Leyendas de la Ciudad de México

La dama del abanico

Durante la época colonial, en el Callejón de las Golosas, que en la actualidad es la calle República de Haití, vivía un hombre muy rico, parrandero y desvergonzado llamado Longinos Peñuelas. Lo único que le importaba era conquistar mujeres por medio de cartas de amor, regalos costosos, engañosas caricias, etcétera. Al lograr su objetivo, las abandonaba sin importarle su suerte, si estaban embarazadas, se suicidaban o si eran encerradas en algún convento, por sus padres o hermanos, para evitar la deshonra familiar.

Cierta ocasión, cuando regresaba a su casa a medianoche, después de abandonar la cama que compartía con una mujer casada, pasó por una casa de dos balcones. En uno de ellos se encontraba una hermosa mujer de unos 20 años. Estaba vestida de blanco, con un abanico de encaje en una mano y miraba feliz las estrellas. En ese momento se le cayó el pañuelo y cuando Longinos caballerosamente se lo entregó, se enamoró de inmediato de su delicada belleza. 

Platicaron un rato y acordaron verse las siguientes noches, pero eso sí: a la misma hora para evitar que su padre los descubriera.

Una de esas veces, cuando él trataba de besarla, ella interpuso su abanico de concha nácar que, al caer, se partió en dos. Ella se quedó sólo con una de las dos mitades.

Después de un tiempo, como él le insistía mucho en que se escapara de su casa, ella le pidió que no se vieran por dos noches, pero que a la tercera se iría con él, aunque llevaría consigo a su pequeño hijo, pues tenía uno y no podía separarse de su bebé. Él aceptó. Al regresar a la tercera noche a buscarla, llegó muchas horas antes de lo pactado. Se asombró al notar que la casa parecía vieja y abandonada. Al tocar la puerta y no obtener respuesta, preguntó a dos vecinas que pasaban por ahí.

Ellas le explicaron que desde hacía más de diez años la casa, que era propiedad de don Hermenegildo Alcérreca y de su hija Rosaura, estaba abandonada. Ellos sólo la habitaron unos meses y luego desaparecieron. Sin embargo, los vecinos afirmaban que de esa casa salían largos y desgarradores gritos, como los de un alma en pena.

Longinos, preocupado, mandó traer un cerrajero y un sacerdote. Al entrar a la casa, descubrieron que estaba en ruinas. Abrieron un cuarto que daba a la calle y que correspondía al balcón donde se había visto con aquella joven. Descubrieron que estaba totalmente tapizado y que no entraba ningún rayo de luz. Alumbrados con lámparas y velas, encontraron dos esqueletos: el de un bebé y el de una mujer que sostenía, con sus blancos huesos, la mitad de un abanico de concha nácar. El sacerdote comenzó a orar y esparció agua bendita para el eterno descanso de esas inocentes almas. Mientras tanto, Longinos lloró al recordar que Rosaura Alcérreca fue una de las tantas mujeres que engañó y abandonó a su suerte.

Salió de la casa angustiado y, en medio de la oscuridad, fue sorprendido por el esposo de la última mujer que había engañado. Éste le reclamó y, sin darle tiempo para defenderse, se le lanzó provocándole la muerte. Dicen que en el silencio de la noche se escuchó una siniestra carcajada que anunciaba el final del terrible hombre.

La Tía Lola

Por el Bosque de Chapultepec, cerca del Panteón de Dolores, en la Calle de Constituyentes de la Ciudad de México, existe una casona en la que vivía una señora a la que llamaban la Tía Lola. Como no tenía parientes y vivía sola, decidió recoger niños pobres para cuidarlos. Y así lo hizo. Todos sus vecinos la admiraban y la consideraban un alma caritativa.

Por el barrio corría el rumor de que la Tía Lola tenía mucho dinero, herencia de su rico marido comerciante. Su fortuna la empleaba para mantener a los niños y jovencitos que recibía en su casa-asilo.

Cierto día, tres de los jóvenes que vivían ahí decidieron robarle el dinero y huir con él. Acordaron hacerlo una noche, a la hora en que todos durmieran. Los ingratos jóvenes recorrieron la casa en busca del dinero deseado. La Tía Lola escuchó ruidos, por lo que se despertó y salió de su cuarto para averiguar qué sucedía. Cuando vio a los muchachos robando el dinero, los regañó con fuerza por su mala acción. Al ver que los habían descubierto y como no querían ir a prisión, los ladrones tomaron unos objetos de metal y atacaron a la caritativa mujer. La golpearon sin piedad hasta que quedó sin vida. Inmediatamente, los jóvenes huyeron.

Después de la muerte de la Tía Lola, la casa quedó vacía. Al poco tiempo del horrible hecho, empezaron a ocurrir sucesos extraños y sobrenaturales en la casona. Los vecinos aseguraban ver por las ventanas la silueta de la Tía. Cuando algunas personas se interesaban en comprar la casa, se escuchaban puertas que se cerraban ruidosamente, gritos angustiantes de una mujer que pedía auxilio y llantos desgarradores que, por supuesto, desanimaban al comprador.

Por esta razón la casona nunca se ha vendido y continúa deshabitada, todo por la ingratitud de unos jovenzuelos ambiciosos y asesinos. Ah, pero eso sí, hay quienes dicen que los niños fantasmas que necesitan cuidado, van con la Tía Lola para recibir un poco de amor.

La Calle del Niño Perdido

En 1659, llegó a la Nueva España un joven escultor llamado don Enrique de Verona, contratado por el virrey para hacer el altar de los reyes en la Catedral de México.

Al terminar la obra, comenzó  de inmediato los preparativos para su viaje de regreso a casa, pues tenía la ilusión de casarse con la mujer que amaba. Pero cuando ya casi iba a partir, conoció accidentalmente a una hermosa doncella de quien, sin proponérselo, quedó enamorado.

Este encuentro con Estela de Fuensalida, que así se llamaba la bella joven, cambió los planes del joven escultor. A partir de ese momento dio muchas excusas para posponer su viaje. El amor entre ellos floreció sin importar que tuviera que romper con su prometida en Cádiz y ella con su prometido, un viejo platero de nombre don Tristán de Valladares, a quien no le causó gracia alguna y prometió vengarse.

La pareja se casó y al año tuvieron un hermoso niño. Pasó algún tiempo cuando, una noche de diciembre de 1665, finalmente el viejo Tristán cumplió su promesa de venganza: ¡prendiendo fuego a la casa donde vivía la feliz familia!

En medio de la confusión que produjo el incendio, lograron salvar sus vidas, pero perdieron de vista a su pequeño hijo. Pronto el llanto del niño mostró las terribles intenciones del viejo Tristán, quien lo había raptado. El padre, junto a muchos vecinos, fue tras él. La persecución duró mucho tiempo, porque el hombre era más hábil de lo que se podría imaginar, pero al final, se logró recuperar al niño.

Es por esto que las personas que escucharon a Estela rogar al cielo por su niño perdido, llamaron a la calle donde ocurrió este increíble suceso, la Calle del Niño Perdido.

El Callejón del Armado

Cuenta la leyenda que entre los años 1624 y 1635, llegó a la ciudad un viejo comerciante español llamado don Lope de Armijo y Lara, quien compró una enorme pero arruinada casa en uno de los callejones al oriente de la Ciudad de México.

Don Lope era un hombre misterioso. No tenía servidumbre y él mismo compraba su comida. Aunque daba mucha limosna, la gente lo veía mal porque siempre iba vestido con una armadura, por lo que se ganó el apodo de “El Armado”.

Don Lope iba todas las mañanas al templo de San Francisco, donde permanecía en oración por largas horas. Pero en las noches más oscuras, salía con rumbo desconocido hasta perderse entre las sombras. Después de la media noche regresaba y, al parecer por el tintineo y el ruido que hacía, depositaba dinero en un viejo baúl escondido.

Al poco tiempo, los habitantes sospecharon de él y lo denunciaron ante las autoridades. Sin que nadie supiera ni por qué ni cómo, una mañana fue encontrado colgado debajo del balcón de su casa. Al registrar la propiedad del difunto, las autoridades encontraron gran cantidad de dinero y cráneos de hombres que, tal vez, murieron a manos de “El Armado”.

En la actualidad, esa calle se llama Pedro Ascencio, pero por mucho tiempo se le conoció como: El callejón del Armado.

La Calle de la Joya

Cuenta la leyenda que, allá por el año 1625, vivían en la Calle de la Joya un comerciante español llamado don Alonso Fernández de Bobadilla y su esposa doña Isabel de la Garcide y Tovar.

Una tarde, la paz de don Alonso se perdió al recibir en su despacho una misteriosa nota. Ésta decía que su esposa lo estaba engañando con un tal licenciado Don José Raúl de Lara, que era, nada más y nada menos, que el fiscal del Tribunal de la Inquisición.

El pobre don Alonso se resistía a creer esa horrible noticia, por lo que ingenió un plan para averiguarlo: fingió tener una reunión que lo mantendría fuera de su casa hasta altas horas de la noche y así le daría la oportunidad a su esposa de engañarlo.

Al llegar de noche, se escondió muy bien cerca de su hogar. Así pudo darse cuenta de la horrible realidad: con la oscuridad como cómplice, su esposa recibía en su casa al licenciado el que, por cierto, ese día le regaló un lujoso brazalete.

Furioso, don Alonso se abalanzó contra él con un cuchillo en la mano, provocándole la muerte de forma inmediata. Con mucho miedo, doña Isabel suplicaba por su vida, pero don Alonso le dio la misma suerte que al hombre infiel. De la mano de su esposa tomó el brazalete y lo clavó con el cuchillo en la puerta de la casa. Así, todos podrían saber y recordar lo que había sucedido.

De don Alonso sólo sabemos que no se pudo recuperar del dolor y que, para buscar un poco de paz, entró a un monasterio del que nunca salió.

La Calle de la Quemada

Dice la leyenda que, en la 5a. calle de Jesús María, vivió una hermosa mujer llamada doña Beatriz de Espinosa, quien llegó en un gran barco a la Nueva España en el año de 1550, acompañando a su padre, un rico comerciante español de nombre don Gonzalo de Espinosa y Guevara. Al llegar, la joven tenía 20 años de edad y destacaba por su extraordinaria belleza y por sus nobles virtudes.

Al poco tiempo de establecerse en la ciudad, en una reunión dada en palacio por el virrey Don Luis de Velasco, conoció a quien sería el amor de su vida: un joven italiano de origen noble llamado Martín de Scúpoli, que tenía el título de Marqués de Pinamonte y Franteschelo.

El amor de Beatriz fue correspondido por Martín, aunque tal vez demasiado, porque el hombre era extremadamente celoso. Esto hizo que tuviera terribles peleas con los pretendientes de su novia.

Beatriz estaba triste por los celos de Martín, pero sobre todo, le preocupaba que no la amara en verdad. «Y si sólo está deslumbrado por mi belleza», pensaba la joven. Por estas razones, decidió perder su hermosura; así que se hizo horribles quemaduras que destruyeron su rostro.

Al escuchar los gritos, fray Marcos de Jesús, quien pasaba por la casa de la joven en esos momentos, le prestó los primeros auxilios.

Martin supo por boca de fray Marcos lo que pasó y pronto fue a buscarla. Al llegar a casa, la encontró con el rostro cubierto con un manto blanco que sólo permitía que se vieran sus ojos. Al verla, Martin se sumergió en lo profundo de su mirada. En ella descubrió la pureza de su alma y el tesoro más precioso: un amor a prueba de todo.

Con el tiempo lograron superar esta dura prueba y se unieron en matrimonio. A través de su amor lograron lo que pocos consiguen en la vida: una felicidad tranquila y serena.

La Calle de Don Juan Manuel

Don Juan Manuel de Solórzano era un noble caballero que llegó a la Nueva España en 1612. Era un hombre rico y, además, amigo del Virrey.

Al año de su llegada, se casó con Leonor de Branfuente y Laguna, hija única de un rico minero de Zacatecas. Después del matrimonio, casi nadie había visto a la joven, es más ni siquiera sabían algo de ella, esto fue así porque don Juan Manuel era muy celoso y no le permitía salir sino a misa. Por si esto fuera poco, debía hacerlo con un grueso velo negro que ocultara su hermosura.

Un terrible día, don Juan Manuel se enteró que su esposa iba a ser raptada esa noche a las once, y nada menos que por el alcalde don Antonio de los Reyes y por el Alguacil mayor. Como don Juan Manuel ya sabía, intentó tomarlos por sorpresa. El problema fue que él no los conocía de vista y atacó al primer hombre que pasó a la hora indicada, un joven del que no sabemos el nombre y quien murió al instante.

A la noche siguiente, vigiló nuevamente para que no fueran a raptar a su esposa. Alrededor de las once de la noche, vio venir a dos hombres y, como no quería equivocarse nuevamente, decidió hablarles. Al acercarse les preguntó: «¿qué hora es?» Y mientras estos sacaban de su bolsillo el reloj, notó el escudo real bordado en las vestiduras de éstos. ¡Así supo que se trataba del alcalde y el alguacil!, por lo que se les fue encima con su cuchillo para darles muerte.

Para su mala suerte, una testigo inesperada lo delató: una religiosa llamada madre Mariana, que vivía enfrente de la casa de don Juan Manuel. Ella estaba rezando y así pudo presenciar lo ocurrido e identificar al agresor.

A los tres días del crimen, don Juan Manuel desapareció de su casa y a los ocho, amaneció ahorcado en la plaza. No se sabe quién lo atrapó ni a qué hora fue ahorcado.

Desde entonces, a esa calle se le denominó Calle de don Juan Manuel y la tradición afirma que, por mucho tiempo, nadie se atrevió a pasar a las once de la noche por allí.

La Calle de la Cruz Verde

En el cruce de Regina y Correo Mayor, en el Centro Histórico, hay una casona que en su esquina tiene una inmensa cruz tallada sobre la piedra del muro. Uno de sus brazos dobla para la calle Regina, antes conocida como Cruz Verde, y el otro para la calle Correo Mayor, antes denominada de los Migueles. 

En el año 1566, arribó a México don Álvaro de Villadiego y Manrique. Al llegar impresionó a todos por su elegancia y buenas maneras. Entre los más refinados, don Álvaro resaltaba.

A los dos años, el virrey fue sustituido por los licenciados Muñoz y Carrillo, visitadores de México, quienes abusaron de su poder y cometieron horrores con la población.

El pueblo, abatido, se puso muy feliz al conocer la carta que llegó desde España en la que se anunciaba el cambio de tan odiados sustitutos. Don Alonso, partidario del ex virrey, salió a participar de las manifestaciones de alegría que la muchedumbre realizaba en medio de las calles. Aquello parecía un carnaval que ocupaba todas las calles de la ciudad.

Caminó pocas cuadras en medio del alboroto, cuando se impresionó al observar, asomada en un balcón, a una bella joven, por quien su corazón se aceleró. Se trataba de doña María de Aldarafuente y Segura, hija de un modesto empleado de la Real Hacienda.

A don Álvaro le costó muchísimo trabajo conquistar el corazón de tan bella dama. Primero, porque a ella parecía no interesarle y, segundo, porque sus padres en ningún instante la dejaban sola.

Pasado un buen tiempo y cuando la esperanza desaparecía, un descuido de la mamá, ocasionado por una breve enfermedad, le presentó la oportunidad a don Álvaro para poner en manos de su amada una carta en la que le revelaba su amor y sus intenciones de boda. En ella, además le pedía que si no le podía dar respuesta por escrito, colgara del balcón una cruz blanca como señal de su negativa o, al contrario, una cruz verde, si ella correspondía a su amor.

La espera fue muy larga, hasta que, por fin, una cruz verde apareció colgada del balcón. ¡Don Álvaro estaba tan feliz! Con el consentimiento de su amada y la ayuda de un sacerdote amigo, en poco tiempo logró convencer a la familia de que su amor era puro y sincero.

Para su dicha, a los quince días, frente al altar de la iglesia, los nuevos esposos se juraron amor eterno. Don Álvaro, lleno de gratitud, quiso recordar la señal de su amor, por lo que ordenó instalar, en la esquina de la casa de Doña María, una cruz verde de piedra para que todos conocieran su bella historia.

Las flores de Toloache

Hace mucho tiempo, antes de que Tenochtitlan fuera desaparecida por los conquistadores españoles, existió un gran Señor que tenía siete hijos. Cada uno de ellos se llevaba un año entre sí. Todos eran apuestos y audaces.

En cierta ocasión, el Tlatoani, es decir, el emperador mexica, se encontraba en su habitación descansando. Su recámara daba a un patio lleno de flores y árboles. De pronto, el hombre se despertó al escuchar el llanto de una niña que se encontraba desnuda y muerta de hambre. Al verla se dio cuenta de que la pequeña era sumamente bonita y buena, por lo que decidió adoptarla y tratarla como si fuera su propia hija.

La niña creció y era cada vez más hermosa. Su belleza deslumbraba a todo aquel que la veía. Como era de esperarse, los siete hijos del Tlatoani se enamoraron perdidamente de la joven. Esto provocó que los hermanos empezaran a odiarse y a celarse los unos de los otros. La vida en palacio se convirtió en un terrible infierno. Sin embargo, la bella muchacha quería a los siete como si fueran sus verdaderos hermanos y no estaba enamorada de ninguno en particular.

Entonces, los hermanos decidieron hacer un combate a muerte para decidir quién se casaría con ella. El único sobreviviente sería el afortunado esposo de la joven. Cuando el Tlatoani se enteró de lo que planeaban hacer sus hijos para obtener el amor de la chica, tomó una horrenda decisión y ordenó a tres de sus guerreros que le quitaran la vida a la muchacha, pues consideraba que no había otra manera de solucionar el conflicto.

Los guerreros se llevaron a la pobrecilla a un monte cercano al palacio y la apuñalaron. La muchacha cayó al suelo herida, pero no murió, aunque eso creyeron los enviados. Cuando despertó y se dio cuenta de lo ocurrido, se levantó y corrió a través del bosque en la más absoluta oscuridad. Pronto salió la luna e iluminó el bosque. En ese momento, la planta Toloache abrió sus flores. Una de ellas se dirigió a la asustada niña y le dijo que se escondiera dentro de ella. Inmediatamente la joven se hizo tan pequeña que pudo meterse entre sus pétalos.

Desde entonces, la bella joven vive en las flores de Toloache y los dioses le dieron poderes maravillosos a la planta por su buena acción. Es por esto que el Toloache calma los dolores de las personas, quita el insomnio y el asma. Su capacidad terapéutica es muy grande.

Para evitar que los siete hermanos encuentren a la bella joven, las flores de Toloache sólo se abren en las noches de luna llena y, aunque los príncipes se transformaron en mariposas para encontrarla, nunca lo lograron y nunca lo lograrán, porque las mariposas no pueden acercarse a dichas flores o su aroma las mataría.

El alacrán de oro

En el año de 1776, vivía en la Ciudad de México un hombre llamado Lorenzo de Baena. Era un hombre muy rico, pero sencillo y bueno. Sin embargo, comenzó a tener muy mala suerte: uno de sus barcos que regresaba de la China cargado de finas sedas, fue asaltado por los piratas; además, una caravana que se dirigía a Veracruz para llevar a España mercancías valiosas para su venta, fue robada por indios, por estas razones don Lorenzo perdió un enorme capital y, por si fuera poco, a su hijo, a quien le quitaron la cabellera y murió. Su esposa enfermó por la pena y al poco tiempo también pasó a mejor vida. A esto le siguieron otros desastres que llevaron a Lorenzo a la ruina. Cuando se quedó sin un centavo, todos sus amigos lo abandonaron y se quedó sin ayuda.

De pronto recordó que en el Convento de San Diego vivía Anselmo, un fraile amigo suyo. Como sabía que era muy bondadoso, fue a buscarlo para contarle sus penas. Fray Anselmo era pobre, pero muy caritativo. Ocupaba una celda pequeña y simple, y vestía una túnica vieja. Al ver a don Lorenzo, lo recibió muy contento. El hombre le contó todo lo que le había sucedido. Le narró la pérdida de sus seres queridos y de toda su fortuna. Le dijo al fraile que un barco cargado de joyas, sedas y finas porcelanas estaba por llegar a la Nueva España y le pidió, si podía, conseguirle quinientos pesos, sabría invertirlos para poder salir de su terrible situación y volver a forjar su fortuna. El fraile lo escuchaba apenado, comunicándole que no tenía nada para darle, pues su pobreza era mucha.

De pronto, Anselmo vio que por la pared se paseaba un alacrán de gran tamaño. Lo tomó y lo envolvió en un trapo blanco. Luego se lo entregó a don Lorenzo y le dijo que fuera al Monte de Piedad para ver cuánto le daban por el bicho. Lorenzo se sorprendió, pero hizo caso y dejó el convento. Dirigió sus pasos hasta la Plaza Mayor para ir al Montepío, como le pidió el religioso. Avergonzado y con temor de hacer el ridículo, el hombre se acercó a la ventanilla de empeños y abrió el trapo donde se encontraba el alacrán. Cuando lo hizo, cuál fue su sorpresa al ver que sobre la tela había, en efecto, un alacrán ¡pero de oro puro y cubierto de diamantes, esmeraldas y rubíes! Se trataba de una joya valiosísima por la que obtuvo tres mil pesos.

Después se fue al Puerto de Acapulco, compró muchas mercancías, reanudó sus negocios y recuperó todo el dinero perdido. Los amigos que lo habían abandonado volvieron. Entonces, don Lorenzo recordó a su amigo Anselmo y se dirigió al Monte de Piedad para adquirir el alacrán de oro y devolvérselo a su dueño.

Cuando llegó a la celda del fraile, le entregó el paquete conteniendo la hermosa joya. Don Anselmo lo recibió, lo desenvolvió y tomó al alacrán que había vuelto a su condición de animal. Con mucho cariño, le puso en la pared y le dijo: 

—¡Sigue tu camino, animalito del Señor! Y el alacrán continuó su camino hasta perderse.

El Portugués

En el año 1556, vivía en la Ciudad de México un matrimonio de españoles. Ellos tuvieron una hija sumamente hermosa. Un sacerdote, amigo íntimo de la familia, fue el encargado de bautizarla. La pequeña creció y, al llegar a la adolescencia, su belleza era mucho mayor. Por desgracia, sus padres murieron en un terrible accidente, por lo que el sacerdote que la había bautizado, al verla desamparada, se hizo cargo de ella. La jovencita lo consideraba su padrino.

Al crecer, la joven se volvía cada vez más bella y deseada, por lo que tenía un gran número de pretendientes. 

Cierto día, un joven portugués arribó a la Nueva España huyendo de las deudas de juego y de los acreedores que no lo dejaban en paz. Casi al llegar, conoció a la muchacha y se enamoró de ella. La cortejó en seguida, pero el fraile que la cuidaba no estaba de acuerdo, pues se había enterado de que en Portugal el galán había dejado a su familia sin avisar a dónde se iba y, además, ya en la Ciudad de México solía frecuentar por la noche lugares de mala reputación donde se emborrachaba, jugaba y peleaba con todo el que se le pusiera enfrente. Por estas razones, el sacerdote le prohibió a la ahijada que hablara con ese rufián.

Al enterarse de la prohibición, el joven le pidió a la bella que se fugara con él. Ella aceptó. La noche en que iban a huir, llegó el padrino y empezó a discutir con el hombre en la puerta de la casa. Entonces, éste sacó un puñal y se lo clavó al sacerdote, quien murió instantáneamente. Luego arrojó el cadáver al río y huyó a Perú.

Tres años después, el asesino regresó a la Ciudad de México y quiso contactar a su antigua novia, pero la verdad es que le interesaban más sus riquezas que el amor. Su problema fue que, para llegar a la casa de la mujer, debía pasar por un puente que estaba sobre el río donde había arrojado al fraile. Decidido a llegar a la casa, subió al puente y, cuando ya casi terminaba de cruzarlo, se le apareció un horrendo cadáver vestido con desgarrados hábitos de fraile. Ajustadísimo, el jugador trató de quitarse la mano que le aferraba la garganta, pero sin lograrlo.

Al día siguiente, los vecinos encontraron en el puente el cadáver del portugués y sobre él estaba el blanco esqueleto del sacerdote con un puñal en la cabeza, que tenía grabadas las iniciales de su asesino en el mango.

La mujer sin piernas

Hace mucho tiempo, una señora que vivía en el Barrio de la Asunción, que pertenece a Xochimilco, fue con su familia a la fiesta del pueblo de San Pablo Oztotepec, que es uno de los pueblos originarios de Milpa Alta. Iban caminando por un sendero en plena oscuridad. Estaban rodeados de enormes árboles. De pronto escucharon los sollozos de una mujer. No hicieron caso, pues ya les habían contado que por esos lugares espantaban desde la época de la Revolución. 

El llanto era tan triste que se preocuparon mucho por la persona que estuviera lamentándose así y decidieron ver de dónde provenía. Entonces se dieron cuenta que arriba de uno de los árboles había una mujer que les pidió que la bajaran. Los hombres de la familia subieron al árbol y la llevaron al piso con mucho cuidado. Cuando llegaron al suelo, se dieron cuenta de que la mujer no tenía piernas de la rodilla para abajo. En una mano llevaba una olla llena de sangre y junto a ella se encontraba un brasero y una escoba de varas. Arrastrándose por el suelo, la mujer les pedía a los presentes que la cargaran a su casa. Sin embargo, decidieron llevarla a la presidencia municipal de Xochimilco, pues pensaron que se trataba de una bruja.

El prefecto le preguntó a la mujer lo que estaba haciendo por ese camino y la mujer contestó que, por las noches, se dedicaba a chuparles la sangre a los bebés, pero que el amanecer la había sorprendido, razón por la cual ya no pudo volar para regresar a su pueblo y se quedó atrapada en la copa del árbol. Le suplicó al prefecto que fueran a su casa para traerle sus piernas que se habían quedado en la cocina. Varios hombres fueron. Cuando tocaron a la puerta les abrió su esposo y le dijeron que los dejara pasar para recoger las piernas de su mujer. El hombre se quedó pasmado de asombro. Al llegar a la cocina, vieron las dos piernas que formaban una cruz sobre las cenizas del brasero. La bruja les había advertido que por nada del mundo fueran a quitar las cenizas que estaban en los muñones de sus piernas, pues entonces no podría volvérselas a colocar y que para llevarlas las envolvieran en una manta.

El prefecto le preguntó a su esposo si sabía que su mujer era una bruja que chupaba la sangre de los bebés; pero el esposo afirmó que no. Solamente había notado que con mucha frecuencia comían moronga y que nunca supo de dónde sacaba la sangre.

La bruja salió libre porque no había pruebas para meterla a la cárcel, así que se puso sus piernas y caminó como si nada. El matrimonio se vio forzado a abandonar el pueblo de Xochimilco, pues los pobladores deseaban hacer justicia, pero no lo consiguieron. La bruja vivió muchos años y siguió con su sanguinaria actividad y el esposo continuó comiendo rica moronga guisada.

El emparedado

Se dice que, en la calle de Francisco I. Madero, esquina con Motolinía, dos hermanos pelearon por el amor de una mujer. Esto sucedió alrededor del año 1900. La historia cuenta que en el número 12 de Motolinía vivía una joven que se encontraba comprometida con su novio Pedro, quien tenía un hermano seminarista llamado Cristóbal. Este último se enamoró de la novia de su hermano y, sin importarle la relación de éstos, decidió conquistar a la muchacha. 

En una ocasión, Pedro llegó a la casa de su novia sin avisarle y la encontró en brazos de Cristóbal. Los hermanos pelearon hasta que Cristóbal mató a Pedro. Entonces, la joven y el asesino decidieron emparedar el cadáver de Pedro, atándolo de pie a una pared y luego cubriéndolo con un muro.

Cuando los años pasaron, el cadáver fue encontrado por unos albañiles que arreglaban la construcción y el fantasma del asesinado apareció. Les ofreció un cofre de oro si lo llevaban a la casa de su hermano y la que antes había sido su novia. 

La leyenda cuenta que el espíritu de Pedro mató de un susto a su hermano Cristóbal y a la muchacha infiel. Es por eso que se debe tener cuidado al pasar por esa terrible esquina del Centro de la Ciudad, porque el fantasma de Pedro puede estar esperando la oportunidad para continuar con su venganza.

La Planchada

Eulalia era una dulce enfermera que trabajaba en el antiguo Hospital de Juárez del Centro Histórico de la Ciudad de México. Era muy buena con sus pacientes y le gustaba ayudar, pero lo que más sobresalía de ella era su imagen. Su ropa siempre estaba blanquísima y bien planchada. Fueron su aspecto limpio y buen carácter lo que hizo que se ganara el amor de los enfermos y el aprecio de sus compañeros de trabajo. 

Cierto día, un nuevo doctor llegó al hospital y le robó el corazón a Eulalia. Ambos se enamoraron y después de algún tiempo decidieron casarse… pero no todo fue bueno. Su prometido decidió hacer un viaje antes de la boda. A ella esto le sorprendió mucho, pero fue terrible cuando supo la razón, y es que el doctor se iba a casar con otra mujer. Eulalia se quedó con el corazón roto. La decepción fue tan grande que entristeció y finalmente murió. 

Antes de morir se dio cuenta de lo abandonados que tenía a sus pacientes, así que su espíritu decidió enmendar el error cuidándolos por toda la eternidad. ¡Sí, ahora ella deambula por los hospitales! Se le llama “La Planchada”, porque claro, ella nunca dejó de llevar su uniforme liso e impecable.

El mordelón

En la época de la Colonia en México, allá por el año de 1578, existió Mauricio, que era un joven muy guapo y rico que vivía en la céntrica calle de Moneda. Se trataba de un chico rubio y bastante formal. Sus padres lo consentían mucho, pues era hijo único y el heredero de la riqueza de padre, quien era dueño de una mina de plata en Guanajuato.

Mauricio tenía una novia llamada Leonor: una chica hermosa, de familia noble y acaudalada, que vivía a unas cinco calles de su prometido. Como buenos enamorados, pronto se casarían. 

Una tarde en la que el muchacho iba a ver a Leonor, se encontró con un niño muy pequeño y sucio, como de seis años, que estiró su manita pidiendo una monedita para comprar una rosquilla de canela. Mauricio, que era muy caritativo, sacó del pantalón su monedero, pero cuando estaba escogiendo una moneda, el muchachito le pegó tremendo mordisco en el brazo y se echó a correr velozmente.

Mauricio se quedó muy enojado y adolorido, pues de la mordida brotaba mucha sangre. Se sentía burlado por el malhechor. Regresó a su casa y en seguida llamó al médico de familia para atenderlo y a aplicarle los remedios que eran frecuentes en esa época.

Pasó una semana y la herida del brazo no sanaba. Estaba casi negra y le brotaba mucha pus. Entonces, la nana de Mauricio se acercó a la cama donde éste descansaba y le explicó que la mordida se la había dado un ser sobrenatural que tomaba la apariencia de un niño; un ser del más allá que gozaba dañando a quien por bondad le regalaba una monedita. Lo llamaban el Niño Mordelón. Le dijo la nana que esas heridas eran muy difíciles de curar y que casi siempre los mordidos morían a las dos semanas.

Sin embargo, le comentó que si Mauricio estaba dispuesto a recibir a un curandero que habitaba en las afueras de donde habitaban los blancos, era casi seguro que lo curaría con sus hierbas ancestrales. Como Mauricio estaba desesperado por el dolor y el asqueroso olor que despedía, aceptó. Al otro día llegó el curandero, le puso en la herida un emplasto de hierbas, le dio a beber varias infusiones y le recomendó a la nana que siguiera las indicaciones del tratamiento para que resultara efectivo. Así lo hizo la mujer. Al pasar una semana, Mauricio estaba curado. Pudo casarse un mes después y juró que nunca le daría una moneda a ningún mendigo que se le pusiera enfrente.

La Mujer-Gato

Xochimilco es un sitio con las más diversas leyendas. Una de ellas nos relata que a finales del siglo XIX, los habitantes de las chinampas no podían conciliar el sueño debido a que cada noche un gato maullaba y daba de brincos por todos los tejados de las casas de los campesinos.

Como nadie podía dormir debido al escándalo, los vecinos se pusieron de acuerdo para cazarlo y así acabar con la terrible molestia. Se organizaron y a los pocos días lo capturaron. Ya que lo agarraron, lo metieron en un tambo grande a la medianoche, cuando todo estaba muy oscuro, y lo taparon perfectamente.

Al día siguiente que fueron a ver el tambo, escucharon que salía una voz que suplicaba: 

—¡Déjenme salir! ¡Por favor, déjenme ir! 

Al oír la voz, los campesinos decidieron levantar la tapa para ver qué sucedía. Al hacerlo, se llevaron una tremenda sorpresa, pues vieron que el gato se había convertido en una hermosa mujer.

Las personas decidieron no decir nada a nadie del milagro, pues consideraban que no les iban a creer. Pero no se pudo ocultar por mucho tiempo lo acontecido, pues una persona le contó a otra y ésta a otra más, hasta que ya toda la comunidad lo sabía. La leyenda de la mujer-gato pasó de generación en generación hasta nuestros días, pero dicen que a los vecinos de aquella localidad todavía les da un poco de miedo escuchar un gato de noche.

El Árbol de los Colgados

En el Jardín Principal de Tlalpan, una de las delegaciones más representativas de la Ciudad de México, existe un árbol que se conoce con el nombre de El Árbol de los Colgados. Por las noches se pueden escuchar desgarradores lamentos de mujeres y se aparecen terribles fantasmas, por lo cual los vecinos no se atreven a cruzar por ahí después de las doce de la noche.

Todo comenzó en el tiempo en el que reinaba el archiduque austriaco Maximiliano de Habsburgo. Como había muchos ladrones en la zona, el general Tomás O’Horan, que era el prefecto de Tlalpan —y que después fue fusilado por las tropas de Benito Juárez por traidor a la Patria—, decidió que a los criminales que fueran capturados se les colgara en los árboles de lo que ahora es el Jardín Principal.

En 1866 se descubrió una conspiración contra Maximiliano —que tenía el propósito de librar al país del dominio europeo—,  todos  los conspiradores fueron apresados, fusilados y colgados de un árbol.

Ante esto, la población de Tlalpan, y de México entero, se indignó muchísimo y el deseo de obtener la libertad se hizo todavía mayor. La muerte de los insurgentes había servido de ejemplo.

El árbol donde fueron colgados los patriotas persiste hasta la fecha y es al que se le conoce como El Árbol de los Colgados, y se mantuvo en su sitio cuando hicieron el Jardín Principal, en el año de 1872. Bajo el árbol se encuentra una placa en la que están inscritos los nombres de los luchadores por la libertad: los coroneles doctor Felipe Muñoz y Vicente Martínez, el mayor Manuel Mutio, el capitán Lorenzo Rivera, y el teniente José Mutio.

Al final, como todos sabemos, el emperador fue fusilado en Querétaro y Benito Juárez gobernó el país.

Beatriz y la enana

Beatriz Ponce de León era una bella muchacha que vivía en la capital de la Nueva España. Tenía diecisiete años de edad y era hija de don Alfonso, un rico comerciante que tenía una casa enorme en las calles de Moneda, cerca de la Catedral. Era viudo desde hacía cinco años, pues su esposa, doña Clara, había muerto a causa de una terrible epidemia en 1570.

Beatriz estaba muy consentida por su padre, pero también la tenían muy bien vigilada. Cuando salía a hacer compras a los portales de la Plaza Mayor o a misa a la Catedral, siempre iba acompañada de su nana Fernanda, quien la había criado como a una hija. La joven tenía muchos enamorados, pero nadie se le acercaba por temor a molestar a don Alfonso y porque la chica era seria y recatada.

Cierta ocasión Beatriz y Fernanda salieron a oír misa un domingo del mes de noviembre. Al terminar la ceremonia, vieron a un indio que llevaba una larga vara en los hombros, de la cual colgaban ramilletes de amarillas y frescas flores de calabaza. Fernanda se acercó al vendedor para comprarle varios ramos para que la cocinera de la casa le hiciera a don Alfonso las ricas quesadillas de flor de calabaza con epazote, que tanto le gustaban. La mujer sólo tardó unos siete minutos. Cuando terminó, regresó a la iglesia por la muchacha… ¡pero no la encontró! Asustadísima, la buscó por toda la Catedral, alrededor de ella, fue a los portales de la Plaza Mayor, pero no logró encontrarla. Luego fue a la casa de Moneda y avisó a su patrón lo que había sucedido. El padre inició una exhaustiva búsqueda por todo el centro de la ciudad, pero nadie encontró ni siquiera una pista de dónde se encontraba Beatriz.

Pasaron los años. Cuando don Alfonso ya era un anciano, una misteriosa mujer fue a su casa para hablar con él. Al tenerlo de frente, le dijo que sabía dónde se encontraba su hija y que por unas monedas de oro se lo diría. Sin pensarlo dos veces, el hombre accedió. 

La mujer le contó que, el día que se perdió, una enana india se la había llevado. Se trataba de una mujer que medía menos de un metro y sus brazos alcanzaban los veintiún centímetros. Tenía el pelo lacio enmarañado y seco como si estuviera mezclado con sangre, además, era fea de una manera que no se podía creer. Le dijo que la enana se había llevado a Beatriz con el fin de sacrificarla a los dioses de los indios y que ella conocía la casa en que se encontraba.

Don Alfonso salió acompañado por varios criados y la mujer. Llegaron hasta las afueras de la ciudad, donde estaban los barrios de los indígenas. Entraron a una casa, cuyo sótano estaba oscuro y húmedo, y la mujer le dijo al rico español: 

—¡Mire, don Alfonso, ahí está su hija! Cuando el hombre miró hacia donde le estaban señalando, sólo vio unos huesos sobre una mesa de madera podrida, al tiempo que escuchaba una burlona carcajada de la mujer. La impresión que sufrió el pobre hombre fue tan grande, que quedó loco para siempre. 

Las personas que vivían en la Calle de Moneda juran que así sucedió esta historia.

La hija maldita

En el año de 1828, en el barrio de San Pablo de la Ciudad de México, en el antiguo barrio de Tenochtitlan conocido con el nombre de Teopan, es decir, Lugar de Dios, se forjó una leyenda que a las abuelas les gusta contar a sus espantados nietos.

En esa época, pasada ya la guerra de Independencia, vivía, en una casa colonial, una viuda con su hija de diecisiete años. Estaban solas, pues el marido de doña Catalina había muerto de unas fiebres que los doctores nunca pudieron curar y que nunca supieron por qué aparecieron. Al morir don Pancracio, dejó una buena fortuna a su familia, razón por la cual las mujeres se encontraban en buena situación económica.

La madre cumplía todos los caprichos de Delia, la hija. Le compraba vestidos, zapatos y todo lo que se le ocurriera para adornarse. 

En una ocasión, la chica vio en el portal de Mercaderes un hermoso collar de rubíes, y como se acercaba la fiesta de su cumpleaños, deseó tenerlo para lucirlo ante su familia y amigos que acudirían a felicitarla. Así que fue a la recámara de su madre, en la que se encontraba rezando, y le contó lo hermoso que era el collar y lo bien que le quedaría con su nuevo vestido rojo de satín. Al oírla, doña Catalina le respondió que lo que pedía era exagerado. Por un lado, el collar costaba demasiado dinero, y por otro, le dijo que era muy joven para llevar joyas de esa categoría. Como Delia era una jovencita consentida, hizo un enorme berrinche, así que lloró, suplicó, se tiró al suelo y juró matarse si la madre no le cumplía el capricho. Pero Catalina sólo se quedó calmada y se negó a comprarle el collar. Al ver que no le iban a cumplir su capricho, Delia se levantó del suelo, donde se había tirado a llorar, y le dio a su madre dos cachetadas tan fuertes que la hicieron sangrar y caer al suelo. Sentida y furiosa, doña Catalina le dijo a su hija: 

—¡Por estos golpes que me has dado, yo te maldigo! ¡Lo pagarás con el primer hijo que tengas!

Pasaron dos años. Hija y madre nunca más se volvieron a dirigir la palabra. Delia se casó y se fue a vivir a una gran casa que se encontraba en el mismo barrio de San Pablo. Un año después de su matrimonio, dio a luz a su primer niño, pero ¡Oh, desgracia! El hijo era un monstruo. En el periódico El iris, con fecha del 3 de junio de 1828, se pudo leer la siguiente noticia: “En el barrio de San Pablo, una mujer parió a un monstruo con figura de marrano, liso y sin pelo, de color tostado, cabeza grande y redonda, boca grande y rasgada, dos dientes, nariz chata, orejas de mono, rabo corto, los pies con pezuñas, la mano derecha con cinco dedos y la izquierda con cuatro, su tamaño regular de marranillo… ¡La maldición materna se había cumplido!

La monja Sor Juana y la llave mágica

Hace mucho tiempo, cuando comenzó la invasión española en la Nueva España, una niña de ocho años, llamada Catalina, vivía en las afueras de la Ciudad de México, cerca de donde empezaban los barrios de los indígenas. Todas las mañanas salía a caminar por el campo para hacer ejercicio. 

Cierto día se fue por un camino diferente al acostumbrado y se encontró con un viejo y enorme ahuehuete, que es un árbol inmenso. De un hueco del tronco salió otra niña de catorce años, de nombre Matilde, que se acercó a Catalina para decirle que se dedicaba a ayudar a los niños pobres que no tenían casa y que, en la ciudad, había muchísimos de ellos. Le pidió que se los llevara para darles casa y comida. A Catalina le pareció una buena obra de caridad y empezó a llevarle niños y niñas a Matilde. Así continúo Catalina bastante tiempo, llevando niños desamparados para que Matilde los ayudara.

Un día en que Catalina se acercaba al ahuehuete para entregarle a su amiga una niñita desnutrida de cuatro años, vio que del Cielo bajaba una hermosa monja parada en una nube de cristal. Toda ella resplandecía como si estuviera iluminada por dentro. Cuando llegó cerca de Catalina, le dijo con una voz dulcísima: 

—No te asustes, querida niña, soy una monja y mi nombre es Sor Juana. Tengo que comunicarte algo importante. Esa niña, a la que conoces como Matilde, es en realidad un chaneque muy malo. A todos los niños que tú le has llevado, los tiene encerrados en jaulas en el interior del bosque, a espaldas del ahuehuete, por donde Matilde sale. Se dedica a engordarlos para comérselos ella y sus amigos, los chaneques que habitan en los ríos y lagunas del campo. Has hecho muy mal en obedecerla sin saber quién era, pero no te preocupes. Ten esta llave de plata, ve y abre los candados de las jaulas.

Catalina tomó la bella llave de plata con incrustaciones de obsidiana y corrió por el bosque hasta encontrar las jaulas. Entonces Catalina vio a todos los niños que le había llevado a la perversa Matilde. Con la mágica llave que abría todos los candados, liberó a los niños que estaban ya bastante gordos y a punto de ser guisados en mole.

Los niños corrieron tan rápido como se los permitía su gordura y llegaron sanos y salvos a la Ciudad de México. Todos se salvaron gracias a la buena monja llamada Sor Juana y a la llave de plata. Desde entonces, cuando alguien pasa cerca del ahuehuete, oye los lamentos de la malvada Matilde que llora de rabia por haberse quedado sin comida.

La Llorona

Hace mucho tiempo, cuando los soldados españoles conquistaron la Ciudad de México, existió una hermosa muchacha india que se enamoró de uno de esos soldados. La pareja se amaba mucho y tuvieron tres hijitos muy bonitos.

La mamá quería, con todo su corazón, a sus niños y los cuidaba muy bien. El papá no quería casarse con la mamá, porque le importaba mucho lo que dirían sus amigos y su familia si se casaba con una india. En realidad, a él no le importaba, pero la presión social era muy fuerte. Es por esto que el papá decidió casarse con una joven española. Cuando la mujer se enteró de la traición del padre de sus hijos, se quitó la vida ahogándose en un río junto con los chicos. ¡Así de grande era su sufrimiento!

Desde entonces empezaron a escucharse, por todo el centro de la ciudad, los gritos desesperados de una mujer muy delgada y toda vestida de blanco, que decía: 

—¡Ay, mis hijos! ¿Dónde están mis queridos hijos?

Pasaron diez años, y un día la Virgen de los Remedios, a la que adoraban los españoles, se enteró de la desgracia de la pobre mujer y se apiadó de ella. La Virgen la buscó por la ciudad y cuando la encontró le dijo que la iba a revivir. Para hacerlo tenía que ir al campo, plantar un rosal y esperar a que crecieran las primeras rosas. Así lo hizo la pobre mujer.

Pasado un tiempo, el rosal floreció y brotaron tres maravillosas rosas blancas. Junto a cada una de ellas apareció uno de sus hijos en perfecto estado de salud. La madre los abrazó y los tres juntos se fueron a la capilla que estaba destinada a la Virgen de los Remedios para rezar y agradecerle que los hubiera vuelto a la vida. No se olvidaron de llevarle un hermoso y grande ramo de rosas blancas.

Cuando acabaron de rezar, los cuatro se fueron a vivir a una pequeña casa que estaba en las afueras de la ciudad y vivieron muy felices para siempre. ¡Nunca más se volvieron a escuchar los lamentos de La llorona!

Aunque claro, tal vez esta última parte no sea del todo cierta, porque hay muchas personas que aseguran que, por toda la ciudad, todavía se escuchan los famosos gritos de:

—¡Ay, mis hijos!

La tragedia de la Calle de Chavarría 

En la calle de Chavarría de la Ciudad de México, en el número 18, existía una casa abandonada conocida como La Tenebrosa Casa del Inquisidor, a la que todos los habitantes del centro de la Ciudad le temían. 

En el mes de noviembre del año 1692, Andrés Camargo, un joven médico, llegó para trabajar en la ciudad. Al conocer la casa mencionada, decidió comprarla, a pesar de saber que ahí había vivido un inquisidor hacía tan solo setenta años.

La casa todavía tenía los muebles lujosos de su antiguo dueño, aunque un tanto deteriorados por el paso de los años. Al entrar en la casa, el joven vio un sillón que le pareció cómodo y, como estaba algo cansado, se sentó en él para reponer sus energías. De pronto, sintió una extraña sensación, como si alguien estuviera parado detrás de él y un horrendo escalofrío recorrió su cuerpo. En seguida se levantó del sillón, pero no había nadie, solamente vio que de la pared colgaba el retrato de un hombre de aspecto amenazador.

Al darse cuenta de que la limpieza de la casa dejaba mucho que desear, salió a la calle a buscar quién le hiciera el trabajo. Para su buena suerte, una humilde pareja pasó por ahí y el médico se dirigió a ellos para pedirles que le ayudaran a asear la casa mediante el correspondiente pago. Pero la pareja se negó rotundamente y se alejaron más que asustados.

Después de mucho buscar y de recibir puras negativas, Andrés encontró un par de borrachos que aceptaron limpiar la casa. Al finalizar la tarde, ya casi concluida la tarea, uno de los borrachines estaba limpiando el cuadro del inquisidor, cuando se dio cuenta que se le movían los ojos. Le avisó a su amigo. Ambos vieron cómo el retrato en verdad los movía y salieron huyendo de la casa. ¡Ni siquiera cobraron su dinero! Andrés no pudo alcanzarlos, así que decidió ponerse a descansar de todas las actividades del día. En eso estaba cuando escuchó un terrible alarido. Pensó que eran los borrachos que habían regresado por su dinero. Pero no. Entonces, el joven médico tomó su espada y salió del cuarto para ver quien estaba haciendo tanto escándalo. En ese momento vio un búho que lanzaba esos terribles alaridos y que se trepaba en una cuerda amarrada a una campana. Con mucho miedo, Andrés escuchó una voz que le decía que la campana tocaría la hora de su muerte. Al volverse para ver el retrato del inquisidor, se dio cuenta de que eran los mismos ojos del búho. Regresó a su recamara y después de mucho tiempo, terminó por quedarse dormido.

Al siguiente día, Andrés se fue a la cantina a platicar lo que le había pasado y a tratar de que alguien le explicara los fenómenos que había vivido. El joven le dio al cantinero unas cuantas monedas de oro para que le contara la historia de la casa que habitaba. El cantinero le dijo que en esa casona había vivido un inquisidor de nombre don Pedro Sarmiento de Tagle, que había sido uno de los más crueles y temidos de la Nueva España. Fue un hombre malvado que gozaba con los tormentos que les aplicaba a los reos y con sus sufrimientos cuando eran quemados en la hoguera. Todos le temían al tañer de su campana, pues era la señal que indicaba que su maldad había encontrado nuevas formas de atormentar a los prisioneros de la Inquisición. Además, cuando la campana sonaba, siempre sucumbía alguien de forma novedosa y sanguinaria. El inquisidor había muerto y nadie sabía en donde estaba enterrado.

Andrés regresó a su casa. Por la noche volvió a sentir el mismo terrible escalofrío y vio al búho que emitía los mismos alaridos. Quiso matarlo, pero no pudo. Así pasaron varias noches: Andrés muerto de miedo y tratando de matar a un búho que no se dejaba atrapar. Una noche, alumbrado con una vela, el médico se dio cuenta de que el inquisidor no estaba en el retrato. Se volvió y vio que el malvado se encontraba detrás de él y le señalaba un banquillo dónde sentarse. El joven obedeció aterrado. Ni siquiera supo por qué lo hizo, su cabeza no reaccionaba. Entonces aparecieron tres personajes igual de siniestros con candelabros en las manos que, junto con el inquisidor, murmuraban y le señalaban. De pronto, una fuerte corriente de aire apagó las luces de las velas. Todo quedó oscuro. Andrés vio que el inquisidor sacaba un enorme libro y que estaba rodeado de ratas que empezaron a morderlo.

Después de la media noche salieron los últimos clientes de la cantina y escucharon unos terribles gritos de dolor que provenían de la casa del médico. Al otro día regresaron a la casa a ver qué había sucedido y se encontraron con el cuerpo de Andrés, que colgaba de la campana completamente mutilado por los roedores, mientras que la campana no dejaba de emitir sus fúnebres sonidos.

La tragedia de Casilda Baena

En el siglo XVII, vivía en la Ciudad de México, en la Calle de Santo Domingo, una muchacha de nombre Casilda Baena, la cual provenía de una adinerada familia. Leía mucho y su sueño era convertirse en una gran actriz. Amaba tanto la lectura, que todo su dinero lo gastaba en libros. No le interesaban para nada ni las joyas o los vestidos bonitos, que suelen gustar tanto a las jóvenes de su edad. No solamente leía los libros, sino que los actuaba. Se imaginaba que era cada uno de sus personajes, copiaba sus características y los imitaba como si estuviera actuando en un teatro.

A sus padres les insistía día y noche que le permitieran ser actriz de teatro, cosa que no era muy común en la época para la gente adinerada, pero los padres sabían que la vocación de Casilda era ésa y que de nada serviría llevarle la contra. 

Así, la joven dejó el colegio de niñas al que asistía y lo cambió por el Coliseo de la Ciudad de México, al que acudía para ver y tener contacto con los actores que en él trabajaban. Tiempo después, Casilda debutó en el teatro Coliseo con mucho éxito.

En la segunda función, sus compañeros de actuación y los espectadores se dieron cuenta de que la joven actuaba de extraña manera, sus movimientos no correspondían a los marcados por el director, hacía gestos que no tenía por qué hacer y decía cosas que no venían al caso. Sin embargo, las funciones, mal que bien, continuaron.

Un día, cuando la Plaza Mayor de la ciudad estaba llena de gente porque era tiempo de posadas y se formaba una verbena, vieron correr entre los puestos a una mujer desquiciada, con el pelo alborotado y con los ojos como de loca. La perseguían unos policías. La mujer exaltada era Casilda, que acababa de prender fuego a la bodega del Coliseo, rociando alcohol en la utilería y en el vestuario de la obra. Mientras corría, Casilda decía: 

“Amor es llama divina

que me ha robado el sosiego,

porque todo lo que es fuego

me subyuga y me domina”.

Estas palabras formaban parte de los versos de la primera obra con la cual había debutado. Cuando por fin la atraparon y apresaron, la llevaron directamente a la institución para mujeres dementes del Divino Salvador. Los padres de la joven sufrieron terriblemente con la tragedia de la hermosa joven que se volvió loca. Algunos dicen que fue de tanto leer, pero otros comentan que un espíritu la poseyó y no era ella la que actuaba en realidad.

La nahuala de Coyoacán

Hace mucho tiempo, en lo que ahora es la delegación Coyoacán, existía una bella jovencita que se había casado con el joven más guapo del pueblo. Todos decían que eran la pareja ideal.

Cierta mañana su compadre le preguntó: 

—¿Qué tal es tu mujer?

—Excelente —le contestó—. Además de bella, es una estupenda cocinera. Lo que no me acaba de agradar es que desde que nos casamos me prepara moronga.
Esto le pareció extraño al compadre, quien al día siguiente regresó y le dijo:

—Compadre no es por inventarle un chisme, pero a mí me dijeron que eso es malo. Pregúntele a la comadrita el porqué.

El joven fue a preguntarle a su mujer: 

—Oye, amor, ¿porque siempre desayunamos moronga?, ¿no es un poco extraño?

—Es porque mi padre es dueño del rastro —contestó la joven— y lo que no se vende nos lo reparte entre los hijos. A mi hermano mayor le tocan las vísceras, a mi hermana las patas y a mí la sangre. Por eso.

El hombre quedó complacido con la explicación. Sin embargo, el compadre llegó al día siguiente muy asustado, comentándole que en el pueblo todos sabían que ella era una bruja y que por ello nadie se había casado con ella.

—Mejor espíela, compadre… espíela… y verá de dónde saca la moronga.

Así lo hizo el joven y tempranito, antes de que el sol saliera, vio cómo su mujer se levantó y caminó hacia la cocina. A través del fogón vio la figura de su esposa. La cual, ante sus ojos y sin darse cuenta de que estaba siendo observada, empezó a quitarse la piel y a convertirse en una bola de fuego.

El joven se quedó impactado y sin poder hablar. Cuando logró reaccionar, corrió a ver a su compadre para contarle lo que había visto.

—Compadre, compadre, salga rápido por favor —gritaba el joven.

Al ver a su compadre, sin decirle nada lo tomó del brazo y se lo llevó a su casa. Ahí encontraron la piel de su esposa. El compadre, al verla, se quedó sin habla, pero en un momento de lucidez le dijo: 

—¡Tenemos que quemar la piel!, así no podrá regresar y ya no seguirá matando a más niños.

—¿De qué habla, compadre? —preguntó el joven—, ¿pues cuáles niños?

—En el pueblo han desaparecido muchos niños. Dicen que una bola de fuego se los lleva. 

El joven comprendió todo y quemaron la piel de la joven, quien, al regresar y no encontrar su piel, gritaba enfurecida y al mismo tiempo asustada, pues la mañana se acercaba y el sol empezaba a verse en el horizonte.

Los amigos escondidos y muy asustados vieron cuando los primeros rayos del sol quemaron a la bruja.

Y así termina la historia de la nahuala de Coyoacán.

La mujer de negro en el Panteón de Santa Paula

Dicen que en la colonia Guerrero, por los rumbos de Garibaldi, había un panteón llamado de Santa Paula. Era un panteón muy famoso porque allí sepultaron a gente importante del siglo XIX y hasta cuentan que Santa Anna, el dictador, ahí le dio cristiana sepultura, y con todos los honores, a la pierna que le volaron en una guerra. 

Según las leyendas, en ese panteón había muchas apariciones y espantos que varias personas habían tenido la mala fortuna de ver. También decían que se escuchaban llantos en las noches. Pero la leyenda más importante de este panteón, es en la que salía una muerta que andaba toda vestida de negro, así como de luto. Se le podía ver a media noche mientras cruzaba las rejas del panteón que, claro, siempre estaban cerradas a esas horas. Se iba caminando hasta meterse en una casona muy grande que había por ahí. 

No se puede saber qué casa fue porque demolieron muchas para hacer construcciones nuevas. Lo importante es que ahora, ahí, en la colonia Guerrero, todos los niños dicen que, en la noche, si se quedan despiertos, pueden ver a una Dama de Negro que pasea cerca de sus casas.

La estrella de México

No se sabe con exactitud cuándo sucedió esto, pero se dice que una noche se reunieron en un palacio las principales familias de México. La celebración se realizó porque la Virreina había recuperado su salud.

Después de algún tiempo de haber iniciado la fiesta, llegó una mujer llamada Clara que cautivaba a los hombres con su belleza. En cuanto la vio el hijo del Virrey, se dedicó a conquistarla, pero a ella no le interesaba, por lo que le puso el apodo de: La Estrella de México. Esto quería decir que la consideraba una mujer soberbia y engreída, sólo porque no le hizo caso. 

Al terminar la fiesta, Clara se fue a su casa, que estaba en la esquina formada por las actuales calles de Argentina y Luis González Obregón. Después de un tiempo, apareció por la calle un joven llamado Gonzalo de Leiva, quien pretendía a Clara. Para conquistarla le llevó una serenata. Después de cantarle una canción, apareció la bella mujer en su balcón, por lo que comenzó la clásica plática de los enamorados. Gonzalo le juró amor eterno, pero cuando terminó este juramento, se escucharon pasos que se aproximaban, por lo que la pareja tuvo que retirarse. Gonzalo emprendió la huida empuñando su espada, pero sin sacarla. Al ver que lo seguían, se detuvo e hizo frente al desconocido, quien se cubría el rostro con una gran capa. El extraño le advirtió que pretender el amor de Clara le costaría muy caro. Ante esta amenaza, ambos iban a desenvainar en ese lugar, pero decidieron acudir a una zona más apropiada y se fueron a la Plaza de Santo Domingo.  

En ese lugar inició el duelo. Después de largos minutos, uno de ellos cayó herido. Su adversario quiso prestarle ayuda, pero no le fue posible porque se acercaba la policía y huyó. En la tarde del siguiente día, Doña Pánfila, madre de Clara, recibió en su casa al Virrey, quien solicitó la mano de su hija disculpando a Carlos, su hijo, por no poderlo acompañar, ya que la noche anterior se había enfermado. Clara le pidió al Virrey tres días para tomar una determinación, a lo cual accedió amablemente. En cuanto se fue el Virrey, madre e hija salieron al balcón atraídas por un murmullo y el paso de gran cantidad de gente. Extrañada, Clara preguntó a su madre:  

—¡Qué será eso, madre mía!  

—¿No escuchas las campanas en San Ildefonso? Es un entierro. Mira ya sale el acompañamiento.  

—¿Será algún noble o uno de los reverendos padres jesuitas?  

—Era un joven. Pobre familia está inconsolable. Los padres jesuitas han puesto interés en que no se conozca cómo sucedió su muerte, pero todos saben ya que fue un duelo por el amor de una mujer. Al pobre, en la madrugada y ya casi moribundo, sus amigos lo llevaron a su cuarto desde el lugar de la contienda, me han dicho que es uno de los hijos de la señora de Leiva.  

—¿Cuál de los dos? 

—Gonzalo. 

—¡Gonzalo!  

Después de la noticia, Clara se quedó inmóvil durante largo tiempo. Ante esta reacción, su madre le preguntó por qué se sentía así, a lo que contestó:  

—Porque ese joven…Gonzalo…era mi único amor. Era el alma de mi vida. Con él lo he perdido todo y hoy nada en el mundo vale para mí. Madre, concede mí última voluntad: entraré al monasterio. Allí sepultaré mi dolor.  

—Respeto tu decisión, ya que has renunciado al matrimonio, a mí no me queda más que volver al campo y administrar la hacienda. De vez en cuando iré a visitarte. Dime, ¿a qué convento prefieres entrar?  

—Al de la Encarnación, para estar cerca de ti y de la casa en que nací.  

—Hija, sabes que quiero dejar la corte y tengo una idea, pues yo no quiero conservar la casa si no vives en ella conmigo. Propondré a las religiosas que te permitan habitarla.  

—¿Cómo puede ser eso?  

—Tendríamos que evitar toda comunicación con la calle y hacer un camino cerrado al convento. Así las monjas aumentarán su espacio con una finca más que puede serles útil con el tiempo y tú podrás vivir en la morada que tanto amas.  

Tres días después, la casa se anexó al convento de la Encarnación y la Estrella de México se eclipsó para siempre. 

El fantasma de la monja

Durante muchos años y según consta en las actas del antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas sufrieron la presencia de una blanca y espantosa figura. Siempre iba vestida con el hábito de monja de esa orden. La veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. 

Cada vez que alguna de las novicias tenía que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que había en el centro y era entonces cuando podían observar a la extraña criatura. 

Por medio del reflejo aparecía el fantasma de la monja balanceándose por la ligera brisa nocturna. Aquella fantasmagórica novicia colgaba de una soga, tenía los ojos salidos de las órbitas y la lengua de fuera con los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies apuntando hacia abajo.

Las monjas huían con muchísimo miedo, mientras le rogaban a Dios que las salvaran. Cuando llegaba la Madre Superiora, que era la más vieja y la más valiente, la horrible visión se esfumaba.

Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años. De nada valieron rezos ni misas, ni tampoco las duras penitencias para que la visión macabra se alejara de la santa casa. Se llegó a decir que en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una alucinación de grupo, es decir, un caso típico de histeria colectiva provocado por el obligado encierro de las religiosas.

Pero había una cruel verdad que se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada y que se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construido en la Capital de la Nueva España (apenas 22 años después de consumada la Conquista) y, por tanto, el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.

En ese entonces, vivían, en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala —precisamente en donde se ubicaría muchos años después una famosa cantina—, los hermanos Ávila, que eran Gil, Alfonso y doña María, a la que por oscuros motivos se le conoce en la historia como doña María de Alvarado.

Doña María era bonita y muy elegante. Tenía muchos pretendientes, pero se enamoró de Arrutia, un joven mestizo de humilde cuna y de incierto origen. Cuando éste se dio cuenta del profundo enamoramiento que había provocado en doña María, trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.

Los hermanos Ávila se opusieron a este amor de inmediato, sobre todo Alonso, quien llamó una tarde al pretendiente y le prohibió que anduviera en amoríos con su hermana.

Nada puedes hacer si ella me ama —dijo con cinismo Arrutia—, pues el corazón de tu hermana hace mucho tiempo que es mío. Puedes enojarte y oponerte cuanto quieras, pero no vas a lograr nada.

Molesto, don Alonso de Ávila se fue a su casa de la esquina antes dicha —y que siglos después se llamaría Calle del Relox y luego Calle de Escalerillas— y habló con su hermano Gil, a quien le contó lo sucedido. Gil pensó matar en un duelo al hombre que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso, pensando mejor las cosas, dijo que el sujeto era despreciable y que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran una lección. Al pensar mejor las cosas, decidieron reunir una buena cantidad de dinero y se lo ofrecieron al pretendiente para que se fuera para siempre de la capital de la Nueva España, pues con el oro ofrecido, podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.

Se dice que el mestizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares por más de dos años. Durante todo ese tiempo, la desdichada doña María Alvarado sufría, lloraba y gemía como una sombra por la casa.

Finalmente, viendo lo infeliz que era su querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron el de la Concepción y, tras reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar.

—Ese hombre no regresará nunca —dijo uno de los hermanos—. Me han dicho que ha muerto, así que es tiempo de olvidarlo. 

Doña María entró como novicia al convento, pero no lo hizo convencida. Además, no tenía vocación de monja. Ahí comenzó a llevar la triste vida claustral, pero eso no evitó que llorara su pena de amor todos los días y todas las noches. Recordaba a Arrutia entre rezo y rezo. Por las noches, en la tremenda soledad de su celda, se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel hombre que había sembrado de deseos su corazón.

Al fin, una noche, y sin poder resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, decidió matarse ante el silencio del amado. Esta decisión la tomó porque supo que Arrutia había regresado a pedirles más dinero a sus hermanos. No se sabe cómo se enteró de esto, ni tampoco cómo supo que sus hermanos pagaron por su partida, pero sí sabemos que esto la llevó a su terrible determinación.

En su celda del convento, tomó un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte. A pesar de que su cuerpo se había hecho frágil y pálido por causa de los ayunos, logró hacerlo casi sin dificultad. Se hincó ante el crucificado y se fue a la fuente del convento.

Ahí ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.

Luego se lanzó hacia abajo y sus pies golpearon el agua de la fuente.

Allí quedó balanceándose como si fuera un péndulo blanco, frágil y movido por el viento.

Al día siguiente, la madre portera fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento y la vio colgando, muerta.

El cuerpo de María de Alvarado fue bajado y sepultado esa misma tarde en el cementerio interior del convento y pareció que así terminaría aquel drama amoroso.

Sin embargo, un mes después, una de las novicias vio la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superioras prohibieron la salida de las monjas a la huerta después de que se pusiera el sol.

Y esto no fue todo, pues el más trágico destino persiguió a la familia, ya que sus dos hermanos, Gil y Alonso de Ávila, se vieron envueltos en la conspiración encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés, quien intentó que el Nuevo Mundo dejara de depender de España. En cuanto fue descubierta la rebelión, fueron encarcelados y sentenciados a muerte.

El 16 de julio de 1566, humillados y despreciados, Gil y Alonso Ávila fueron conducidos al patíbulo en donde los degollaron. Por órdenes de la Real Audiencia y, para mayor castigo, su casa fue destruida. 

Del enamorado nadie supo nada más, pero se piensa que el fantasma de la monja sigue apareciendo para ver si logra encontrarlo.

Las campanas de la Basílica

Hace muchos años, había un capellán encargado de tocar las campanas de la antigua Basílica de Guadalupe. Era la persona más cumplida y puntual que hubo alguna vez. Nunca dejó de hacer bien su tarea.

En aquella época, el clima se volvió hostil con los habitantes de la Ciudad de México. El viento fue tan frío que hubo muchas personas que, con tan solo recibir un soplido de aire helado, se enfermaron gravemente. Una de las víctimas de dicha temporada fue el capellán, que en dos días vio cómo se afectó su salud a tal grado que sentía escalofríos constantes y ardía en calentura.

Sin embargo, incluso cuando había caído en cama por esta enfermedad, no dejó de cumplir con su responsabilidad, por lo que a la hora que le correspondía se levantaba a hacer su trabajo, a pesar de las recomendaciones del Abad y de las personas cercanas que le indicaban que debía guardar reposo. Al capellán no le importó nada y continuó haciendo el esfuerzo de ir a las cuerdas y tocar las campanas, sin permitir que alguien más lo hiciera por él. Al final, levantarse y exponerse al frío lo enfermaron todavía más y no le hicieron efecto los preparados medicinales que le llevaban las ancianas.

La muerte sorprendió al capellán y la gente comenzó a hablar de él. Unos decían que era digno de reconocimiento su empeño en continuar haciendo su labor, pero otros hacían ver su inútil terquedad al ignorar las recomendaciones que le hicieron, ya que, si se hubiera cuidado, podría haber salido de la enfermedad.

Sin embargo, desde entonces se cuenta que hay veces en que las campanas comienzan a sonar sin motivo aparente. La gente atribuye a esto que, tal vez, el alma del capellán aún sigue cumpliendo con su tarea.

Ya tiene mucho tiempo que se retiraron las cuerdas para mover las campanas, pero lo más extraño es que el fenómeno se sigue repitiendo. Como no podemos considerar que sea una mentira hasta que se compruebe lo contrario, mejor es dejar la incógnita y seguir esperando a que la ciencia nos dé la respuesta a este hecho. 

La confesión de un muerto

A principios del siglo XVII, en una noche muy oscura, el Abad de la antigua Basílica de Guadalupe vio que un hombre muy elegante entraba a la iglesia y le solicitó la confesión, por lo que el Abad pidió unos minutos a unos familiares que lo esperaban. 

Después de un rato, el Abad salió con el rostro pálido y cerró las puertas. Sus familiares se extrañaron y le preguntaron por qué hacía eso si el hombre aún no había salido. Sin embargo, el Abad se negó a contestar y los apresuró a dejar el lugar.

Ya en casa de los familiares, uno de sus sobrinos le preguntó al Abad qué le había pasado, pero el Abad llevó su mano derecha hacia su oído, haciendo notar que no escuchaba con claridad. Después de que el sobrino le hiciera nuevamente la pregunta, el Abad respondió que el hombre que había entrado a la Basílica horas antes era un muerto que había salido de su tumba para confesarse, y que después de escuchar la confesión, había tenido dificultad para escuchar por el oído derecho.

El Abad nunca pudo contar lo que dijo el misterioso personaje, pues tuvo que guardar el secreto de confesión, pero se sabe que tuvo que haber sido algo tan horrible, que hizo que el pobre sacerdote perdiera la mitad de su audición.

La calle de Chavarría

Según las crónicas, la noche del 11 de diciembre de 1676 fue terrible para los buenos habitantes de la Ciudad de México, pues a las siete, mientras se celebraba el aniversario de la aparición de la virgen de Guadalupe en la iglesia de San Agustín, ésta se incendió.

¡Imaginen la desolación y el espanto de aquellas gentes al ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan maravilloso! 

¡Qué noche! La gente salía corriendo de la iglesia empujada por el terror y sofocada por el humo. Los frailes agustinos, por su parte, abandonaban el convento, temerosos de que el fuego devorara las celdas. 

En pocos instantes la calle estaba completamente llena de una multitud que no paraba de gritar y que, con los ojos abiertos y casi salidos de sus órbitas por el terror, veían impotentes que el fuego consumía el templo. 

De inmediato, todos los pobladores de las colonias cercanas se acercaron para ver, pero, sobre todo, para ayudar, pues no podían permitir que una tragedia así sucediera. Intentaron apagar el fuego con cubetas, pero esto no hacía más que aumentar las llamas. 

La multitud era muy variada. Los curiosos, los devotos que habían quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos que habían acudido con sus Santos Estandartes, los regidores de la ciudad, los oidores y hasta el Virrey Arzobispo Don Fr. Payo Enríquez de Rivera, que personalmente tomó parte activa dictando cuantas medidas juzgaba convenientes para que el fuego no se extendiera al convento y a las cuadras cercanas, como sucedió.

Pero en el incendio la confusión era mayor cuando, de la ancha puerta de la iglesia, se veían salir lenguas colosales de fuego y gigantescas columnas de humo, la multitud presenció una escena que a todos hizo enmudecer de espanto: un hombre como de cincuenta y ocho años de edad; pero fuerte y robusto, que vestía traje de Capitán y ceñía espada al cinto, se abrió paso con esfuerzo entre la multitud y solo, sin que nadie comprendiera lo que iba a hacer, penetró en la iglesia. Subió con mucha calma las gradas del altar mayor, trepó con agilidad, alzó el brazo derecho y, con fuerte mano, tomó el estandarte del Divinísimo, que en ese momento estaba rodeado de terribles llamas. Después, y con la misma agilidad con la que había entrado al templo y subido al altar, bajó y salió a la calle, sudoroso, casi ahogado, aunque lleno de orgullo, y claro, empuñando con su mano derecha el estandarte, a cuyos pies cayó de rodillas. La multitud guardó silencio.

Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja iglesia de San Agustín, sólo se conservó el recuerdo en las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de presenciarlo. Sin embargo, al volverse a construir una de las casas de la calle que, entonces, se llamaba de los Donceles, los buenos vecinos de la Ciudad de México contemplaron, sobre el techo de la casa nueva, una escultura de un brazo de piedra en alto relieve, cuya mano llevaba un estandarte también de piedra.

La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en nuestros tiempos, fue del Capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y más bondadosos vecinos de la Ciudad de México, quien salvó el estandarte del Divinísimo, la noche del 11 de diciembre de 1676.

¿Quién le dio permiso de poner aquel símbolo? ¿Fue el Rey a cuyos oídos llegó el suceso, el Virrey-Arzobispo que lo presenció? Nadie lo sabe. Además, tenemos pocas noticias biográficas acerca del Capitán D. Juan de Chavarría. Sabemos que nació en México y que se le bautizó en la Iglesia del Sagrario el 4 de junio de 1618. Se casó con doña Luisa de Vivero y Peredo. Fue un hombre muy religioso y le gustaba dar grandes limosnas. Murió en México en su mencionada casa el 29 de noviembre de 1682.

Su buena fama dio nombre a una calle y el símbolo de su valentía se conserva en el antiguo nicho de la vieja casa de su morada. 

El callejón de la Condesa

La Casa de los Azulejos es tan famosa e importante que tiene más de una leyenda. El hermoso edificio —mejor conocido ahora como el Sanborn’s de los Azulejos—, tiene una fachada que da al Callejón de la Condesa. Su nombre se debe a que por ahí salían los carruajes de la Condesa del Valle, aunque en realidad se llamaba Callejón de Dolores.

A través de los siglos ha llegado hasta nuestros oídos una curiosa anécdota que sucedió ahí. Cuentan que cierta vez entraron, por los extremos del callejón, dos hidalgos, cada uno en su coche y que, por lo estrecho de la vía, se encontraron frente a frente sin que ninguno quisiera retroceder. Cada uno de ellos alegaba que era tan noble que, si se hacía para atrás, se rebajaría de nivel, por lo que ninguno de los se decidió a quitarse. 

Por fortuna, la sangre no corrió ese día; es más, ni siquiera hubo gritos; pero a falta de cuchilladas, salió la paciencia de los hidalgos, quienes estuvieron en sus coches tres días con sus tres noches sin moverse ni un centímetro. Claro, como otros querían pasar por ahí, alguien llamó a las autoridades, quienes tuvieron que intervenir. Algunos piensan que, si los policías no hubieran llegado a quitarlos, aún seguirían ahí, momificados.

El fantasma de la nueva Basílica de Guadalupe

Algunas personas que visitan por la noche la moderna Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México, o algunos mendigos que duermen en sus escalinatas, relatan haber visto a una mujer que sale de la antigua Basílica. En la mano derecha lleva una vela que nunca se apaga, a pesar de la lluvia o del viento. La mujer camina hasta la Iglesia, donde se introduce atravesando las paredes.

Algunos curiosos han entrado y la han visto dejar la vela en el altar como ofrenda. En seguida, la mujer se pone a rezar y después desaparece. 

Las personas que viven por ahí dicen que es un alma en pena no logró cumplir una manda cuando vivía, por eso, ahora que está muerta, debe llevar una vela todos los días, pues es lo que le había prometido a la Virgen de Guadalupe.

La piedra encantada

Al sur de la Ciudad de México, en la delegación Tlalpan, existe una población llamada Fuentes Brotantes, que es famosa por una gran roca que se encuentra a los pies del arroyo conocido como El Cerro de la Carpintería, Tres Ríos o La Unión. 

Los nativos del lugar conocen a esta formación rocosa como “la piedra” y, según las leyendas, posee propiedades mágicas.

Se dice que cada dos años, entre el 24 y el 31 de diciembre, la piedra desaparece y, en su lugar, aparece una tienda. Los pobladores más ancianos dicen que hace muchos años, los padres de sus padres compraban ahí.

Las historias cuentan que algunas personas han estado presentes al momento de la transmutación y han vivido para contarlo, pero otros menos afortunados son hechizados por la curiosidad y, al momento de entrar en la tienda para investigar qué hay dentro de ella, la piedra regresa a su forma original y los visitantes jamás vuelven a ser vistos. 

Algunos piensan que debajo de la piedra oculta hay una enorme red de cavernas que se extiende por kilómetros bajo el suelo y cuyos laberintos llevan a portales que son la entrada a otros mundos, pero nadie ha podido confirmarlo, o por lo menos, nadie ha regresado para decir si es cierto o no.

Otros dicen que la piedra es el refugio de la Llorona, el espíritu de la mujer que aún se lamenta por la pérdida de sus hijos durante la época colonial. Cuentan que por las noches el fantasma pasea por el arroyo hasta llegar a un pequeño lago con una isleta, donde se sienta a esperar el amanecer antes de regresar a su refugio encantado.

Nadie sabe en realidad qué sucede esos días con la piedra, pero es mejor no averiguar qué venden en esa tienda mágica.

El difunto muerto

El domingo 17 de marzo de 1746, en la Ciudad de México, por el Palacio del Arzobispado, los habitantes vieron pasar a una mula en la que iba montado un hombre que sostenía a un caballero para que no se cayera. Este caballero era el cadáver de un portugués y, haciéndoles compañía, iba a su lado el pregonero, que era quien tocaba la trompeta para hacer público el delito que dicho hombre había cometido.

Los habitantes de México se enteraron que, a las siete horas de la mañana, mientras oían misa los presos en la cárcel de la Corte, este hombre se hizo el enfermo y se quedó en la enfermería. Él estaba en la cárcel porque había asesinado al alguacil del penal de Iztapalapa, y sin que nadie lo sospechara ni lo viera, se ahorcó.

Al terminar la misa, lo buscaron los carceleros y cuando lo encontraron sin vida, los alcaldes de la Corte hicieron las averiguaciones correspondientes para saber si había algún cómplice en este delito, pero como no había ninguno, se pidió licencia al Arzobispado para que se ejecutara la pena capital, a la que ya había sido condenado el portugués, por el crimen que había cometido.

En esa fecha se festejaba el Día de Santo Tomás de Aquino y no se permitían las ejecuciones; pero por los delitos cometidos, se concedió que se realizara en la plaza Mayor como escarmiento para todos aquellos que cometieran los mismos actos. Después de pasear el cadáver por toda la ciudad, la comitiva y el portugués, hicieron alto en la Plaza Mayor y el difunto fue ahorcado frente al Palacio Real.

Todo el procedimiento se llevó a cabo como se hubiera hecho con cualquier vivo. Después de realizada la ejecución, comenzó a soplar un viento tan fuerte que las campanas de la iglesia se tocaban solas y las capas y los vestidos de las personas presentes, así como los sombreros, volaban con fuerza.

La gente ahí reunida comenzó a decir que ese terrible clima era culpa del portugués, pues aseguraban que tenía pacto con Satanás. Otros decían que él era el mismísimo Diablo. Los curiosos se acercaban y le hacían cruces. Los jóvenes lo apedrearon toda la tarde hasta que los ministros dieron la orden de llevarse al ahorcado a San Lázaro, donde fue arrojado a las aguas sucias del lago. 

Panteón Jardines del Recuerdo

La noticia de la muerte del padre Anselmo Martínez se extendió rápidamente por toda la colonia donde vivía. Tenía 84 años de edad y fue el sacerdote más querido. Siempre se le veía visitando enfermos y caminando por las calles de la colonia cuidando a sus feligreses. Hasta el último día de su vida se preocupó por cumplir con sus obligaciones, repartiendo despensas y dinero a los necesitados. 

El suyo fue un funeral memorable, asistió mucha gente, incluso aquellos que no formaban parte activa de la iglesia. Toda la colonia se movilizó para acompañar al padre Anselmo a su última morada en el Panteón Jardines del Recuerdo. Nadie había visto un cortejo tan numeroso, incluso los sepultureros pensaron que el fallecido era un político o un artista famoso, pero no supieron su identidad hasta que días después, ya acomodada la tierra, se colocó la lápida que decía: «R. P. Anselmo Martínez, mantenemos sus restos entre nosotros, su alma ya está con Dios».

Tiempo después, los sepultureros y las personas que iban a visitar a sus muertos, empezaron a notar actividad extraña cerca de la tumba del padre Anselmo, pues pese a poner tanto empeño en cuidar el pasto de la tumba, éste siempre aparecía maltratado por pasos. A menudo se observaban también dos círculos. Los sepultureros pensaron que quizás la gente que visitaba la tumba era la responsable de estas marcas y por ello se quedaban cerca para revisar que no pisaran el pasto. No obstante, nunca vieron a algún visitante profanar la tumba, ni maltratar el pasto y mucho menos observaron el objeto con el que marcaban los misteriosos círculos. Una noche, Vicente Cortés, uno de los jardineros encargados de la sección del padre Anselmo, decidió quedarse a cuidar, pues todos creían que las marcas eran de un bromista. 

Cuando casi eran las dos de la mañana, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, algo helado había pasado a su lado. Su piel se erizó y sus pies no respondieron a sus impulsos de correr. La sombra que había pasado junto a él, se detuvo frente a la tumba del padre Anselmo. Ante la mirada aterrorizada de Vicente, ésta se arrodilló y se mantuvo así un gran rato. 

Vicente estaba parado en un rincón del muro donde terminaba el jardín en el que reposaban los restos del padre. Observaba en dirección a la tumba. Ya su terror había pasado y se había convertido en curiosidad, pues ahora que sus ojos se habían acostumbrado a diferenciar la sombra de la oscuridad del panteón, pudo distinguir que parecía pertenecer a un hombre. Después de lo que a Vicente le pareció una eternidad, la sombra se levantó y regresó; cuando pasó junto a él, sintió ese frío que se colaba en sus huesos. Fue entonces que el cuidador se retiró a su casa, que estaba en la parte superior del panteón. 

Al día siguiente, todo lo que había visto le pareció un sueño, o quizá el fruto de su imaginación. No quiso contar la historia por vergüenza o por miedo a que lo creyeran loco. Al llegar al jardín para podar el pasto, se acercó a la tumba del padre Anselmo. Ya no se sorprendió al encontrar los círculos y supuso que correspondían al lugar donde la sombra puso las rodillas al hincarse. 

La noche siguiente, Vicente salió de su casa. Cuando dieron las 12, a su lado volvió a pasar una sombra oscura y nuevamente sintió miedo. Aquel ser extraño se arrodilló ante la tumba del padre Anselmo. El cuidador se armó de valor y se acercó a escuchar, pero al oír algunos murmullos, su miedo pudo más y se echó a correr. Se dice que la bondad y el espíritu de servicio del padre Anselmo, son la causa por la que, muchas almas vecinas que comparten el mismo lugar de descanso, buscan la confesión con el sacerdote y, entre algunos sepultureros, aseguran que el alma del padre Anselmo todavía sirve a su prójimo, aún después de muerto. Así que si ves a un fantasma caminar por el panteón, tal vez no debas espantarte, pues quizá sólo busca confesarse con el sacerdote del panteón.

La confesión de una muerta

Cuenta la leyenda que una noche, un sacerdote de la Ciudad de México había sido invitado a cenar a la casa de una noble familia. Todos comían y platicaban tranquilamente cuando fueron interrumpidos por unas personas que tocaban a la puerta. Los criados acudieron a ver quién era y regresaron para avisarle al padre Aparicio que lo buscaban dos individuos humildes que, aparentemente, estaban algo pasados de copas.

El sacerdote salió a ver quién le llamaba y, los dos desconocidos, le pidieron que los acompañara, pues le dijeron que había una moribunda que necesitaba absolución de sus pecados. 

—No se preocupe, es aquí cerca —le dijeron.

El padre Aparicio se disculpó con el dueño de la casa, diciéndole que acudiría a ayudar a esa pobre mujer y que regresaría en poco tiempo. 

Uno de los hombres le indicó la dirección a seguir y caminaron por un estrecho callejón. Al final de éste, estaban una carreta y un cochero y le dijeron que lo llevaría con la moribunda. Entre los dos ayudaron al padre Aparicio a subir.

—Ya sabes a dónde llevarlo —le dijo uno de los hombres al conductor.

 El carro comenzó a moverse, dejando atrás las calles del Centro de la Ciudad de México. Poco a poco el Padre Aparicio comenzó a distinguir que se acercaban a los límites de la región más habitada, pero también la más pobre. Fue entonces que llegaron a una casa con aspecto descuidado y ruinoso. Las ventanas estaban cerradas con tablones y la puerta no tenía cerradura. Al abrirla, rechinó sonoramente cuando una anciana vestida con andrajos y rebozo salió a recibir al sacerdote.

El Padre Aparicio se desconcertó un poco ante la apariencia del lugar, pero se presentó con la vieja, que lo invitó a pasar con lágrimas en los ojos. 

La casa estaba casi sin muebles, a no ser por una mesita donde había un candelabro que iluminaba la estancia. Debido a su voz baja y a que la mujer ya carecía de la mayor parte de su dentadura, el Padre apenas pudo comprender a la anciana, quien le dijo que en el piso superior estaba la moribunda.

El sacerdote subió por la apolillada escalera de madera, y vio que la casa estaba como abandonada, como si se hubieran mudado hacía tiempo. Al fondo, la tenue luz de una veladora alumbraba un petate sobre el cual estaba una mujer joven, enfundada en un vestido de terciopelo y con una diadema en la frente. La enferma sudaba por la intensa fiebre y decía cosas ininteligibles. Se encontraba tan mal, que la pobre estaba delirando. El Padre se acercó lentamente hacia ella, limpió la frente de la mujer con su pañuelo, se sentó en un banquito y, después de escuchar atentamente la confesión, absolvió los pecados de la moribunda, dándole su bendición y apretando su mano, que poco a poco fue perdiendo la fuerza. El pecho de la enferma dejó de expandirse poco a poco y su respiración fue disminuyendo para convertirse en un tenue suspiro, hasta que finalmente ya no se pudo percibir. Los ojos vidriosos, que nunca miraron claramente al Padre Aparicio, se quedaron fijos en el techo: había fallecido.

El Padre Aparicio se levantó del banco y salió de la habitación para buscar a la anciana, sin embargo, no la encontró en el piso superior. Bajó las escaleras, pero al hacerlo, se venció la parte alta de la estructura, por lo que se quedó sin acceso a la parte de arriba. Preocupado, el Padre salió de la ruinosa casa. El frío viento soplaba en el exterior y no había señales del carruaje que lo había llevado, ni del chofer. Asustado, el Padre Aparicio se alejó caminando y luego corriendo, espantado por lo extraño del acontecimiento. Regresó a pie de nuevo hasta el Centro. Después de algunas horas llegó a la casa donde un rato antes había estado de invitado. Estaba pálido y muy espantado todavía, pero logró contar con detalle lo que le había pasado.

El dueño de la casa ordenó a sus criados atender al clérigo y luego les indicó que prepararan un carro para ir con el Padre Aparicio a la casa mencionada para comprender qué había pasado. Los criados prepararon el carro del señor y, escoltados por dos hombres armados, a caballo fueron en la dirección que les dijo el sacerdote.

Al poco tiempo llegaron. Grande fue su sorpresa al encontrar la casa en el descuidado estado que les había comentado el Padre, pero la puerta estaba asegurada con clavos ya oxidados. Tras derribarla, los hombres entraron y el Padre Aparicio reconoció la casa como la misma en donde había recibido la confesión de la moribunda, sin embargo, todos coincidían en que la casa tenía el aspecto de estar abandonada hacía años. Después de unos momentos, el Padre Aparicio se asomó por una ventana, donde distinguió algo que lo sobrecogió: en donde había estado un jardín, junto a un árbol, estaba su pañuelo muy bien doblado justo delante de lo que quedaba de una lápida, casi deshecha por el tiempo. Los criados se apresuraron a escarbar en la tierra y encontraron un ataúd de madera que contenía los restos de una mujer vestida con terciopelo, ¡como la que había visto el Padre Aparicio! En la frente llevaba una diadema, la misma que llevaba puesta la moribunda.

El hallazgo atemorizó a los testigos y a todos los que se enteraron del fenómeno. El Padre Aparicio no volvió a ser el mismo desde entonces. Se volvió introvertido y se encerraba a orar a altas horas de la noche. Su salud comenzó a afectarse por la falta de descanso y porque tuvo muchas dificultades para conciliar el sueño.

El nombre de la persona a la que confesó el padre Aparicio nunca se pudo determinar, y éste nunca pudo decirlo, porque debía respetar el secreto de confesión, así que tiempo después se marchó a la tumba con la identidad de la mujer.

Leyenda del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl

La vista de la ciudad más grande del mundo: la Ciudad de México, es muy bella por la grandeza de dos de los volcanes más maravillosos, se trata del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl.

La presencia milenaria de estos gigantes ha sido de gran importancia en las diferentes sociedades que los han admirado y venerado. Han sido fuente de inspiración de múltiples leyendas sobre su origen y creación. Entre ellas, la más reconocida es la siguiente.

Hace ya miles de años, cuando el Imperio Mexica —Azteca— estaba en su esplendor y dominaba el Valle de México, era una práctica común que los pueblos vecinos fueran sometidos por medio de un tributo obligatorio. Esto no siempre fue del agrado de muchos de sus gobernantes, pues les costaba demasiado trabajo conseguir su propia comida, para, además, tener que pagar a los Mexicas.

Fue por esto que el jefe de los Tlaxcaltecas, los más terribles enemigos de los Aztecas, cansado de esta terrible opresión, decidió luchar por la libertad de su pueblo.

Este gobernante tenía una hija llamada Iztaccíhuatl. Era la princesa más bella y depositó su amor en el joven Popocatépetl, uno de los más apuestos guerreros de su pueblo.

Ambos tenían un inmenso amor, por lo que antes de partir a la guerra, Popocatépetl pidió al jefe la mano de la princesa. El padre accedió con gusto y prometió recibirlo con una gran celebración para que unieran sus vidas si regresaba victorioso de la batalla.

El valiente guerrero aceptó, se preparó para partir y guardó en su corazón la promesa de que la princesa lo esperaría para consumar su amor.

Al poco tiempo, un rival de amores de Popocatépetl, celoso de la relación, le dijo a la princesa Iztaccíhuatl:

—Tu valiente guerrero ha muerto en la batalla.

—¡Me estás mintiendo! —contestó ella al borde del llanto.

—No tendría por qué hacerlo —dijo bajando sus ojos para que no se descubriera su engaño.

Muy triste y sin saber que todo era mentira, la princesa murió de tristeza.

Tiempo después, Popocatépetl regresó victorioso a su pueblo. Lo primero que hizo fue buscar a su amada, pero en ese momento recibió la terrible noticia sobre el fallecimiento de Iztaccíhuatl.

Entristecido con la noticia, vagó por las calles durante varios días y noches, hasta que decidió hacer algo para honrar su amor y que el recuerdo de la princesa permaneciera en la memoria de los pueblos.

Entonces, mandó construir una gran tumba ante el Sol, amontonando diez cerros para formar una enorme montaña. Fue el trabajo de miles de personas que creían en su amor.

Cuando estuvo terminada, tomó entre sus brazos el cuerpo de su princesa, lo llevó a la cima y lo recostó sobre la gran montaña. El joven guerrero le dio un último beso, tomó una antorcha humeante y se arrodilló frente a su amada, para velar así, su sueño eterno.

Desde aquel entonces permanecen juntos, uno frente a otro. Con el tiempo la nieve cubrió sus cuerpos, convirtiéndolos en dos enormes volcanes que seguirán así hasta el final del mundo.

Se dice que cuando el guerrero Popocatépetl se acuerda de su amada, su corazón tiembla y su antorcha echa humo. Por eso, hoy en día, el volcán Popocatépetl continúa arrojando fumarolas que son capaces de cubrir de ceniza varios estados. ¡Así de fuerte era su amor!

La muerta que resucitó

Ésta es la leyenda de Moctezuma Xocoyotzin y su hermana Papantzin que fue esposa del señor Tlatelolco, quien tenía poco tiempo de haber fallecido. 

Papantzin era joven y muy hermosa. Vivía en el palacio que le había dado su esposo. Un día enfermó de gravedad y, aunque la atendieron los mejores médicos de México, murió.

El cuerpo de la princesa fue sepultado en una gruta rodeada de hermosos jardines del palacio. Fue adornado con bellas y exquisitas flores y puesto junto al estanque, en el que ella acostumbraba bañarse.

Al día siguiente de lo sucedido, cruzó una niña por la fuente y vio a la princesa peinando su larga cabellera. La pequeña no se asombró, ya que era normal encontrar allí a la princesa.

De pronto, la joven llamó a la niña:

—Ven, ven.

Ella se acercó a la princesa. Ésta le dijo que fuera corriendo a llamar a la esposa del mayordomo del palacio, pues necesitaba hablar con ella.

La niña obedeció y contó lo sucedido, pero, claro, la señora muy sorprendida no le creyó, pues Papantzin ya había muerto y sido sepultada el día anterior. De cualquier forma, fue a ver lo que estaba sucediendo. Luego de caminar un poco, por fin llegó hasta el lugar y, efectivamente, ahí estaba la princesa.

¡La mujer tuvo una impresión tan grande que se desmayó! Fue como si alguien le hubiera dado un golpe.

Al regresar la niña, Papantzin le dijo a la pequeña que llamara a su madre. Al llegar ésta, le sucedió lo mismo después de dar un grito de espanto. 

Cuando despertaron de su desmayo las asustadas mujeres, la princesa les habló dulcemente y les explicó que no estaba muerta.

Las mujeres estaban felices al escuchar esta noticia, pues todos la querían mucho y de inmediato fueron a contarle al mayordomo que la princesa estaba viva y que, por lo mismo, fuera a México a decirle a Moctezuma la noticia.

El mayordomo tenía miedo de que no le creyeran y que por decir cosas irreales lo castigaran:

—Ya que tienes tanto miedo, ve a la ciudad de Texcoco y avísale al señor Netzahualpilli que venga a verme —dijo la princesa.

El mayordomo le obedeció enseguida y fue a entrevistarse con Netzahualpilli, rey de Texcoco y, aunque éste tampoco lo podía creer, se dirigió a Tlatelolco. Cuando la vio, confirmó la noticia.

Netzahualpilli decidió ir a México-Tenochtitlán a entrevistarse con Moctezuma y hacerle saber que su hermana quería verlo para informarle una noticia importante. Moctezuma no daba crédito a lo que escuchaba, por lo que Netzahualpilli le rogó que fueran a Tlatelolco a entrevistarse con la princesa, para que tuviera la certeza de que era verdad lo que decían.

¡No podía creer que estaba viendo a su hermana! Sobre todo, porque él mismo la había sepultado en la gruta el día anterior; pero ahí se encontraba, viva ante sus ojos. Con voz ahogada, le dijo:

—Papantzin, hermana mía ¿en verdad eres tú o eres un fantasma que perturba mis sentidos?

—Soy yo, señor, tu hermana, la misma a la que enterraste ayer en los jardines de este palacio. Estoy viva y tengo que darte un mensaje importante que me ha sido revelado.

—¿Qué mensaje es ése y quién me lo manda?

—Cuando caí en el profundo sueño de la muerte, tuve una visión. Me encontraba en un camino que se dividía en muchos senderos y en un costado pasaba un río caudaloso. Pensé cruzarlo nadando, cuando, de repente, se presentó un hermoso joven, con gran presencia. Tenía dos alas adornadas con plumas y en su frente llevaba una señal. El joven tomó mis manos y dijo las siguientes palabras: «¡Alto! No te arrojes al río de aguas turbulentas, no es tu tiempo de cruzarlo». Después de escuchar estas palabras, el hombre me condujo por la orilla del río en la que se veían huesos y cráneos humanos y se escuchaban lamentos a lo lejos, que pedían compasión. «Mictlantecutli quiere que vivas todavía para que cuentes lo que va a pasar en tu tierra; de las transformaciones que verás próximamente». Después de decir estas palabras, desapareció y yo desperté nuevamente, como si hubiera salido de un sueño. Luego me levanté de la fría piedra en que me encontraba, moví la roca que tapaba la gruta y salí nuevamente al jardín, buscando a mis sirvientes para explicarles todo lo que me había pasado.

El gran rey de los aztecas no podía creer lo que estaba sucediendo. Los médicos consolaban a Moctezuma y le decían que probablemente su hermana se estaba volviendo loca a causa de la enfermedad que había padecido.

Papantzin, después de dar su extraño mensaje, se fue a su habitación y ahí cambió por completo su forma de ser. 

Después del acontecimiento, vivió encerrada; dicen que apenas comía y que sacrificaba su vida, absteniéndose de los lujos de este mundo. Pasó su vida derramando bondad a todos lo que la rodeaban y siempre pareció muy feliz.

Algunos dicen que esta historia la inventaron los españoles para hacerle creer a los indígenas que su Dios ya estaba entre ellos antes de la conquista; otros cuentan que algunos todavía pueden ver a la princesa, sobre todo lo jóvenes que van a morir antes de tiempo y todavía no deben llegar a Mictlán, el lugar de los muertos de los aztecas.

Las ollas de oro 

Si uno transita sobre la Avenida Tláhuac, a la altura de Zapotitlán, se pueden ver unas esculturas muy grandes con forma de ollas, las cuales adornan el paisaje en esta zona. Sobre éstas existe una maravillosa leyenda.

La historia cuenta que cuando se hicieron las obras para abrir esta avenida, la constructora a cargo utilizó maquinaria para facilitar el trabajo. Todo iba muy bien, pero al llegar a la altura de Zapotitlán, mientras se removía la tierra, se localizaron enterradas muchas ollas. Lo sorprendente no fue esto, sino que, cuando éstas se rompieron, los trabajadores se dieron cuenta de que ¡estaban llenas de dinero!

Al sacar la tierra se veían caer las monedas de oro. Este tesoro era tan grande que, dicen, se llenaron varios camiones con ellas. 

Muchos comenzaron a decir se había encontrado el tesoro de los duendes del arcoíris. Todos conocemos esa historia que dice que, si se encuentra el inicio de un arcoíris, hallaremos una olla llena de oro. Aunque este cuento es bonito, es más probable que esas ollas sean de la época de la Revolución Mexicana, tiempo en el que era común que las personas escondieran su dinero, o bienes valiosos, en ollas que luego eran enterradas, ya fuera en sus casas o en terrenos alejados. Esto lo hacían para que los revolucionarios, del bando que fuera, nos les quitaran sus riquezas. 

Es por esto que muchos piensan que otros tesoros pueden estar aún enterrados y perdidos en algún lado.

Muy cerca de ahí se localizan un hospital psiquiátrico y un cementerio. Los pobladores dicen que, en las noches, aparece el alma de una mujer que recorre el sitio. Dicen que todo el tiempo está buscando algo. Algunos incluso cuentan que pasa mucho tiempo escarbando en la tierra. La leyenda cuenta que la mujer puso todas sus riquezas en las ollas y que aún no las encuentra. 

Otros dicen que no tiene nada que ver, comentan que el fantasma es de una paciente del psiquiátrico que fue encerrada ahí en contra de su voluntad y que, si está buscando algo, es sólo la salida del hospital, pero como murió ahí, está condenada a pasar toda la eternidad vagando.

El Charro Negro 

Las leyendas de “El Charro Negro» se encuentran por toda la República, ya que es un personaje singular que ha dado lugar a un sin número de historias.

Ésta es su leyenda en la delegación Tlalpan, una aparición vinculada con la muerte, la noche y la oscuridad.

Se dice que El Charro Negro se puede aparecer de muchas formas. Por ejemplo, cuando se presenta como diablo, tiene la habilidad de lanzar lumbre por la boca; cuando aparece como hombre, es varonil y seductor ante las mujeres; también se piensa que se puede convertir en serpiente, por lo que se cree que es, en realidad, un nagual, aunque hay quien lo relaciona con el viento oscuro, que en la tradición mesoamericana se asociaba con el dios Tezcatlipoca (espejo humeante), dios de la muerte y del inframundo.

En su forma de diablo se le relaciona a tesoros enterrados y a dinero, o al enriquecimiento rápido de algunas personas. También se ha dicho que, a su paso, deja un aroma de azufre. En algunas ocasiones se le describe como un hombre hermoso, de cuerpo atlético, moreno, con bigotes, vestido de negro y plata, con todos sus dientes de oro y que pasea por la barranca o por las calles, montado en un corcel negro. Su voz es ronca y de ultratumba y, si bien se le relaciona principalmente con la seducción de mujeres jóvenes, también se le ve como un personaje que asusta o corretea a hombres borrachos.

Se cree que habita en una gran roca conocido como la Piedra Encantada, que se encuentra en el fondo del barranco del Parque Nacional Fuentes Brotantes. Esta piedra —de la que ya hablamos páginas más arriba y sabemos que se piensa que se convierte en una tienda mágica— está junto a un arroyo. Destaca por su tamaño, su forma curvada y porque pareciera no pertenecer al lugar, ya que no hay otras similares en el área.

Fue justamente por ese lugar que una chica contó que vio al Charro Negro. Dice que se le acercó en la noche y que con su varonil voz le dijo:

—Te invito a dar un paseo en mi caballo.

Como a la joven le pareció un hombre decente, aceptó la invitación. En cuanto se montó, el caballo aumentó de tamaño y comenzó a galopar a toda velocidad. La joven se espantó muchísimo. Incluso dice que en algún momento comenzó a volar, pero no lo puede asegurar. 

Lo más curioso es que dijo haber entrado a la gran piedra, pero también dijo que no podía contar lo que vio ahí, pues entonces el Charro Negro regresaría por ella, pero esta no vez no sólo para llevarla a pasear.

Las extrañas historias de Iztacalco

La Plaza de San Matías, en el Pueblo de Iztacalco, guarda una probadita de lo que alguna vez fueron las afueras de la Ciudad de México. A un costado de la iglesia se encuentra el edificio que albergó la primera delegación de Iztacalco. Ahí estaba la cárcel, el juzgado y la policía montada. Desde 1974 es la Casa de Cultura de los Siete Barrios. Esta construcción guarda sus historias de fantasmas y aparecidos, de las cuales, contaremos algunas.

Se dice que antes los veladores no duraban en el trabajo más de dos días en el recién inaugurado centro cultural. Frases como «me siento muy mal», «vivo muy lejos», eran los pretextos para abandonar el puesto. 

Uno de ellos cuenta que, una noche después de cerrar las puertas, vio que, del baño que estaba al otro lado del patio, salió una mujer. A él le dio mucha pena, pues pensó que la había encerrado sin querer, por lo que se acercó a ella. La dama, que estaba vestida de blanco, lo escuchó, le sonrió y se dirigió a la fuente que aún hoy se ve en el centro del patio. Al sentarse, ¡la mujer se desvaneció! Claro, al día siguiente el hombre cambió de trabajo.

Otro velador contó que en una navidad se colgaron unas diez macetas con flores de nochebuena para adornar el edificio. De repente, sin que nadie la tocara o hubiera viento, una de ellas cayó al piso. Molesto, el trabajador pensó en la persona que no había colocado bien esa flor y su recipiente de plástico. La estaba poniendo de nuevo en su lugar, cuando empezaron a caer, una por una, el resto de las macetas. Días después, un nuevo sujeto llegó a ocupar el puesto de centinela nocturno.

Uno más narra que una noche, después de su recorrido por las instalaciones, se sentó en una silla, se abrigó porque tenía mucho frío y se quedó dormido porque se sentía muy cansado. Horas después, con los ojos cerrados, su cuerpo se comenzó a curvar. Se encontraba en posición fetal y tenía más frío del que había sentido alguna vez. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta que estaba tirado a medio patio, junto a la fuente y sin su chamarra. 

Él jura que nunca le había pasado algo así, y que recuerda haber soñado que una mujer lo cargó hasta el patio, pero no sabe nada más. Al día siguiente no fue a trabajar.

Entre estos sucesos extraños, destaca el que vivió un cronista de Iztacalco. Un día de 1975, el entonces director de la Casa de Cultura de los Siete Barrios le hizo notar que cada último viernes de mes, exactamente a las doce del día, llegaba un hombre a las afueras del inmueble y se colocaba en la salida que da a la calle San Miguel, justo donde se encontraba un riel de la época de la Revolución. 

El sujeto usaba la vestimenta de los judíos ortodoxos: saco largo, pantalón, zapatos y un sombrero de ala ancha, todo en color negro, a excepción de la camisa blanca. Por supuesto, no faltaba la barba que tenía crecida casi hasta el pecho, ni los mechones largos que nacían en las patillas. Se colocaba con la espalda hacia la pared, sin recargarse, con un libro grueso entre sus manos. Después comenzaba a balancear el cuerpo hacia adelante y atrás con la mirada en el libro. El hombre oraba. Luego de quince minutos cerraba el texto y se iba caminando hacia la Calzada de la Viga. El cronista y el director acordaron, la próxima vez que vieran al sujeto, preguntarle sobre su extraño ritual.

Por esos días, al llevar a cabo obras de restauración en el inmueble, se encontró la parte superior de una pirámide y una serie de tumbas. A los pies de los esqueletos se encontraron objetos rituales: collares, vasijas y armas. En total hallaron trece esqueletos humanos y se concluyó que se trataba de sepulcros indígenas de 1450.

Un viernes en que estaban sacando los esqueletos, artículos, pequeñas esculturas de obsidiana y otros materiales, apareció de nuevo el judío con su acostumbrado ritual. Al verlo, el director y el cronista salieron a su encuentro para preguntarle quién era y por qué hacía esa extraña ceremonia ahí. Al dirigir el primer «Señor, buenas tardes», el sujeto huyó, por lo que lo siguieron. Mientras corría, al hombre se le cayó una extraña moneda de plata, grande, con símbolos que recordaban a los del Zodiaco, un sol y algunos triángulos.

—¡Señor, tiró su moneda! —gritaron mientras trataban de alcanzarlo. Pero el hombre no detuvo su carrera.

Al dar la vuelta sobre Calzada de la Viga, no lo vieron más. Sin embargo, en ese tramo no existe alguna otra calle que desemboque sobre la vialidad. El judío había desaparecido.

Los hombres regresaron a la calle de San Miguel, ahí junto al riel. Su curiosidad había aumentado. Vieron la hora y el reloj marcaba las 12:15. Así que el director se paró en el mismo sitio y con la misma posición que el hombre del libro. El funcionario de la Casa de Cultura empezó a balancear el cuerpo hacia adelante y hacia atrás. El cronista se lo hizo notar.

—¿Por qué realiza los movimientos que hacen los judíos al rezar?

—¡No! ¡Yo no soy! ¡Alguien me está moviendo! ¡Siento algo raro!

En ese momento las manos del director empezaron a amoratarse. El cronista reaccionó y lo jaló del brazo. Mientras el pobre se recuperaba, el cronista tomó su lugar en el riel. Notó que algo parecido a una fuerza le movía la espalda y la cabeza, luego vio que sus manos comenzaban a adquirir un tono morado y empezó a sentirse muy débil. De un jalón, el arquitecto lo quitó de ese lugar.

Días después alguien se llevó el riel. Los amigos investigaron, pero nadie supo quién hurtó el objeto. La moneda fue llevada a varios expertos para que la examinaran, pero nadie, hasta la fecha, ha sabido interpretar los símbolos que tiene grabados. Sólo atinan a decir que tiene referencias cósmicas y religiosas.

El hombre del libro jamás regresó a Iztacalco y curiosamente, después de este incidente, no volvieron a espantar o aparecer espectros en la Casa de Cultura de los Siete Barrios.

El cuidador del pozo

En San Antonio Técomitl, delegación Milpa Alta, se dice que hay un fantasma que cuida de los pozos del lugar. Hay muchos que han contado la historia, la siguiente es sólo una de ellas.

Cierta noche, un trabajador de la Dirección General de Construcción fue a revisar los pozos en fin de semana. Cada uno de los pozos tiene un cuidador. Cuando el trabajador llegó a uno de ellos, tocó en la entrada. El vigilante contestó por una ventanita de ésas que tienen un cristal que no permite ver para adentro.

—¿Quién llama?

—Soy de la Dirección, ¿todo bien?

—Todo perfecto como siempre —le contestó el cuidador.

Como el trabajador no tenía mucho tiempo y quería irse temprano a descansar, ya no entró a revisar el pozo. 

Al día siguiente, su supervisor le reclamó por no haber ido a cumplir su labor, pues el vigilante de ese pozo se reportó enfermo y nadie lo cuidó. El trabajador contó la historia y, aunque parezca increíble, el jefe le creyó:

—¡Caray! —dijo el jefe—, pensé que ese espíritu ya no andaba por ahí.

—¿Espíritu?

—Sí. Hace muchos años, un vigilante cayó en el pozo. Fue una terrible desgracia, porque era el mejor en su trabajo. No faltó ni un día a laborar. Desde ese entonces, cuando alguien no llega, él cumple con su trabajo, como si estuviera vivo. Me da gusto que todavía ande por aquí.

La leyenda cuenta que el cuidador de los pozos no ha permitido que vuelva a suceder ningún terrible accidente.

La Bruja de Cuajimalpa

Hace poco, en el Desierto de Los Leones que se encuentra en la Ciudad de México, comenzó a correr el rumor de que habían atrapado a una bruja. 

Dicen que estaba volando junto con otra, cuando, en un descuido, chocó con unos cables de alta tensión y cayó al suelo. Unos muchachos les avisaron a los bomberos de Cuajimalpa, los cuales la trasladaron a su estación. 

Después, algunos vecinos de Cuajimalpa se enteraron, fueron por ella y se la llevaron a la casa de uno de ellos. Ahí, el dueño comenzó a cobrar diez pesos por entrar a ver a la “bruja”. Muchas personas juran haber pagado y algunas hasta dijeron haberle tomado fotos con el celular.

A partir de esto, comenzaron a surgir muchas historias. Cuentan que algunos hicieron una manifestación afuera de la casa pidiendo que la liberaran, pues tenía familia; que su esposo había ido por ella; otros, ¡que se la habían llevado a la UNAM para que la investigaran! Por cierto, no hay reportes en Ciudad Universitaria de avistamientos brujiles. 

Algunos pocos aseguraban que escapó gracias a la ayuda de otras brujas. Lo curioso es que todos los niños y jóvenes tenían la misma foto en su celular. 

Lo más sorprendente de todo es que, la tal bruja no era bruja, sino una escultura de la artista australiana Patricia Piccinini. Esta obra de arte está hecha con cera, silicón, cuero y cabello humano, lo cual la hace bastante realista.

A pesar de todo, en las noches se escucha la macabra risa de una mujer y decenas de jóvenes dicen que se los ha robado en la noche y que los regresa hasta el día siguiente, pero sin memoria de lo que les sucedió.

La casa de las brujas

En la esquina de Río de Janeiro y Durango, en la colonia Roma de la Ciudad de México, se encuentra una famosa casa donde dicen que espantan.

Su construcción tiene un excéntrico estilo y resalta sobre las demás por su color ladrillo y porque la torre que adorna uno de sus costados tiene un extraño diseño que parece el sombrero de una bruja, en el que sus ventanas son como ojos y en conjunto forman la figura de una cara.

La casa también es famosa porque ha inspirado a grandes escritores como José Emilio Pacheco, autor de la novela Morirás lejos, la cual se desarrolla en este edificio. Sergio Pitol lo convirtió en el escenario de su maravillosa novela El desfile del amor y Carlos Fuentes la describe como una «monstruosidad roja», refiriéndose a su característico color ladrillo.

Hace mucho que se le empezó a conocer como “La Casa de las Brujas”, pues de ahí siempre salían muchas mujeres mayores. Se dice que iban a visitar a una chamana llamada «Pachita», que vivió durante muchos años en los cuartos de servicio y que era consultada por políticos y famosos, quienes acudían a ella para pedirle favores.

Según las leyendas urbanas, «Pachita» también practicaba sanaciones, para las que usaba un cuchillo con el que abría a sus pacientes para sacarles tumores o quitarles cualquier dolencia.

Pero dicen que al edificio se le empezó a relacionar con las brujas antes de «Pachita», pues en los años cuarenta estaba rodeado de escuelas y fueron los niños quienes, por su emblemática torre, empezaron a decir que «ahí asustaban».

Estas leyendas comenzaron a quedar en el olvido, hasta que el relato de una supuesta habitante del lugar, resucitó las historias de fantasmas que han acompañado a este edificio.

La inquilina narró que se había mudado diez días antes. Como se sentía extraña en su departamento, llamó a una experta en Feng Shui, quien le aseguró que había una energía muy pesada. Después de tomar algunas fotografías, en las impresiones, presuntamente aparecieron cientos de rostros de distintas personas.

Ella cuenta que desde el primer momento escuchó ruidos, pero pensaba que era la madera del piso o los vecinos, aunque afirmó que, después, se enteró que nadie vivía a los lados y por eso los pasillos siempre estaban vacíos.

Una empleada de limpieza dice que todavía espantan en ese edificio, pues asegura que en las noches se escuchan ruidos en el área de la azotea, pero que tenía prohibido dejar entrar a visitantes, mucho menos si alguno era un investigador o un reportero.

—A mí nunca me han espantado porque eso pasa en la noche y yo no estoy aquí a esa hora —dice a quienes le preguntan.

Algunos sí creen y otros no. Hay personas que llevan mucho tiempo en el edificio y parecen vivir tranquilos, pero otros se van a los pocos meses. Hubo una pareja que sólo duró un día.

Aunque no se sabe si hay fantasmas o no, es curioso que los habitantes, que llevan ahí más tiempo, no digan nada sobre el tema. Tal vez es porque ya no quieren platicar de eso, pero hay otros que dicen que “Pachita” sigue ahí y los atiende de todos sus males y que les pidió que no le dijeran a nadie, porque no le gusta espantar a las personas.

El señor de la cuevita de Iztapalapa

La leyenda dice que, en 1725, una peregrinación venía de Etla, actual estado de Oaxaca. Pasó por la Ciudad de México para que la imagen de Cristo, que portaba, fuera retocada en el Centro de esta ciudad. 

Los peregrinos acamparon en el Cerro de la Estrella y a la imagen la dejaron debajo de un árbol. Al día siguiente, cuando despertaron, la pintura ya no estaba. Fueron al pueblo para buscarla en los templos, pero como no la encontraron, les pidieron apoyo a los habitantes de Iztapalapa y así buscar en el cerro. 

Pasaron varios días y el Cristo no fue hallado, por lo que decidieron regresar a Etla para avisar de lo sucedido.

Meses después, algunos pobladores se dieron cuenta de que un pastor iba todas las tardes con un ocote a una cueva. Algunos vecinos le preguntaron por qué y les reveló que había encontrado una imagen en una gruta y que prendía el ocote para que no estuviera en oscuridad por las noches. 

Los habitantes fueron a la caverna y descubrieron que era la imagen que los peregrinos habían perdido, por lo que decidieron avisarles para que vinieran por ella. Era el 3 de mayo de 1725. 

Cuando trataron de sacarla, ésta no se movió ni con el esfuerzo de veinte personas, así que interpretaron que el Cristo debía quedarse ahí.

Fue por eso que se le construyó una ermita y después una capilla abierta y, hasta mediados del siglo XIX, se construyó el actual Santuario dedicado al Señor del Santo Sepulcro. Desde entonces esta imagen es objeto del cariño y respeto de los ocho barrios de Iztapalapa, mismo que creció en 1833, cuando los vecinos asistieron a su capilla a pedirle a la imagen, del Señor de la Cuevita, que cesara la epidemia de cólera que había atacado a la población y se dice que los salvó

El Santuario del Señor de la Cuevita permanece enfrente de la cueva, donde fue hallada la imagen después que se les perdió a los peregrinos de Oaxaca.

La lloroncita 

Ésta es una leyenda de Iztapalapa. Todo comenzó con una señora llamada Sara, que contaba su propia versión de La Llorona. Al hacerlo movía la cabeza y se fumaba siempre un cigarro. El humo giraba alrededor de Sarita con la primera bocanada que sus labios echaban, lo que producía una especie de aura sobrenatural que la envolvía. 

Cuando Manuel Ávila Camacho llegó a la presidencia del país, doña Sara tenía dos años de haber enviudado. Era una mujer bastante joven —veintitrés años—, con cuatro hijos y la hacienda de San Nicolás a su cargo. No tenía más ayuda que sus propias fuerzas y lo poco que sabía del funcionamiento de ésta. 

El esposo había fallecido de un ataque al corazón, a la edad de treinta y cinco años. Se dice que fue provocado por los problemas económicos debidos al funcionamiento de la hacienda, a la que le habían sido expropiadas más de la mitad de sus tierras en el gobierno de Lázaro Cárdenas, para repartírselas a los campesinos. 

Aun así, la hacienda San Nicolás contaba con más de un ciento de cabezas de ganado vacuno, otro tanto de ganado porcino y un pequeño ferrocarril que se encargaba de transportar el trigo y el maíz, a la estación Peñón. 

Todavía no hemos contado cómo era Sarita. Ella tenía un cuerpo esbelto y un rostro de líneas puras. ¡Parecía una santa! Además de la presencia señorial con que su naturaleza femenina la había dotado, le sobraban los pretendientes que en vano intentaron ocupar el lugar dejado por el esposo. 

En las fiestas de Iztapalapa, San Lucas y aun en las que se daban en el centro de Coyoacán, no existía ninguna otra dama, por bella que fuera, que opacara su presencia. Pero lo que nadie sabía era que doña Sara se había propuesto respetar por siempre la memoria del esposo difunto, cuidar de sus cuatro hijos y rescatar la hacienda, por lo que no dudó en hacerse cargo de trabajos que en aquel entonces eran considerados propios de hombres, como la limpieza de los establos o conducir una camioneta en la que transportaba material para las reparaciones de la casa y de las instalaciones, además de acarrear abono para las tierras y entregar trigo y maíz a compradores. 

Sumado a todo lo anterior, en el tiempo de la cosecha o de la siembra, doña Sara se unía a las cuadrillas de trabajadores para participar en las labores, por lo que se ganó un especial aprecio por parte de las treinta personas que trabajaban para ella. 

Las siembras de trigo y maíz florecieron, como florecieron también los campos de alfalfa, fríjol y cebada, que eran los principales cultivos. La alegría se respiraba en el aire, pues la hacienda era una fiesta eterna de luz y color, en otras palabras, un lugar para las ilusiones y los sueños. 

Toda su vida consistía en trabajo duro y la felicidad que esto le producía. Pero las cosas cambiaron cuando, en una de las peores noches de la temporada de lluvia, un par de mujeres jóvenes tocaron a la puerta de la casa para avisar que una de las vacas estaba malpariendo. Doña Sara se cubrió con un traje impermeable y salió decidida, pues muchas veces se había encargado de este tipo de labores. 

Desde la tarde había empezado a caer la peor lluvia en años, y se prolongó durante horas hasta entrada la noche. Esto hizo que los trabajadores se ocuparan de desaguar las tierras y reforzar los canales para tratar de evitar la ruina de las siembras. 

—Usted perdone, Sarita, por no saber bien qué hacer en estos casos —dijo una de las mujeres que se cubrían de la lluvia con gabanes y sombreros de ala ancha. 

Los relámpagos rompían la oscuridad con lamparazos de luz que parecían golpear los muros de la casona y el enorme charco en el que se habían convertido los caminos. Las tres mujeres, alumbradas por los rayos, parecían tres espectros que seguían con mucha dificultad su avance hacia el establo principal. 

De pronto, el croar de las ranas se silenció. Un rayo cayó en un árbol a no más de cien pasos de ellas, estremeciendo la tierra y obligándolas a buscar refugio. Al estar a menos de cincuenta metros del establo, Sarita creyó escuchar un lejano lamento de una mujer que la hizo estremecer de escalofrío. Las señoras quedaron paralizadas, mirándose una a otra como preguntándose si habían escuchado bien. Un segundo grito se escuchó todavía más cerca. Venía de una zona pantanosa y fue demasiado claro como para que doña Sara dudara de haberlo oído. Sus dos acompañantes detuvieron su paso y se abrazaron a ella. 

—Cálmense, debe tratarse de una broma —dijo Sarita. 

El tercer grito brotó a unos cuantos pasos de ellas. Les heló la sangre. 

—¡Ay, mis hijos! 

Un relámpago iluminó, con total claridad y durante un instante, la espeluznante figura de una mujer vestida de blanco. La cabellera se sacudía en el aire como si fueran miles de serpientes. ¡Y su rostro! Parecía distorsionado por la diabólica maldición que la perseguía. Pero lo que más espantó a las mujeres fueron los pies que flotaban a varios centímetros del suelo. 

La vieron ir hacia ellas, con las manos extendidas en un gesto de aterradora súplica. Su mirada puso sus nervios en el límite de sus fuerzas. ¡No podían soportar tanto terror! 

Sarita se preguntaba si la imagen de aquella mujer era real. Si era posible que ella y sus dos acompañantes se hubieran confundido con el destello de los relámpagos. Sin embargo, la desgracia para la hacienda de San Nicolás y para doña Sara empezaba esa noche. La noticia de lo ocurrido se divulgó entre la gente de la hacienda y a los pocos días se hablaba de apariciones de La Llorona en varias zonas de Iztapalapa y sus alrededores. 

Sara presentía que la terrorífica aparición sólo predecía males. Y no se equivocó, porque al día siguiente en la mañana, al salir de escuchar misa, se encontró con un hombre muy presumido.

—Permítame decirle que es usted muy hermosa, señora Sara —le dijo el individuo mientras se quitaba el sombrero. 

En el dedo de su mano brillaba un rubí incrustado en un anillo de oro —que era el símbolo de su poder— con las iniciales M.A.C.

—¿Me permitiría visitarla alguna tarde en su casa? —preguntó el hombre—. Me gustaría ofrecerle mis respetos. Mañana estaré ahí. 

Al terminar de decir esto, se alejó en compañía de otros individuos con los que reía satisfecho, seguro de agregar otra conquista a su larga lista. Doña Sara no tuvo tiempo de responder, porque sabía de quién se trataba y conocía su fama. 

La tarde del lunes siguiente, el hombre llegó puntual. 

—Permítame presentarme, soy Maximino… —dijo sin terminar la frase, porque doña Sara estaba corrigiéndolo de inmediato. 

—No hace falta que se moleste en presentarse, sé quién es usted. ¿A qué se debe su visita? —dijo la señora Sara, que lucía nuevamente uno de sus vestidos de luto. 

—Con toda franqueza le digo que usted es una mujer muy bella como para que se acabe en esta maldita ruina que es esta hacienda. Lo que usted necesita es un hombre como yo que la proteja, la atienda como se merece y pueda ver por sus hijos.

—No hace falta, yo me basto sola —dijo molesta doña Sara.

—Vamos, señora. Sabe que necesita de un hombre y yo voy a serlo.

—Es suficiente, salga de la casa y no vuelva —respondió doña Sara, levantando la frente de manera aún más altiva.

—Se va a arrepentir. Voy a regresar para echarla junto con sus hijos fuera de esta hacienda —dijo mientras el diamante del anillo destelló en el puño del hombre—. ¡A mí nadie me insulta como usted lo acaba de hacer!

Antes de partir, el sujeto disparó contra la casa la carga completa de una escuadra automática. La mayoría de los peones, al enterarse de la noticia, empacaron sus pertenencias y partieron en busca de un nuevo destino. Otros se armaron con escopetas y pistolas para defender el casco de la hacienda. Defenderían con su sangre la casa y las tierras. 

La espera no fue larga. Al tercer día aparecieron media docena de automóviles con hombres armados que abrieron fuego contra la casona por espacio de varios minutos. Otra mañana aparecieron camiones con cuadrillas de trabajadores para cercar con alambre de púas las tierras de la hacienda, dejando libres únicamente el casco y el establo. Al mismo tiempo se presentó un leguleyo, es decir, un dizque abogado, para entregar un oficio con el sello del escudo nacional en el que se notificaba que el gobierno había expropiado las tierras por causa de utilidad nacional. Mientras tanto, varios destacamentos de soldados, de inmediato, montaron guardia para custodiar las tierras expropiadas.

—Hasta aquí llegó la hacienda de San Nicolás, no hay remedio —lamentó doña Sara al ver todo lo que estaba sucediendo.

Entonces remató la casa, el ganado y los objetos de valor que todavía poseía. Entregó dinero a los pocos trabajadores que se habían quedado a defender la hacienda y fue a vivir junto con sus hijos en la casa que tenía cerca del centro de Coyoacán. 

La última noche que pasó en la hacienda, volvió a escuchar a La Llorona frente a la casa. Igual que en la primera ocasión, las ranas dejaron de croar en los pantanos sumiendo a la casa y sus alrededores en medio de un espantoso silencio. Primero fue un grito que llegaba de lejos, semejante al aullido del viento. Algunos segundos después, el grito se escuchó frente a la casa e, instantes después, el tercer y último grito se perdió en un eco que se prolongó durante mucho tiempo. 

Sarita abrazó a sus hijos, que se acurrucaron en ella. Al día siguiente, con lágrimas en los ojos, abandonó la hacienda al volante de la camioneta. Desde ese entonces, doña Sarita, rodeada por las cabelleras de humo que brotan entre una y otra fumada a su ocasional cigarro, contó esta historia con el tranquilo acento de quien posee recuerdos que no terminan de doler.

—Pobres de los infelices que escuchen el grito de esa mujer, porque siempre suceden cosas terribles —decía siempre al terminar su historia, cuyo tono de advertencia siempre causaba temor a quien la escuchara.

La isla de las muñecas

Todos los habitantes de la Ciudad de México han ido, por lo menos alguna vez, a Xochimilco. Por lo regular ahí la gente come y se divierte mientras recorre los canales, pero existe un lugar tenebroso con cientos de muñecas usadas, decapitadas y desmembradas, que están colgadas en cañas para —dicen los habitantes de ahí— “ahuyentar a los espantos”.

El dueño de esta macabra chinampa fue Julián Santa Ana. La construyó y la fue haciendo más grande durante 50 años, hasta que falleció en 2001. 

Santa Ana se mudó a Xochimilco a mediados del siglo pasado y se dedicó al cultivo de cereales, hortalizas y flores, que todos los días vendía con su carrito en el pueblo más cercano. Llevaba un estilo de vida ermitaño y nunca hablaba más de la cuenta. Las personas que se cruzaban con él se sorprendían porque recogía muñecas de la basura y las llevaba a su isla para “decorarla”.

Aunque muchos le preguntaron por qué lo hacía, el misterio perduró hasta que dejó de ir al pueblo. Fue su sobrino: Anastasio Santa Ana quien reveló la historia real detrás del macabro hecho y, además, fue el continuador de la obra de su tío. 

La historia es la siguiente: cuando Julián llegó a la isla, una joven se ahogó en sus orillas. Esto lo deprimió mucho, pero lo tenebroso fue que a partir de ese momento comenzó a escuchar voces, pasos y lamentos de mujer. Fue entonces que se le ocurrió —sin que nadie sepa por qué— protegerse con muñecas.

Hay una muñeca en particular que llama la atención por sobre el resto. Era la favorita de Julián y a ella se le piden deseos y se le realizan ofrendas, ya que la consideran milagrosa. Se le conoce como ‘La moneca’, aunque en realidad fue bautizada con el nombre de Agustinita, por haber sido encontrada un 28 de agosto, el Día de San Agustín.

Pero hay algo más en esta inquietante historia. Resulta que Julián Santa Ana nunca dejó de escuchar las voces y siempre que iba a pescar con su sobrino le decía:

—No dejes que me lleve la sirena.

Anastasio le contestaba:

—No, tío, no va a venir ninguna sirena por usted. Sólo tiene miedo, pero no se preocupe, que ya tiene a sus muñecas para cuidarlo.

—Sé que no me crees, pero justo aquí donde estamos va a venir por mí.

Lo increíble es que una tarde, mientras pescaban frente a las aguas que se llevaron a aquella joven décadas atrás, Anastasio se retiró para ver cómo estaban los animales. Cuando regresó, su tío estaba en el agua. Cayó víctima de una insuficiencia cardíaca, en el mismo lugar donde él predijo que algún día la sirena lo iría a buscar.