Leyendas de Baja California Sur

La ahorcadita

Cuenta la leyenda que Martina era una mujer embarazada y tenía un hijo más. Un día, sin saber por qué, fue golpeada con un metate por su suegra y su esposo, ya que pensaron que había sido infiel. Esto sucedió en 1827 y, por desgracia, la mujer murió.

Al percatarse de que la habían asesinado, los criminales la envolvieron en un cuero de vaca y la llevaron arrastrando hasta un sitio solitario. Ahí la colgaron a un árbol e hicieron creer a la gente que se había suicidado.

Con lo que no contaban los asesinos, era que el pequeño hijo de Martina había visto todo lo ocurrido. Por eso, en cuanto llegó la policía a investigar a su casa, contó toda la verdad y así atraparon a los culpables.

Cuentan que alrededor del árbol en que colgaron a la mujer, nacieron cuatro pequeños árboles que nunca crecieron y que representan los cuatro meses de su embarazo.

En la actualidad, muchas mujeres que no logran quedar encinta, visitan el lugar para pedirle el milagro. Dicen que al rezar por el bebé que falleció, lo logran al poco tiempo.

Hotel California 

Una de las leyendas más famosas de Baja California Sur es la que retoma la letra de “Hotel California”, el éxito musical del grupo The Eagles.

La canción narra la experiencia de un hombre que, agotado por un largo viaje, llega en una noche obscura a un hotel donde se percibe un olor a marihuana en el ambiente. Este personaje es recibido por una mujer que le ofrece una botella de vino y le muestra el camino alumbrándolo con una vela en la mano. Al ver que la mujer no regresa con la bebida, éste le reclama al encargado, quien a su vez le responde: 

—No habíamos tenido a ese espíritu aquí desde 1969. 

Se dice que todos los huéspedes del hotel en realidad están prisioneros ahí y que, por las noches, el espíritu de una mujer, de nombre Mercedes, se les aparece a los hombres para invitarles a tomar una copa de vino.

En la actualidad, cientos de visitantes recorren sus pasillos esperando ver a la fantasma y, de paso, recorrer el lugar de donde el grupo tomó su inspiración.

La mujer vestida de negro

En La Paz, Baja California Sur, cuentan que, en cierta ocasión, una mujer de negro salió del panteón y le hizo la parada a un taxi. El chofer dice que la mujer estaba toda vestida toda de negro y que actuaba muy extraño. El taxista, quien no sabía que este espíritu suele hacer eso, la llevó adonde la mujer le pidió. El destino era una iglesia. La mujer se bajó y le pidió al taxista que la esperara. Entonces ella caminó y se hincó enfrente de la puerta de la iglesia que, como era noche, estaba cerrada. Luego volvió a subir al coche y le pidió al chofer que la volviera a llevar al mismo lugar donde la había recogido. 

Cuando regresaron al panteón, la mujer se desapareció y dejó un olor a flores. El hombre se dio cuenta que aquel ser ya no estaba y que, claro, ni siquiera le había pagado el viaje. Después de esto sintió un viento muy fuerte y dicen que se enfermó. 

Cuentan que el taxista casi muere. Los doctores no sabían qué tenía o qué hacer. Para su suerte, una curandera se enteró de la historia y fue a salvarlo. Nadie sabe qué fue lo que hizo, pero en cuanto salió la hechicera, el hombre ya estaba en pie. Desde aquel día ningún taxista pasa por el panteón en la noche y, mucho menos, lleva como pasaje a alguna mujer vestida de negro.

El ahogado del barco fantasma

Cuenta la leyenda que en la playa de los Cabos había un barco muy conocido por los aventureros, pues creían que guardaba un inmenso tesoro.

En cierta ocasión, varios hombres bajaron a explorarlo. Por desgracia, uno de ellos se atoró y no pudo salir a tiempo, por lo que murió ahogado. Sus compañeros lograron sacar el cadáver y dieron aviso a las autoridades. A partir de aquel trágico accidente, y por mucho tiempo, buzos y exploradores decían que, al nadar cerca del barco, un fantasma los agarraba y trataba de ahogarlos. ¡Hasta les cortaba las mangueras de los tanques de oxígeno! 

Años después, y ahora que el barco varado ya no está ahí, todavía hay gente que afirma que, en ocasiones, se ve flotar el cuerpo de un hombre ahogado, pero cuando van a rescatarlo, no hay nada. Se dice que es el fantasma de aquel buscador de tesoros que quiere vengarse por su pronta muerte.

El niño que enseña los dientes

El primer relato de esta horripilante aparición lo hizo don Hipólito Escopinichi, quien era un zapatero que tenía su negocio en la esquina sureste de la bocacalle de 16 de septiembre y Altamirano, y que vivía en la zona de Reforma y Valentín Gómez Farías, área donde siempre se apareció aquel monstruo en forma de niño. 

Una noche que regresaba del trabajo a su casa, se encontró de frente con un pequeño que pedía limosna. El zapatero le dio la moneda solicitada y fue cuando recibió como pago la horrible escena de los terribles dientes mostrados con todo y la encía.

Días después del caso del zapatero, un sargento de la policía municipal iba hacia el antiguo edificio de El Sobarzo, hacia el sur de la ciudad, cuando en la esquina de Reforma y Altamirano vio venir la figura de un chamaco de apenas un metro de estatura. Como conocía la leyenda, que ya se había corrido por toda la ciudad, se preparó para enfrentarse con el monstruo. Fue cuando, luego de pedirle a señas una moneda, el niño mostró su horrible sonrisa cadavérica al agente. Éste, ya prevenido, tomó su tolete y se dispuso a pegarle al niño de la risa horripilante. El agente murió al día siguiente de un paro cardíaco.

Después de esto, una mujer de edad avanzada volvía del antiguo hospital Salvatierra de El Esterito y fue interceptada por el niño. Presa del terror, huyó lo más rápido que pudo por una de las calles oscuras del barrio de la Isla de Cuba, pero con tan mala suerte, que una manada de perros bravos la atacó y la dejó muy mal herida. Víctima de las terribles mordeduras, la dama falleció días después.

Se decía que el monstruo parecía salir de entre las paredes de piedra cantera que rodeaban una huerta que con el tiempo desapareció. Cuando este rumor corrió, de inmediato mandaron tirar la barda y así se hizo. Tal vez fue por la psicosis de la leyenda, pero los albañiles aseguraban escuchar horribles sonidos de entre las piedras mientras la pared se desmoronaba.

Con el tiempo, la leyenda se olvidó y nunca más se supo del muchacho aquel que espantaba con sólo mostrar sus deformes dientes y sus rojas encías a los trasnochadores de la época. Aunque tal vez, ahora que lo hemos recordado, el terrible monstruo aparezca, así que caminen con mucho cuidado cuando anden por ahí.

El Mechudo

En 1897, en un pequeño periódico de Baja California Sur, apareció publicada en primera plana la siguiente historia:

A 40 millas del puerto de la Paz, a 50 millas en frente de la isla de San Francisquito, junto a la de San José, hay una montaña que se baña con las aguas del mar. Desde tiempos muy remotos es conocida con el nombre de “El Mechudo”

Uno de los buzos más experimentados de las costas de California cuenta que, cuando se descubrieron los criaderos de perla en la Baja California —él todavía no llegaba a este mundo—, los yaquis eran libres de efectuar la pesca de la perla. 

En esos tiempos, los buzos se untaban el cuerpo con grasa, se ataban el estómago con una soga y llevaban una estaca de palo en la mano para defenderse de las ballenas, cachalotes, tiburones y otros temibles animales que abundan en aquel lugar.

Una vez que se preparaban de la forma antes mencionada, se arrojaban al fondo del mar. Cada buzo llegaba a sacar, en unas cuantas horas, 300 o más conchas.

Los yaquis tenían la costumbre de ofrecer a la virgen la última perla de su jornada, lo que hacían devota y rigurosamente cada día. 

Uno de tantos yaquis, al terminar su tarea y por hacerse el valiente, antes de arrojarse al agua a buscar la perla que le tocaba a la virgen, dijo:

—Voy por ella para regalársela al diablo.

Cuentan las crónicas que aquel desdichado no volvió a salir del fondo del mar y que sus compañeros huyeron despavoridos. Al poco tiempo, todos sabían de la blasfemia del buzo y su terrible final.

Desde entonces, según cuentan los lugareños, antes de salir el sol, muchas de las embarcaciones que pasan por ahí han visto emerger del agua a un individuo de larguísima melena, pero al pretender acercarse para verlo de cerca, éste vuelve a sumergirse. 

Con el paso del tiempo, los yaquis abandonaron aquel criadero de perlas, pero la leyenda continúa y en la región el nombre de “El Mechudo” cada vez es más conocido, respetado y, claro, temido.

Así concluye la historia publicada en aquel periódico que tal vez sea cierta o no. En la actualidad, aquel lugar todavía inspira cierto temor a quienes conocen el cuento, pues la naturaleza ha dotado a aquella costa de imponentes rocas, siempre batidas por el chapoteo de las aguas. Este ruido, unido a una caprichosa neblina, da lugar a un ambiente siniestro que ocasiona temor a quienes, antes de salir el sol, se atreven a navegar por esas aguas.

La leyenda del tesoro de Pichilingue

Cuando en el siglo XV se iniciaron los viajes de los galeones de Manila que recorrían la ruta de Filipinas a Acapulco, muchos barcos piratas acechaban su paso con el fin de apoderarse de las riquezas que traían. Uno de esos galeones, el Santa Ana, fue apresado por el corsario Thomas Cavendish frente a las costas de San José del Cabo, se apoderaron del botín y luego lo incendiaron.

Poco después, otro pirata de origen holandés salió del puerto de su país rumbo al continente americano en busca de los galeones, a los que, por cierto, nunca encontró. En su recorrido llegó a las costas de Baja California Sur y se cree que sus barcos se refugiaron en la bahía de La Paz. Con el paso del tiempo, a todos estos piratas se les conoció como “Los Pichilingues”. 

La leyenda dice que, en el año 1565, cuando fue inaugurada la ruta marítima Manila-Acapulco, mil galeones siguieron el mismo camino durante 250 años, trayendo de Asia telas de seda, artículos de jade y marfil, muebles tallados, perlas y joyas valiosas. De la Nueva España se llevaban cacao, cobre, plata y otros productos.

El establecimiento de este comercio entre los dos continentes despertó la codicia de otras potencias como Inglaterra, que les permitió a los piratas de su país que asaltaran a los galeones en sus travesías. Uno de estos corsarios fue Francis Drake, quien, en el año de 1578, recorrió todo el litoral del Océano Pacífico atacando y saqueando puertos y apoderándose de buques españoles. El botín, así adquirido, fue muy valioso, sobre todo por el oro y la plata que contenía.

Uno de los barcos que asaltó fue el “Santa Fe”, a la altura de Cabo Corrientes, que llevaba en su interior un riquísimo cargamento de monedas de oro, perlas y joyas. Perseguido de cerca por dos embarcaciones españolas, se dirigió al norte rumbo a la península de California. Penetró en la bahía de La Paz y pasó frente a la isla de San Juan Nepomuceno que enmarca la bahía de pichilingue. Ahí, ante la amenaza de sus perseguidores, Drake decidió esconder el tesoro aprovechando las sombras de la noche. 

Acompañado de tres hombres de su confianza, bajó a tierra y sepultó los cofres del tesoro, no sin antes apuntar con mucho cuidado las referencias geográficas para recuperarlo después.

En ese lugar permaneció cinco días esperando que pasara el peligro. Luego desplegó las velas del barco y se dirigió al sur, con el fin de pasar por el Estrecho de Magallanes y retornar a su patria. En sus bodegas llevó parte de las riquezas obtenidas en sus aventuras por los mares y costas del continente americano.

Pero lo que fue un secreto, quedó al descubierto, porque unos indios pericúes, que habían llegado unos días antes a las costas de la bahía, provenientes de la isla de Espíritu Santo, observaron de cerca los movimientos de los piratas, aunque sin saber con certeza lo que ocultaron. Así, de boca en boca, fue transmitiéndose la noticia hasta llegar a oídos de los colonizadores españoles, quienes se apresuraron a buscar el botín.

Han pasado más de 400 años y el tesoro no ha sido encontrado. Existe la creencia de que Drake simuló enterrarlo, pero lo que en realidad hizo fue arrojar los cofres al mar, sujetos a una pesada ancla, para evitar que las corrientes marinas los arrastraran. Prueba de ello es que, en una ocasión, dos pescadores que recorrían las aguas de la ensenada de Pichilingue vieron brillar algo en la superficie. Al acercarse, encontraron una plancha de fierro que trataron de jalar sin lograrlo, porque estaba sujeta en el fondo.

Como esto sucedió al atardecer, decidieron permanecer en ese sitio, acondicionando un lugar para pasar la noche. En la madrugada se levantaron y, al dirigir la vista a la zona donde apareció el objeto metálico, éste había desaparecido, dejando, en su lugar, las tranquilas aguas.

La perla gigante de La Paz

Una mañana de agosto de 1883, un par de buzos sacaron de la bahía de La Paz, Baja California Sur, en un sitio cercano a la Isla San José, una ostra madreperla que en su interior formó una gigantesca perla del tamaño y forma de un limón regular. Esta hermosísima esfera de nácar fue llamada: “La Perla de La Paz” aunque luego se le conoció como Great Lemon.

La perla fue llevada a San Francisco California. Don Antonio Ruffo, el propietario de la compañía de buques,  la llevaba consigo y se la mostró a su amigo, el embajador inglés Sir Anthony Fein, representante del Reino Unido tanto en México como en Estados Unidos. Asombrado por el tamaño y forma de la hermosa perla, Sir Fein quiso comprarla al señor Ruffo, para obsequiarla, en su cumpleaños, al Rey Eduardo VII, quien era el sucesor de la célebre madre, la Reina Victoria, soberana inglesa durante 64 años. Don Antonio se negó rotundamente a venderla, pero se empeñó en regalarla al Rey inglés, a través del embajador Fein.

Cuando su majestad tuvo ante sí aquella perla colosal, llamó a sus joyeros reales, quienes expresaron al monarca que nunca ojos europeos habían visto perla igual. Una real comisión de orfebres la engarzó en la parte frontal de la enorme corona inglesa y, a su alrededor, se colocaron catorce diamantes en forma de lágrimas, a los que en orfebrería se llama “custodios”.

A partir de aquella fecha, la corona, con La Perla de La Paz, sería lucida en público por Eduardo VII, su primer propietario real. Años después ascendería al trono Eduardo VIII, quien mostró de nuevo la corona con la perla. Y así, desde entonces, la perla de la paz, la perla de Baja California Sur, es símbolo del cariño entre nuestros pueblos, aunque hay quienes piden que regrese, por ser parte de nuestra nación.

La Maldición de Cabo San Lucas

Cuenta la leyenda que cuando Cabo San Lucas era un lugar poco poblado, llegó un barco con enfermos de fiebre amarilla. Días antes había estado en La Paz, donde les negaron la entrada. Cuando este barco arribó al muelle de cabo San Lucas, sus habitantes, al percatarse de la palidez de las personas que estaban en proa, también les prohibieron ingresar.

Era un día caluroso. Desde el interior del barco salió una mujer de edad avanzada que, con su andar, mostraba lo enferma que estaba. En brazos traía a un niño y lo único que pidió la viejecilla, y los tripulantes de este barco, a los presentes que se encontraban en el muelle, fue un poco de agua y de alimento. Éstos les llevaron de inmediato la comida y el agua, pero en lugar de mandárselas por una barca, la lanzaron al mar y después soltaron unas carcajadas de burla.

Cuenta la leyenda que esto provocó la ira de los tripulantes de este barco, que eran brujos y además videntes. La mujer maldijo a todas las generaciones de quienes estaban presentes en el muelle:

—Todos los que se han reído de nosotros, tendrán una muerte horrible. ¡Y maldigo este puerto! Declaro que algún día el mar se le irá encima y se cobrará el terrible trato que hemos recibido.

Después de estas escalofriantes palabras, el barco se fue.

Narran que el señor Thomas Ritchie llegó en ese momento y, al ver que el barco se iba, preguntó qué pasaba. Le contaron lo sucedido y de inmediato envió a dos personas de su confianza para que trajeran el barco de regreso, ya que él les podía brindar lo que necesitaban. Sin embargo, cuando el bote se acercó al barco, ellos se negaron a regresar, insistiendo en la maldición que recaería sobre ellos.

Aunque esto aparece en las notas y bitácoras de algunas familias que después llegaron a vivir a Todos Santos y a La Paz, no se sabe a ciencia cierta si en verdad ocurrió este hecho. Sin embargo, los presagios de un final trágico para el puerto, se han hecho presentes por años.

El cerro de las calaveras

Hace varios siglos, cuando llegaron los españoles al estado de Baja California Sur, sucedió la siguiente historia romántica y trágica a la vez. 

Antes de que llegaran los conquistadores, en ese lugar vivía un grupo de indígenas que vagaba libre, recolectaban frutos y pescaban todo el tiempo, pues de eso vivían. Como toda tribu, tenían un jefe y ese jefe una hija. Ella estaba comprometida con uno de su tribu para casarse.

Cuenta la leyenda que, la pareja, iba caminando por la costa cuando vio llegar un barco a la playa —que actualmente se llama Coromuel—. Ellos se quedaron impactados, pues nunca habían visto algo así. La muchacha fue la primera en descubrirlos, por lo que tomó del brazo a su novio y corrieron a esconderse. 

Al parecer, los tripulantes del barco estaban huyendo de sus enemigos y, por eso, no se bajaban, pero uno de ellos se aventuró a hacerlo, por lo que se encontró con la pareja. La tribu le dio hospedaje al aventurero y la joven se enamoró perdidamente de él y su cariño fue correspondido.

Un día la fue a buscar su prometido y los vio como una pareja. El nativo se lanzó contra él y, como se pelearon en lo más alto del cerro, ambos cayeron y perdieron la vida. 

La joven estaba deshecha. Los dos hombres que amaba estaban sin vida y ella completamente sola. Es por esto que decidió suicidarse desde el mismo cerro, al que ahora se le conoce como El Cerro de las Calaveras, en honor de esta historia de amor y tragedia.

La no graduada

La leyenda dice que, en el año 1993, en una famosa universidad estatal, faltaba poco tiempo para que se efectuara la ceremonia de graduación de la generación que estaba por salir. 

Una joven, la cual tenía el mejor promedio, iba a dar el discurso a nombre de todos los estudiantes. Al llegar el gran día, sus compañeros se pusieron inquietos, porque ya iba a comenzar la ceremonia y no la encontraban. Todos se preocuparon, pues ella era muy responsable, por lo que tal vez algo le había sucedido. 

La ceremonia terminó y la joven no apareció nunca. Más tarde todos se enterarían de la tragedia que ocurrió. 

Resulta que, ese día, desesperada por llegar a la cita temprano, la joven manejó más rápido que de costumbre y sin precaución, por lo que, al llegar al semáforo de la institución, chocó con otro vehículo. Por desgracia, ella murió de forma inmediata. 

Desde entonces se dice que su espíritu busca a sus compañeros en las instalaciones. Algunos cuentan que se le puede escuchar en el auditorio dando su discurso una y otra vez.

La Piedra Larga

En el municipio de La Paz, Baja California, existe una carretera, ubicada al sur, que une al valle de Los Planes con la carretera Transpeninsular. En ese camino hay unas rancherías de nombre: Los Divisaderos y Los Encinitos. Por esos caminos también se encuentra un rancho donde vive la familia López. Al lugar le llaman el Rancho de Agua de los López, y cerca de ese rancho está la famosa Piedra protagonista de esta leyenda, a la que llaman “La Piedra Larga”. 

Aunque no tiene nada de extraño encontrar una roca de esa forma y tamaño en la Sierra de las Cacachilas, lo relevante de ésta es la historia que se cuenta acerca de ella. Dicen que hace muchos años, cuando existían los antiguos pobladores Guaycuras, se reunían en ese lugar guiados por el hechicero o Guama, para rendir culto a su Dios Guamongo.

Aunque existen pocos registros religiosos que hablen de esa época, se sabe que fue en la llegada de los españoles, por el año 1533, que empezaron a tratar de conquistar a los pueblos indígenas Cochimíes, Guaycuras y Pericúes, por lo que es de suponer que los indígenas, asustados por la presencia de extraños, empezaron a huir de estos conquistadores, subiendo a los lugares más altos de la sierra y llegando a esta Piedra Larga para invocar a Guamongo, su dios, y suplicarle que alejara a éstos seres de sus tierras y evitar así que terminaran con las tradiciones y formas de vida.

Esta conquista, como sabemos, duraría mucho tiempo, hasta que, unos cien años después, llegaron los misioneros jesuitas a tratar de implementar su religión católica, hablándoles a los indígenas de un Dios bondadoso que siempre hacía el bien, pero que si no se le adoraba, ejercía terribles castigos como mandar las almas al infierno por toda la eternidad. Incluso así, en el auge de la catequización a lo largo de la península, algunos indígenas seguían en la práctica de sus costumbres paganas e invocaban a su omnipotente Dios mediante ritos tenebrosos, ya que era lo único que les quedaba y a lo que podían aferrarse.

A pesar de que han pasado muchos años de estos rituales indígenas, los lugareños cercanos a la “Piedra Larga” aún siguen contando sucesos extraños acerca del lugar. Dicen que se han visto, cuando es luna llena y media noche, algunas figuras humanas danzando alrededor de la Piedra Larga como lo hacían los indígenas de antaño. 

Algunos cuentan haber visto a personas de ranchos muy lejanos al lugar, como San Venancio y hasta el Triunfo y San Antonio, quienes, al parecer, están involucrados en estos rituales. Se dice que misteriosamente desaparecen de las rancherías y se hacen presentes en la Piedra Larga, sin saber el medio que utilizaron para trasladarse, por lo que hace suponer a los rancheros la existencia de fuerzas poderosas inexplicables y maléficas.

Es por todo lo anterior que los vecinos escuchan voces en noches de luna llena y mejor evitan acercarse a este lugar.

Además, recomiendan que, si deseas conocer “La Piedra Larga”, lo hagas durante el día para que no te lleves la sorpresa de cruzarte con la presencia de figuras extrañas o del Guamongo, ese dios de los antiguos indígenas que, sin contar con una figura reconocida, influyó en las costumbres de los Guaycuras. Así que ya sabes, si quieres hacerlo de noche, será bajo tu propio riesgo.

Los acapules

Los acapules eran un grupo de árboles de gran tamaño que se encontraba en un sendero de terracería, muy estrecho, que unía a San José del Cabo con el poblado de Las Playitas. A todos los que pasaban por allí les causaba cierto temor, más si era de noche, pues los abuelos siempre contaron que «en los acapules espantaban».

Al ver de lejos los enormes árboles, se podía distinguir al fondo un gran círculo que aparentaba ser un túnel impresionante. Al acercarse a ellos, provocaba cierto miedo al no saber qué se podía encontrar del otro lado. Además, al llegar a los acapules, impactaban las raíces que, por su gran tamaño, colgaban de las mismas ramas. Se dice que al pasar muy cerca, siempre se tenía la sensación de que en algún momento se moverían y te atraparían. Sin duda todo esto creaba un ambiente tenebroso y mortífero.

Los acapules eran únicos, tal vez místicos, ya que no había otros iguales. Algunos lugareños cuentan que, al pasar por ahí, se ve un bulto colgado, como si fuera una persona que pudo haber sido atrapada por sus enredaderas. 

Otros cuentan que ahí se aparecía una mujer vestida de blanco, como novia, porque en ese lugar fue asesinada por un ex novio despechado, que la raptó el día de su boda. Se dice que ahí la mató y por eso es que se aparece deambulando en busca de su amado prometido, con el que nunca se casó.

En la actualidad estos árboles no existen, debido a la corriente del arroyo de San José que creció y arrasó con ellos en el paso del huracán Juliette. Ahí se construyó un puente, pero cuentan que aún se aparece, entre las curvas de la carretera, la mujer de blanco.

Una mujer que murió de amor

Hay una tradición muy famosa en la que se dice que, si llevas una rosa roja a las doce de la noche a una tumba muy especial situada en el Panteón de San José del Cabo, se te cumplirá un deseo de amor.

El origen de esta historia se sitúa en el siglo XVIII. Se cuenta que, dentro de la familia Mouet —un apellido de origen francés—, conformada por don Juan Mouet, la señora Priscila Ceseña y sus doce hijos, había una joven llamada Adelina, quien contrajo matrimonio con Pablo Seguín, un portugués que había llegado a nuestras tierras.

Adelina y Pablo se juraron amor eterno y se amaron con pasión. Contrajeron matrimonio y eran muy felices, hasta que ella, muy joven, murió en trabajo de parto. Pablo sufrió mucho la muerte de su amada esposa y encargó a Portugal una lápida muy original con un epitafio que dice así:

Fría e insensible bajo la losa

Víctima triste de la parca airada

Una joven beldad yerta reposa,

Con lágrimas tiernísimas lloradas.

Fue su muerte temprana y lastimosa.

En la actualidad, esta tumba se ha derrumbado, pero, en el sitio donde se estaba, es muy común encontrar listones, anillos y, por supuesto, rosas. Ya sea falsa o cierta la leyenda, muchos juran que es verdad, y ya que en el nombre del amor hacemos muchas locuras, «vale la pena intentarlo».

Por cierto, existen algunas otras versiones que son más dramáticas sobre esta historia. Una de ellas dice que una joven, cuyo enamorado era un militar en tiempos de guerra, murió de amor y tristeza al ver que su novio jamás volvió del campo de batalla.

El fantasma de San José del Cabo

Cuenta la leyenda que, en San José del Cabo, Baja California Sur, después de varios intentos, por fin pudo obtenerse una fotografía de, lo que aparenta ser, el fantasma de una niña que se aparece en una vivienda abandonada de la colonia 8 de octubre, en la calle III Ayuntamiento.

A cualquiera esto puede parecerle demasiado extraño, pero es posible que tenga una explicación lógica. Durante mucho tiempo, los vecinos del lugar ya habían reportado las extrañas apariciones que ocurren en el sitio. Para no dejar dudas, sus historias han sido avaladas por trabajadores que instalaban cercos de protección en el inmueble, que ahora luce abandonado.

Mencionan que se trata de una pequeña que aparece en el lugar sin importar la hora. Nunca se ve de frente, por lo que en realidad nadie sabe quién es. Sólo se escucha su voz y sus risas, «como si estuviera jugando». Se aparece sólo en la propiedad, la cual abarca una extensión de más de 25 metros sobre la calle.

Algunos dicen que, hace muchos años, la familia de la pequeña se iba a cambiar de casa. Al llegar el camión de la mudanza, dejaron a la niña cuidando algunas cosas, mientras los padres se fueron con los muebles al nuevo hogar. Descargaron, pero de regreso tuvieron un trágico accidente, por lo que nunca volvieron a ver a la pequeña. Al llegar un policía con la niña y contarle lo que había pasado, la pequeña se echó a correr mientras pasaba un automóvil por ahí. Ella tampoco sobrevivió. La niña sigue en la casa, jugando con sus viejos y fantasmagóricos juguetes, mientras espera que sus padres regresen.

La Cueva del Pirata

Dicen que, en el siglo XVI, anduvieron por la zona del Pacífico y el Mar de Cortés, muchos piratas que vivían robando a otros barcos en alta mar y escondían los tesoros saqueados en las costas de Los Cabos.

Entre todos éstos, había uno que era temido por su tripulación, ya que era extremadamente cruel y sanguinario.

Este capitán era muy rico, por lo que un día decidió esconder todo su tesoro en una cueva que estaba a orillas del océano, justamente en donde se unen los dos mares. Ese lugar queda en lo que actualmente se conoce como Cabo San Lucas, muy cerca del Arco de Los Cabos, y es conocido hoy como la Cueva del Pirata.

Entre él y algunos miembros de su tripulación bajaron allí todas las joyas, perlas, piedras preciosas, plata y oro. Después mandó cerrar la cueva y lanzó una maldición a quien se atreviera a entrar. Antes de subir al barco, mató a todos los que lo acompañaron para que nadie supiera la ubicación del tesoro.

Varios años después, el pirata murió mientras intentaba robar un barco. El secreto de su cueva pareció quedar en el olvido, hasta que un día una mujer llegó a esa cueva con su hijo, donde ella percibió que una voz la llamaba desde el interior.

Aunque sintió que no debía entrar, la curiosidad le ganó y se metió con mucho cuidado a esa gruta oscura. Jamás pensó en hallar riquezas nunca antes imaginadas.

Su miedo se mezclaba con la alegría de haber encontrado tanta fortuna, pero la entrada de la cueva comenzaba a cerrarse poco a poco. En ese silencio, sólo se escuchaban las olas del mar. Ella creyó haber escuchado una voz desde lo profundo del lugar, que decía: 

—Toma ya todo lo que puedas y vete, porque la entrada se cerrará para siempre.

Ella se esforzó por llevar lo más posible: monedas antiguas, joyas y figuras talladas en marfil. Pero mientras más se demoraba, más se cerraba la cueva. Cuando por fin sintió que ya era suficiente, salió corriendo del lugar con sus manos llenas de riquezas.

Pero por pensar en la ambición y en huir de ahí, se olvidó del tesoro más importante que tenía y mientras gritaba:

—¡Mi hijo! 

Se escuchó un ruido de piedras que caían dentro de la cueva, cerrándose para siempre su interior.

La Cueva del Pirata no se abrió más ni para esa mujer ni para nadie. Ella ya no pudo rescatar a quien más amaba, por su codicia. Mientras sus lágrimas caían, arrojó todas las cosas al mar y corrió hacia la entrada, pero por más que se esforzó, sólo logró arañarla.

Finalmente, casi desfallecida y sin dejar de llorar, alzó la vista y le pareció ver la cara de un niño, formada entre las rocas y sus sombras, que parecía sonreír.

El Difuntito

La historia cuenta que el cuerpo de José Zazueta, un pequeño de ocho años, fue encontrado a las orillas de la playa, rumbo a Zacatitos, en San José del Cabo, allá por el año 1910. Durante una crecida del arroyo, el niño y su familia murieron arrastrados por el agua. Por el trágico suceso, los vecinos del lugar le dieron santa sepultura y en el lugar construyeran una capillita.

Desde entonces, año con año y hasta la fecha, familias josefinas —familias de San José del Cabo—, sobre todo aquellas asentadas o nativas del poblado más cercano, acuden hasta el lugar donde descansan sus restos para rezarle y, en forma de manda, pedirle favores. Se dice que el pequeño es muy milagroso cuando se trata de curar a los enfermos.

La capilla adorna la vista de la costa, pues entre la playa y el azul del mar destaca un ángel blanco que cuida los restos del Difuntito desde afuera. En cambio, por dentro está repleta de flores, ropa de bebé, juguetes, rosarios, cruces, veladoras y hasta trenzas de cabello humano, como agradecimiento por los favores recibidos.

Los más viejos intentan transmitir esta tradición de generación en generación, con la intención de que, los integrantes más jóvenes de la familia, preserven esta historia de fe, muy propia de Los Cabos y del Día de Muertos, y parece que lo han logrado, pues todos los habitantes del lugar creen en el Difuntito y hasta llevan a los turistas para que también conozcan la leyenda.

El Ratón

Una de las leyendas más recientes, y quizá la más famosa, pues a muchos jóvenes les tocó conocerlo, es la de El Ratón, apodado así por sus padrinos y por los patrones de donde laboraba su madre. 

Se cuenta que, al nacer, era tan pequeño que su cuna fue una caja de zapatos, según narra el libro Huellas de Los Cabos.

Su nombre era Oscar Lucero Villarino, pero era mejor conocido como “El Ratón”. Se convirtió en un personaje muy famoso en San José del Cabo, pero por su triste historia. En 1961, al morir su madre a quien tanto amaba, se decidió a no dejarla sola y, desde ese momento y hasta el día de su muerte en 2009, vivió junto a su tumba en el panteón del centro de la cabecera municipal.

Quienes los conocieron contaban que era un personaje con una risa singular, sobre todo cuando bebía algunas copas, pues el alcohol era su vicio. 

—¿No te da miedo vivir aquí? —le preguntaban regularmente.

—Para nada. Yo conozco la vida de cada uno de los que aquí están enterrados. Además, hay que tenerles más miedo a los vivos que a los muertos, ¿no? —solía contestar con una gran carcajada.

Desde muy joven pastoreó ganado. Casi no estudió, pero aún así trabajó en barcos y muelles de Ensenada y Santa Rosalía. Los que lo conocieron dicen que para la poca actividad académica que cursó, su vocabulario y sus conocimientos eran bastante amplios.

El joven nunca tuvo familia, porque amaba tanto a su mamá que nunca se quiso separar de ella. Eso sí, se sabe que las mujeres le gustaban mucho y que incluso tuvo una novia, pero ella lo dejó porque no tenía muchas ganas de irse a vivir a un panteón. 

Cuentan que El Ratón decía:

—Estoy aquí porque mi madre me habla. Cuando sueño, ella me dice: «Hijo, ¿qué estás haciendo aquí?, busca otro lugar para vivir. Necesitas a tu esposa y a tus hijos».

Pero él siempre le decía que no, que estaba ahí para cuidarla y que jamás la dejaría. ¡Y así sucedió!

Algunos cuentan que todavía se ve el fantasma de El Ratón junto a la tumba de su mamá, pero en lugar de estar llorando por su partida, ambos fantasmas están platicando o abrazados, disfrutando juntos de la eternidad que tanto tiempo soñaron.

La Campana de Santiago

México es un país de tradiciones, resultado del intercambio cultural entre los nativos indígenas y conquistadores. Algunas fueron impuestas, otras adoptadas, otras son la unión de ambas formas de pensar. Además, cada región del país tiene una identidad que comprende: leyendas, gastronomía, creencias, festividades, música, danzas y artesanías que sustentan el turismo rural. Ésta es la historia de don Remberto de la Peña, una de esas tantas leyendas.

Así narraba su vida don Remberto, nativo del rancho La Misión ubicado en Santiago:

—¡Ahí, entre el cerco y aquel palo verde, busquen, por ahí debe estar! —nos decía mi nana cuando estábamos kauillos (que significa chiquillos en lengua pericú) a mis hermanos y primos al corretear por los alrededores. 

Tendría unos diez años, mi nana como 90, por eso pensábamos que desvariaba, pues nos mandaba a excavar en busca de un tesoro enterrado y una campana de oro que juraba que estaban en ese lugar. Siempre que nos miraba jugar, nos insistía sobre la exploración.

A veces la invadía la nostalgia y contaba anécdotas sobre su familia, otras veces acerca de los pretendientes de su juventud, pero, sobre todo, nos recordaba una y otra vez que buscáramos el tesoro que estaba entre el cerco y el palo verde del rancho donde vivíamos con mis padres. Decía que, hacía muchísimos años, habían enterrado un cofre con objetos de oro, entre ellos una campana. 

—Promete que lo buscarás —me decía.

Yo, como la amaba tanto, siempre le contestaba que sí y, debo aceptar que, de niño, lo intenté varias veces.

Cuando crecimos y mi nana murió, supimos que a todos los kauillos les pedía lo mismo: buscar el tesoro. El tiempo pasó, crecimos y nos envolvieron las actividades propias de los adultos.

En septiembre del 2004, el paso del huracán Howard y la depresión tropical Javier, causó grandes lluvias y deslaves en Santiago, como en otras partes del Estado. Al levantar todo el desastre, fue cuando se encontró una campana, ¡justo en el lugar que la nana decía!

De inmediato se esparcieron los rumores en el pueblo. El personal del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) recogió la pieza y la trasladó a La Paz, ciudad capital del Estado, para estudiarla y restaurarla.

Alguien en el pueblo recordó que, en años anteriores, alrededor de 1995, llegaron extranjeros que se quedaron un tiempo en el pueblo, convivían e invitaban cervezas a los locales, traían un mapa y buscaban un lugar. Los pobladores los guiaron en la zona, pero días después, los visitantes desaparecieron de la misma forma misteriosa en que llegaron. Lo extraño fue que dejaron un hoyo en el sitio tan buscado.

Ahora, los pobladores saben que las historias de nuestros ancestros pueden ser ciertas, por lo que muchos comienzan a preguntar a los abuelos sobre cuentos maravillosos así, tal vez, alguien se encuentre algún tesoro enterrado.

Se sabe que la Misión de Santiago Añini fue fundada por los misioneros jesuitas en 1724. Algunos suponen que la campana y otros objetos se enterraron durante la rebelión indígena de 1733, en San José del Cabo, cuando los misioneros de Santiago Añini fueron advertidos y salieron huyendo. 

El caso es que, al parecer, huyeron llevando el cáliz y otros objetos de oro para la adoración y, claro, también la famosa campana. Quizá decidieron enterrarlos pensando que las diferencias se solucionarían en poco tiempo y regresarían pronto, o tal vez eran tan pesadas que mejor las sepultaron para facilitar su salida. Lo cierto es que nadie sabe qué sucedió.

Después de algunos años, se solicitó al INAH el regreso de la campana para conservarla como parte del patrimonio. Ahora está en exhibición en la iglesia. 

Como suele suceder en estos casos, se han forjado leyendas y recuerdos sobre estos objetos de la Iglesia. Sobre todo, las personas se preguntan dónde quedó el resto del tesoro, pues ya nadie duda de su existencia. 

La casa de las muñecas

Ésta es la leyenda de la Casa de las Muñecas, la cual está basada en unas brujas de San Antonio. Se dice que cometieron muchos asesinatos en conjunto con la llamada Bruja Mayor. Ella era de origen ruso y llevaba por nombre Nastia Pavionovera Pondolovoc. Esta mujer llegó a Baja California en el año 1848. Cuentan que era una mujer muy bella y simpática, y que utilizaba sus atractivos para llamar la atención de los hombres. Se sabe que tuvo alrededor de treinta esposos y ¡todos ellos fueron asesinados! Además, también se cree que mató a más de veinte niños, a los que utilizaba para realizar sus pactos satánicos. 

Esta mujer se la pasaba en fiestas de la alta sociedad. Decían que era muy rica y que siempre iba vestida muy elegante. Además, que tenía varias propiedades en La Paz, San Antonio y Ciudad Constitución. Se cuenta que era tan rica que mandó construir una casona estilo gótico en las afueras de la ciudad de La Paz, para la que trajo a trabajadores extranjeros y la cual tardó aproximadamente tres años en construirse.

Se piensa que ella fue la culpable de uno de los acontecimientos que quedaron marcados en la vida de los sudcalifornios. Fue un ataque inexplicable de poderosas fuerzas sobrenaturales que cayó sobre cuatro monjas y un padre de la Catedral de La Paz, que se dirigían al poblado de El Triunfo. Su intención era llevar la religión católica por la región. 

Cuenta la leyenda que, de los cinco religiosos, sólo pudo regresar una monja, pero totalmente trastornada por lo que le había sucedido y sin poder decir qué fue lo que pasó en el camino. Cuando se le encontró, llevaba consigo una vieja muñeca y unos días después se quitó la vida. Nadie sabe hasta el momento qué sucedió en aquella trágica noche. Cuentan que la muñeca desapareció de la diócesis sin que nadie supiera dónde quedó.

Se dice también que, desde que Nastia Pavionovera llegó a Territorio Sur —como se conocía en aquel entonces—, empezó la desaparición de adultos y niños. La gente ya estaba desesperada de que las autoridades no hicieran nada, ya que todo señalaba a Nastia, y a las otras brujas, como las causantes de tantas desgracias en la ciudad.

Fue tanta la insistencia de los pobladores, que las autoridades tomaron cartas en el asunto, por lo que Nastia fue encarcelada, culpada por la desaparición de las tres monjas y de más de ochenta asesinatos que habían ocurrido desde su llegada. La voz popular dice que, en venganza, entre ella y la bruja Hipólita provocaron un incendio en el centro de la ciudad donde se encontraba la catedral de La Paz, la casa de gobierno y el Jardín Velasco, lo que dañó casi la mitad de la ciudad.

La bruja fue ahorcada y quemada en la hoguera, lo mismo que Hipólita, quien fue colgada en el árbol maldito, ubicado sobre la calle Esquero y 16 de septiembre. Algunos dicen que el cuerpo de ésta desapareció del árbol; otros, que fue enterrada junto con Nastia en uno de los panteones que existía fuera de la ciudad y que se ubicaba sobre las calles Reforma e Isabel La Católica. 

Cuentan que unos meses después de su muerte, Elia, la hermana de Nastia, trató de robarse el cuerpo de la bruja, pero que falleció debido a los disparos de la gendarmería por no obedecer las órdenes de retirarse del lugar.

En diciembre de 1893 se revisó una vieja finca de su propiedad en las áreas de lo que ahora es el Teatro de la ciudad, donde fueron encontrados para sorpresa de los habitantes, cuerpos enterrados, botellas de sangre y cientos de muñecas; entre ellas, la muñeca desaparecida que la monja traía en la mano. Se piensa que las muñecas las utilizaba para atraer la atención de los niños y poder secuestrarlos.

La Animita del Camino Real

José Lino Manríquez Martínez nació en el pueblo de San Antonio el 3 de septiembre de 1855. En esos agitados tiempos, don José Miguel, papá de José Lino, participó en la lucha contra el filibustero Juan Napoleón Zerman, que ese año tenía sitiada a la ciudad de La Paz. 

En apoyo al general Manuel Márquez de León y al frente de un pelotón de la guardia montada, hizo prisioneros a los tripulantes de los buques piratas “Archibald Grace” y “Rebeca Adams”, a quienes condujo al puerto de Mazatlán para su posterior envió a la ciudad de México.

La participación del sargento Manríquez Martínez en otras acciones lo hizo merecedor de ser nombrado Jefe de la Policía Montada del Real de San Antonio. 

Corría el año 1861 cuando el señor Manríquez fue enviado a vigilar un evento social de relevancia: el matrimonio civil y eclesiástico del comerciante Miguel González Rodríguez y la señorita Soledad Rufo Santacruz. El padrino de la pareja era nada más y nada menos que el recién nombrado gobernador juarista Don Teodoro Riveroll. 

El evento tuvo lugar en “El Novillo”. Don Miguel, el novio, a quien don José Miguel había proporcionado valiosos servicios, invitó a la familia Manríquez Martínez para que asistieran a la boda. Y fue ahí donde el pequeño José Lino atrajo la atención del profesor Víctor Piñeda de la Cruz, y de su novia, la maestra Refugio Contreras. Se quedaron tan impresionados por la inteligencia y carisma del niño, que hablaron con el padre para pedirle que les permitiera educarlo, pues estaban convencidos que, bajo su protección, el niño aprendería mucho y podría desarrollar mejor sus capacidades. 

Pocos meses después, el niño fue admitido como alumno regular del Liceo Parroquial. Fue entonces cuando la familia decidió irse definitivamente a vivir a La Paz para estar junto a Don José Miguel quien, separado del servicio militar, trabajaba como jefe de vigilantes en un centro de diversiones. 

Mientras el padre se ocupaba en sus labores, el pequeño José Lino de Jesús y sus hermanos asistían regularmente a las clases. Cuando todo parecía en calma, volvieron las revueltas. A mediados de 1866, el gobernador Antonio Pedrín fue derrocado por el Gral. Pedro María Navarrete quien, lejos de tener una buena relación con los pobladores, cometió muchísimas injusticias, por lo que pasó a la historia regional como el más sanguinario de cuantos gobernantes conoció la entidad. Contra su gobierno se revelaron varios grupos de Todos Santos y El Triunfo, pero fue Antonio Pedrín, jefe político y comandante militar de la Baja California, quien lo obligó a abandonar el estado.

Meses antes, Navarrete había hecho prisioneros a varios patriotas liberales —él era representante del gobierno francés— y los había mandado a las celdas del cuartel militar. Todos los encarcelados eran de las tropas del general Manuel Márquez de León.

El 11 de noviembre de 1866, Don José Miguel fue encarcelado en una estrecha e insalubre celda de castigo. Su cuidador era el cabo Crispín Sández, jefe del resguardo del penal y uno de los seguidores del imperialista Navarrete. 

El pequeño José Lino fue enviado por su madre para llevarle alimentos a su padre. Entonces fue testigo de cómo, con crueldad inaudita, Sández ordenó sacar de la celda al prisionero, para hacer que, en presencia del niño, fuera azotado hasta sangrar y quedar desmayado de dolor. 

Al ver aquello, el niño encaró al cabo Sández para implorar piedad para su padre. En respuesta y como para demostrar la terrible maldad que había en él, el tosco soldado le contestó con voz cargada de crueldad: 

—¿Para qué quieres piedad para tu padre? Es un bandido y esta tarde, a las 4:00 en punto, será fusilado en el paredón de las Ciénagas. 

El niño se puso a llorar, mientras el soldado continuaba:

—No chilles. Es mejor que veas morir a este ladronzuelo. Tal vez así aprendas a ser un hombre de bien.

Destruido por el dolor, José Lino de Jesús vio como el malherido cuerpo de su padre era llevado de nuevo a la celda de castigo. Regresó a la casa para avisarle a su madre y comenzó a prepararse para realizar un plan que se le había ocurrido. 

Partió hacia el lugar señalado para la ejecución y le propuso un insólito trato al cabo Sández: 

—¿Me da su palabra de hombre y de soldado de respetar la vida de mi padre si me ofrezco para que me fusilen?

El trato fue contestado por el soldado con un leve movimiento en su rostro. Y, sin que se dijera una palabra más, el pequeño José Lino de Jesús, de escasos 11 años de edad, fue atado con una cuerda y arrastrado entre los matorrales. Para dar muestra de mayor crueldad, Sández hizo llevar a todos los prisioneros para presenciar la muerte del niño, incluyendo al padre de la inocente víctima.

Pero la maldad de ese hombre no tenía fin. Como último y macabro detalle del despreciable asesinato, don José Miguel fue obligado a cavar la improvisada fosa donde fue depositado el cuerpecito del niño héroe, para ser cubierto después con piedras y tierra. 

Esto sucedió la tarde del 11 de noviembre de 1866. El lugar exacto del sepulcro se encuentra señalado a escasos metros de donde los pobladores del lugar elevaron una modesta capilla para recordar ese hermoso acto de amor.

Desde entonces, muchos peregrinos acuden domingo a domingo a depositar ofrendas florales, encender cirios y poner figuras de oro y plata en pago de las ansiosas promesas de los fieles, ya que juran que el niño es una fuente inagotable de milagros. La tradición popular le llama desde entonces “La Animita del Camino Real”

El pesero de la muerte

Cuentan las leyendas urbanas de Los Cabos, que existe un transporte público muy especial al que se le conoce como el pesero fantasma. Sólo circula después de las once de la noche y pasa por los que han partido de esta vida. 

Dicen, aquellos que no duermen durante las madrugadas —veladores, taxistas y personas que viven en la fiesta—, que el pesero fantasma no se puede ver a menos que él quiera. 

Una parada donde suele detenerse, y es muy conocida, se encuentra frente a la tienda Ley Garzas, aquella que está por donde se encuentran los pinos. Hace tiempo ahí se ponían unos negocios de mariscos sobre esa banqueta. Las personas que esperan su transporte, cuentan que se escucha, de madrugada, el chillido del frenar de las llantas de un pesero que no se ve y el ruido de las viejas salpicaderas.

Los que han logrado observarlo, dicen que el chofer detiene la unidad y abre la puerta para que tomen su ruta los muertos que serán llevados al panteón del Zacatal a visitar sus tumbas y, sobre todo, a repartir terror en diferentes colonias. 

Pero toda leyenda tiene una historia real detrás de ella. Lo que sucedió con el chofer de este pesero de la muerte es que, en el año 2003 fue asaltado. Como era un hombre muy valiente, intentó defenderse, pues no quería que le hicieran algo a sus pasajeros, pero en la pelea le enterraron una navaja, por lo que quedó sin vida dentro de la unidad. 

Algunos borrachos han contado que, al quedarse dormidos en la calle, han visto con claridad una fila que espera al pesero. La hilera está compuesta de decenas de siluetas blancas que están listas para subir a su transporte. 

Es por todo esto que se le conoce como el pesero de la muerte. Los vecinos que cuentan la historia dicen que, en realidad, no es tan malo tener asegurada una forma de llegar al panteón del Zacatal.

—Así, cuando yo sea un espectro —dice uno de ellos—, podré ir a visitar mi tumba sin tener que desplazarme por mis propios y fantasmagóricos medios.

El niño de Comondú

En la antigua vereda que conducía a Ciudad Constitución, en el municipio de Comondú, iba a caballo un venerable trabajador del campo, que tenía su pequeño rancho en una desviación de tierra. Recorría velozmente, sin que nadie lo detuviera, las tranquilas calles que en ese entonces había.

Ya entrada la noche, en la oscuridad y, alumbrándose con una lámpara de petróleo, llegó a su rancho y unos llantos le llamaron la atención. Como pudo, empezó a localizar este ruido. En una esquina estaba un pequeño niño de espaldas, llorando. El señor trató de hablarle, pero se llevó una desagradable sorpresa cuando el pequeño volvió el rostro.

Su cara parecía como separada. La enormidad de sus ojos y boca, así como su sonrisa, hicieron que este pobre hombre fuera arrollado por su caballo.

Este hecho se suscitó en varios ranchos de Baja California Sur, pero fue en Santiago donde se registró el mayor número de casos sobre este infante o, por lo menos, ahí es donde más vecinos se atrevieron a contar los hechos. 

Todas sus víctimas murieron de alguna forma relacionada con el susto que se llevaron. Algunos por sus caballos, otros por caer en barrancos, otros simplemente de un ataque al corazón. Nosotros sabemos de esta historia porque una joven logró sobrevivir y contó lo que había sucedido. No se sabe qué hizo diferente para salvarse, pero lo que siempre recomienda es que nadie ande solo en la noche por esos rumbos.

—A pesar de haberme salvado —dice—, todas las noches sueño con su horrible cara y no, esto no se lo deseo a nadie.

Cuando se le preguntó qué había pasado, dijo:

—Yo iba caminando tranquilamente por una vereda. La verdad no me daba nada de miedo porque desde niña he pasado por ahí sin que me pasara algo. No es como en las ciudades donde uno debe estarse cuidando de todos y de todo. En fin, que yo iba de vuelta a casa, cuando escuché un ruido como de ramas. Pensé que era algún pequeño roedor, así que seguí adelante sin preocuparme. De pronto, y de la nada, ¡lo vi! Ni siquiera me atrevo a describirlo. Sólo de pensar en él me provoca ganas de llorar. 

La joven no pudo continuar su relato durante un rato. Cuando se le preguntó qué hizo para escapar, sólo dijo:

—¡Correr! Tal vez lo que me salvó es que siempre fui de esas niñas que andan de aquí para allá y que nada las detenía. Creo que después de verlo, en diez segundos yo ya estaba a cincuenta metros. 

Gracias a esa valiente muchacha se sabe lo que sucedió con tantos desaparecidos. Por desgracia, todavía se cuentan historias de muchos que no lograron correr lo suficiente.

La señora de la ventana

En Ciudad Constitución, hace aproximadamente 40 años, vivía una señora que tenía la mala costumbre de estar siempre viendo por la ventana de su casa para enterarse de lo que pasaba afuera. Ningún vecino le tenía algún aprecio, pues, ¿quién va a querer a alguien que siempre está de chismoso?

Un día observó que venía una peregrinación, lo cual no era un hecho extraño, ya que era Semana Santa, por lo que hombres, mujeres, niños, todos con sus velas, iban caminando en silencio a unas cuantas casas de la suya.

Ella salió para esperarlos y unirse a su marcha. Cuando llegaron, le pidieron que si podían pasar un momento a su casa. 

Ya adentro, sólo estuvieron ahí cinco minutos, pero antes de irse le pidieron un último favor: que si podían dejar sus velas ahí en su casa, ya que estaban cansados de cargarlas todo el tiempo. 

Aunque se le hizo extraño —porque las velas no pesan mucho y una peregrinación sin su luz no tiene mucho sentido— la mujer accedió y ella se fue a dormir dejando un montón de luces de cera sobre la mesa de su comedor.

Cuál fue su sorpresa cuando, a la mañana siguiente, al salir de su cuarto y ver la mesa, en lugar de encontrar las velas, encontró una pila de huesos viejos. Eran muchísimos y de todos los tamaños. La mujer, claro, se espantó mucho y se desmayó. Después de unos minutos salió a la calle para gritar que la ayudaran. Los vecinos, de mala gana, poco a poco se fueron acercando para ver qué quería esa vez la señora.

Fue una vecina quien llegó primero. Al principio no creyó la historia, pero cuando la mujer le mostró los huesos, no pudo más que aceptar que decía la verdad, por lo que mandó llamar a la policía.

Las autoridades llegaron, pero jamás supieron qué sucedió. 

Hasta la fecha nadie sabe si esto fue una broma o si un grupo de fantasmas pasaron por su casa, pero lo que todos deberíamos aprender, es que no es bueno estar de mirones en las ventanas, porque una terrible venganza podría caer sobre nosotros.

La mujer sin cabeza de Ligui

Una de las más famosas historias de Baja California Sur es aquella que habla acerca de los extraños acontecimientos sucedidos en la curva de Ligui, en el Municipio de Loreto. Estos relatos incluyen trágicos accidentes automovilísticos que han cobrado la vida de muchas personas y familias completas, por lo que algunos le han llamado a este trayecto “el tramo de la muerte”. Así que, si pasas por ahí, es mejor que lo hagas con mucho cuidado.

Hay muchas leyendas que han sido narradas desde múltiples versiones, y es que son muchos los que cuentan que, en los once kilómetros de cuesta y quince kilómetros de descenso, hasta llegar al poblado más cercano llamado El Ligui, han sucedido cosas inexplicables y tenebrosas.

Una de esas historias es la aparición de la mujer sin cabeza que, sin más, aparece repentinamente sobre la carretera o dentro de los vehículos, provocando terror en los pasajeros.

Se dice que, por ahí de 1975, tuvo lugar un trágico accidente en la bajada de la herradura. Esto sucedió cuando al chofer de un tráiler se le soltó el seguro de la cabina, por lo que hizo que, poco a poco, ésta se fuera abriendo y por la velocidad a la que iba, fuera a dar hasta el cerro. Esto provocó un choque tremendo y por consecuencia: su volcadura. 

Este tráiler transportaba cemento hacia Loreto. Dicen que iba lleno, por lo que llevaba una carga de diez toneladas. El chofer no iba solo, por desgracia lo acompañaba su esposa. Ninguno de los dos se salvó, pero esto no es todo. Cuentan que la mujer no quería viajar ese día, y que él casi la obligó a acompañarlo. En el accidente, esta mujer quedó decapitada y dicen que es ahora quien se aparece a los que pasan por allí, todo debido a que la hicieron viajar contra su voluntad.

Sea real o no esta leyenda, lo cierto es que si buscan en los periódicos locales, encontrarán varias publicaciones que confirman la historia, entre ellas la de un trailero que viajaba rumbo a San Quintín con su camión, tan pesado de tanta carga que hasta rechinaba en cada curva, al cual, al descender la temible cuesta, le pareció ver algo que aparentaba ser una vaca que se atravesaba entre la neblina y la oscuridad de la madrugada, por lo que trató de frenar el tráiler con su poderoso motor que rugía como un felino. 

Se cuenta que, al pasar la curva de la herradura, empezó a sentir un frío extraño en su espalda y cómo una mano rozaba su pelo, lo que le hizo voltear de reojo al retrovisor y ver un movimiento. Entre que debía poner atención al camino y el escalofrío que lo cubría, volteó nuevamente por el retrovisor hacia el camarote. Fue en ese momento cuando vio la figura de una mujer vestida de blanco, sin cabeza y con sus ropas bañadas en sangre.

Los segundos parecieron minutos y horas, pero más tardó en reaccionar que lo que esta figura tardó en desaparecer. Para su buena fortuna, el tráiler ya avanzaba sobre la recta que va de Puerto Escondido a hacia Nopoló, lo que aprovechó para respirar y recuperarse del tremendo susto que lo dejó temblando.

Cuando llegó a su destino y se lo contó a sus compañeros, todavía temblaba y tenía los ojos rojos de la presión que le provocó el tremendo susto.

Y ésta es sólo una de las muchas historias que los pobladores de la región tienen, porque no ha sido sólo una vez en que ella se aparece. Es por esto que cada vez que pasan por ahí, los camioneros siempre le piden a su dios que, si van a encontrarse con una mujer por ahí, por lo menos que tenga cabeza.

Leyenda de la Misión de San Francisco Javier

Tan impresionante como resulta su visita hoy en día, es la leyenda de la Misión de San Francisco Javier, en el municipio de Loreto en Baja California Sur, aquí su historia.

En 1699, el padre Francisco María Píccolo, introducido por un indígena cochimí que al bautizarse tomó el nombre de Francisco Javier, fundó, al suroeste de Loreto, la Misión de San Francisco Javier. Sin embargo, por los continuos ataques de los naturales, la abandonó en 1703.

Ese mismo año, el padre Juan de Ugarte intentó restablecerla. Una vez allí, despidió a sus soldados y se quedó sólo con los naturales, quienes poco a poco regresaron a la doctrina y a las labores de la misión. Es así como Ugarte se convertiría en leyenda.

Un día, el hombre preguntó a un grupo de enemigos, que solían atacar el sitio, quién era su mejor luchador. Ellos le contestaron y le mostraron a un hombre que parecía verdaderamente fuerte. Él lo tomó del brazo y lo apretó hasta que gritó de dolor. En otra ocasión, se encontró con Chimbiká, un peligroso felino de la montaña, considerado sagrado. Ugarte lo mató de una pedrada, o por lo menos esto es lo que cuenta la leyenda. Fue por estas acciones que los cochimíes le admiraron y respetaron, aunque siempre le temieron.

Agobiado por tanta carencia, su amigo, el padre Salvatierra, propuso abandonar California. Ugarte se arrodilló ante la Virgen de Loreto y prometió que él jamás abandonaría su puesto; esa decisión salvó las misiones.

En San Javier, Ugarte construyó represas y canales para riego; sembró cereales, plantó árboles frutales y vides, elaborando el primer vino de California. La misión era autosuficiente, pero siempre en condiciones adversas. Participó con los indios de la misión en la pesca y recolección de frutos y raíces. También introdujo la ganadería, la explotación comunal del campo, oficios y, bajo su dirección, construyeron la iglesia, sus casas, un hospital y escuelas. 

En 1717, murió el padre Salvatierra y el padre Ugarte lo sustituyó como Superior de la California, continuando la fundación de misiones y las exploraciones por tierra y por mar. 

Como era un intelectual y catedrático, dedicó treinta años de su vida a los indios californianos, hasta su muerte, el 29 de diciembre de 1730. Por su obra, el padre Francisco Javier Alegre le llamó “Apóstol, Padre y Atlante de la California”. Y claro, hasta la fecha se le recuerda con cariño.

Catorce años después de su muerte, el padre Miguel del Barco inició la construcción de la actual iglesia de San Francisco Javier, la cual concluyó en 1758. Es allí donde descansan los restos del legendario padre Ugarte.

Los habitantes del lugar lo siguen recordando con devoción y le llevan flores y velas, sin esperar un milagro a cambio.

Leyenda del vampiro Loret Blackmen

Existe una leyenda en Baja California Sur que cuenta que, el día 12 de marzo de 1907, un vampiro fue enterrado en tierra santa y que la criatura se alzaría de su tumba la noche de su centésimo aniversario, trayendo consigo un nuevo reino de terror donde prevalecería la maldad.

Un día antes de su supuesta resurrección, una trabajadora de la revista “Historias Paranormales” encontró en internet información sobre esta leyenda, indicando el pueblo “La Purísima”, como sitio exacto del despertar.

Como toda buena investigadora, el día indicado fue al sitio junto a su novio. ¡Estaban a punto de conocer la tumba de Loret Blackmen! 

Al llegar al pueblo, se dieron cuenta de que se encontraba en abandono total. Mientras recorrían el lugar a pie, una campana comenzó a tañer, por lo que la pareja decidió ir a la Iglesia para ver quién la estaba haciendo sonar. Ahí se encontraron con unos pocos habitantes y un sacerdote, que rezaba por el alma de los presentes y por el terrible suceso que estaba por venir.

Después se marcharon en procesión hacia el cementerio. El sol se había ocultado, nubes negras cubrían el cielo, feroces ráfagas de viento azotaban el lugar, todos estaban muy nerviosos. Algunos incluso comenzaron a tener ataques de histeria. Sólo el sacerdote permanecía en calma e imploraba a Dios no permitir tal atrocidad.

Parecía que las plegarias habían sido escuchadas, pero un caos terrible comenzó de pronto y todos fueron atacados por una bandada de cuervos. Algunos trataron de huir, pero al parecer, ninguno de los habitantes lo logró. La chica estaba ahí inmóvil, a dos metros de la tumba de Loret Blackmen. Al ver a su alrededor se dio cuenta de que todos habían muerto.

La situación empeoró cuando vio que la tierra que cubría la tumba del vampiro estaba siendo removida desde el interior. Empezó a salir una mano con enormes garras. Ella se quedó sin poder moverse. De pronto, un gran crujido hizo que se tapara los oídos mientras observaba como Loret Blackmen, el vampiro, se levantó de su tumba con su cuerpo putrefacto y con unas terribles ansias de chupar sangre. 

Tomó a la joven como primera presa y la mordió en la yugular, lo que hizo que el vampiro recuperara sus fuerzas gracias a la sangre fresca. El novio de ésta, malherido, intentó atacar al monstruo, pero éste le atravesó el abdomen con una mano. El festín había acabado y el vampiro se retiró del lugar.

La leyenda cuenta que el vampiro se enamoró de la periodista, así que le dio una gota de su sangre, por lo que ella se convirtió en la reina de la noche y viven juntos y felices por toda la eternidad.

Todas las noches, en la localidad, se cierran puertas y ventanas para evitar que los vampiros entren por la sangre fresca de sus hijos, pero lo cierto es que no hay manera de detenerlos o, por lo menos, eso es lo que la leyenda cuenta.

Una sirena de Baja California Sur

En la llamada Bahía de las Palmas —actual Cabo del Este—, en el hermoso estado de Baja California Sur, hay un lugar que, por su singular belleza, el padre superior de los Jesuitas lo catalogó como el más bello nunca antes visto. Y justo allí es donde comienza la leyenda de las sirenas que aparecieron, pero de las cuales no se sabe gran cosa.

De esto, el padre Ignacio Tirsch da testimonio, pues fue quien encontró en esta bahía al “pez mulier”, como le llamaron en su momento. Este extraño ser es lo más próximo que se conoce a la sirena. 

Según cuenta la historia, el padre Trisch, además de poeta, era también un hábil dibujante e investigador de historia natural. Fue justamente en sus muchos dibujos correspondientes a la flora y fauna terrestre y marina de Baja California Sur, donde apareció un retrato del raro pez mulier, el cual presentaba algunas características similares a una mujer desnuda. 

Sin lugar a dudas, este pez fue encontrado en las costas de Ensenada de las Palmas, donde se han hallado ejemplares de otros peces, rarísimos en el mundo.

Aunque no se sabe si este ser era o no una sirena, a partir de entonces muchos de los residentes de la localidad afirman haber visto a una mujer con el pecho desnudo y con cola de pescado, lo que sin duda todos sabemos que es. Algunos hasta le llevan comida, pero no saben si darle pescados muertos o hamburguesas con queso, pues no hay biólogo que diga qué comen las sirenas.

La leyenda de Guerrero Negro 

Muchos de los sudcalifornianos conocen al poblado de Guerrero Negro por sus famosas salineras. Su nombre oficial es Puerto Venustiano Carranza, pero en la práctica se le conoce como Guerrero Negro y es delegación del Municipio de Mulegé.

Su nombre proviene de un barco llamado The Black Warrior —en español: El Guerrero Negro— que se dice se hundió frente a sus costas cargado de oro y plata.

En realidad, The Black Warrior fue un barco ballenero americano que encalló en la entrada a la laguna que ahora lleva su nombre, pero en nuestro idioma.

La laguna que se encuentra ahí, junto con la laguna Ojo de Liebre (al Sur) y la laguna Manuela (al Norte), forman parte del complejo lagunar Ojo de Liebre, dentro de la bahía de Sebastián Vizcaíno que se extiende de sur a norte desde playa Malarrimo, en Baja California Sur, hasta el cerro de Santo Domingo, en Baja California.

Hasta la fecha, muchos extranjeros visitan las cosas del lugar para encontrar el famoso tesoro pirata. A los pobladores esto siempre les ha parecido bien, pues, aunque no los engañan diciéndoles que está ahí, les gusta ser visitados por ellos.

Leyenda de la mujer casadera

Cuenta la leyenda que, en 1915, existió en España una pareja que, sin saberlo, destacaría por su historia de amor. 

Estos jóvenes tenían una vida desahogada, por lo que viajaban por muchos lugares buscando ampliar su fortuna. También se divertían y hacían grandes festejos con la alta sociedad de aquellos años. 

Pasó el tiempo y un día llegaron a París, Francia. Fue allí donde se enteraron de que había un lugar en México que prometía grandes ganancias, por lo que, dejándose llevar por estos comentarios, tomaron la decisión de trasladarse al sitio y probar suerte. Ese lugar era aquel pequeño pueblo ubicado al norte de la Península de Baja California Sur, llamado Santa Rosalía. 

En aquella época se estableció la compañía El Boleo, misma que le daría un gran auge a la región debido a la extracción de minerales del lugar.

Fue por ahí de 1922 cuando se trasladaron al bello lugar. Ahí continuaron realizando grandes eventos y fiestas llenas de música y bebidas, rodeándose siempre de las personas más adineradas del lugar. 

Llegar al país resultó ser un buen negocio para ellos, pues se dedicaron a la minería, sin embargo, ellos pensaban en grande y después de varios años decidieron probar suerte viajando a la Ciudad de La Paz, el lugar donde se decidiría el futuro de la pareja.

Los jóvenes se seguían dando la gran vida. No les faltaba nada material. Tenían todas las comodidades que cualquiera pudiera desear, además del amor que existía entre ellos; pero un día, se dice que alrededor de 1940, el hombre tuvo que viajar a Europa, dejando a la hermosa Victoria en la ciudad. Le prometió que regresaría  pronto y le pidió, además, que lo esperara por las tardes cerca de la Casa de Gobierno, ubicada sobre la calle 16 de septiembre en el Centro de la Ciudad. Ella lo amaba tanto que no dudó en cumplir la promesa, pero nunca se imaginó que sufriría tantas horas de nostalgia esperando su llegada. 

Pasaron las semanas y los meses sin que su amado regresara. Ella, por supuesto, siguió esperando en el lugar indicado. Mientras tanto, daba vueltas por los sitios cercanos para perder el tiempo que parecía eterno. Los años pasaron y su marido no regresaba. Quienes la veían ahí, dicen que, aunque ya era una mujer grande, conservaba su belleza.

Un día, Victoria tuvo noticias no muy gratas de su amado: ¡éste había muerto! El trágico acontecimiento la hizo perder toda esperanza, pero tiempo después se enteró de que era mentira. Entonces pensó que si su amado no había muerto, seguramente le había mentido para viajar a España con otra mujer.

Victoria siguió nostálgica esperando el regreso de su amado hasta que falleció. Desde entonces, la gente cuenta que se aparece, con sus ropas elegantes, por las calles del centro de la Ciudad de La Paz, y le dice a la gente que logra verla: 

—Soy Victoria. Te he estado esperando por años. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me abandonaste?

También se dice que se aparecía en la antigua cárcel; incluso que, cierta noche, un hombre caminaba cerca del Palacio de Gobierno, alrededor de las ocho. En aquel entonces, la población era muy poca y no había gente por el lugar, por lo que le pareció extraño ver a una mujer caminando a esa hora en el centro. Entonces la empezó a seguir, pensando que estaba perdida. Al estar cerca de ella la llamó, pero ésta no le contestaba. Ella seguía caminando, por lo que él siguió tras ella. Este señor le preguntaba su nombre, pero no obtuvo respuesta. Luego la mujer dio la vuelta en una entrecalle y la perdió de vista. Cuando el hombre llegó a la esquina, se dio cuenta de que la mujer había desaparecido, por lo que se regresó y siguió su camino. Cuál sería su sorpresa al abrir la puerta de su casa y ver a la mujer diciéndole: 

—Me llamo Victoria… 

Por supuesto, este hombre corrió llevándose el susto de su vida.

Así que tengan cuidado al caminar solos por estas calles, y si ven a alguna mujer caminando por los callejones del centro de la ciudad, no la sigan, ni le pregunten su nombre, pues podrían llevarse una desagradable sorpresa.

La historia de Blackman

Se cuenta que entre los siglos XVII y XVIII, cuando la población del norte del estado había sido evangelizada por los jesuitas y las familias indígenas estaban en un cambio y adaptación por los procesos de colonización, existía un gran esfuerzo de supervivencia, ya que las epidemias de aquél entonces empezaron a disminuir la población. 

En aquellos tiempos se inició la búsqueda de perlas en el Golfo de California, lo cual también era una de las actividades que provocaba frecuentes muertes entre los buzos, ya que se sumergían sin equipo para la búsqueda de las ostras.

Se dice que después de una tormenta muy fuerte que azotó al poblado, apareció al sur de la Isla San Marcos una embarcación con las velas destrozadas. Al parecer habían perdido el rumbo debido a la tormenta, por lo que anclaron en un bello lugar llamado Puerto Viejo. 

Ahí la tripulación desembarcó por unos días. Todos los marineros estaban desnutridos, con mucha sed y los ojos hundidos, lo cual era extraño, ya que en el lugar había abundante alimentación del mar, además de agua potable gracias a la tormenta que llenó los manantiales. Se pensó, entonces, que tal vez estaban infectados por alguna epidemia. 

Se cuenta que en ese barco venían tres sarcófagos, dos con misteriosos personajes y uno de ellos, que fue desembarcado en la Playa de Puerto Viejo, que cuentan que contenía un gran tesoro. 

La leyenda dice que la embarcación levó anclas después de varios días, ya que la tripulación se mejoró, pero, para su mala suerte, al pasar por el bajo que se forma entre la Punta Arena y el islote Roca Lobos, se destrozó parte del fondo de la embarcación y, a pesar de los esfuerzos por salvarse, terminaron hundiéndose. Todos los marineros murieron y sólo quedaron a flote los misteriosos sarcófagos que transportaban. 

Uno de ellos fue a dar cerca de las playas de San Bruno y San Lucas, por lo que, obviamente, la curiosidad no se hizo esperar por uno de los nativos que lo encontró varado. Fueron a buscar ayuda para abrirlo y cuando lo hicieron, se encontraron con que la misteriosa caja de madera llevaba en su interior un hombre, al parecer embalsamado, de apariencia extraña, tal vez del otro lado del continente. Llevaba consigo una serie de condecoraciones militares, por lo que la gente lo nombró como “el soldado”. 

Al día siguiente lo enterraron cerca de la costa. Hasta la fecha al lugar se le conoce como: “la tumba del soldado”. Aunque en realidad nadie sabe con exactitud cuál es el sitio exacto. 

El otro sarcófago fue a dar cerca de Los Frailes. Se atoró en un acantilado al que sólo se puede llegar por lancha, pero que misteriosamente salvó la vida de un personaje que sobreviviría para dejar historia y que luchó por sobrevivir en el lugar. De forma increíble, este hombre terminó por encontrar una cueva llena de tesoros, que posteriormente la llamarían “La Cueva del Mechudo” —cuya leyenda se encuentra páginas arriba—, ya que este personaje de vez en cuando se dejaba ver con su melena larga.

Cuando empezaron a llegar barcos veleros cerca del lugar, alrededor del año 1885, para después formar el puerto de Santa Rosalía, llegó también una cuadrilla de trabajadores mineros de Sonora, yaquis en su mayoría, quienes se establecieron muy cerca de la playa donde se encontraba la cueva de “El Mechudo”. 

Estos nuevos vecinos empezaron a realizar reuniones paganas. Se dice que se podían convertir en animales, se ponían máscaras extrañas, realizaban magia negra y sacrificios de animales. El misterioso personaje se dio cuenta de estos acontecimientos y no tardó en salir frecuentemente de la cueva para aprender su cultura. Al poco tiempo logró conocer muy bien a los yaquis con su poca habla y lenguaje extraño, aunque con avanzados conocimientos de alquimia y magia. Llegó a ser parte de esa sociedad y logró convertirse en el Gran Maestro del grupo. La comunidad yaqui lo llamaba Blackman, tal vez por su piel morena. 

Eran muchos los conocimientos que este personaje tenía, por lo que empezó a provocar envidias entre sus compañeros. Al darse cuenta de que muchos lo rechazaban, regresó nuevamente a vivir en la cueva. 

Un día sintió una fuerte sacudida que lo despertó. Entonces se dio cuenta de que la cueva se inundaba y se empezaba a derrumbar. Cuentan que logró salvarse convirtiéndose en un ave y saliendo rápidamente del lugar. 

Después de eso tomó la decisión de alejarse y sobrevolar otros sitios, observando las nuevas construcciones que ya existían como las misiones y que él no conocía. Se cuenta que nunca estuvo tan tranquilo como en aquellos momentos de libertad. 

Este hombre seguía sin envejecer. Más adelante, en los tiempos de Porfirio Díaz, se desató una ola de rebeldía por el mal gobierno del presidente, por lo cual muchos de los oficiales de la milicia empezaron a desertar, por esta razón fueron perseguidos y fusilados. 

Blackman se aprovechó de esta situación, pues cuentan que se alimentaba de la sangre caliente de los recién fusilados. En una ocasión tomó uno de sus uniformes y empezó a caminar hasta la sierra para huir del campo de batalla. 

Días después se encontró con un grupo de desertores quienes, al ver el uniforme, le hicieron señas para invitarlo al grupo y brindarle de comer. Entre ellos se encontraba un maestro quien, al ver que Blackman no hablaba bien el idioma, empezó a enseñarle. 

Los desertores se dispersaron por San José y San Miguel de Comondú, pero él se enamoró de un bello oasis de lo que conocemos como La Purísima. Ahí encontró una hermosa mujer que tiempo después se convertiría en su esposa. Se cambió el nombre a Loret Blackman y con el tiempo logró una buena reputación. 

Fue feliz durante muchos años, pero su esposa murió de una rara enfermedad y su alegría terminó. 

La gente lo empezó a señalar, ya que otras personas empezaron a padecer lo mismo como si fuera una epidemia. Se corrieron rumores de que él había traído el contagio del campo de batalla, que a los soldados les había chupado la sangre y que lo corrían de todos lados. Por esta razón se alejó del pueblo y se sentó sobre una piedra con la mirada perdida en el horizonte, tal vez pensando en aquellos momentos de felicidad que tuvo con su amada.

Pero era tanto el odio del pueblo, que un día, estando sentado en esa piedra, llegaron sin aviso y lo sorprendieron atándolo de su cuerpo y trasladándolo hasta el panteón a un ataúd que tenían hecho a su medida, ya que medía cerca dos metros de altura. Lo colocaron dentro de la caja y la sellaron. En el interior se veía el movimiento del cuerpo desesperado y enojado que gritaba: 

—¡Quiero ser sepultado junto a mi esposa en la cripta que yo mismo construí! ¡Dentro de 100 años estaré entre todos ustedes para cobrarme cada una de sus ofensas!

Repetía estas palabras varias veces como una maldición para todas aquellas personas. Pero la gente sólo lo fue bajando hacia la fosa junto a su esposa y quedó enterrado vivo.

Cuentan los lugareños que Blackman, aprovechando sus poderes, se convirtió en una serpiente que hizo un agujero en la tierra y llegó hasta una laguna donde ahora vive alimentándose, de vez en cuando, de algún osado que se baña en esas aguas. 

La Poza, como ahora le llaman, ha cobrado la vida de muchos que nadaron ahí y fueron arrastrados por algo extraño perdiendo la vida. Dicen que, algunas veces, Blackman se convierte en humano para ir a visitar la tumba de su esposa, ya que, después de tantos años, se conserva como nueva.

Leyenda del cura de Santa Rosalía

La historia que aquí se narra sucedió en Santa Rosalía, allá por el año 1872, cuando un matrimonio de franceses acababa de tener a su primer niño, el cual los hizo profundamente felices.

Los papás de la criatura lo hicieron bautizar por un sacerdote de la familia. Pasaron los años y el pequeño creció hasta llegar a la adolescencia. Por desgracia, en esos años sus padres murieron en un terrible accidente ocurrido en la carretera de La Paz. 

Como el muchacho quedó huérfano, el sacerdote adoptó al joven; además le dio todo su amor para que lograra convertirse en un hombre decente y se alejara de la mala vida.

Con el paso del tiempo, el joven se transformó en un caballero que llamaba la atención en todas partes. Alrededor de él siempre había muchas mujeres que lo pretendían, pero tampoco faltaban aquellas que intentaban aprovecharse de su fortuna.

Por esas fechas llegó a Santa Rosalía una mujer francesa. Antes había tenido mucho dinero, pero era aficionada al juego y ahí lo perdió todo. Al poco tiempo conoció al muchacho y éste empezó a cortejar a la hermosa chica, quien pronto se entregó en cuerpo y alma al amor del joven.

A pesar de tanta dicha, el padre no estaba muy convencido de la joven francesa, por lo que se dio a la tarea de investigar su pasado y antecedentes. Así fue como el padre se enteró de que ella había dejado a su esposo y a sus hijos y ya había llegado un telegrama a Santa Rosalía para que la devolvieran a Francia.

El padre decidió amenazarla con decirle la verdad a su hijastro si no se alejaba de una vez y para siempre de él. Pero la francesa convenció al joven de huir hacia Japón y alejarse del sacerdote, pues lo convenció de que para ellos era un problema. Luego le explicó con lujo de detalle cómo llegarían hasta Los Ángeles, para de ahí partir a Japón y poner un negocio de comida.

Acordaron encontrarse a medianoche en la plazuela, aprovechando el sueño del sacerdote. Sin embargo, las cosas no le resultaron a la pareja, ya que el cura tuvo un presentimiento que lo hizo despertar para ir en busca de su hijo adoptado.

La francesa, al verlo, lo enfrentó en una acalorada discusión que pronto se convirtió en un forcejeo en el cual la francesa sacó un puñal que clavó en la cabeza del cura, quien al momento cayó a sus pies, herido de muerte.

La francesa, al ver lo que había ocurrido, decidió arrojar el cuerpo al mar, pero cuando se marchaba recordó que el puñal tenía grabadas sus iniciales. También pensó que, al notar la desaparición del padre, los vecinos sabrían quién lo había matado, por lo que la francesa esperó a su amado durante toda la noche, pero éste no apareció jamás. Entonces se retiró a su hogar para esconderse.

Pronto se supo del crimen y por las calles corría el rumor de que la muerte del cura había sido provocada por la francesa, ya que alguien los había visto discutir y era muy sospechoso que después del asesinato no hubiera ningún rastro de la mujer.

Días más tarde, la joven salió a medianoche, para lo cual tenía que atravesar la misma calle donde dio muerte al cura. 

En el momento en que iba a cruzar, una visión fantasmagórica se atravesó en su camino, un hombre con aspecto lúgubre y vestido con las ropas de un sacerdote, se paró enfrente de ella. La francesa trató de gritar, pero una mano la tomó del cuello y fue lanzada al mar.

Dicen que, por las noches, en ese lugar, se pueden ver los fantasmas de la mujer y del cura peleando eternamente.

El teligrafista y el fantasma

Esta leyenda ocurrió en Santa Rosalía, en 1935. En diciembre de ese año, llegó al puerto el buque “Korrigan III”, desde Guaymas, Sonora. A su mando estaba el capitán Salvador Meza. Del barco descendieron algunos pasajeros, entre quienes se encontraba un joven telegrafista que por primera ocasión visitaba la población.

Viajó porque fue nombrado comisionado por la Secretaría de Radio Comunicaciones y Telégrafos de México D.F. para cubrir una plaza de radio-telegrafista.

Una vez que supo dónde estaba el edificio de administración, se presentó ante el administrador, saludándolo cordialmente. El funcionario leyó con atención los documentos presentados por el recién llegado, le felicitó y le comunicó la noticia a los demás empleados sobre la integración del joven al equipo de trabajo. Aquello merecía un brindis y así lo hicieron.

Después del convivio, al joven telegrafista le había impactado la cordialidad de sus nuevos compañeros, quienes, como regalo de bienvenida, habían tomado la decisión de darle el horario de guardia de fin de año.

Aquel gesto lo recibió con una sonrisa. Enseguida les encargaron a dos de sus colegas que lo orientaran sobre el lugar donde se encontraba la estación de radio telégrafos y los detalles técnicos propios del sitio.

Enseguida partieron los tres en una camioneta con rumbo a la estación. Mientras viajaban, uno de los telegrafistas tuvo la idea de comprar una botella en la cantina del hotel central, por lo que se detuvieron unos minutos para luego seguir hacia su destino.

Uno de ellos intentó hacer conversación con el nuevo empleado, por lo que le comentó que ninguno de los telegrafistas deseaba trabajar en el lugar a donde lo habían asignado.

—¿Y eso por qué? —preguntó el joven.

—Como ya sabes, todos los radio-telégrafos se encuentran situados en lugares altos y la estación a la que te asignaron, está justo en la cima de la colonia Mesa México.

—No comprendo el problema —dijo el nuevo.

—Es una cabina con una torre de seis por veinte metros de altura, pero está rodeada por las tumbas del cementerio. Además, soporta fuertes vientos del noroeste, por lo que se escucha el silbido de los cables que sostienen la torre. Sí, ya sé, que mientras lo cuento no parece nada extraño o atemorizante, pero ya verás que estar ahí no es nada agradable.

—Pues, aunque sea en el infierno, yo vengo a cumplir mi tarea. En estos trabajos hay que admitir que, como los soldados, tenemos que obedecer órdenes.

En pocos minutos llegaron hasta el departamento de radio-telégrafos. Bajaron de prisa del vehículo, pues había un viento frío y el silbido de los cables de la torre era ensordecedor. 

De inmediato pasaron al interior de la oficina y se sentaron. Una vez más, los tres empleados brindaron para soportar el frío. Después de una breve conversación, los dos se despidieron del nuevo y se retiraron del lugar, pero eso sí, dejándole a su compañero una buena ración de licor.

Una vez que se quedó solo en la estación, el joven empezó a ordenar y a asear el lugar. De vez en cuando se asomaba por una ventana desde donde sólo veía tumbas y escuchaba el zumbido de los tensores de la torre, justo como se lo habían dicho sus compañeros.

Una vez que terminó de instalarse, se sentó a descansar y se sirvió una copa. En eso estaba cuando, repentinamente, escuchó unos pasos que se dirigían hacia su puerta. De pronto, el ruido se detuvo y enseguida escuchó que tocaban.

Extrañado, el telegrafista pensó: «¿quién podrá ser a esta hora y en un lugar tan solitario?».  

Su pensamiento fue interrumpido por otro fuerte golpe en la puerta. De inmediato se levantó y preguntó quién era y qué deseaba.

Desde afuera, una voz siniestra le respondió: 

—Soy un amigo que lo quiere felicitar. 

Un tanto temeroso, el joven entreabrió la puerta y, con gran asombro, observó un hombre de rostro pálido, sonriente y vestido de negro con corbata roja y sombrero. Unos segundos después de recobrarse de la impresión, invitó al extravagante desconocido a pasar y sentarse. 

—Cuénteme —dijo el joven—, ¿qué anda haciendo por aquí?

—Bueno, pues mi nombre es Arturo Ojeda y tengo domicilio cerca de aquí, en la calle 5. Ahí vivo con mis familiares: mi padre José Ojeda, mi madre Rosario, mis hermanas Chuy y Ana y mis hermanos Matías y Miguel. Pasé porque hoy cumple un año de muerto un ser querido. Se me había olvidado la fecha y cuando me acordé, vine a traerle una corona y flores a esta hora a su tumba. Entonces, cuando ya me regresaba, alcancé a ver una fuerte luz en la estación y tuve curiosidad por asomarme por la ventana. Así fue como pensé en saludarlo y darle el abrazo de Año Nuevo.

Luego de escuchar toda aquella explicación por parte de su inesperada visita, el joven empleado de telégrafos le brindó una copa, continuando así con la conversación.

Luego de dar un sorbo a su bebida, el empleado le contó a Arturo los motivos de su estancia en Santa Rosalía. Después de otra copa, le dijo que lo que más extrañaba era a su prometida, con quien estaba a poco tiempo de casarse. Así pasaron las horas, entre la conversación y las bebidas, hasta bien entrada la madrugada.

Para el empleado todo pareció haber transcurrido de manera normal, hasta que al despertar se dio cuenta de que había dormido sobre una tumba. ¡Ni siquiera recordaba haber salido de la estación! Aunque estaba impresionado, se levantó sin ver la inscripción de la cruz de aquel sepulcro. Se alejó de ahí muy deprisa hacia el interior de su oficina, olvidando su cartera. 

Después de esto, el joven redactó muy rápido su reporte y se fue hacia la administración. Enseguida, uno de sus colegas le preguntó cómo se había sentido en medio de aquel ruido de cables, rodeado de tumbas y con mucho frío. 

—Bien, muy bien, la pasé encantado con un amigo que fue a visitarme y nos pasamos la noche platicando. 

—¡Un amigo! ¿Y cómo se llama?

—Arturo Ojeda —respondió—. Es un hombre muy amable que vive con sus papás y sus hermanos por la calle 5. 

Con los ojos desorbitados por la incredulidad, los presentes se vieron unos a otros, sorprendidos. El joven los observó y se dio cuenta de que ellos no le creían. 

—¿Por qué me ven así? No tengo por qué mentirles —les dijo algo molesto.

—Lo sentimos. No te preocupes, te creemos —contestó uno de ellos—. Ya que eres un valiente, te vamos a contar que esa persona que estuvo conversando contigo no existe. ¡Hace tres meses que murió!

—¡Qué bromas hacen ustedes! —les dijo sonriendo.

—No es broma —dijo otro.

—A lo mejor es otro Arturo el que falleció.

—Si no nos crees lo que te estamos diciendo—dijo el jefe— visitaremos a la familia Ojeda, ahí en la calle 5.

Aún sin creer la versión de sus compañeros, los siguió para que de una vez se aclarara el asunto. Al cabo de unos minutos, ya estaban ahí. En cuanto los vio, doña Rosario los recibió con amabilidad y de inmediato los invitó a sentarse.

Una vez instalados, la señora les dijo:

—¿En qué puedo servirles jóvenes? 

Uno de los recién llegados le explicó a la señora:

—Nos apena tener que venir a tratar con usted este asunto, pero aquí nuestro compañero, al que le acaban de asignar para la estación de radio-telégrafos en este lugar y luego de pasar su primera noche trabajando ahí, nos comenta que durante toda la noche estuvo charlando con Arturo, su hijo, en el panteón que está ahí al lado.

En cuanto se lo terminaron de contar, doña Rosario rompió en un doloroso llanto. De inmediato, los jóvenes trataron de tranquilizarla. 

Aunque con algunas lágrimas en los ojos, doña Rosario les contó que su hijo fue un muchacho amistoso y buen deportista; pero que en una ocasión andaba con una gripe muy fuerte y que, después de regresar de un juego, se metió a bañar, lo que le ocasionó una neumonía fulminante que lo llevó a la tumba.

Al terminar su relato, doña Rosario se puso de pie y les mostró una fotografía de su hijo. En efecto, se trataba de la misma persona con la que el joven telegrafista había estado conversando esa noche.

Todos estaban sorprendidos, pero el joven que vivió la experiencia se había quedado paralizado de miedo. No podía articular palabra y un sudor frío le recorría el cuerpo. Intentó levantarse, pero en ese momento perdió el conocimiento.

De inmediato, sus colegas lo auxiliaron y lo llevaron al hospital del Boleo donde lo atendieron inmediatamente, pero la situación del empleado empezó a tornarse crítica, por lo que la administración de radio-telégrafos buscó ponerse en contacto con sus familiares en el Distrito Federal. Al cabo de unos días, la familia del joven telegrafista ya se encontraba en Santa Rosalía y en cuanto pudieron, por vía aérea lo trasladaron de regreso a su lugar de origen.

La experiencia que este joven vivió, le había resultado tan traumática que le provocó serios problemas de salud, por lo que, en cuestión de dos o tres días, falleció. 

Días después, el siguiente encargado de la estación de telégrafos fue visitado en la noche por dos hombres, uno llamado Arturo Ojeda y otro joven que decía tener poco tiempo de haber llegado al lugar, pero que le había gustado mucho y que pensaba quedarse ahí para siempre.

Al día siguiente, al despertar, encontró la cartera del que decía ser el nuevo empleado.

El esqueleto del estadio Estadio Arturo C. Nahl

El estadio Arturo C. Nahl se comenzó a construir a finales de la década de 1950 y se terminó a principios de 1960. Hasta ese entonces era el estadio más grande: una obra arquitectónica que impresionaba a los viajeros del norte del estado de Baja California Sur. 

Lo que muchas personas no saben, es que de 1700 a 1881, en aquella área se encontraba un panteón: el Cementerio de la Catedral o de La Cruz, como popularmente se le llamaba. En ese camposanto se encontraban sepultadas más de 30 mil personas. Como en 1883 el panteón de los San Juanes comenzó a funcionar, el cementerio de La Cruz fue clausurado y en 1906 sus tumbas fueron exhumadas. El problema fue que solamente una décima parte de aquellas fueron retiradas y el resto quedó ahí. Lo único que se hizo fue limpiar el área de lápidas y cruces. 

Por el año 1950, durante la construcción de la barda de aquel estadio, un albañil encontró cientos de huesos humanos que, claro, eran los de aquel cementerio. A partir de ese día y durante muchas décadas, los asistentes al estadio se encontraron con fantasmas de mujeres, hombres, niños y algunas sombras que recorrían aquel lugar.

Se cuenta, por ejemplo, que un señor que iba a comprar una cerveza en el minuto veinte de un partido, se encontró con que todos los vendedores llevaban ropa muy antigua. Al aficionado este detalle le pareció simpático. Compró su bebida y regresó a su lugar. Más tarde, cuando fue por otra cerveza, se dio cuenta de que todos los puestos que él había visto no estaban más y cuando le preguntó a un policía le dijo que, a veces, los fantasmas que rondaban el estadio se ponían a vender cosas para no aburrirse y convivir con los vivos.

En 2014, durante el huracán Odile, aquel estadio sufrió graves daños y quedó inservible durante mucho tiempo. Se dice que, a partir de ese día, los espíritus dejaron de sólo aparecerse y que ahora en verdad están molestos porque no dejan que sus almas descansen en paz. 

Niparajá y Tuparán

Cuenta una leyenda pericú que Niparaja fue el creador del cielo, la tierra y el mar. Además, dicen que poseía el poder sobre cualquier cosa. Este gran señor tenía una esposa llamada Anajicojondi, quien le había dado tres hijos sin tener contacto carnal, ya que carecía de cuerpo. 

Uno de sus hijos, llamado Cuajaip, había sido un verdadero hombre que habitó en tierra por un largo tiempo para brindarle su conocimiento a los humanos.

Un día, los hombres se rebelaron contra Cuajaip, lo mataron y colocaron sobre su cabeza un ruedo de espinas. Todos ellos fueron castigados de brutal manera y fueron mandados a la cueva de Tuparán, lo cual tiene la siguiente explicación: estas personas creían que el cielo estaba más poblado que la tierra, ya que en aquella religión hubo, hace muchos años, una espantosa guerra provocada por un personaje llamado Tuparán, quien luchaba contra Niparaja para quitarle el poder. 

La historia relata que Niparaja salió vencedor de la batalla, por lo que después de quitarle a Tuparán las pitahayas y otras frutas mágicas, lo encerró en una cueva cerca del mar y colocó ballenas para que no lo dejaran salir de la prisión.

La leyenda asegura que Niparaja estaba en contra de las guerras y Tuparán a favor, es por esto que se dice que cuando una persona muere alcanzado por una flecha —es decir, muere en la guerra y de ahí la explicación— no va al cielo, sino a la cueva de Tuparán.

Leyenda del fantasma del mercado Olachea

El tradicional Mercado Olachea, ubicado sobre la calle Allende, guarda en su interior una gran cantidad de historias desde que abrió sus puertas en agosto de 1974. Una de estas leyendas, posiblemente las más terroríficas de todas, trata sobre la aparición de un hombre que flota dentro de las instalaciones, en el estacionamiento y en lugares cercanos al mercado.

Cuenta la leyenda que durante el catastrófico huracán Liza, en septiembre de 1976, en el que cientos de sudcalifornianos perdieron la vida por la inmensa fuerza y agua que poseía el fenómeno natural, un hombre se refugió del terrible viento dentro del Mercado Olachea, pero, para su mala suerte, el techo de una casa cercana lo aplastó, provocando su muerte instantánea.

Después del catastrófico fenómeno meteorológico, se inició con la reconstrucción de los daños causados. El mercado fue destrozado de tal manera, que se tuvo que reconstruir por completo. 

Desde la muerte del hombre en sus instalaciones, hay comerciantes y visitantes que aseguran haberse encontrado con un hombre que tiene una mirada perdida, los ojos rojos, la ropa desgarrada y lo más impresionante de todo: ¡flota! Dicen que tiene heridas muy pronunciadas y hay quienes cuentan que no tiene cabeza.

El arroyo de la chiva

Don Chino, allá en San Roque, ya estaba harto de lo que le estaba pasando con su rebaño de chivas. No podía soportar que un puma se las estuviera comiendo. Además de que le afectaba en lo económico, le daba mucha tristeza. 

Don Chino Romero, cansado de esta situación y como última opción, decidió trasladar sus últimas seis chivas y tres becerros que le quedaban a un terreno que tenía a unos diez kilómetros del poblado de Bahía Asunción, Baja California Norte.

A partir de ese día, todo transcurrió de forma normal. Era 1996 y don Chino tenía la seguridad de dejar su terreno e ir a dormir con su familia al pueblo. Por las mañanas regresaba a darles comida a los animales que le quedaban. 

En cierta ocasión volvió con su rebañito, pero cuál sería su sorpresa al darse cuenta de que había sido acribillado como en una escena de película de terror. Una chiva todavía se movía, trató de ayudarla, pero ya no había mucho qué hacer. Don Chino no podía creerlo. El miedo se apoderó de él al ver los cuerpos de sus chivas sin vida.

Pronto avisó a su familia del suceso. Todo el pueblo de Asunción se enteró inmediatamente de la noticia. 

—Esta vez no fue un puma — aseguraba el ranchero cuando le preguntaban sobre lo sucedido—. El ataque no se parece en nada al de un puma, pues éste no le hace dos huecos en el cuello ni les chupa la sangre. Además, los pumas no dejan vivos a tres becerros y matan a las puras chivas estando en el mismo corral.

Una de las cosas más extrañas fue que una chiva tenía en su pata una quemadura en forma de garra marcada en la piel, pero lo raro era que no tenía ni una gota de sangre. 

Los habitantes rápidamente pensaron en un presunto culpable que ya había dado de qué hablar en otros lugares del mundo y México ese mismo día.

Fuera de la comunidad casi nadie supo del suceso, debido a que la comunicación era muy escasa en aquellos pueblos. Por cierto, si alguien todavía no descubre quién fue el culpable de esa matanza, se lo diremos: fue el chupacabras.

Hasta la fecha nunca ha vuelto a ocurrir un ataque similar en la zona. Hay muchas personas que piensan que todo esto ni siquiera es una leyenda, sino un invento creado como una cortina de humo para distraer a la población. Lo importante para don Chino es que el hecho existió y la prueba son su pobres animalitos muertos. Nosotros tenemos su palabra y no parece haber razón para dudar de él.

La mujer en la silla 

Un joven laboraba en un programa institucional en Baja California Sur. Su jefe le encomendó la tarea de cruzar cincuenta o sesenta kilómetros de desierto hasta un ejido donde se sembraba fresa y las reses vagaban en el desierto que había alrededor durante el día, mientras comían lo que encontraban en la temporada de lluvias veraniegas. 

El encargado de su departamento le dijo que no existía transporte a ese ejido y que las camionetas de la institución estaban ocupadas. Por estas razones le pidió que fuera por su cuenta, ya que sabía que el joven tenía una motocicleta. Al muchacho no le pareció mala idea al principio y se preparó con tres tortas, cuatro litros de agua y un bidón de gasolina por si se necesitaba.

Muy temprano se dirigió al ejido, rumbo al Norte, pensando regresar al atardecer. Manejó los primeros treinta kilómetros por la carretera con pocas curvas y largas rectas. En algunas rectas zigzagueaba entre las líneas intermitentes de rebase para distraerse un poco. Después de un rato dio la vuelta en una brecha, como le había señalado el encargado. 

La moto levantaba polvo y el ruido de su motor ahuyentó a las pocas vacas vagabundas que encontró en el camino. Le llevó el triple de tiempo recorrer los treinta o cuarenta kilómetros de brecha que los treinta de carretera En algunos tramos la moto daba tumbos y terminó por convertirse en un viaje bastante peligroso, aunque divertido.

Llegó al ejido casi a mediodía. Llevaba con él diez formatos para los ganaderos del ejido y le habían instruido que los reuniera en la casa de alguno o en la agencia municipal para explicarles a todos juntos el asunto que lo llevaba ahí.

La reunión les tomó tres horas, tiempo durante el cual, las nubes cubrieron el cielo por completo. Minutos después, una tremenda lluvia azotó la región para dicha de los niños, las vacas y los ganaderos. 

La tormenta fue tan intensa que los arroyitos que cruzó por la mañana se habían convertido en fuertes torrentes de agua lodosa, por lo que los habitantes le aconsejaron que permaneciera esa noche en el ejido. 

Alguien se ofreció a alojarlo en su casa, a lo que él aceptó gustoso. Estacionó la moto bajo un techito de paja y preguntó en qué podía ayudar, así que para que no se sintiera mal, le pidieron que arreara a unas vacas hacia el establo. 

La amabilidad de la familia lo envolvió y conversaron sobre cuestiones del rancho y el programa institucional por varias horas, hasta que los coyotes empezaron a aullar en los cerros. Antes de las nueve alguien lo llevó a la habitación, que estaba cerca del patio trasero de la casa, donde dormiría. El cuarto contaba con una cama individual con cabecera arqueada hecha de hierro, una silla y una ventana grande que daba hacia el patio. Curiosamente, la ventana estaba enrejada. 

Salió a ducharse en un baño exterior y regresó a la habitación. En unos minutos ya estaba listo para dormir.

A las diez se metió a la cama. Dejó la ventana abierta y supuso que la reja sería por si algún perro o coyote se acercaba a la casa. Apagó la luz de la habitación y se dispuso a quedarse dormido. Volteó hacia la ventana y vio los destellos de los rayos. La silla aparecía y desaparecía con cada relámpago. Después de ver unos minutos el bello espectáculo, se quedó dormido sin preocupaciones.

Mientras soñaba, comenzó a sentirse incómodo. Sintió que alguien lo miraba y se le acercaba. Eso lo hizo despertar poco a poco. Abrió los ojos, pero por la oscuridad no logró ver nada, sólo escuchó el ruido del ventilador. Volvió a cerrar los ojos, pero ya no pudo conciliar el sueño. Sentía que alguien se acercaba. 

Los rayos habían dejado de iluminar el desierto y el olor a tierra mojada flotaba en el aire. Volteó rápido a la ventana, pero no vio nada. Entonces decidió encender la luz y buscar una botella de agua. A tientas localizó el interruptor. La luz llenó la habitación y su cuerpo se tensó angustiosamente al ver que, en la silla, muy cerca de la pared y en la misma dirección a la ventana, ¡se encontraba sentada una mujer! Quedó paralizado con la visión. 

Era una joven vestida de novia, de cabello negro y largo sobre sus hombros y que mostraba una profunda turbación en su rostro. No supo si apagar la luz o levantarse. Quiso hablarle y no pudo decir ni una palabra. Ella lo ignoró por varios minutos. Parecía que lloraba en silencio, daba la impresión de esperar algo y era seguro que la angustia le hacía daño. 

El joven volvió a recorrer su silueta con la mirada y se preguntó si estaba soñando. De forma instintiva agitó la cabeza para despertarse y no había duda, se encontraba en sus cinco sentidos. 

La mujer volteó hacia él. Alzó la cara, se incorporó un poco y lo observó, por un momento, con la mirada tan extrañada como la del muchacho. Sus ojos grandes, los pliegues de su rostro, la mueca de su sonrisa, las cejas arqueadas y el movimiento nervioso de sus manos mostraron que estaba muy triste. Bajó la mirada a sus manos entrelazadas y temblorosas sobre su vientre. Entonces desapareció gradualmente en esa posición. Minutos después de que se había evaporado por completo, el joven se levantó a beber agua sin apagar la luz. 

Los gallos comenzaron su concierto matutino, escuchó pisadas en los pasillos y un motor que se encendía en la distancia. Se vistió y salió de la habitación. Afuera, el ganadero y dos peones ya bebían café. Se sentó a la mesa y le ofrecieron una taza. Le preguntaron si había descansado y les dijo que había dormido muy bien. Bebió dos tazas de café, se despidió agradeciendo la hospitalidad de todos, arrancó la moto y se dirigió a la brecha por donde había llegado. 

Las llantas salpicaban tierra mojada y manejó un poco más lento. El reto de salir de ese horrible camino le hizo olvidar por un rato a la joven de la silla. La moto estaba enlodada, por lo que se detuvo y con un palo quitó la tierra de los guardafangos y llantas. Mientras hacía esto no pudo dejar de pensar en la mujer. 

Nunca comprendió por qué no les dijo nada a sus anfitriones, tal vez ellos le podrían haber dicho de quién era el espíritu que permanecería en sus pensamientos por siempre.

La mujer de la playa

A sus escasos seis años, Francisca, a quien le decían con cariño Pachita, corría por las tardes en la playa. Vivía con su familia a la orilla del mar. La pequeña jugaba siempre con una muñeca traída del puerto, que era donde las mercancías de muchas partes del mundo llegaban a la región traídas en los barcos que atracaban en el puerto libre. Pero no jugaba en casa, ella prefería salir y encontrar miles de aventuras; como aquella cuando el cadáver de un enorme lobo marino, depositado en la arena mojada de la playa, hizo que los niños corrieran entre espantados, curiosos y divertidos. 

Frente a la casa de la familia, había un pequeño arrecife de piedras, lugar donde solían pescar. En aquellas rocas de la orilla, Pachita jugaba y platicaba. Su mamá la observaba de vez en cuando y fruncía el ceño cuando la veía hablar y reír como si conversara con alguien, aparte de su muñeca, claro. 

Sí, ella se dirigía a alguien, guardaba silencio escuchando a su interlocutor imaginario y luego contestaba. Había veces que pasaba toda la tarde así. Luego contaba a su madre de barcos que navegaron por aquellas aguas, de cómo preparar comida para su muñeca y, para sorpresa de su madre, cantaba canciones de cuna desconocidas para ella, mientras arrullaba a su inseparable compañera. 

Su madre, curiosa, averiguó sobre aquellas canciones y relatos de los que hablaba; resultó que no eran de nuestro país. Pachita le confió a su madre que, en las tardes, cuando salía a las piedras frente al mar, platicaba con una mujer rubia y muy hermosa. Ella se sentaba en una roca redonda y veía insistentemente al mar. Conversaba con Pachita y la aconsejaba sobre los cuidados de su muñeca. Su cabello rubio y largo se mecía incluso aunque no hubiera viento y brillaba hermoso bajo la luz mientras duraba la tarde. La mujer era muy buena, sonreía; pero a veces se ponía triste y platicaba con Pachita de muchas cosas que ésta ya no pudo describir, porque, al parecer, trataban sobre sitios que la pequeña no conocía.

Pachita, como la mayoría de los niños y niñas, dejó de ver y platicar con amigos invisibles en cuanto llegó a la adolescencia. Pasó mucho tiempo y sucedieron muchas cosas en la familia y sus amigos: crecieron los niños, algunos se mudaron a otros sitios, la mayoría se casó, hubo algunos que incluso se fueron a otros países, fallecieron los viejos y creció el pueblo. 

La hermosa mujer de cabello rubio permaneció sólo en los relatos contados a los nietos y bisnietos de aquella mujer que, de niña, pasaba las tardes platicando con ella. 

Con el paso de los años, los pescadores se organizaron para formar una cooperativa y acordaron construir una empacadora de pescado en el sitio donde vivió la familia de Pachita. 

Un grupo de albañiles, que manejaban maquinaria pesada, trabajó muchos días en el terreno. Cierto día, las labores se pararon y muchos curiosos acudieron a la construcción. Los trabajadores encontraron un esqueleto en las zanjas hechas para los cimientos. Los que vieron aquellos restos dicen, después de haberlos sacado, que se trataba de una mujer envuelta en sábanas. Su cabello estaba casi intacto, pegado a la tela y lleno de tierra. Nadie podía creer lo bella que era aquella larga cabellera rubia.

Cuando la abuela Pachita se enteró del descubrimiento, fue de inmediato. En cuanto vio aquel esqueleto, supo de quién se trataba, así que organizó que el cuerpo fuera enterrado en el cementerio del lugar. En la pequeña capilla que puso en su honor, se cuenta que todavía se puede ver una vieja muñeca.

La niña vidente del Triunfo

En el poblado llamado El Triunfo, se cuenta que hubo una niña vidente de Winter Yrenea, que nació el 07 de diciembre de 1934. Era una niña de unos hermosos ojos verdes, tez blanca y cabellos dorados. 

Esta pequeña vivía cerca de un lugar llamado Arroyo Hondo. Se dice que antes del primer año ya caminaba y poseía ciertas características que la hacían diferente a los demás. Según se cuenta, a los dos años de edad, tenía el conocimiento de un niño de seis; además, ya empezaba a tocar el violín. Quienes la conocieron, aseguran que ella aprendió a leer sin que nadie le enseñara, incluso cuentan que le daba clases a gente más grande que ella.

A los cuatro años ya dominaba tres idiomas y cuando tenía nueve, leía sobre física cuántica, filología avanzada y sobre algunas cuestiones que nadie terminó de comprender muy bien qué eran.

Dicen que predecía sucesos. Una vez avisó sobre la muerte de un niño con quien jugaba —que por desgracia sucedió— y en otra ocasión profetizó el futuro del poblado de El Triunfo. 

En una ocasión, se despertó muy asustada gritando que el techo se iba a caer, por lo que sus padres —que no dudaron ni un segundo de sus habilidades— salieron corriendo de la casa y vieron como el techo se caía a pedazos. 

La gente se dio cuenta de lo sucedido y empezaron a maldecir a la niña. Al pasar a su lado le gritaban que era la encarnación del demonio, por lo que los padres se quedaron en casa junto con la niña y cuando tenían que salir, la dejaban en casa de su abuela para protegerla de la gente.

Las personas del pueblo estaban muy enojadas y fueron a incendiar la casa de Winter, pues creían que ella estaba ahí. Esto ocasionó la terrible muerte de los padres, quienes en ese momento se encontraban ahí. Para su fortuna, los hermanos de la niña pudieron huir.

Existen algunos documentos donde se señala que Winter Yrenea salió del país y se fue a Rusia. Allá aprendió a controlar sus habilidades y a no tenerles miedo. Para seguir su instrucción fue a Japón, donde fue adoptada por una geisha que le enseñó cómo vestirse y bailar.

Cuentan que esa geisha era de Kioto y que regresó con Winter a México. La japonesa se casó con el hermano de Winter: Fabián, quien también nació en Arroyo Hondo en el año 1920, a unos tres kilómetros de El Triunfo y quien tenía, además de muchos contactos políticos, una gran fortuna. Se dice que vivía con todas las comodidades y siempre era escoltado en sus viajes. Hay otras versiones que cuentan que fue él quien viajó alrededor del mundo y conoció a esa Geisha de nombre Arioji Oginiwa, con quien contrajo nupcias.

La madrugada del 3 de octubre de 1940, Fabián encontró el cuerpo de su hermana bañado en sangre detrás de la casa. Tenía sus hermosos ojos verdes aún abiertos. Winter Ojeda, la niña vidente del Triunfo, fue asesinada brutalmente y quien le arrebató la vida estuvo preso en la cárcel del Distrito Federal, donde murió 2 años después. Algunos aseguran que uno de los expresidentes municipales de los años veinte conspiró contra la familia y fue quien dio la orden para que asesinaran a la niña. 

No faltó quien preguntara: «Si era vidente, ¿por qué no predijo su muerte y se salvó? La respuesta es sencilla: la pequeña podía conocer el futuro de los demás, pero no el suyo.

Fabián y su esposa siempre recordaban a su hermana Winter, por lo que mandaron construir una capilla para ella.

Fabián murió en un trágico accidente en 1985 junto con su hijo. Su esposa japonesa heredó su fortuna y en 1992 su avión privado cayó en Tijuana. Sorprendentemente, no le pasó nada a la mujer, es más, algunos dicen que la señora aún vive.

Los creyentes aseguran que la capilla que se le construyó a Winter es una de las más milagrosas que existen. Además, el sitio cuenta con un detalle interesante: si alguien se burla de ella, se gana una maldición eterna.

Los pobladores de El Triunfo cuentan que Winter todavía recorre con paso firme las calles del lugar. Se pasea por los callejones, entra a la Iglesia y busca algo dentro de las casonas del pueblo. Dicen que aún anda por ahí porque a veces se escuchan sus pasos acompañados de una suave música de violín que tocaba cuando era niña. Otros dicen que la han visto caminando con un hermoso vestido y siempre con un libro en la mano.

Don Toribio, el sembrador de dinero

Una leyenda urbana muy popular en los alrededores de Los Planes, cuenta la historia de Don Toribio Geraldo, el hombre que sembraba dinero.

Don Toribio fue un ranchero fundador del rancho “Santa Elena”, a principios del siglo pasado. La propiedad se ubica en el Valle de Los Planes y todavía se dedica a la venta de ganado. 

Don Toribio ofrecía su producto en el muelle de Ensenada de los Muertos, pero se rumoraba que el dinero que obtenía de la venta, lo escondía en los distintos sitios por los que circulaba. Según relatan testigos, Don Toribio cargaba con las ganancias en un saco que se colgaba en la espalda, pero nunca llegaba con él al rancho, ya que los enterraba en su trayecto.

Hasta la fecha, hay quienes siguen buscando las monedas enterradas de don Toribio en distintos puntos que fueron revelados por éste antes de su muerte. Aún no se sabe si alguien pudo encontrar parte de la fortuna que yace bajo las áridas tierras sudcalifornianas.

Lo que sí se sabe, es que el fantasma del sembrador de oro todavía ronda por aquellos lugares. Dicen que a las personas buenas les muestra donde hay una parte, pero a los malos los entretiene con lugares falsos y jamás les ha indicado dónde hay dinero.

Las ciruelas del Mogote

La Paz, además de ser muy popular por el bello malecón y sus extraordinarios atardeceres, cuenta con una leyenda que caracteriza y llena de magia esa ciudad capital. 

Frente a la tranquila bahía está El Mogote, que es una barra de arena que sirve de protección natural para los huracanes y las fuertes corrientes submarinas.

Dice la leyenda que, hace mucho tiempo, existían dos tribus rivales: los aripas y los guamichis. Los primeros se asentaban al sur del trozo de tierra y los últimos en la punta norte.

Cuentan que un día los aripas, que eran feroces con sus enemigos, raptaron a la princesa Immigná, hija del rey guamichi, que era muy bella. El soberano estaba inconsolable, al extremo que envió diversas embajadas para suplicar al jefe de los aripas que le devolviera a su adorada hija.

El rey guamichi ejecutó toda clase de planes para rescatarla, pero ninguno le dio resultado; hasta que un día, tuvo la fabulosa idea de llenar un caparazón de una tortuga caguama con frescas ciruelas, de las que allí se daban muchas, y lo envió al captor de Immigná.

Tanto le gustaron las ciruelas del rey aripa, que de inmediato ordenó la devolución de la princesa secuestrada.

Desde entonces, dicen que reinó la paz entre ambas tribus y jamás volvieron a tener rivalidades.

De esta historia nace la leyenda que dice así: El que come ciruelas de El Mogote se queda en La Paz para siempre, o si se va, vuelve pronto porque las ciruelas son un poderoso imán.

La mujer con zapatos de tacón

Por ahí de 1908, una joven muy bonita vivía cerca del Malecón costero de la hermosa Bahía de La Paz. Era una chica alegre y apasionada por el baile. En esa época, en la ciudad se organizaban muchas fiestas y esta joven fue invitada a una, pero en esa ocasión no tenía quién la acompañara, por lo que decidió ir sola. ¡Nunca se imaginó lo que le ocurriría!

A esta mujer la sorprendió la oscura noche, —llevaba ropa a la moda de la época, con unas brillantes zapatillas de tacón alto— y tuvo que pasar por una calle solitaria donde unos sujetos la empezaron a seguir. Ella, al darse cuenta de la situación, comenzó a gritar y a correr para alejarse, pero no tuvo suerte. Se cayó por culpa de los altos tacones y los miserables hombres la asesinaron.

Se cuenta que esta bella mujer se aparece por las noches cerca de las calles donde fue asesinada. Quienes la han visto, la describen como una brillante sombra y un taladrante y apresurado sonido de tacones.

Un hombre contó una vez que, en uno de los callejones cercanos al malecón, vio a una mujer de silueta encantadora. Dijo que al principio no podía verle la cara, pero que sentía que su caminar y su contoneo lo hipnotizaban. De pronto, escuchó que la mujer le hablaba, y se dio cuenta, por el tamaño de la sombra y el ruido de los tacones, que se acercaba más y más a él. Este hombre contó que cuando por fin pudo distinguirle el rostro, aquel cuerpo de mujer se fue transformando en un demonio que lo persiguió y alcanzó a rasgarle la espalda.

—Por suerte, ese monstruo llevaba tacones, porque de lo contrario me mata —suele contar el hombre.

La leyenda del Panteón de los San Juanes

Durante el año 1883, la soprano Ángela Peralta, conocida como “la ruiseñor mexicano” visitó La Paz, Baja California Sur para ofrecer un concierto privado a las familias más adineradas de la región, dentro de la entonces Casa de Gobierno, que está ubicada frente a la Plaza de Armas, actualmente conocida como Jardín Velasco.

La decisión de que la soprano mexicana, que había conquistado los escenarios más importantes de Europa, se presentara solamente para las familias más ricas de la ciudad, indignó a la población; por eso cientos de ciudadanos se reunieron en el Jardín Velasco para alcanzar a escuchar la inigualable voz de la cantante.

Este concierto estuvo enriquecido con ocho integrantes de la Ópera Italiana, donde participó con su violín Gertrudis Deschant, quien residía en El Triunfo. 

Al finalizar el evento, la soprano Ángela cruzó la calle para cantarles a los ciudadanos que se reunieron con la esperanza de escucharla. Este acto convirtió a la noche en un momento inolvidable para todos los paceños, no sólo por disfrutar de tan magnífico talento, sino por lo que les esperaría después.

Resulta que Ángela e integrantes de la ópera murieron camino a Mazatlán a causa de la fiebre amarilla. Entre quienes perdieron la vida, estaba Gertrudis Deschant. En su lecho de muerte, la violinista pidió a su familia ser enterrada con su instrumento para poder seguir tocando en el más allá.

La familia de Gertrudis le cumplió su último deseo y la enterró junto a su violín en el Panteón de los San Juanes, mismo que inició sus operaciones en el año de 1883, pero no fue hasta 1894 que se inauguró oficialmente con el nombre de San Juanes por los primeros sepultados, que tenían como nombre Juan y Juana.

Cuenta la leyenda que albañiles, visitantes y trabajadores que laboran en el panteón han escuchado la melodía de un violín que recorre las tumbas. Muchos aseguran que este dulce sonido proviene de Gertrudis, quien toca el violín desde el más allá para llevar serenata a sus seres queridos y a quienes descansan en paz en el Panteón de los San Juanes.

Leyenda del Cerro Atravesado

Cuenta la leyenda que, aproximadamente en el siglo XVI, uno de tantos barcos que pasaban por el Mar de Cortés, naufragó. Esto sucedió cerca del lugar que conocemos actualmente como Punta Prieta, en la Bahía de La Paz. Tal vez esto hubiera pasado desapercibido, pero éste no era cualquier barco, sino que era uno pirata. 

Del hundimiento lograron salvarse Tefall Lamartine y otro bucanero más, quienes, al llegar a tierra firme, empezaron a recorrer los desiertos territorios del lugar.

Caminaron varios kilómetros. Se dice que iban cargando una caja, pues fue lo único que lograron salvar del naufragio; pero no era cualquier caja, era una de esas que se usaban en aquel entonces para llevar grandes cantidades de joyas, oro y plata; sí, era un cofre del tesoro que habían logrado salvar.

Estos sujetos discutían constantemente, por lo que era obvio que nunca se pondrían de acuerdo para nada. En la noche llegaron a lo que hoy conocemos como el Cerro Atravesado. Como ya estaban agotados, se quedaron ahí y consiguieron un poco de leña para prender una pequeña fogata que los protegiera de los animales del desconocido lugar.

Lamartine era un tipo muy ambicioso y desconfiado; así que la vida no le pudo haber puesto mejor oportunidad para deshacerse de su compañero de viaje. Aprovechó que aquel dormía profundamente, buscó entre sus ropas su pistola y disparó contra aquel sujeto, que nunca regresó de su sueño. 

Tefall empezó a cavar una fosa en el cerro y sin más, aventó el cadáver, pero también se dice que escondió ahí el baúl lleno de tesoros.

Después de tanto tiempo, no se sabe el lugar exacto donde ocurrió esto; sin embargo, la gente cuenta que, al filo de la media noche, empiezan a brillar luces cerca de uno de los árboles que se encuentran por ahí. Otros dicen que se aparece un vigilante del tesoro para ahuyentar y atemorizar a aquellos que tratan de encontrarlo.

Los fantasmas del Santuario

En 1980, la ciudad de La Paz era un lugar tranquilo. La gente se saludaba en las calles pues la mayoría se conocía. Debido al crecimiento de la población, se fueron habitando varios terrenos, sobre todo cerca del mar, donde se estableció la colonia que hoy se conoce como El Manglito. La ciudad estaba ya más urbanizada, sin embargo, las distancias entre una colonia y otra eran muy largas.

Una pareja muy humilde y de muy buenas costumbres, que vivía sobre la calle Topete, tenía una hija que estudiaba en la escuela secundaria que ahora conocemos como “La Eti”. Esta joven asistía al turno de la tarde para poder ayudarle a su madre en los quehaceres de la casa. Al terminar las clases, se iba de regreso a su casa en transporte público o caminando, ya que no tenían carro para ir por ella.

Cierto día se cansó de esperar el transporte y decidió irse a pie a su casa. El recorrido tardaba más de dos horas. Como era de noche, las calles ya estaban solas. Lo extraño fue que, al pasar frente a la Iglesia, ¡se encontró con un grupo de personas, todas ensangrentadas y desgarradas, gritándole que los ayudara! 

La joven no sabía si eran reales o no, tampoco de dónde venían o qué intentaban hacerle. Mientras pensaba esto, los extraños seres la acorralaron. Ella no supo qué hacer, así que se hincó y se puso a orar.

De pronto, y sin saber por qué, estas personas desaparecieron del lugar, dejando a la joven sola en medio de la calle. Cuando la chica se percató de lo sucedido, salió corriendo hacia su casa, por lo que dejó sus cosas tiradas en el camino. Al llegar a su hogar, les platicó todo a sus familiares, quienes, preocupados, decidieron llevar a la joven al día siguiente con el párroco de la iglesia para que la cubriera con agua bendita y los aconsejara. 

Ya en la iglesia, el sacerdote les comentó que las personas que había visto eran los fallecidos del huracán Liza, quienes pedían ayuda porque sus almas aún no encontraban paz. 

Resulta que la joven no había sido la única que los había visto, sino que varias personas, que hacían rondas en la noche, se habían encontrado con esta impresionante sorpresa.

Se cuenta que los espíritus todavía rondan por algunos puntos de la ciudad de La Paz, pidiendo ayuda a los habitantes del lugar. 

El buzo 

En la casa de un respetable y muy anciano habitante de La Paz, se podían admirar cuatro escafandras de cobre. Cuando los niños jugaban con ellas, las enormes campanas hacían ladear a los pequeños que trataban de ponerlas sobre sus hombros para imaginar que eran parte de peligrosas expediciones submarinas.

Este señor, al que llamaremos “el abuelo”, fue un buzo perlero en La Paz durante las primeras décadas del auge de aquella industria, hoy casi olvidada. Las historias del abuelo se repetían muchas veces y los niños no se cansaban de escucharlas. 

En aquellos tiempos, las enormes conchas del molusco eran tan abundantes que los buzos hacían de lado las conchas más pequeñas que contienen perlas pequeñas llamadas morrallas. Buscaban las grandes, las que la madre naturaleza había hecho crecer formando una esfera hermosa y brillante. 

Cierto día, en su buceo por el rumbo del Coyote, a más de veinte metros de profundidad, sobre el abuelo caían los rayos del sol inclinados dibujando sombras y figuras tan extrañas como irrepetibles. El buzo disfrutaba de este espectáculo, cuando ¡vio una enorme ballena gris que pasaba sobre su cabeza! El enorme animal estuvo tan cerca de la manguera que lo ataba a la vida que, por un momento, pensó que sería su último día.

La batalla más memorable que tuvo en el mar sucedió una vez que las corrientes de agua fría de las tormentas del Norte bañaron los alrededores de La Paz. Su equipo decidió probar suerte cerca de la isla Espíritu Santo. Los lobos marinos lo recibieron con gusto y curiosidad; nadaban alegremente alrededor del abuelo.

El viejo contaba que, al estar a más de quince metros de profundidad, una enorme sombra, que vio con el rabillo del ojo, lo rodeó por su lado derecho. El agua fría y un poco turbia no le permitió saber con certeza de qué se trataba. Los lobos marinos desparecieron como por arte de magia. Entonces, un enorme tiburón blanco apareció. Él calculó su tamaño en cinco metros. El animal hacía círculos cada vez más pequeños en torno a él. El abuelo no le dio importancia al inicio, pero el tiburón no se alejaba.

Junto con la manguera de aire que provenía del compresor, se amarraba una cuerda que servía de comunicación con la tripulación de la embarcación. Un jalón fuerte significaba que levantaran la canasta con las conchas de madre perla. Dos jalones fuertes, que enviaran la pistola de ligas. Tres jalones fuertes, que lo sacaran porque había peligro. Él jaló dos veces.

Por el cable le llegó el arpón con el que mantuvo a raya al tiburón por unos minutos.

Cuando percibió que el escualo arqueó las aletas laterales, tensó sus músculos lo más que pudo y apenas le dio tiempo de apuntar, porque el tiburón ya embestía directamente. El abuelo logró darle, pero no fue una herida de muerte. 

El animal giró hacia su lado derecho y levantó su cuerpo un poco; luego se alejó herido y el buzo aprovechó para subir a la superficie y ser sacado del agua rápidamente, mientras el tiburón tensaba la línea del arpón. 

Hasta aquí, la leyenda parece una historia normal de buzos, pero lo extraño es que el abuelo juró, hasta el último día de su vida, que su enemigo se le aparecía en todos lados. Cada vez que él entraba al agua, el tiburón estaba ahí para acecharlo. Esto pasó por más de cuarenta años, y cualquiera sabe que esos animales no viven tanto.

La carroza de la ciénaga

Antes de que la Escuela Secundaria Técnica No.1 entrara en función, esa área correspondía a las orillas de la ciudad de La Paz, donde se ubicaba la Ciénaga de Flores. 

La ciénaga es un pantano donde se saca provecho de su humedad para cultivar diversas plantas. La de La Paz era llamada “de Flores”, debido a que, desde hacía muchos años, en el sitio se sembraban flores multicolores. Gracias a las maravillas de la naturaleza, este increíble lugar se formaba naturalmente con el paso de los arroyuelos que dejaban las lluvias.

En 1940, en el sitio existía un rancho tradicional con corrales y un pozo abierto del cual se extraía agua con un molino de viento. En una tarde de enero, don Porfirio, quien era el cuidador del rancho, se percató de la presencia de una hermosa carroza de la que bajó una bella mujer acompañada del cochero. Ambos caminaban al interior de la huerta como si flotaran sobre nubes de vapor.

Don Porfirio se encaminó hacia el par de extraños visitantes para conocer el motivo de su llegada. Mientras más se aproximaba, por alguna razón, más se llenaba de terror. Observó detenidamente la carroza y vio que era parecida a las de las funerarias.

La misteriosa mujer cortó algunas flores con las que hizo un ramo y se subió nuevamente a la carroza con ayuda de su cochero. Luego se fueron sin decir ni una sola palabra. 

Don Porfirio, impactado y muerto de miedo, olvidó cobrarle las flores. Al día siguiente comentó lo sucedido con los propietarios, quienes obviamente no creyeron su historia y llegaron a la conclusión de que se le habían pasado las copas la noche anterior.

A los diez días apareció nuevamente la carroza, pero esta vez sin cochero ni mujer, sólo con dos caballos negros, muy brillantes. Don Porfirio se armó de valor para acercarse y pudo detectar una mezcla de extraños perfumes, además de ver adornos que parecían ser de oro puro.

Ante la poca confianza que le tenían sus jefes, don Porfirio decidió ir con el delegado de Gobierno para comentarle lo sucedido. Las autoridades mandaron vigilar la ciénaga, pero la carroza no volvió a aparecer. Sin embargo, don Porfirio no era el único que la había visto.

Se cuenta que una noche, más de veinte personas que vivían en la orilla de la carretera —actualmente es la calle Isabel la Católica— reportaron haberla visto. Todas las narraciones coincidían en los detalles y en la presencia de la bella mujer y su cochero.

Con el tiempo, la historia de la carroza fue desapareciendo, al igual que la ciénaga. Hay quienes relatan que don Porfirio aguardó, cada noche, el regreso de la carroza y sus misteriosos pasajeros, pero nunca volvieron a aparecer.