polvo que había y que no los dejaba respirar. Tuvieron que salir corriendo a la calle. 

Don Antonio, don Severo y Márquez le dijeron a Brígido que de noche no se podía hacer nada, que se irían a sus casas y al día siguiente, con el fresco de la mañana y con la frente despejada, irían a descubrir aquel misterio que los tenía intrigados.

Los amigos se despidieron dejando solo al dueño de la «Tienda de la esquina», el que, por mucho rato, se quedó pensando qué podría hacer. Tenía que cerrar su negocio, pero ¿y si alguien se metía por la trastienda y le robaba? No se podía quedar toda la noche afuera y si dormía ahí, se asfixiaría por el polvo. 

Junto a la tienda vivía Vicente Trujillo, el que, al oír el estruendo, también salió a la calle como muchos de los vecinos. Al ver el problema del pobre de Don Brígido, le dio la solución: se quedarían sentados en una banquita toda la noche, afuera del negocio, tapados con cobijas, para cuidar. La esposa de don Vicente les llevó café y así se hicieron bolita y estuvieron toda la noche frente a la tienda, ideando cómo le iban a hacer para sacar los muebles de Don Brígido y rescatar la mercancía que se había caído en el socavón. 

Al amanecer llegaron los amigos y para ellos fue un día de fiesta, entre chascarrillos, adivinanzas y cantos hasta el anochecer, pero sólo Don Brígido tenía cara de angustia por la aflicción que sentía al haber perdido mercancía y que se le hubieran echado a perder sus muebles. 

Cuando lograron sacar las cosas y la tierra, vieron que había algo más allá, así que, con sogas y palas, todos, con Don Brígido al frente de la expedición, bajaron por aquel agujero que era un verdadero boquete.

Llevaban velas para ver por dónde caminaban, cuando de pronto se encontraron con un gran arco descubierto. Fue grande la sorpresa que se llevaron. Decidieron seguir caminando por aquel túnel. Entre risas y rezos, los amigos se daban valor para seguir adelante con dirección al Jardín de San Marcos. 

Según dice la leyenda, el grupo de hombres «valientes» caminó bajo tierra hasta que llegó a la puerta oriente del Jardín, en donde encontró algo inaudito: un gran armazón lleno objetos y telas muy finas de diferentes colores.

Todos se quedaron paralizados, no creían lo que estaban viendo sus ojos. El más ambicioso de ellos quiso llevarse algunas de las telas de colores vivos, pero su sorpresa fue mayor pues, al tocarlas, se iban convirtiendo en polvo. Los gritos se oyeron hasta la calle. Aquello parecía una película de terror.

Había telarañas que colgaban de las paredes y del techo. Algunos ratones corrían por todos lados haciendo brincar a los hombres que sólo decían: 

—¡Ay, mamá Carlota! 

—¡Virgen del rayo, Sálvanos!

 —¿Por qué me metí en este enredo?

 Y otras expresiones que verdaderamente daban risa. 

La expedición seguía y Don Brígido, que era el afectado, se hacía el fuerte e iba por delante con su vela de sebo. De pronto, se escuchó un grito general al ver, sentada y muy seria, a una momia que pelaba los dientes y parecía estarse riendo.

Al lado de ésta, y recargada en la pared, había otra que tenía los cabellos largos hasta el suelo. Los amigos del señor Villalobos se tropezaban uno con otro por querer salir todos corriendo al mismo tiempo. Y así, con los pelos erizados del susto y pálidos como hojas de papel, volvieron a salir por donde habían entrado. 

Nadie dijo nada, Don Brígido volvió a levantar el piso de su trastienda y todos hicieron un pacto de honor de no contárselo a nadie.

Durante mucho tiempo, esta historia quedó en secreto, hasta que un día uno de ellos, parece que el charrasqueado, en una borrachera, contó el suceso que más tarde se convirtió en una fábula. 

Hay quienes aseguran que existen otras entradas para esos túneles que, según se dice, van del Templo de San Diego al Jardín de San Marcos, de la Estación al Jardín, así como del templo del Encino al Jardín de San Marcos.

Lo cierto es que se han hecho muchas historias sobre los túneles de Aguascalientes en donde se dice que guardaba su tesoro el famoso ladrón Juan Chávez. Cuando se exploren esos túneles conoceremos otras interesantes historias que convertiremos en leyendas de Aguascalientes.

El mesón de las Agapitas

En el siglo XVII había, en la Villa de la Asunción de las Aguascalientes, varios mesones a donde llegaban los forasteros. Estos tenían caballerizas para que descansaran las mulas, a las que también se atendía dándoles de comer y beber.

El mesón de Las Agapitas se encontraba en la Calle del Reloj (ahora calle Juárez), en el que atendían dos señoras, madre e hija de ese mismo nombre. Los tres hijos de doña Agapita, José, Antonio y Salvador hacían otras labores. El trabajo era duro y lo que se ganaba era poco, pero lo suficiente para ir sobreviviendo, pues pasaban una época difícil en la que todo era caro. 

El mesón de Las Agapitas tenía fama de ser muy limpio y que la dueña se esmeraba para servir una buena comida a precios económicos. Pero a pesar de que nunca faltaban los huéspedes, la señora se las veía negras para vivir con cierta tranquilidad. 

En una ocasión llegó al mesón un hombre de unos setenta años. Era alto, con características de negro (muy moreno, pelo chino, cano, nariz chata y pómulos pronunciados) y pidió una habitación para él y un lugar para su burro.

Doña Agapita lo vio con cierto temor, pues era extraño que un hombre de color anduviera por esa región. Ella le pidió a su hijo José que se llevara al asno al corral y le señaló su habitación. 

Por su vestimenta parecía un trabajador del campo. Llevaba varias bolsas de mecate, rollos de papeles y un morral de cuero con una correa que le cruzaba el pecho.

Hablaba poco, no más de lo necesario. Pasaron varios días y aquel hombre permanecía en el mesón. Salía de su cuarto para lo más indispensable, hacer sus alimentos y ver a su burro. Lo acariciaba, le daba agua, de comer y regresaba a su cuarto.

Así pasaron los meses. El «silencioso», como lo llamaron, era el mejor huésped pues no reclamaba nada y semanalmente pagaba con monedas de oro, lo que le daba gran alegría a Doña Agapita y, a la vez, temor al pensar de dónde sacaba tanto dinero aquel hombre del que no sabía ni de dónde venía ni a dónde iba. 

Un día «el silencioso» no bajó a desayunar, lo que preocupó a la dueña del mesón y le dijo a José, su hijo, que fuera a ver qué pasaba con él, pues siempre era puntual a la hora de sus alimentos y le extrañaba no verlo en el comedor. José lo fue a buscar a su cuarto y lo encontró gravemente enfermo. El pobre no levantaba la cabeza y se quejaba de un fuerte dolor en el estómago que le cortaba hasta la respiración.

El muchacho se preocupó, aviso a su madre, la que le aplicó toda clase de remedios caseros, pero el negro cada día empeoraba, a grado tal que José, al verlo tan delicado, se convirtió en su enfermero. Después de una mala noche, en la que el negro se moría, casi habiendo perdido el conocimiento, tuvo un rato de lucidez y le dijo a José que le iba referir su historia, haciéndolo dueño tanto de su secreto, como de sus bienes materiales. 

Le contó que, desde muy joven, sirvió a una familia de españoles que vivían en Zacatecas. El señor se había hecho muy rico gracias a las minas de esa ciudad, amasando una gran fortuna. La ilusión de aquel hombre era regresar a su país y vivir en España como rey, disfrutando del dinero que había logrado hacer en la Nueva España, pues para eso había trabajado desde niño. Pero no fue así, repentinamente falleció su esposa, quedándole sólo un hijo, al que había mandado a estudiar a España, así que él era su única familia. 

—Después de la muerte de mi señora, mi patrón perdió la voluntad —relató el negro—. No quiso trabajar más y un día me dijo que, después de su hijo, yo era su pariente más cercano y en el que confiaba. También me habló de dejar Zacatecas y de venirnos a esta villa en donde guardaría su dinero. Se regresó a su país, pero como no podía llevarse consigo todo el dinero, fue por algunos parientes lejanos para que entre todos pudieran llevarse a España el caudal que había logrado hacer en México. Mi patrón, llamado, señor González, y yo, hicimos un escondite con nuestras propias manos por el Cerro de los Gallos, en donde escondimos el oro y la plata —continuó diciendo muy débil—. Fue un trabajo de mucho tiempo. Lo realizábamos en la noche para que nadie se diera cuenta de lo que hacíamos. Una vez que lo terminamos y que me hizo el guardián del tesoro, nos despedimos con lágrimas en los ojos y, después de darnos un abrazo de amigos, se fue mi patrón y yo me quedé esperando su regreso. 

El negro, casi desfallecido, le dijo a José que habían pasado muchísimos años y día a día esperaba el regreso del señor González. También le confesó que había vivido como ermitaño, muy cerca de aquel lugar, vigilando como un verdadero centinela, pero su amo no había regresado. Le contó al muchacho que, de la fortuna del señor González, sólo había tomado lo indispensable para sobrevivir como le había prometido a su patrón, y así pasó quién sabe cuánto tiempo. Al sentirse gravemente enfermo, pensó que lo mejor sería irse a vivir a Aguascalientes. Así es como llegó al mesón de Las Agapitas en donde fue recibido con afecto por los dueños de ese lugar. 

—Tú que has sido tan generoso y bueno, que me has cuidado con esmero, veo que eres un hombre de honor. Así que ahora te paso el encargo que me había hecho mi patrón de cuidar su fortuna. Sé que aquel caballero regresará por ella. Cuando veas al señor González, dile que hasta el último minuto de mi vida le he sido fiel y que solo la muerte me hizo romper mi promesa. ¡Júrame que cumplirás al pie de la letra este encargo, así que como yo lo he hecho, tomarás sólo las monedas necesarias para vivir, sin extraer más de lo indispensable!

El negro, del que nunca se supo su nombre, le entregó al hijo mayor de doña Agapita, un plano igual al que se había llevado su amo, para que conociera el lugar y desde lejos, lo vigilara. Le regaló su burro y sus pocas pertenencias y, ese día, antes de la medianoche, falleció el fiel mozo del señor González, vigilante de su tesoro. 

A la mañana siguiente se le hizo un decoroso entierro a aquel hombre que había dejado muchas monedas de oro en su morral y, por varios días, se habló de su paso por el mesón de Las Agapitas. José estaba inquieto, pues a nadie le habló del secreto del “silencioso”.

Por la noche se pasaba estudiando el plano que le dejó el negro y recordaba palabra por palabra lo que le había dicho, pero no se atrevía a ir a investigar en dónde estaba escondido aquel dinero. Un día dijo a su madre que iba a San Juan de los Lagos a pagar una manda, tomó el burro que le dio el negro, así como el mapa, y se fue. Tenía que llegar a la falda del Cerro de los Gallos, dar vuelta al poniente hasta desembocar en el río de San Pedro, subir por allí al Cerro, al llegar casi a la cumbre, había una meseta en donde encontraría un pino a los veinte metros. Tenía que encontrarse con una maleza y después una hilera de nopales, al terminarla, existía una gran tapa que tenía un tornillo de fierro, el que había que destornillar para quitarla. Se tenía que bajar por ahí a un pequeño túnel, luego llegar a una puerta y, al abrirla, hallaría una escalera que bajaba, al final se encontraban dos cuartos de un metro y medio cada uno, cerrados con puertas de fierro. Tenían la llave pegada, una era de bronce y otra de fierro. En la habitación que abría la llave de bronce, había monedas de oro y en la de fierro, de plata. Así mismo se guardaban barras de estos dos metales, las cuales llegaban hasta el techo.

Al ver aquello, José se quiso volver loco. Nunca pensó que fuera cierto lo que había dicho el negro. Volteaba para todos lados y le faltaban manos para coger aquellas piezas que brillaban como soles. Se llevó todas las monedas de oro que cupieron en su morral y cargó al burro con barras de plata y oro. Paso a paso, llegaron al mesón. Él no dijo el secreto, sólo que se había encontrado algo que los sacaría de pobres.

El mesón de Las Agapitas se transformó casi en un hotel de lujo. Tanto doña Agapita como su hija se dedicaron a la vida social, contratando servidumbre que se encargaba de las labores del mesón. Fue un cambio total en la vida de esa familia que, aunque pobres, vivían muy felices, pues cambió su suerte. 

Un día que José se encontraba con muchas copas de licor encima, eufórico y trastornado por el alcohol, les platicó a sus hermanos, Antonio y Salvador, el gran secreto del negro, del que él había sido encargado de vigilar y que, con sus propios ojos, había visto y gracias a eso vivían como príncipes.

A los hermanos se les despertó la ambición y, al verlo borracho, le sacaron toda la verdad. Le robaron el plano, prepararon un grupo de mulas y, sin más, se encaminaron para el Cerro de los Gallos. 

Pasaron los días y los jóvenes no regresaban, así que su madre se preocupó y le preguntó a José si no sabía algo de ellos. El joven recordó, como un sueño, lo que había sucedido hacía algunos días. Entonces fue a buscar el plano y, al no encontrarlo, le habló a su madre del secreto del «silencioso» que le había confesado a sus hermanos. Salió desesperado a buscarlos y sólo encontró a las mulas, que regresaban al mesón, pero de los hermanos, ni su luz.

Jamás se volvió a saber de ellos. José quiso localizar el escondite, pero nunca dio con él. Cuenta la leyenda que perdió la razón, muriendo años después convertido en un verdadero loco. 

La tragedia de Las Agapitas se divulgó por toda la villa, pues a dos de sus hijos se los había tragado la tierra. Nunca se supo en qué forma habían muerto, sólo que desaparecieron para siempre. José enloqueció, aparentemente sin motivo, y doña Agapita y su hija, un buen día desaparecieron. Se dice que se fueron, pero ¿a dónde? Muchos dijeron que Guadalajara, otros que a Zacatecas y los demás que a la capital de la República, en donde nadie las conociera.

El Charro de Triana

Esta historia aconteció en el barrio del Encino y le pasó a una pobre familia que tuvo la mala suerte de rentar una vieja casona en ese barrio. 

La casa era grandísima y a la familia le extrañó el poco dinero que pedían por ella en renta. Como la oferta era excelente, la ocuparon de inmediato. Ésta tenía casi diez habitaciones repartidas entre dos patios y un gran corral. Al principio todo parecía normal y los nuevos habitantes poco a poco se adaptaban, pero empezaron a ocurrir cosas muy raras. Había ocasiones en que, de la nada, aparecían plagas de gusanos que, así como llegaban, se iban. Por las noches se comenzaron a escuchar sonidos muy extraños en el segundo patio y, al parecer, provenían de los dos últimos cuartos.

Cuando comenzaron a investigar con los vecinos, estos comenzaron a mirarlos con desconfianza y siempre les contestaban con evasivas, a tal grado que al poco tiempo ya casi nadie les quería hablar, lo que era aún más raro, ya que este barrio se caracteriza por tener gente muy amistosa.

Todo esto era soportable hasta que, una noche, la señora se encontraba recogiendo la cocina y estaba a punto de dormirse cuando, repentinamente, en el segundo patio se escucharon gritos y maldiciones seguidos de golpes, como si alguien se estuviera peleando dentro de la casa. Alarmada, fue a ver lo que ocurría, pero no había nada. Al girar sobre sí misma para regresar a la cocina ¡se encontró de frente a un hombre muy alto vestido todo de negro a la manera charra! Antes de que la mujer reaccionara, éste la comenzó a golpear y a aventar hasta que la dejó inconsciente.

Creyeron que alguien se había metido a robar y, al descubrir al ladrón, éste la había golpeado.

Pasaron tres días y la señora aún no hablaba de los golpes que había recibido, pues ni ella misma entendía. 

Todo pareció volver a la calma, hasta que una noche escuchó a sus hijas gritar y pedir ayuda. Al llegar al cuarto, lo primero que vio fue a una de sus pequeñas ser sacudida por el misterioso personaje, pero en ese momento llegó su esposo y, al darse cuenta de lo que sucedía, se abalanzó sobre el charro, pero fue lanzado fuertemente contra la pared. En ese instante los muebles comenzaron a moverse y todo se convirtió en un caos, la familia comenzó a ser golpeada e insultada brutalmente. 

Cuando aquello terminó, salieron de ahí y fueron a ver al sacerdote del templo, quien les indicó que la siguiente noche bendeciría la casa y que, mientras tanto, deberían poner unos cirios y unas flores blancas, de esta manera aquel espíritu maligno ya no les haría daño.

A la noche siguiente, el padre comenzó a consagrar la casa. Al llegar al segundo patio se comenzaron a escuchar los pasos del charro y, poco a poco, se vio su silueta. En silencio caminó hacia los dos últimos cuartos de la casa y su aparición se perdió en una de las paredes. El sacerdote pidió que escarbaran ahí, en pocos instantes se descubrió que era un muro doble y que, en su interior, se encontraba un esqueleto encadenado a la pared. Vestía de negro a la usanza charra ¡A ese pobre infeliz lo habían emparedado vivo!

El esqueleto fue sacado de ahí y trasladado al panteón de la Salud, en donde ahora descansa en paz. Sin embargo, algunas personas juran que, por las noches, se puede ver la aparición de un hombre vestido de charro, rondando el viejo cementerio.

El enano errante

En la historia de nuestro país ha habido momentos muy difíciles de la lucha armada. Ha escaseado la comida, al grado en que las personas han tratado de hacerse de ella a costa de lo que sea. En muchas ocasiones se levantaron contra sus propios patrones y, sin piedad, acabaron con ellos, como ocurrió en la mayoría de las haciendas. 

Aunque no se sabe el lugar exacto donde ocurrió este suceso que contaremos a continuación, sí les pudo asegurar que es tan conmovedor como aterrador.

Don Cristóbal mandó cerrar las puertas de su casa cuando la gente se levantó en armas saqueando todas las propiedades ricas de la región. En cuanto lo hizo, unos débiles golpes llamaron a la puerta. Se trataba de uno de los sirvientes quien, a diferencia de los demás, era de tamaño pequeño. Molesto, Cristóbal lo castigó a latigazos, pues temía que por abrirle se hubieran metido las fuerzas armadas. 

Pasaron algunos días y, aunque llamaban a la puerta, nadie abrió; pero, cierta mañana, la voz de una mujer se escuchó detrás del portón principal pidiendo ayuda. Ninguno de los criados quiso dejarla entrar, por más que escucharon los lamentos, pues temían recibir latigazos de su amo.

Pero el enano, que además era muy valiente, se atrevió a desafiar las órdenes. Se trepó por el zaguán y se asomó diciendo:

—¿Quién es y qué desea?

—Vengo de muy lejos, me he quedado sola en el mundo y no tengo a nadie —dijo la joven.

El enano no podía desatrancar solo el portón, así que le pido que fuera hacia una puerta oculta, por la cual la dejaría entrar. Una vez dentro, la llevó hasta su habitación, donde la joven pudo acostarse. Pero no tardaron los demás sirvientes en ir a informar al amo de lo ocurrido.

—Sin hacer caso, abrió a esa desconocida —dijo uno.

—¡Maldición! —exclamó Cristóbal—, juro que esta vez no le dejaré hueso sano a ese hombrecito.

Tanto el enano, como la desconocida mujer, fueron llevados hasta la presencia del amo.

—¿Cómo te atreviste a meter a esta mujer en mi casa?

—Perdone amo, pero ella temblaba de frío —se disculpó el enano—, además, si es por la comida, yo le daré parte de mi ración.

Don Cristóbal ordenó que se llevaran al enano, a quien le buscaría un castigo, mientras que a la joven la envió con el resto de los sirvientes. Más tarde, Andrés, como se llamaba el pequeño hombre, fue azotado en el patio. La joven, que se sentía culpable, fue a levantarlo a escondidas y, tomándolo entre sus brazos, lo llevó hasta su habitación.

—¡Fue mi culpa que lo azotaran! —le dijo.

Con dedicación y cuidado, trató de curar las heridas dejadas por el látigo. Para Andrés fue una novedad que alguien se preocupara así por él. Cuando despertó, trató de advertirle, pues su amo era tan despiadado que ella podía correr con la misma suerte.

Al paso de los días, un sólido y tierno cariño nació entre el enano y la infortunada mujer. 

Y así como lo prometió el patrón, Andrés sufrió la reducción de sus alimentos, pero él ya estaba tan acostumbrado a los sufrimientos, que en nada le importó. Además, sabía que todo aquello se había originado por haber ayudado a Ana y eso le hacía más soportable la carga.

Pero ella era cada vez más infeliz, pues los criados la molestaban todo el tiempo. Siempre estaban al acecho e intentaban propasarse. Incluso, cierto día, uno intentó llevársela, pero el enano lo impidió clavándole una daga en el costado.

Una lluvia de puñaladas cayó sobre el infeliz enano, quien se defendía como fiera, hasta que alguien gritó:

—¡El patrón!

Todos corrieron a esconderse dejando tendido en el patio a Andrés. La joven fue a tumbarse a sus pies, sin importarle que don Cristóbal la estuviera mirando.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Ese hombre quiso abusar de mí —dijo Ana señalando al sujeto que también cayó al piso por la puñalada que le propinó el enano.

Don Cristóbal la miraba con detenimiento, no había advertido lo bella que era y eso despertó en él una pasión.

—Lo lamento mucho —dijo el patrón—, recibe mis disculpas, adorable dama, desde hoy no estarás más con los sirvientes.

Don Cristóbal se alejó para dar nuevas disposiciones en su casa, entre ellas, la de enviar a su mujer a la capital, todo por supuesto, con la torcida intención de abusar de la joven.

Doña Pilar obedeció; después de todo, temía tanto a su marido que no deseaba contrariarlo. 

En cuanto cayó la noche y los criados se retiraron a sus cuartos, don Cristóbal mandó llamar a Ana, sin sospechar que Andrés ya estaba preocupado por la ausencia de la muchacha.

Herido como estaba, el enano dejó su cuarto para arrastrarse hacia la casa, pues estaba enterado de las intenciones del amo, así que su mirada se llenó de odio y resentimiento. Para cuando atravesó la puerta, sujetó como pudo a don Cristóbal.

—¡Huye, Ana! —gritó.

La joven corrió despavorida. Abandonó la casa en medio de la oscuridad de la noche, lo que le impidió ver la cercanía del río.

Días después, doña Pilar regresó a su casa, pero su esposo se sentía enfermo de una extraña dolencia.

—¿Qué ocurre? —preguntó al verlo tan desmejorado.

—Las contrariedades me han enfermado, señora —justificó don Cristóbal.

La esposa, angustiada, se dirigió a su habitación y, por más intentos por parte de su marido de que no entrara, la señora creyó que él había perdido la razón y, haciendo oídos sordos a los gritos, entró a la recámara aproximándose a su cama para, enseguida, lanzar un grito de terror.

—¡Ay, sangre! —de inmediato fue hacia su esposo— ¿Has matado a alguien?

—Te advertí que no entraras ahí —dijo él—. Hace días que intento quitar esa mancha, pero no se va, ella sigue ahí.

Uno a uno, fueron muriendo los criados de don Cristóbal, quien acabó por quedarse solo en su caserón.

—Algo ocurre en esta casa —dijo doña Pilar mientras empacaba sus maletas—, se escuchan ruidos y gemidos, no puedo permanecer más aquí.

—¡Estás loca! —dijo don Cristóbal en su último intento porque no lo abandonara.

—La forma en que han muerto todos los criados, no es normal —dijo ella—, yo me voy de aquí.

—¡Está bien, iré contigo!

Pero cuando don Cristóbal entró en su habitación para hacer su equipaje, en la ventana se reflejaba el rostro del enano.

—¡No se irá sin recibir su castigo! —dijo el espectro con voz tenebrosa.

Aquella horrible aparición, deforme y sangrante, se precipitó sobre el señor.

—Recibirás el doble de latigazos que yo soporté en vida.

Doña Pilar escuchó los gritos de dolor de su esposo y acudió a ver lo que sucedía. Lo encontró tumbado en el piso con la ropa desgarrada de la espalda y sangre que le brotaba de las heridas. Movida por la compasión, la dama lo ayudó a acostarse en la cama.

—¿Cómo pudiste herirte así? —preguntó ella desconcertada, al tiempo que intentaba curarlo.

Por más que hizo doña Pilar, los dolores no cesaban. Fueron varios los médicos que se consultaron, pero todos se declararon incapaces.

—Las llagas de la espalda no se curan con nada —decía uno— y cada vez son más profundas.

La razón de aquello era que, noche con noche, el espectro de Andrés se presentaba en la habitación de don Cristóbal.

—¡No!, por piedad déjame en paz —gritaba siempre al verlo.

El enano lo azotaba sin piedad, causándole nuevas quemaduras. Después de tantas súplicas, doña Pilar creyó al fin en las palabras de su marido.

—¡Tu alma está condenada! —dijo al verle las heridas—, si es verdad lo que me dices, entonces el demonio vendrá en cualquier momento por ti. Pero trata de reposar, yo te cuidaré.

La noche transcurrió sin que la aparición se repitiera y, muy de mañana, doña Pilar salió al templo a rezar. Allí, el fraile la escuchó con atención.

—Hemos luchado para curarlo —decía—, y mucho me temo que sea cosa del demonio, pues mi marido da gritos alarmantes. Es como si pagara en vida una condena.

—No tema, señora, acudiré lo más pronto que pueda.

Cuando el sacerdote llegó, don Cristóbal se encontraba sumido en un profundo adormecimiento del que no fue posible despertarlo. Así estuvo durante todo el día. Fue cuando anochecía cuando, al fin, abrió los ojos y miró a su alrededor aterrorizado.

—¡Calma, hijo! —dijo el sacerdote.

—Tiene que bendecir mi habitación, padre.

—Pienso que tu alma se liberará cuando confieses tus pecados —afirmó el sacerdote.

—¡No!, tiene que impedir que venga y vuelva a azotarme con su látigo —dijo don Cristóbal.

Ante las incesantes súplicas del hombre, el fraile no tuvo más remedio que rociar agua bendita por toda la habitación, pero, en el momento en que lo estaba haciendo, apareció ante sus ojos aquel horrible y deforme espíritu. Un espantoso alarido brotó de la garganta de don Cristóbal.

—¡No lo deje entrar, padre! —dijo—, ¡no lo deje entrar!

—En el nombre de Dios —dijo el sacerdote alzando una cruz contra el espectro—, ¿qué es lo que se te ofrece, ánima, para que dejes en paz a esta pobre alma?

—Es la mía la que necesita reposo, padre —dijo el deforme espectro.

Con una voz tétrica, el espectro del enano comenzó a relatar la historia y al terminar dijo:

—¡Ese hombre fue el culpable de todo! —afirmó, señalándolo—, ella permanece en el fondo del río, mientras yo tengo que penar.

—Si de algo te sirve mi absolución, recíbela para que puedas irte en paz —dijo el padre.

—Ya no es tiempo —dijo, mientras levantaba su látigo, al tiempo que don Cristóbal gritaba sin cesar.

El sacerdote arrojó lo que le quedaba del agua bendita sobre la espantosa aparición. El espectro lanzó un gemido, desvaneciéndose ante los ojos horrorizados del sacerdote.

Por unos instantes, el padre quedó mudo y estupefacto, tratando de recobrarse de aquella escalofriante impresión. En cuanto se repuso, comenzó a orar, pero estas oraciones fueron interrumpidas por un ronquido extraño y seco que brotaba de la garganta del enfermo. Apresurado se acercó a don Cristóbal, que había entrado en agonía.

—Confiesa tus pecados, hijo, confiésalos —dijo el padre sacudiéndolo.

Todo fue inútil, lo único que pudo decir aquel desdichado hombre, fueron los alaridos que lo conducían a la muerte.

Pasado el funeral, el fraile denunció los hechos ante sus superiores, pero el caso era tan extraño que no les dijeron nada a las autoridades. Sin embargo, con el paso de los días, la verdad tuvo que salir a la luz y, cuando se hicieron las investigaciones, se encontró no sólo el cuerpo de Ana, sino también el del enano, muy cerca de ella.

Don Cristóbal había arrojado el cuerpo de Andrés al río, sin saber que Ana también se encontraba en ese lugar.

A pesar de la absolución, esta leyenda no termina ahí, pues hay quienes aseguran que el espíritu de don Cristóbal se levantó de la tumba, aterrorizando a cuanto lo veía pasar, siempre con unas profundas heridas en la espalda y chorreando sangre de ellas. En tanto que Ana y Andrés, tampoco pudieron descansar, porque todavía, en Aguascalientes, se cuenta esta aterradora historia, muestra de que sus almas siguen vagando a las orillas del río.

La llorona

La mujer fantasma que recorre las calles de las ciudades en busca de sus hijos, también llegó a la Villa de la Asunción de Aguascalientes. Este personaje de leyenda, cuya presencia atemoriza no solamente a los niños, sino también a las personas mayores, es conocido desde Sonora hasta Yucatán. 

En Aguascalientes, la historia cuenta que una mujer de sociedad, joven y bella, se casó con un hombre mayor, bueno, responsable y cariñoso, que la consentía como a una niña, su único defecto era que no tenía fortuna.

Pero él, sabiendo que a su joven mujer le gustaba convivir con los ricos y escalar en las clases sociales, trabajaba sin descanso para poder satisfacer las necesidades económicas de su esposa, la que, sintiéndose consentida, despilfarraba todo lo que le daba su marido, exigiéndole cada día más para poder estar a la altura de sus amigas, las que dedicaban su tiempo a fiestas y constantes paseos.

Marisa López de Figueroa tuvo cuatro hijos. Estos eran educados por la servidumbre, mientras que la madre se dedicaba a cosas sin importancia. Así pasaron varios años. El matrimonio Figueroa López, tuvo una vida difícil por culpa de la señora de la casa, que odiaba el hogar y nunca se ocupó de los niños. 

Pasaron los años y el marido enfermó gravemente. Al poco tiempo murió, llevándose con él la forma de tener dinero. La viuda se quedó sin un centavo y a cargo de sus hijos, que le pedían de comer. 

Por un tiempo la señora de Figueroa comenzó a vender sus muebles y sus alhajas, con lo que sobrevivieron un tiempo.

Pocos eran los recursos que le quedaban y, al sentirse inútil para trabajar y sin un centavo para mantener a sus hijos, lo pensó mucho, pero, un día, los reunió y les dijo que los iba a llevar de paseo al río de los pirules. 

Los niños saltaban de alegría, ya que era la primera vez que su madre los llevaba de paseo al campo. Los subió al carruaje y salió de su casa a toda prisa, como si se le hiciera tarde. Llegó al río, que entonces era caudaloso, los bajó del carro, que ella misma guiaba, y fue aventando uno a uno a los pequeños que, con las manitas, le hacían señas de que se estaban ahogando. Pero ella, sin hacer un solo gesto y fríamente, veía como se los iba llevando la corriente, haciendo burbujas en el agua hasta quedarse quieta. 

Como si estuviera sin vida por dentro, se retiró del lugar, tomó el carruaje y se alejó como alma que lleva el diablo, pero al poco tiempo los remordimientos la hicieron regresar al lugar del crimen. Era inútil, las criaturas habían pasado a mejor vida.

Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se tiró ella también al río y pronto se pudieron ver los cuatro cadáveres de los niños y el de la mujer que flotaban en el agua.

Dice la leyenda que, a partir de esa fecha, a las doce de la noche, la señora Marisa, viene del más allá a llorar su desgracia, sale del cementerio, en donde les dieron cristiana sepultura, y cruza la ciudad en un carruaje, dando alaridos y gritando: 

—¡Ay, mis hijos! ¡Dónde están mis hijos!

Y así continúa hasta llegar al río de los pirules, en donde desaparece. Todas las personas que la ven pasar a medianoche por las calles, juran que con la luz de la luna se ve el carruaje que conduce la dama de negro.

Antes, las mujeres cerraban las ventanas y, al desvelado que venía de una fiesta, hasta la borrachera se le quitaba al ver aquel carro que conducía el espectro de la llorona. También se dice que del carruaje salían grandes llamaradas y se escuchaba el largo y triste gemido de la mujer que, a veces, era un esqueleto, vestido de negro, el que guiaba el carruaje. 

Un día, cuatro amigos, haciéndose los valientes, quisieron seguirla. Ella se iba por Carrillo Puerto, ahora la Merced, después por Guerrero para luego seguir por la calle de Nieto, que directamente daba al río pirules.

Ellos la persiguieron, temblando de miedo, pero dándose valor con el alcohol que habían bebido antes. Al final de la calle de Nieto, dio un último grito de tristeza y dolor. 

—¡Ay, mis hijos! 

Y desapareció con todo y carruaje. 

Por mucho tiempo, la llamada Llorona, tuvo atemorizados a los habitantes de esta villa, quienes se encerraban a piedra y lodo y nunca salían a la medianoche.

Después de muchos años, al parecer, la mujer pagó su condena y dejó de aparecerse. Entonces volvió la calma a la Villa de la Asunción, aunque no por mucho tiempo, pues siempre hay un alma en pena, que vaga por estas calles.

La vieja casona de don Facundo

Cuenta la leyenda que, en el lugar que ahora es la Casa de la Cultura de Calvillo, hace muchos vivía un hombre llamado don Facundo Martínez. Era el dueño de esta vieja casona en el centro del pueblo. 

Una noche, al estar el hombre dormido, despertó asustado por ver a los pies de su cama un ánima que le decía:

—Facundo, Facundo, quiero que hagas algo por mí.

Muy asustado, no quiso saber lo que quería, pero al día siguiente fue de inmediato a hablar con un sacerdote y le contó lo que había sucedido.

—Eso que has visto de seguro es un alma en pena que necesita tu ayuda para salir del purgatorio —le dijo el sacerdote muy preocupado.

Pasaron varios días sin que don Facundo volviera a encontrarse con el espíritu, lo cual lo tenía muy tranquilo, así que comenzó a pensar que quizá sólo había sido una pesadilla. Pero una noche, después de las doce de la madrugada, lo volvió a despertar aquella ánima con voz tenebrosa. 

—Facundo, Facundo, quiero que hagas algo por mí —volvió a decirle—. Ve al panteón, prende cuatro cirios junto a mi tumba y recuéstate en el centro. Llévate a uno de tus sirvientes y recen un rosario, simulando un velorio.

El hombre estaba aterrado, pero siguió escuchando lo que esta alma en pena le quería decir.

—A cambio, yo te daré cántaros con monedas de oro —continuó el ánima. 

Don Facundo prometió hacer lo que le pedía el espíritu, después de haberle indicado a qué tumba ir y dónde estaba el oro.

Don Facundo se volvió un hombre muy rico, pero no tuvo el valor de cumplir su promesa. Atormentado por esto, fue nuevamente a hablar con el sacerdote y éste le dijo:

—Con ese dinero deberías ahora hacer algo bueno. Debes ayudar a la gente necesitada.

No se sabe si don Facundo lo hizo, pero lo que es seguro es que murió sin cumplir su promesa. Por eso, ahora su alma espera a que alguien cumpla por él, para que su alma y la de aquel espíritu, puedan descansar en paz. 

Desde entonces, en esta casona, se pueden ver ambas ánimas penando a la espera de un valiente que les ayude.

El fantasma de la niña

Una mujer, nacida en Calvillo, Aguascalientes, se fue a vivir a un rancho con sus padres, pero en 1995, decidió volver a su pueblo natal para trabajar de maestra en la escuela Miguel Hidalgo.  En la calle 5 de mayo vivía su hermana, así que se mudó con ella. 

Un día, vio a una niña solitaria caminando por la calle, ya muy noche. Llevaba el mismo uniforme que el resto de los niños de la primaria donde daba clases. No vio de dónde había salido, así que le llamó la atención.

Días después, la encontró en el patio de la escuela, pero siempre sola. En otras ocasiones aparecía en la salida, sentada en las escaleras de afuera, como si la pequeña estuviera esperando a alguien. 

Un día, decidió quedarse hasta más tarde para ver si alguien llegaba por ella. Cuando la escuela quedó vacía y la calle se veía solitaria, la niña, que al parecer no había notado la presencia de la maestra, se levantó y comenzó a caminar por la calle 5 de mayo, entonces la mujer la siguió.

Al llegar a una casa, en la misma calle, la niña entró. Entonces la mujer se dio cuenta que la vivienda estaba en ruinas, al parecer, en total abandono. La maestra también notó que, al haber visto más de cerca a la criatura, su uniforme tenía algunos detalles que no correspondían al que usualmente portaban el resto de los alumnos, aunque era muy parecido. Sin embargo, se veía limpia e incluso usaba unos zapatos muy bien boleados y aparentemente caros. Su cabello era muy largo y siempre usaba trenzas.

La maestra se sintió confundida, pues lo bien vestida de la niña, no coincidía con el aspecto de la casa, aunque era claro que antes de ser abandonada, seguramente había sido un hogar muy bello y de gente adinerada. 

La preocupación de la mujer pudo más, así que, por uno de los agujeros de la puerta carcomida, se asomó para ver la casa y a la niña que le provocaba tanta curiosidad. 

En ese momento, vio que la pequeña también tenía su rostro pegado al hueco. Esto asustó mucho a la maestra, que dio un grito de miedo y se echó hacia atrás. En ese momento escuchó la voz de la niña que le decía con voz dulce:

—Entra. Te quiero enseñar algo.

La mujer estaba aterrada, pero fue tanta la insistencia, que decidió cruzar la puerta. Al abrirla, encontró ante ella un jardín con la hierba tan alta que le cubría la mitad del cuerpo. La niña entre risas, corrió entre la maleza y la mujer no pudo ver hacia dónde se había ido. Pudo comprobar que la casa estaba destruida también por dentro. Luego vio un pasillo y dos habitaciones sin techo a cada lado. Mientras recorría el lugar, pasó a otra parte de la casa en la que había un viejo horno de leña, también derruido. Entró al lugar donde al parecer había estado el comedor y la cocina. Era evidente que antes aquel lugar había sido muy elegante. Después cruzó una puerta que daba a otro jardín que estaba en las mismas condiciones que el primero. Ahí pudo ver unas caballerizas también en ruinas. 

Mientras recorría el lugar, se encontró con un cuarto al fondo del jardín. De pronto, de ese sitio, salió una mujer muy pálida. En ese momento se dio cuenta que a su lado estaba la niña. Entonces aquella señora señaló a la maestra y, muy enojada le preguntó a la pequeña:

—¿Quién es esta mujer?

La maestra se asustó y estuvo a punto de salir corriendo, cuando notó que la criatura tomaba su mano. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y se quedó paralizada de terror. La piel de la pequeña se sentía helada, pero sobre todo temblorosa. 

—¿Quién es esta mujer, Beatriz? —preguntó de nuevo la señora.

—¡Es mi amiga! —respondió la niña muy enojada.

En ese momento la maestra sintió de nuevo fuerzas y con ellas salió corriendo del lugar hasta casa de su hermana.

Al día siguiente, volvió a ver a la niña en la escuela, pero ahora la miraba a los ojos con mucha tristeza. Esto le partía el corazón a la mujer, que no sabía qué hacer, pues aún tenía mucho miedo. 

Entonces decidió ir a la oficina de la directora y buscar información. Revisó los archivos de los grupos, pero en ninguno aparecía Beatriz. Cuando ya no sabía qué hacer, vio que, en una de las paredes, estaban las fotos de todos los grupos que habían estudiado en esa escuela. Miró detenidamente. Nunca había puesto atención a esas imágenes, hasta ese día. Después de ver varias, encontró una en la que los alumnos aparecían con un uniforme idéntico al de la niña, entonces comenzó a mirar las fotos de años anteriores, buscando a la pequeña, pero no la encontró, lo cual la tranquilizó, pues eran grupos de generaciones anteriores a 1960. En ese momento se acercó la directora, que era una mujer ya mayor y le preguntó:

—¿Qué miras? Parece como si buscaras algo.

—Sí. Busco a una niña que creo conocer.

—Ah, vaya. Aquí puedes ver a los alumnos de sexto de cada generación. Dime de qué año es ella y te ayudaré a encontrarla.

La maestra comprendió que ahí no hallaría a la pequeña, pues calculaba que tenía unos siete u ocho años y que, por tanto, no aparecía en esas fotos. Entonces decidió contarle lo que había sucedido el día anterior.

—Así que la viste —dijo la directora con tranquilidad.

—¿Perdón? —preguntó la maestra confundida.

—Has visto a Beatriz. 

—Sí, pero no sé qué pasa con ella.

—Ella ya no estudia aquí.

—Pero… yo la he visto en el patio y afuera de la escuela con el uniforme… —respondió la maestra, pero no pudo continuar, pues comenzaba a entender lo que sucedía.

—Así es. Beatriz sigue viniendo a la escuela, pero ya no es ella del todo. Lo que has visto, es su alma en pena. No todos pueden verla. 

Entonces la maestra supo la verdad. Beatriz era una niña que había estudiado en esa escuela en 1953. Cuando nació, su madre murió, así que su padre se encargó de ella. Poco tiempo después llegó a vivir con ellos la tía de la niña, la cual era hermana de su madre. Era una mujer muy mala con Beatriz, pues la culpaba de la muerte de su amada hermana. El padre había aceptado que viviera con ellos, pues necesitaba ayuda para cuidar de su hija. Nunca se enteraba del maltrato de su cuñada hacia su pequeña, pues todo el tiempo se la pasaba trabajando o de viaje, porque se dedicaba a las carreras de caballos y por eso tenían tanto dinero. 

Un día, el padre tuvo un accidente en las caballerizas, al parecer por la patada de uno de sus animales, pero nunca estuvieron seguras las autoridades. Fue entonces que la tía se quedó completamente a cargo de Beatriz. 

A pesar del maltrato, la mujer enviaba a la pequeña bien arreglada a la escuela, para que nadie sospechara de las golpizas que le daba.

Un día, la tía decidió no ir por la niña al colegio. Como le tenía prohibido regresarse sola, quería que la pequeña, después de esperarla por horas y con hambre, desobedeciera sus órdenes y volviera sola a casa, así tendría un pretexto más para golpearla.

Beatriz esperó y esperó. Era una noche helada, pero ella quiso resistir. Cayó la madrugada y nadie se dio cuenta que la pequeña seguía afuera de la escuela esperando a su tía, con frío, hambre y miedo.

Finalmente se quedó dormida. La tía, al darse cuenta que Beatriz no volvía, decidió ir a buscarla, pues ya eran casi las tres de la mañana y temía que al amanecer alguien la encontrara afuera de la escuela y la acusaran de abandono. Aun así, planeaba darle una paliza, pero ahora con el pretexto de no haber vuelto a tiempo para la cena.

Al llegar al portón, encontró a la pequeña acurrucada en las escaleras. La quiso levantar a jalones, pero Beatriz no despertó. La mujer se dio cuenta de lo que había sucedido. La niña, de tan solo siete años, había muerto de frío. La tía la llevó de inmediato a la casa y la enterró ahí. 

Así pasaron los días y cuando le preguntaban por qué la pequeña ya no iba a la escuela, la tía respondía que estaba de viaje, pues necesitaba distraerse para olvidar la tragedia de su padre.

Poco después, llegó un abogado a hablar con ella de la herencia de su cuñado. A la mujer le brillaron los ojos, pero no era lo que esperaba, pues el padre le había dejado toda su fortuna a la niña, quien podría cobrar el dinero cuando cumpliera dieciocho años. Esto enfureció más a la mujer, que de tanto coraje comenzó a enloquecer.  

Un par de días después, empezó a escuchar una voz. Eran las tres de la mañana y la tía fue a ver quién era. Entonces se encontró con la niña que le dijo:

—Tengo frío. Tengo hambre. Ven por mí, tía. 

La mujer se asustó muchísimo y se puso a rezar, pero seguía escuchando a la pequeña cada vez más cerca de ella. Aterrada corría por toda la casa, tratando de huir de Beatriz, que se le comenzó a aparecer en cada lugar al que se iba a esconder.

Finalmente, la tía perdió por completo la razón y un día se ahorcó en un cuarto, precisamente en el que la maestra la vio.

Poco después, encontraron el cadáver de la mujer colgado. La enterraron en el panteón, pero la culpa jamás dejó descansar su alma. Lo peor, es que el espíritu de Beatriz tampoco había podido descansar, pues no habían encontrado sus restos para darle cristiana sepultura. 

Lo más triste de todo, es que el alma de Beatriz, seguía soportando la maldad de su tía, que seguramente ahora la culpaba de no poder salir del purgatorio.

Algunos vecinos cuentan que alguien compró el terreno y halló los restos de la niña, a la cual por fin pudieron enterrar como era debido, pero el ánima de su tía sigue rondando el lugar. Debido a que es un alma en pena, sin salvación, la gente que se la encuentra la pasa muy mal, pues es un espíritu furioso que asusta terriblemente a quien la ve.