Leyendas de Nuevo León

El panteón

Esta leyenda se origina en Allende, Nuevo León y tuvo lugar por el año 1934.

Fue en una tarde del Día de Muertos cuando un comerciante, en compañía de su hermano y un amigo, fue a visitar a sus difuntos. De repente, el comerciante vio una calavera que se encontraba cerca de una tumba. La levantó y, burlándose de ella, le dijo a su amigo:

—¡Mira qué calavera más dientona y fea! —luego, dirigiéndose al cráneo encontrado, continuó riendo—. De seguro diste muy buenas mordidas, así que te invito a cenar hoy en mi casa para que veas lo que yo como. 

No le dio importancia a su comentario, así que del panteón se fue directo a trabajar.

Ese mismo día, poco después de las ocho de la noche, regresó a su casa, donde fue recibido por su esposa y sus hijos. Como de costumbre se sentaron a cenar. Aún no empezaban, cuando llamaron a la puerta. 

Uno de sus hijos fue a abrir y se encontró con un caballero elegantemente vestido de traje blanco y un amplio sombrero que le cubría el rostro.

El visitante, de voz grave, le preguntó al chiquillo por su padre. El comerciante le pidió que le preguntara al extraño quién era.

—Dile que él me invitó a cenar el día de hoy —respondió el caballero. 

El niño fue nuevamente con su padre para avisarle. 

—No recuerdo haber invitado a alguien a cenar —dijo el padre—. Dile que se vaya.

Como el hombre le indicó, el pequeño le pidió al visitante que se retirara, a lo que el individuo contestó: 

—Dile que sí, que me invitó a cenar cuando estaba en el panteón. 

Al escuchar esto, el hombre palideció y se puso nervioso. Entonces lo dejó entrar y sentarse a cenar a su mesa, donde, por cierto, nadie dijo ni una palabra.

Tras una prolongada visita, el misterioso individuo se levantó de su silla y, con su característica voz ronca, le dijo al padre de familia: 

—Yo ya cumplí con venir, ahora yo te espero mañana donde me conociste para que veas lo que yo como. ¿Estás de acuerdo? 

El comerciante no pudo decir nada, así que el visitante se retiró. 

Apenas amaneció y el hombre corrió a la iglesia del pueblo a platicarle lo sucedido al sacerdote, quien le dijo:

—Lo que has hecho estuvo muy mal, pues uno nunca debe burlarse de los muertos. Debes ir a la cita, pues de lo contrario nunca te dejará en paz.

El comerciante completamente pálido y temblando de miedo, fue al panteón, dirigiéndose al lugar donde había sucedido todo.

Tras no llegar en todo el día a su casa, su esposa fue a buscarlo al cementerio. ¿Y qué crees que pasó? ¡Lo encontró muerto sobre una calavera!

El tesoro imposible

Hace mucho tiempo, un grupo de amigos fueron a buscar un gran tesoro que, al parecer, estaba enterrado en una cueva de Linares. 

Un día tras otro buscaron, sin parar, en las lomas y junto a los ríos hasta que, en cierta ocasión, encontraron una cueva en la sierra. 

Cuando se decidieron a entrar, oyeron una voz que dijo: 

—Todo o nada, todo o nada, todo o nada… 

Aunque tuvieron miedo porque era una voz escalofriante, en ese momento uno de los amigos dijo: 

—¡Todo! 

Y después de que el eco de su exclamación se perdiera en la cueva, aparecieron montañas de monedas de oro, diamantes, rubíes y esmeraldas. Se emocionaron mucho y empezaron a revisar las cosas hasta que, de pronto, se quedaron dormidos.

Al día siguiente, los amigos agarraron lo que pudieron y cuando iban a salir de la cueva esta se cerró y la voz volvió a decir: 

—Todo o nada, todo o nada, todo o nada… 

Trataron de abrir con picos y palas, pero la roca era tan dura, que ni un poco de daño lograron hacerle. 

Estaban muy asustados y no sabían qué hacer. Como estaba muy oscuro prendieron las lámparas y en ese momento la voz repitió lo mismo.

Los amigos, para poder llevarse todo el tesoro, decidieron dejar las herramientas y cargaron con lo que les cupo en las bolsas, en las mochilas y en las manos. Se quitaron las camisas, los calcetines, los pantalones y los zapatos para llenarlos, pero, aun así, no llevaban ni la tercera parte del tesoro, mientras la voz seguía diciendo lo mismo. Como se dieron cuenta que no podían llevarse todo, dijeron: 

—¡Nada, nada, nada! 

En ese momento la cueva se abrió y el tesoro desapareció junto con sus cosas. Así quedaron libres y se fueron muy tristes, descalzos, en calzoncillos y con las manos vacías. 

Desde entonces, algunos codiciosos han ido a buscar la cueva con camiones y utensilios dónde cargar el tesoro, pero, al parecer, esta cueva juega con la gente, pues si puedes llevarte el tesoro ¡no se abre! pero si no, seguro la encuentras. Al final, es una cueva encantada que sabe divertirse con la avaricia de las personas. Así que ten mucho cuidado con lo que buscas, pues podrías caer ¡en una terrible trampa!

La joven del río La Silla

Don Samuel trabajaba de chofer en una línea de camiones que cubría la ruta del centro de Monterrey hasta la Avenida Tolteca en Guadalupe, Nuevo León. Una noche como cualquiera, llena de nubes que amenazaban con un aguacero clásico del mes de agosto, don Samuel esperaba, estacionado en el Obelisco, a que su pasaje abordara. Ésta sería la última vuelta del día para finalizar su jornada laboral.

Entre los pasajeros, a don Samuel le llamó la atención una señorita, vestida con traje sastre, que fue a sentarse en la parte de atrás. La notó porque conocía a todos sus clientes, pues tenía ya algunos años cubriendo la última vuelta y a ella nunca la había visto.

Los pasajeros fueron bajando poco a poco. Don Samuel seguía observando a la dama que no hacía el menor intento por indicarle la parada. La lluvia comenzó con fuerza, por lo que, en poco tiempo, muchas de las calles de la ruta se inundaron, así que el trayecto se hizo más lento. 

El chofer tomó la decisión de tomar otro camino para ofrecer un viaje más seguro. Los rayos y truenos pusieron nerviosos a los pasajeros, ya que entre ellos intercambiaban palabras de asombro. Entonces, el conductor les pidió a sus últimos cuatro clientes que le dijeran dónde vivían para acercarlos lo más posible y así evitar que sufrieran algún percance en su regreso a casa. Cada uno le fue indicando el camino. 

La última parada estaba cerca y la creciente del río era evidente. Fueron bajando las personas, por lo que sólo quedó en la unidad de don Samuel la chica callada que se había subido al inicio del trayecto.

Le preguntó su destino, ya que ella no había dicho nada. La señorita le contestó que se dirigía a la orilla del río, al final de la ruta. No era muy común, a esas horas de la noche, que alguien bajara en el Río La Silla, en la colonia Tolteca. La joven aclaró que no podía desviarse, pues ahí la esperaban. Ante su insistencia, don Samuel la llevó. 

La lluvia no disminuía y ya sólo estaban a unos metros de su destino. Él no veía en la parada a nadie que estuviera esperando a la mujer. Cuando detuvo su unidad, la chica le dio las gracias y le pidió un poco de su tiempo, ya que quería contarle una historia.

Los nervios de don Samuel se hicieron presentes, pues el lugar estaba solitario, los truenos eran muy fuertes y la creciente del río aumentaba. No pudo negarse, ya que no quería dejar a la chica en medio de la noche, sola y desprotegida, por lo que le indicó que la escucharía mientras llegaban por ella.

La señorita le contó que, hacía ya varios años, había trabajado en una tienda departamental y solía salir temprano. Pero, en una ocasión, tuvo un faltante de dinero, ya que era cajera, por lo que tuvo que quedarse hasta muy tarde para aclarar su situación. Cuando la dejaron ir, tomó el último camión. En el trayecto, dos jóvenes habían hecho la parada, subiéndose en la Avenida Juárez, en Guadalupe. Al llegar al final de la ruta, el chofer les indicó que hasta ahí daba el servicio. La reacción de los sujetos fue golpear fuertemente al chofer en la cabeza, dejándolo desmayado y sangrando en el lugar. Ella, al observar la escena, intentó bajar corriendo del camión, pero tropezó y cayó al piso. Entonces los hombres la llevaron a la fuerza hasta la orilla del río para matarla. 

Don Samuel interrumpió a la chica, diciéndole que, si era una broma lo que le estaba contando, era de muy mal gusto y no eran horas, para ninguno, de estar parados a la orilla del río con semejante tormenta y tan desagradable historia.

La chica lo miró fijamente y le contestó que no temiera, pues sólo necesitaba su ayuda, pues ella era la chica que estaba muerta y su cuerpo permanecía aún en el fondo del río La Silla. 

Don Samuel bajó de su unidad deseando que fuera sólo su imaginación, para darse cuenta que la chica aún permanecía en el interior de la misma. Entonces volvió a subir. Le pidió a la chica que se fuera, porque ya no podía esperar más a que vinieran por ella, pues su familia lo esperaba. La señorita le suplicó que necesitaba ayuda, que ya quería descansar en paz. Luego bajó del camión y se perdió entre la lluvia y la noche.

Desconcertado y con miedo, don Samuel se fue a su casa y le contó a su esposa lo ocurrido. Él no sabía si creer, pero le pidió a su esposa que lo acompañara al lugar, muy temprano, para ver si podían averiguar algo de lo que la chica contaba.

Y así fue. Los dos se dirigieron al río muy temprano, preguntando si alguien sabía algo acerca de una joven que hubiera sufrido algún accidente recientemente. Después de mucho preguntar, se encontraron con un señor de edad avanzada que les contó que una muchacha había desaparecido y que, en aquel entonces, la policía y familiares la buscaron, ya que un chofer había contado que él la había visto, por última vez, la noche en que unos maleantes lo asaltaron y golpearon, sin saber nada más de aquella muchacha que nunca volvió a su hogar. También les contó que, después de las once de la noche, en el mes de agosto, muchos la habían visto.

Sin querer saber más, la pareja se fue. En poco tiempo ofrecieron misas para el eterno descanso de aquella señorita que le había pedido ayuda. 

Por un tiempo, la joven dejó de aparecer, pero se cuenta que la han visto un par de veces cerca del río La Silla, pues espera que alguien saque su cuerpo y le den sepultura. Otros cuentan que la ven vagar por las calles buscando a los hombres… ¡que le arrebataron la vida!

El pueblo encantado 

Una tarde, los compadres Arcadio y Genaro iban a caballo por un camino de la sierra, cuando, de pronto, escucharon risas y canciones. Los dos se detuvieron para mirar hacia atrás y se dieron cuenta de que los caballos se habían puesto muy nerviosos. 

Arcadio se sorprendió al ver un pueblo no muy lejos, pues pasaron miles de veces por ahí y nunca habían visto ese lugar. Por un momento pensaron que era obra del mismísimo Diablo. Genaro estaba asombrado con lo que tenía ante sus ojos, parecía hipnotizado.

De pronto, dos hermosas mujeres se acercaron y, con voz dulce, los invitaron a unirse a la fiesta. Arcadio le dijo a su amigo que se alejaran y no escucharan a las mujeres. Pero Genaro se bajó del caballo y caminó hacia ellas sin prestarle atención al consejo de su compadre. Entonces, las mujeres le suplicaron que las acompañara también. Cerca estuvo de caer, pero reaccionó de inmediato y huyó en su caballo, dejando atrás a su amigo, a las hermosas mujeres y al otro caballo. Aún a lo lejos, podía escuchar la música, las risas y los llamados de las mujeres. 

De Genaro no se supo nada. Al tercer día llegó el caballo solo y hambriento, pero casi no comió, hasta que murió de tristeza.

Pero la historia no termina aquí. Tiempo después, dos amigos llamados Reinaldo y Juvencio habían visto ese mismo pueblo festivo y ambos aceptaron la invitación de las dos mujeres hermosas. Fueron conducidos por ellas a la fiesta donde había personas de todas las edades, excepto niños. Entre la multitud, Juvencio creyó reconocer a Genaro, quien había desaparecido desde hacía muchos años.

La fiesta era enorme, hombres y mujeres bailaban hasta el cansancio y todo mundo bebía vino en grandes cantidades. A ellos les ofrecieron beber, pero Juvencio no quiso, en cambio Reinaldo aceptó sin pensarlo dos veces. También les sirvieron los manjares más apetitosos que jamás habían visto, pero el amigo tampoco comió porque estaba muy asustado. Luego, una de las mujeres se le acercó y trató de seducirlo, pero su desconfianza era mayor y no se dejó arrastrar por la tentación. Su fuerza de voluntad fue enorme, a pesar de que su amigo no se resistió a la fiesta. 

Al cabo de un rato, debido al cansancio, Juvencio se quedó dormido y despertó hasta el otro día. Los caballos seguían ahí, pero no vio rastro de Reinaldo ni del pueblo que creyó haber visto. Después se subió a su animal y galopó hacia el rancho, donde les contó la historia a los vecinos. Todos le creyeron, pues siempre se supo de hombres y mujeres desaparecidos en aquel rumbo de la sierra, luego de haber entrado a un pueblo encantado y festivo, gracias a las invitaciones que la gente de ahí les hacía. De su amigo nunca se volvió a saber nada. Desapareció para siempre.

Juvencio fue el único que escapó de quedarse atrapado en aquel lugar porque no aceptó tomar vino, probar bocado, ni festejar con la gente. En otras palabras: como no cayó en la tentación, vivió para contarlo. 

En muchas partes del mundo, y también en México, se cuentan historias de pueblos fantásticos que sólo aparecen en ciertas ocasiones o en un determinado número de años. Un buen ejemplo son las visiones en el desierto del Sahara, donde se habla de la existencia de pueblos espectrales que sólo se muestran a la vista humana cada cien años.

En Nuevo León, se cuenta que, en un camino de la Sierra Madre Oriental, algunas tardes se escucha una música muy melodiosa y también voces y risas de gente. Los sonidos vienen de atrás de quien los percibe. Si se atreve a voltear, verá que se está llevando a cabo una verdadera celebración. En caso de que la persona ande a caballo, éste se mostrará inquieto y querrá huir, además de no obedecer las órdenes si su jinete quiere ir hacia la fiesta.

La recomendación es no mirar atrás e ignorar las invitaciones y seguir su camino. Sin embargo, si la curiosidad es grande y la persona voltea para mirar la escena, lo que debe hacer es alejarse de inmediato y no aceptar nada que le ofrezcan porque, de lo contrario, se quedará atrapado en ese mundo… para siempre.

El asesinato de la calle Aramberri

Era el siglo XX y en Monterrey se vivía una aparente paz, pues todo funcionaba adecuadamente y la vida seguía su curso.

Había una casa situada en la acera sur de la calle Aramberri. En aquella vivienda habitaba una familia compuesta por la señora Antonia Lozano de Montemayor, de 54 años de edad, su hija Florinda Montemayor, de 21 años de edad, y el señor Delfino Montemayor. Esta familia era de las más respetadas en la región.

Mientras corría el año 1933, la casa de Aramberri fue escenario y mudo testigo de una muestra de la locura causada por la ambición. 

Un día, mientras el señor iba a trabajar, su esposa e hija fueron atacadas por tres sujetos, los cuales deseaban saber la ubicación de un gran cofre lleno de monedas de plata. En el comedor de la casa es donde estos seres, a los cuales no se les puede llamar humanos, torturaron de la manera más horrenda, sangrienta y cruel a estas dos mujeres.

La investigación del caso fue difícil, ya que no había rastros de que las puertas hubieran sido forzadas y como testigo sólo estaba el perico, mascota de la familia, quien resultó ser pieza clave para la captura de los asesinos, ya que, con sus escandalosos gritos, repitió las últimas palabras de una de sus dueñas que dijo:

—¡No me mates, Gabriel! ¡No me mates! 

Esto armó las pistas necesarias para que las autoridades capturaran al sobrino de la familia, quien, para fortuna de los investigadores, todavía tenía gran parte del material robado y otras pruebas incriminatorias. Pronto, el joven confesó que el crimen lo había realizado junto con otros dos hombres, quienes fueron capturados también. 

A los tres homicidas se les aplicó la ley fuga, que significaba dejarlos correr y a cierta distancia dispararles para matarlos. 

Los vecinos no tardaron en notar cosas sospechosas provenientes del interior de la mansión. En primer lugar, pese a que la familia retiró los muebles, en uno de los cuartos de la planta baja quedó la imagen de una mujer, cuyo rostro aparece desfigurado. Se dice que es la imagen de la señora asesinada, de la cual su espíritu habita ahora en el hogar.

De las paredes de la casona se dicen que surgen susurros, ecos del pasado, en los que se siente el terror y el sufrimiento de las mujeres que allí murieron. Fue tanto el interés de los ocultistas, que las autoridades se vieron obligadas a sellar todas sus entradas con la amenaza de encarcelar a todo aquel que irrumpiera en el domicilio.

Una de las leyendas urbanas más comunes habla de que, hace algunas décadas, unos periodistas decidieron entrar. Mientras se encontraban grabando allí, con la esperanza de obtener algún registro paranormal, una llamada urgente les hizo abandonar el lugar a toda prisa. Camino a su destino, un accidente los dejó a ambos en un grave estado de salud. La relación entre los dos eventos es natural, pero la historia no termina allí.

Al revisar las grabaciones, los periodistas se encontraron con algo que no habían escuchado en su estancia en la casa. Eran los gritos de las mujeres suplicando piedad, las voces del pasado que, a través de los micrófonos, lograron llegar al presente para mostrarnos el terror que vivieron aquella trágica noche. 

La casa de los tubos

La leyenda urbana de La Casa de los Tubos cuenta que esta construcción, con diseño cilíndrico, fue creada por el padre de una pequeña de once años que estaba en silla de ruedas, quien decidió adaptar todas las habitaciones con rampas para que su hija circulara libre por toda la casa.

Meses después de comenzar la extraña casa, ubicada en la calle René Descartes No. 845 en la colonia Country en el Municipio de Guadalupe, dos trabajadores murieron inexplicablemente, lanzándose del último piso ante la mirada de sus compañeros. El padre de la niña tuvo que convencer a los otros albañiles de seguir con la edificación de la casa y explicarles que no estaba embrujada como decían algunos vecinos. 

A los pocos días llevó a su hija para que se motivara al ver que sería fácil vivir en su nueva residencia, luego de quedar paralítica.

Sin embargo, al dejarla sola en una de las habitaciones, la silla de ruedas se deslizó por una de las rampas diseñadas para ella, llevándola hacia su muerte, ya que cayó por una ventana.

Después del fatal accidente y la tragedia que invadió al padre de la pequeña, se refugió en el alcohol para luego suicidarse por el dolor de haber perdido a su hija. 

Posteriormente, una familia fue a ver la casa. Llevaron a su niño, que era de la misma edad que la pequeña fallecida. Se dice que, misteriosamente, también cayó por la misma ventana. 

Lo extraño de esta casa es que las muertes se presentan por medio de caídas, por lo que las almas quedan atrapadas en la construcción, tal vez, debido a esto, se habla de que muchas veces se ven diversos personajes, siluetas o espíritus en ella, como unos niños jugando.

La vivienda fue abandonada en obra negra y se volvió leyenda. Los vecinos afirman que los lamentos de la menor han sido escuchados dentro del lugar.

La residencia, a lo largo de los años, se volvió un lugar de reunión para algunas personas que buscaban comunicarse con la niña fallecida o algún otro espíritu. Además, se habla de más muertes de visitantes, pactos suicidas que se llevaron a cabo, accidentes fatales y la posible presencia del fantasma de la niña muerta que se manifiesta con gemidos de angustia y llanto por las noches. 

Se dice que, en la actualidad, buscan reconstruirla, pero la casa de los tubos, hasta el día de hoy, sigue siendo un lugar al que nadie quiere ir a vivir. ¿Te atreverías a pasar por lo menos una noche en aquel lugar? 

La cueva de Agapito Treviño

Agapito Treviño fue como el Robin Hood de Monterrey. Nació en el año de 1829 en la hacienda de los Remates en la Villa de Guadalupe (actualmente Guadalupe, Nuevo León). A la edad de 18 años ya era un ladrón conocido en toda la zona y aterrorizaba a los ricos de Monterrey.

Tenía un estilo muy particular a la hora de robar, pues llegaba montado en un caballo blanco, siempre cargando una armónica. Al asaltar a sus víctimas, las obligaba a bailar desnudas mientras él tocaba una canción, después las dejaba amarrados en el monte. A pesar de su peculiar sentido del humor, nunca mató a nadie. De hecho, llegó a ser querido por mucha gente y era considerado un hombre bondadoso, ya que no recurría a la violencia cuando robaba.

Al terminar el día, este ladrón legendario cargaba con bolsas llenas de su motín para repartir una parte con las personas más pobres y el resto esconderlo en la Cueva de La Boca. De ahí viene el nombre de Cueva de Agapito Treviño, así llamada por ser su gigantesca bóveda de dinero.

En el año 1851, fue detenido por primera vez y lo condenaron a diez años de trabajos forzados en las canteras de la Loma del Obispado, de la cual escapó con todo y grilletes puestos.

En 1853 lo capturaron una segunda vez y de nuevo fue condenado a diez años de trabajos en la construcción del entonces Palacio Municipal (actualmente el Museo de Historia Metropolitana), pero nuevamente se fugó.

La tercera y última vez que lo capturaron fue en 1854. En esa ocasión lo condenaron a muerte. Cinco importantes oficiales, entre ellos Ignacio Zaragoza, decidieron que ese debía ser su castigo. El 24 de Julio, en la Plaza del Mercado (hoy Plaza Hidalgo) frente al Palacio Municipal, lo fusilaron a la edad de 25 años. 

Aun en sus últimos momentos, se relata que cantó con la venda puesta en los ojos: 

Adiós Monterrey, adiós amigos,

perdónenme si les hice daño».

Según la leyenda, la fortuna de Agapito Treviño sigue escondida en la cueva. Algunas creencias locales dicen que el tesoro tiene la maldición de que la persona que lo encuentre se volverá loco. Otras dicen que quien lo tenga y lo gaste en sí mismo, morirá. Pero hasta hoy no se ha encontrado nada y, por tanto, sigue vivo el gran misterio de la leyenda de la Cueva de Agapito Treviño.

La casa antigua

Cuenta la leyenda que, hace algunos años, en un pueblo cercano a China, Nueva León, existía un joven muy estudioso llamado Jorge. Una noche, después de acabar los exámenes del colegio, decidió ir a dar una vuelta por la zona. Debido a lo tarde que era, se perdió entre las casas que estaban cerca, pero en lugar de tener miedo, rebosaba de curiosidad, pues había un paraje solitario en el que la gente solía caminar de día, así que quiso ir a ver aquellos lugares escondidos en los que nunca había puesto atención.

Después de un rato de caminar, vio una casa de la época de la Colonia y decidió asomarse por las ventanas. Parecía deshabitada y estaba todo roto, lleno de polvo y telarañas. A pesar de que algo le decía que se fuera, él quiso seguir mirando. De pronto, vio aparecer a tres personas vestidas con ropa muy antigua. Esto lo paralizó por un momento.

De pronto, una de ellas lo miró a los ojos. Era una bella joven que, al darse cuenta de su presencia, se dirigió a la puerta. 

Jorge no supo qué hacer, pues tenía mucha curiosidad y le parecía ridículo esconderse puesto que había sido descubierto. En ese momento la muchacha abrió la puerta y lo invitó a pasar. 

Platicaron toda la noche, hasta que Jorge decidió irse, así que se despidió de Florentina, que era el nombre de su nueva amiga. Sin embargo, el joven fingió olvidar su chamarra para tener un pretexto para volver a encontrarse con la bella dama. Al partir, él le prometió regresar pronto. 

Al día siguiente, pasadas las once de la noche, Jorge le contó a su amigo Alberto lo que le había sucedido. Él se sorprendió porque siempre había creído que era una casona vieja y deshabitada. 

Entonces, Jorge le pidió que lo acompañara para demostrarle que ahí vivía esa joven hermosa de la que sentía que ya estaba muy enamorado.

Al llegar, la casa se veía igual de abandonada que el día anterior, pero aun así tocaron. Después de un rato, sin que nadie les abriera, decidieron entrar. 

En el piso encontraron la chamarra de Jorge. Luego vieron a las dos personas que habían estado con Florentina la noche anterior y con quienes Jorge no había conversado. El joven los saludó preguntando por la muchacha, pero no le respondieron. De pronto, fueron hacia un rincón de la estancia y, sin más, desaparecieron.

Ambos amigos, aterrados, huyeron del lugar. Nadie les creería lo que habían visto, pero estaban convencidos de que aquellos eran fantasmas. 

Pasó un tiempo y Jorge decidió buscar información acerca de esa casa. Ahí fue cuando descubrió que, casi cien años atrás, en esa casa, trágicamente, había muerto una jovencita llamada Florentina, de 15 años.

Al mirar la foto, comprobó que era la misma de aquella noche. Salió corriendo con la esperanza de que todo eso fuera mentira. Cuando estuvo frente a la casa, vio una sombra que se acercaba a él a toda prisa, entonces huyó y fue a buscar un sitio seguro. 

Llegó a casa de Alberto y le contó lo sucedido. Estaba muy nervioso y no quiso quedarse ahí, al parecer porque sentía que aquella sombra aún lo seguía.

Días después, el cuerpo de Jorge fue encontrado afuera de la casa, ya sin vida. Lo que se supo es que, al ver que no sabía por dónde seguir, vio una colina y, como no tuvo más remedio, se tiró. Después, algo o alguien lo arrastró hasta el jardín de la casona, pues desde la colina hasta el sitio donde lo encontraron, había un camino de sangre, ropa y restos del joven.

Se cree que Florentina también se enamoró de él y halló la forma de que permaneciera a su lado para siempre, pero ¡de la forma más escalofriante!

Los hijos desobedientes del barrio Topo Chico

Allá por el año 1949, dos hermanos acostumbraban reunirse con su primo para pasear en el Cerro del Topo, jugar o conseguir colorines que usaban como canicas, ya que sus escasos recursos no les permitían a sus padres comprárselas.

Un sábado por la mañana pidieron permiso para hacer uno más de sus paseos, pero su padre no los dejó ir, debido a que pensaba que corrían peligro. Sin embargo, al final se fueron a escondidas.

Llegó la noche y los niños no regresaron. Pasaron varios días sin que los padres tuvieran noticias de ellos. Se dice que estaban tan desesperados, que fueron a buscarlos a lugares más alejados como Saltillo, Reynosa y Laredo.

Al décimo día, el padre, desesperado, compró el periódico y se llevó una gran sorpresa al ver que, en la primera página, se informaba del hallazgo de unos restos humanos que habían sido encontrados en un cañón del cerro al que los niños iban con frecuencia.

El descubrimiento fue hecho por un pastorcito de trece años, el cual, días después, murió a causa de la impresión que le provocó aquella experiencia.

Una chamarra de gamuza fue la que ayudó a identificar a uno de los niños, de los cuales nunca se supo la verdadera causa de su muerte, aunque con la información de las autoridades encontraron, se supo que el lugar era utilizado como campo de entrenamiento de soldados y que, posiblemente, en forma accidental habrían dejado algunas granadas que los jóvenes activaron al pasar por ahí.

Cuenta la gente que habitaba cerca del lugar que, cuando reina el silencio, ¡se escuchan las risas de los niños!, como si estuvieran jugando en el cerro. Pero no son aquellas risas tiernas que tuvieron en vida, éstas, con tan solo escucharlas, te hielan la sangre.

Don Fermín

Esta historia sucedió en la casa que se encuentra en la esquina sureste de Ocampo (hoy Raymundo Jardón, antes calle San Francisco) y Diego de Montemayor (antes Calle de la Presa), justo atrás de la Iglesia Catedral.

Se cuenta que, antiguamente, cuando una persona moría, se iniciaba el velorio en la casa del fallecido, reuniendo ahí a familiares y amigos. En esa vivienda habitaba don Fermín, que murió de causas naturales. Su cuerpo fue instalado en la sala, dentro de un ataúd, con cuatro cirios de cera encendidos a su alrededor. El velorio transcurrió con normalidad: la gente llegaba y rezaba. Al medio día, algunos amigos llevaron comida, más tarde se sirvió café con pan y en la noche, después del rezo del Rosario, se sirvió la cena y café negro.

A las doce, cuando sonaba la última campanada del reloj de la Catedral, un ruido de perros peleándose, y que se acercaban al lugar, estremeció a la gente en el velorio. Éstos entraron a la casa generando toda clase de desorden, tumbando el ataúd y los cirios, y dejando aquel lugar en penumbras.

Los perros salieron y con ellos se fue algo muy importante: ¡el cuerpo del señor Fermín! ya que, al poner en orden el lugar, descubrieron que el ataúd estaba vacío, causando gran temor y admiración entre los presentes.

En esa casa, hoy día, hay un café que permanece abierto hasta altas horas de la noche y, de vez en cuando, en medio de la madrugada, llega un hombre vestido de negro que dice llamarse Fermín y pregunta por su casa para luego desaparecer.

Nadie sabe qué ocurrió, pero sin duda, don Fermín sigue vagando por las calles, buscando su casa, posiblemente para tener su santa sepultura.

La laguna de Sánchez

En la laguna de Sánchez, la belleza incomparable de los paisajes, su lejanía y la gente de ahí, han hecho que, en torno suyo, se desarrollen innumerables historias, cuentos, relatos de brujas y fantasmas. 

Una de estas historias dice que, en algunas noches de luna llena y sobre la orilla de la laguna, se ha visto la silueta de una mujer, la cual camina lentamente y llora lamentándose de algo, pues al parecer le invade un dolor muy fuerte. Va vestida de blanco, de cabello largo y muy negro, suelto hasta la cintura. Su figura se pierde a lo lejos. Por el resumidero de la laguna dicen que es La Llorona, que se lamenta por la muerte de sus hijos, a los cuales ahogó y es por eso que su alma anda en pena. También se cree que su presencia es señal de lluvias, de una calamidad que se avecina, augurio de problemas, huracanes o sequía. 

Esta creencia surgió cuando la vieron cerca de la laguna que estaba muy llena y después llegaron los huracanes Beulah y Gilberto, tiempos en que el agua rebasó todo el sembradío de maíz y trigo. Es un misterio, algo inexplicable que le da un toque de magia a este lugar.

El rincón del Diablo

Por el barrio de Las Tenerías, sonó el toque de queda. La gente comenzó a caminar apresuradamente, cruzaron el barrio, deseando llegar cuanto antes a sus casas sin atreverse a confesar el temor que sentían al pasar por allí. A lo lejos se escuchó el escalofriante grito del centinela.

Cuentan los vecinos, con misterio y horror, que el Diablo, noche a noche, pasea por aquel rincón de la ciudad, dejando a su paso un penetrante olor a azufre. Por eso, apenas oscurece, las puertas son atrancadas, las familias se resguardan y sólo rompe el silencio la voz del viento.

Una oscura noche, cuando el vigilante gritaba:

—¡Las doce y todo sereno! 

Los vecinos del lugar oyeron gritos pidiendo socorro, pero todas las puertas permanecieron cerradas. Nadie abrió la suya al pobre hombre que pedía ayuda y el grito se perdió en el silencio de la noche.

Al día siguiente, apenas amaneció, una persona, que caminaba cerca del lugar, se encontró con un joven inconsciente que estaba junto a una barda, así que se acercó a él para ayudarlo. Cuando volvió en sí, le contó que venía de una fiesta cuando le salió al paso un hombre vestido con ropa negra. En su cara, horrorosamente fea, sus ojos brillaban como centellas y dejaba ver dos largas y delgadas piernas. Contó que, teniéndolo tan cerca, lleno de terror, logró sacar el cuchillo que siempre llevaba en la cintura y lo había hundido varias veces al pecho de aquel extraño ser. Lo espeluznante es que no lograba herirlo ni conseguir que se alejara hasta que, al no poder resistir por más tiempo aquella mirada, perdió el conocimiento.

Muchos de los vecinos aseguraban haber visto: ¡al mismísimo Diablo paseando por aquel lugar! Desde entonces se conoce a ese barrio de Monterrey con el nombre de El Rincón del Diablo.

La bailarina del Diablo

Por la calle del Colegio de las Niñas, hoy Abasolo, vivía una alegre y linda joven, muy aficionada a los bailes. Como era muy solicitada por los muchachos, aceptaba invitaciones de todos. La madre viuda, sufría mucho, pues era objeto de las habladurías de la gente. La chica era solitaria, no tenía amigas y sólo buscaba la compañía de los jóvenes que la tomaban como objeto de diversión. Así pasaba su vida sin hacer ninguna otra cosa.

Una vez le anunció a su madre que iría a un baile. Esa noche, al preguntarle quién la acompañaría, ella le contestó: 

—Iré con el primero que toque a la puerta. 

La madre, sumamente disgustada por la insolente respuesta, le dijo: 

—Estoy segura de que sí el Diablo viniera a invitarte, irías con él.

Riéndose, la joven fue a vestirse para el baile. Minutos más tarde oyó que tocaban a la puerta, así que le dijo a su madre: 

—Ya me voy, estoy segura de que vienen por mí.

Al abrir, vio a un atractivo joven de negro que gentilmente la invitaba para que lo acompañara. Sin importarle quién era el que solicitaba su compañía y sólo queriendo divertirse, salió de su casa.

Al volver a su hogar, después de haber bailado mucho con su joven y atractivo acompañante, éste, para despedirse, la abrazó. Al hacerlo, ella sintió que los brazos del muchacho la quemaban y, al soltarse, le arañó el rostro. La joven empezó a gritar y de inmediato acudieron muchos vecinos y la angustiada madre, alcanzando ver al hombre, quien desapareció dejando un penetrante olor a azufre, y a la joven tirada en la acera.

Arrepentida de su vida anterior y con el rostro desfigurado, la joven entró en un convento, pero no duró mucho tiempo, ¡pues murió días después!

Don Goyo, el cochero 

En 1905, cuando Monterrey era una ciudad apacible, había por la vieja calle del Comercio (llamada Morelos), un sitio de carretas jaladas por animales.

Uno de los cocheros, don Gregorio, conocido popularmente como don Goyo, viejo bonachón y con fama de atento y servicial, solía quedarse toda la noche.

Una ocasión en que la lluvia no paraba y el frío llegaba hasta los huesos, el antiguo reloj de la Catedral empezó a dar las doce campanadas. Don Goyo, con su sombrero puesto y envuelto en su cobija de lana, cabeceaba en el asiento del coche, con pocas esperanzas de que alguien quisiera su servicio, pues el clima era terrible.

De pronto, se acercó al carruaje una mujer que le pidió que la llevara a la iglesia del Roble. El coche se puso en movimiento por las calles. No cruzaron ni una palabra. Al llegar, la dama pidió al cochero que ahí la dejara y bajó del vehículo, no sin antes advertirle que durante nueve noches consecutivas habría de solicitar sus servicios, a la misma hora y para el mismo recorrido, y que al final le pagaría.

Y así fue, por nueve noches a la misma hora y sin que don Goyo supiera de dónde salía su clienta, la llevó hasta la iglesia.

En la última noche, al dejar a su pasajera en el Roble, el cochero esperaba su paga. La muchacha le pidió que la esperara porque quería ser llevada de vuelta a su casa. Don Goyo la vio descender del coche, llegar hasta la puerta mayor de la iglesia, arrodillarse y permanecer en actitud de rezo. Al fin la dama abordó la carreta y le pidió que se fuera por la calle de Aramberri.

El cochero se extrañó cuando, en el punto poniente de la calle mencionada, le pidió que se detuviera. ¡Estaban frente al panteón!

La mujer bajó del carruaje, el hombre esperaba recibir la paga que le adeudaba la dama, pero, con sorpresa, vio cómo ella se dirigió hacia la entrada del cementerio hasta la reja de hierro. Allí se detuvo y, volviendo la cabeza hacia el carruaje, don Goyo pudo darse cuenta quién, durante nueve noches, había llegado al Roble. Era nada menos que un ánima en pena. 

Bajo el negro manto de luto, con la luz de la luna, pudo ver una calavera que desde la puerta del cementerio parecía reírse de él.

El pobre hombre no recibió su paga y, después de esa noche, nunca volvió a trabajar de cochero, pues le aterraba otro encuentro con aquella espeluznante calavera.

El charro de la palmera

Por la calle Galeana había, a principios de siglo XX, en el Canalón, una vieja y hermosa palmera.

Apenas anochecía, los vecinos de ese lugar se metían temerosos en sus casas porque, cuando las primeras sombras de la noche aparecían, se veía al pie de la palmera un charro elegantemente vestido, que permanecía ahí hasta aparecer los primeros rayos del sol.

Cuentan que, cuando un trasnochador pasaba por aquel lugar, el charro le salió al paso haciendo sonar fuertemente sus espuelas y dejando ver, debajo de su enorme sombrero, el rostro horripilante de una calavera. El desafortunado murió de miedo.

Por mucho tiempo se habló de la existencia de un gran tesoro, pero todos temieron buscarlo.

Transcurrieron los años, la ciudad fue creciendo, desaparecieron la palmera y el charro, pero quedó el recuerdo del extraño y misterioso personaje de rostro aterrador.

El arroyo seco

En un camino que va a Villa de Santiago, se encontraba un arroyo, no muy profundo, que permanecía seco la mayor parte del tiempo. Sólo en verano, en la época de lluvias, corrían por su cauce aguas que arrasaban cuanto encontraban a su paso.

Una de esas tardes, una familia de pobres campesinos, que atravesaba el riachuelo en una vieja carreta, fue sorprendida por las violentas aguas del arroyo que, en furiosa y repentina crecida, la arrastró hasta hacerla desaparecer.

De esta familia sólo se salvó la madre. Al verse sola y sin sus seres queridos, corrió a la orilla del arroyo, llamándolos a gritos sin obtener respuesta.

Enloquecida de dolor, le gritaba al esposo amado y a sus hijos que, en un instante, le habían sido arrebatados. De pronto, se detuvo a la orilla del barranco y se lanzó a las revueltas aguas.

Aseguran que, desde entonces, por la maldición de esta mujer que se lanzó llena de dolor, el arroyo ahora sólo es un Arroyo Seco.

Sin embargo, se sabe que aún lleva grandes cauces en tiempos de lluvia y se cuenta que se ha visto en sus aguas a una mujer, siempre la misma, gritando los nombres de su esposo y sus hijos fallecidos. Nadie se ha atrevido a tratar de salvarla, pues temen que se los quieran llevar con ella al fondo del río y morir ahogados como su familia.

La Virgen del Roble

Una de las leyendas más conocidas de Nuevo León, es la de La Virgen del Roble, patrona de la parroquia de Monterrey. 

La historia cuenta que una niña iba con su rebaño de ovejas cuando oyó que le llamaban por su nombre, entonces fue a buscar entre los árboles y, para su sorpresa, vio en el roble una estatua de Nuestra Señora, que desprendía un suave olor y estaba adornada con tanta belleza que parecía más un nicho santo que un simple tronco entre la maleza.

Así, la pequeña corrió a contar a sus padres el hallazgo, quienes, al no dar crédito, la acompañaron al lugar donde se encontraba el viejo roble.

Al ver la imagen, los padres lloraron emocionados y, de inmediato, fueron a contarle el suceso al cura. Éste lo dio a conocer a los feligreses y, llenos de curiosidad y júbilo, fueron a ver a la Virgen. Desde ese momento decidieron trasladarla a la parroquia.

Al día siguiente, muy temprano, los creyentes fueron al templo y, sorprendidos, vieron que el pequeño altar, en donde habían dejado a la santa, estaba vacío.

Corrieron entonces hacia el bosque y se alegraron de encontrarla en el mismo sitio donde, por primera vez, la habían visto.

Observaron, con admiración, que su manto y su vestido de madera tenían lodo y pasto seco, por lo que creyeron que la imagen había hecho el trayecto sola y a pie, como señal de que su deseo era que en ese lugar fuera construido su templo.

Se dice que en muchas ocasiones llevaron a la Virgen a la parroquia y que las mismas veces ella se regresó sola al roble.

Los fieles por fin se resignaron y ahí mismo levantaron una humilde capilla, convertida en la actualidad en la hermosa Basílica del Roble, en las calles de Juárez y 5 de mayo de la ciudad de Monterrey.

El padre sin cabeza

Se cuenta que, en una vieja casa de la calle de Ocampo en Monterrey, vivía una familia adinerada compuesta por la viuda y sus dos jóvenes hijas.

Cada noche de invierno, cuando se acercaban las fiestas de la Inmaculada Concepción, los habitantes de esta casa eran despertados por una luz intensa que penetraba a través de las ventanas y venía del patio de la casa.

Se quedaban quietos en sus camas para escuchar cualquier ruido que les revelara la presencia de algún intruso, pero sólo lograban oír un murmullo que iba desapareciendo poco a poco a medida que la luz se desvanecía.

Así fue por mucho tiempo, hasta que un ocho de diciembre decidieron levantarse y ver quién encendía esa intensa luz.

Las tres mujeres permanecieron despiertas y sin hacer ruido cuando, de repente, apareció en el patio la luminosidad. Entreabrieron despacio la puerta de la recámara en la que se encontraban, queriendo ver las tres al mismo tiempo. Lo que descubrieron fue una extraña procesión guiada por un padre con todos los ornamentos, pero sin cabeza. 

La luz provenía de todas las velas que llevaban encendidas y las voces de las letanías que iban rezando, ésas eran las que provocaban aquel murmullo escalofriante y misterioso cada año.

Siguieron viviendo en aquella casa y la luz siguió despertándolas por muchos años más, hasta que decidieron venderla.

Al día de hoy, esta casa ha desaparecido, pero aún cuentan que, por las noches, cerca del ocho de diciembre, se escucha un murmullo acompañado de una luz tenue y hay más personas que han tenido la mala suerte de ver al aterrador padre sin cabeza… de quien aún no se sabe su historia.

El río Salado

Algunas noches doña Virginia y su familia despiertan con gran sobresalto pues, a veces, escuchan un ruido metálico, como de un caudal de monedas que se vacía por la chimenea. Acuden asustados a la cocina para ver entre las cenizas, pero nunca encuentran algo que explique aquellos sonidos. 

Doña Petra también se levanta porque, de madrugada, escucha el estruendo de una numerosa manada de caballos que cruza a todo galope por el traspatio. 

Por su parte, don Rogelio abrió una fosa para una letrina y encontró el esqueleto de un soldado.

Cosas muy extrañas suceden en las casas que están por la orilla norte del río Salado, a la altura de la estación Rodríguez y el viejo camino a Lampazos. Los niños y los jóvenes preguntan el porqué de tan raras manifestaciones y los viejos del lugar los reúnen después de la cena para contar, a las nuevas generaciones, un interesante relato.

Se dice que más de treinta guerrilleros revolucionarios que tenían como misión cruzar el río Bravo para comprar, al otro lado de la frontera, armas y municiones para las fuerzas villistas. Para esto, llevaban dos pesadas cajas de monedas de oro, de las llamadas Centenarios. 

Al cruzar por las cercanías de Bustamante, fueron descubiertos por soldados del Gobierno Federal y, ante la imposibilidad de enfrentarlos, porque los superaban en número, los revolucionarios llevaron a sus caballos en retirada para tratar de alcanzar la frontera a marchas forzadas. De tramo en tramo, dejaban a dos o tres tiradores para que enfrentaran y distrajeran al enemigo mientras la columna principal ganaba terreno. 

Cuando llegaron a la orilla del río Salado, se dieron cuenta de que serían alcanzados irremediablemente. Ya no tenían escapatoria. Entonces, al cruzar la estación Rodríguez, el comandante ordenó a dos de sus hombres que escondieran el dinero. Cumplida la orden, regresaron con sus compañeros quienes ya habían liberado sus cabalgaduras y se preparaban para recibir a los federales que estaban tomando posiciones en terrenos de la estación. Se inició entonces un feroz combate que, sin embargo, no pudo detener el avance de los solados y tuvieron que llegar al desesperado recurso de la lucha cuerpo a cuerpo. La columna guerrillera fue completamente aniquilada y se dice que sólo dos lograron llegar al río Bravo, pero muy mal heridos.

Así, en algún lugar del Salado, frente a la vieja estación y el antiguo camino a Lampazos, quedaron olvidadas dos cajas de Centenarios, para dar inicio a una leyenda que ha pasado de boca en boca entre la gente de esta tierra.

Cuenta don Pancho Ramírez que, hace algunos años, conoció a dos hombres que, de algún lugar desconocido, llegaron a Anáhuac a confirmar la leyenda. Eran dos ancianos que se encontró paseando en silencio por las inmediaciones del puente del ferrocarril, como buscando algo perdido en el paisaje. 

Le platicaron cómo habían escapado de morir en combate en ese lugar en los tiempos de la Revolución. Ellos habían enterrado dos cajas llenas de monedas de oro, pero no pudieron salvar más que la vida. Llegaron a Texas heridos, pasaron unos meses en recuperación y volvieron a la pelea hasta el final de la Revolución. El tiempo los volvió a reunir y, sesenta años después, regresaron al lugar de la batalla para buscar el punto exacto donde habían enterrado el oro. 

Ahora sólo el río y la vieja estación eran los mismos que los vieron pasar por aquellos años. Todo lo demás era irreconocible, el cauce ya no era el mismo, el antiguo puente del ferrocarril había sido cambiado por uno de acero y concreto, el viejo camino de Lampazos yacía olvidado, pues a un lado se levantaba un orgulloso puente para los modernos vehículos y, frente a ellos, al lado norte del río, se alzaba una gran población, que antes no existía, llamada Ciudad Anáhuac.

Por todo esto, las imágenes ya no correspondían a los recuerdos y ya era imposible reconocer el lugar donde quedó el dinero. 

Los viejos combatientes, con paso lento, volvieron a desaparecer decepcionados, para perderse, otra vez, tan misteriosamente como habían llegado. Se fueron silenciosos y tristes, quizás comprendiendo que ya su vida se había convertido en leyenda y que, tal vez, ya eran ellos mismos los fantasmas del pasado.

Hoy, el río sigue su largo camino al mar, indiferente a los buscadores de tesoros que, con modernos aparatos o la sola inspiración, buscan llenos de codicia o esperanza las cajas perdidas. Mientras tanto, el misterio perdura con sus historias de fantasmas que aún cabalgan en retirada o pelean desesperados el último combate.

Y así, cuando la noche llega a Anáhuac, las familias de la rivera se reúnen en torno al abuelo que, frente al fuego, repasa una vez más el relato que seguirá contándose de generación en generación y es conocido como El tesoro del río Salado

Sin embargo, actualmente, se cuenta que, en un rancho, cerca de donde pasan las vías del ferrocarril, fue donde encontraron una o dos cajas con dinero, Centenarios y lingotes de oro. Esto se supo porque el ranchero andaba haciendo caminos en el monte con el tractor y fue quien lo descubrió. Cuando los dueños se dieron cuenta de que su empleado no regresaba al rancho, fueron a buscarlo y vieron que había dejado encendida la máquina y algunas monedas tiradas. Además, las cajas vacías tenían marcas en forma de lingotes.

Es posible que los espíritus sigan buscando el tesoro y por ello aún se escuchen cosas extrañas; pero también es probable que el ranchero afortunado lo haya encontrado y ahora disfrutan del tesoro, él y sus hijos… ¡y los hijos de sus hijos!

La mujer del cementerio

Ésta es la historia de una mesera que laboraba en un bar ubicado frente a un panteón llamado Jardín de los Ángeles, que se ubica en el municipio de Apodaca, Nuevo León.

Un día, como cualquier otro, la mujer terminó su turno y se disponía a tomar un taxi para llegar a su hogar, donde la esperaban sus dos pequeños hijos al cuidado de la abuela. Iba cruzando la carretera, pensando solamente en llegar a su casa para llevarles de comer a sus pequeños y descansar, cuando fue brutalmente arrollada por un tráiler, quien no se dio cuenta de la presencia de la chica debido a la oscuridad del camino.

Desde entonces, la mujer se aparece en esta zona, haciéndole la parada a taxistas y automovilistas, que circulan por este camino, para que la lleven a su casa a ver a sus hijos, pues el día de la tragedia no lo logró.

Podría ser la cercanía de la colonia vecina al panteón, aunado al trágico accidente que ocurrió, lo que provoca diferentes hechos paranormales, tales como la aparición, debajo del semáforo, de una mujer de piel blanca, cabellera larga y negra, vestida de negro y con un rostro resplandeciente y siniestro. 

La hora con mayor actividad paranormal varía entre las dos y las tres de la madrugada. A veces es el galope de caballos, otras el llanto de una mujer del tipo llorona, carcajadas inexplicables en una primaria ubicada en dicha avenida, el aullido desesperado de los perros y otros tantos relatos que se cuentan de este municipio.

Tal vez, cuando pases por este sitio, te convendría recordar esta historia para no llevarte un gran susto.

La aparecida de Huinala

Esto sucedió un 24 de diciembre, hace ya muchos años, después de la cena de Nochebuena.

Eran las tres de la mañana y Joaquín, junto con su esposa y su hija, decidieron volver a su casa después de la agradable convivencia familiar. 

Ellos vivían en Santa Rosa. Para llegar a su casa pasaban por una calle que cruza la colonia de Huinala y da hasta la carretera Miguel Alemán. En este tramo se encontraba un rodeo de medianoche que fue cerrado porque se dice que se había aparecido el Diablo en plena función nocturna frente a todos los espectadores. También fue la razón por la que lo dejaron abandonado. 

Ese pedazo de la calle, para llegar a la avenida, se encuentra totalmente oscuro, sólo las luces de los autos la iluminan, y son muy pocos los que circulan por ahí.

Joaquín iba a unos cincuenta kilómetros por hora y junto a ellos circulaba otro auto con un matrimonio. De pronto, una camioneta los rebasó y Joaquín notó que en ella iba una niña sentada en la defensa trasera. 

El hombre pensó que, probablemente, el conductor de la camioneta no se había dado cuenta que, al arrancar su vehículo, llevaba a alguien atrás. Entonces empezó a acelerar y hacerle señales con el cambio de luces y a tocar el claxon para llamar la atención del chofer para que se detuviera lo antes posible. Esto mismo hizo el conductor del otro auto.

El hombre bajó la velocidad al notar las señales de los otros vehículos, pero la niña de la defensa, con su vestido blanco, aspecto sucio y cabello largo tapando su cara, levantó su rostro dejando ver una cara horrible con una sonrisa burlona y diabólica. 

De pronto, la pequeña desapareció al saltar de la camioneta aún en movimiento, metiéndose a un terreno baldío. 

Joaquín y su familia, así como la pareja del otro auto, vieron lo mismo y, cuando los tres vehículos por fin se detuvieron, le contaron lo sucedido. El hombre les dijo que él no llevaba a nadie, así que también estaba asombrado. 

La hija de Joaquín, de tan sólo cinco años, quedó tan impactada que fue necesario llevarla a la iglesia con sacerdotes, al psicólogo y hasta con personas que hacían limpias para quitarle el susto, pues la impresión de ver la maldad en la cara de la niña, la tenía aterrada.

En ese lugar han sucedido muchos accidentes mortales y la gente que pasa por ahí, a altas horas de la noche, observa este tipo de cosas paranormales con mucha frecuencia. 

El demonio de la calle Tapia

Corría el año 1923, tiempo en que Renata contaba con la tierna edad de 15 años. Ella, en aquel entonces, era apenas una muchacha delgada y de frágil apariencia, pero con una terquedad que mantuvo hasta el último de sus días. Vivía en una vieja casa, ubicada en una esquina de la calle Tapia, de la entonces creciente ciudad de Monterrey. Junto a ella habitaban su madre y sus tres hermanos menores. 

La Revolución tenía poco tiempo de haber concluido y el ambiente político y social era inestable. Los habitantes del país recordaban con tristeza a sus familiares caídos, mientras que las leyendas de fantasmas que reaparecían, ocasionalmente lejos de sus hogares, eran tan frecuentes que tenían a todos los vecinos de la cuadra vigilando constantemente cada esquina, anhelando ver llegar a alguno de sus hijos perdidos, tras el conflicto armado, aunque fuera como alma en pena.

Aquella casa en la que Renata y el resto de su familia vivía, había sido usada, durante la Revolución, como hospital, pues ese levantamiento armado ayudaba mucho al crecimiento de un negocio como éste, gracias a la abundante clientela, lo cual permitió a la familia una buena vida, si bien no acomodada, cuando menos estable. Fue ahí donde la joven pudo ver, de primera mano, los horrores de la guerra, pues ayudaba a su madre atendiendo a enfermos y heridos.

Dicha actividad, que ella nunca se atrevió a considerar como enfermería, le permitió conocer a muchas personas interesantes: desde militares heridos que llegaban a atenderse lesiones de bala o, incluso, miembros amputados; víctimas de la violencia de la guerra que no daban crédito a lo que les estaba ocurriendo; e incluso extraños y misteriosos visitantes que llegaban bañados en lágrimas asegurando ser familiares de algún difunto, muchos de ellos con intenciones de quedarse con las pertenencias del fallecido. Fue uno de ellos quien le contó algo que la marcaría, y también al resto de su familia, para siempre.

Era un hombre llamado Toribio, de apariencia pulcra a pesar de usar ropa vieja y gastada. Llegó cuando comenzaba a oscurecer, era un día jueves. El hombre se acercó al Hospital de Tapia, como lo conocían, asegurando haber sido atendido allí meses antes, a pesar de lo cual ni Renata, ni su madre, ni ninguno de sus hermanos lograron recordar o reconocer. El individuo se dirigió a Renata, quien le pidió, con una fría sonrisa, que se acercara, pues quería contarle algo.

Entonces le dijo que ya había estado en aquel hospital varias veces en el pasado, siendo la última ocasión apenas un par de meses atrás. Relató que él, junto a un grupo de revolucionarios, estuvo en la casa mucho tiempo antes y que, junto con sus compañeros, construyó un cuarto secreto y subterráneo en donde él y sus camaradas escondieron objetos de gran valor, cuyo origen no quiso revelar. Aseguró que dichos hechos sucedieron antes de que la familia de Renata se mudara ahí, pues el dueño anterior se encontraba desesperado por venderla y había otorgado las facilidades necesarias para que la familia se quedara con ella.

Toribio le dijo a Renata que necesitaba hablar con su madre, pues buscaba recuperar lo que se encontraba oculto en el lugar. A cambio, le ofrecía a la familia una parte de las riquezas si le daba permiso para realizar una excavación.

Renata era una muchacha inocente que confiaba en la honradez de las personas, por lo que le pidió al hombre que se sentara para esperar a su madre, a quien le contó, muy emocionada, la situación tan pronto ésta regresó a casa.

La familia no era adinerada, por lo que la promesa de riqueza fue suficiente para dar el permiso de excavación, a pesar de que, para hacerlo, tendrían que cerrar por un tiempo las actividades del hospital, echando a la calle a enfermos y heridos antes de su recuperación.

Los trabajos de búsqueda iniciaron tan pronto la casa se vació, hecho que les tomó sólo un par de días. Toribio le pidió a la madre de Renata que consiguiera a tres personas, no más, no menos, para realizar la excavación donde aseguraba sería la entrada al lugar del tesoro. Así mismo y sin dar razón del por qué, exigió que la edad de cada uno de los trabajadores no superara los treinta años. Para conseguirlos, le dijo a la señora que, en pago, tendría cada uno cuantos objetos pudieran sacar, con sus dos manos, de la recámara secreta.

Eran tres hombres, todos menores de treinta años y antiguos pacientes de la madre de Renata. Fueron los más fuertes que encontró y que cumplían con los requisitos exigidos por Toribio. El primero de ellos era de baja estatura, aunque de fuertes hombros y muy amable. El segundo era un hombre regordete y calvo. El último de ellos era un ser tan flaco, que parecía el espectro del hambre encarnado en la forma de un hombre. Tenía poco de haberse recuperado de tifoidea, precisamente en el Hospital de Tapia. 

La casa era una vieja construcción de un piso, ubicada en la esquina de la calle Tapia. Por su gran tamaño contaba con varias habitaciones, comúnmente usadas como dormitorios para los enfermos. La familia dormía junta en el cuarto más pequeño de la vivienda, eso con el fin de aprovechar el resto del espacio, pues cada herido o enfermo representaba dinero y, cualquier sacrificio, era pensando en ganar unos pesos más. Las paredes estaban en malas condiciones, agrietándose en varios puntos, el techo goteaba y, pese a los múltiples esfuerzos de la madre, el frío aire del invierno siempre lograba colarse a cada habitación. 

Tras vaciar la casa, los tres hombres encargados de la excavación tomaron la habitación de mayor tamaño, mientras que Toribio se encerraba en un pequeño cuartito, no tan pequeño como en el que dormía la familia, y de ahí no salía sino hasta después de muchas horas. 

El lugar marcado como la entrada al tesoro, era una habitación usada para tratar a los enfermos infecciosos. Era el cuarto más retirado de la casa y separado del resto por un patio ubicado en medio de la propiedad.

A pesar que el hombre aseguraba que los trabajos de búsqueda y excavación no tomarían más que un par de días, diversos hechos misteriosos retrasaban el avance de las obras, esto al mismo tiempo que la comida comenzaba a escasear pues, con tres bocas más que alimentar y una familia hambrienta, además de no contar con los ingresos que antes recibían del hospital, la alacena comenzó a vaciarse. Sí, eran tres las bocas adicionales que alimentar, pues Toribio jamás pidió de comer o beber.

Durante las noches siguientes al inicio de la excavación, ciertos sucesos, primero curiosos y después aterradores, comenzaron a alterar la antes tranquila casa. 

Primero ocurrió que los pocos y desgastados muebles comenzaban a aparecer en lugares que no correspondían y algunos simplemente no volvían a aparecer, hecho que molestó mucho a la madre, pues, aunque no eran valiosos, le eran de mucha utilidad. 

Ante esa situación, el hombre le aseguró que cada pérdida le sería pagada, al final de los trabajos, y con creces.

Los días eran tranquilos y esto hacía posible avanzar, de a poco, la excavación, misma que no era fácil pues se tuvo que destruir el piso de la habitación, destrozándolo por completo. Pero de noche el clima y los extraños sucesos hacían imposible que el trabajo avanzara. El viento frecuentemente tronaba las ventanas y hacía chocar las puertas abiertas, despertando a la familia. La neblina constantemente se filtraba en la casa y el aire apagaba cuanta vela se trataba de encender, así que trabajar durante la noche era imposible.

Además del clima, se comenzaron a escuchar sonidos siempre a las tres de la mañana, y todos estaban seguros de que eso no podía ser el viento. Los eventos extraños eran peores y más notorios cuanto más avanzaba la excavación, pues los ruidos eran más claros y fuertes, e incluso aseguraban distinguir voces de personas que salían de la habitación.

A la quinta noche, tras un notable avance en los trabajos, Renata no resistió más la curiosidad, así que aprovechó que todos dormían para acercarse a la habitación de donde provenían los sonidos. Llevaba una vela, a la cual cuidaba, con mucho esfuerzo, para que no se apagara por el viento. Fue ahí que, claramente, escuchó la grave voz de un hombre que le decía que no se moviera. Completamente petrificada por unos instantes, lo suficiente para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, poco a poco comenzó a distinguir, entre la penumbra, un rostro femenino. Nunca estuvo segura si se trataba de una mujer, puesto que no coincidía con la voz que había oído. 

La imagen la observaba fijamente desde sus cuencas vacías y Renata pudo ver lo que parecía una sonrisa mezclada con dolor, de la que pudo distinguir unos dientes amarillos. La joven no se atrevió a moverse. Se quedó ahí, mirando aquel rostro, sin parpadear, sin decir una palabra, sin emitir sonido alguno. La aparición no hacía nada, salvo observarla fijamente sin dejar de sonreír. Cuando una corriente de viento apagó la llama de la vela, Renata salió disparada y volvió a la zona segura de la casa.

A la mañana siguiente, un grito la despertó, la madre había tocado a la puerta de los tres trabajadores para ofrecerles un sencillo desayuno, que consistía apenas en unas pocas migajas que logró rescatar de la alacena, pero al no recibir respuesta entró a la habitación y los encontró a todos muertos. 

Según dijo después, el hombre flaco no se había recuperado de la tifoidea por completo y los tres compartían los vasos donde se les servía el agua. Su explicación fue que los otros dos habían enfermado también y, debido a la poca comida que recibían, aunado al intenso frío de la noche, habían muerto al dormir. Eso fue lo que la mujer quiso creer, pero Renata sabía que los tres tenían una expresión de terror en el rostro que jamás pudo olvidar. Sus caras estaban contorsionadas en una mueca deforme de dolor y miedo, lo cual no parecía ser sólo por una enfermedad.

Toribio no volvió a aparecer, la recámara en que se encerraba estaba totalmente vacía, los pocos muebles aparecieron destrozados y una pared tenía hoyos, quedando completamente inutilizable. La ventana quedó destrozada y los fragmentos de vidrio estaban regados por toda la habitación. 

No había ningún rastro de Toribio para tratar de averiguar lo sucedido, por qué debían ser tres los hombres y por qué menores de treinta años, o qué había provocado tantos destrozos en su habitación. 

Después de todo esto, la madre de Renata decidió dar por terminadas las obras de excavación. Aseguraba que el mismo diablo le había hablado aquella noche y le había dicho que se iría al infierno por haber sacado a los heridos y enfermos a morir en la calle. Con las finanzas de la familia dañadas por los días sin brindar atención médica, no había recursos para reparar las habitaciones dañadas, las cuales fueron cerradas y nunca vueltas a utilizar, dejando con menos posibilidades de atender pacientes y, por consiguiente, menor ingreso de dinero pues, gracias a esto, habían dejado todo por codicia.

Con el tiempo, la familia de Renata murió en circunstancias tan extrañas como las de los trabajadores, y sólo quedó la joven para habitar la casa. Se casó y, por falta de recursos, la pareja nunca pudo irse a vivir a otro lugar, así que, desde entonces, ¡compartió el hogar con aquella aparición!, además de las almas de los trabajadores y su familia, pues todos habían muerto de pronto y no podían descansar en paz.

La Cueva del Indio

Galeana, Nuevo León, es un pueblito sencillo ubicado en la región sur del estado. Es una comunidad que se siente segura al saberse protegida por El Cerro del Potosí y el escabroso Cerro de Labradores. Este último es el que tiene la Cueva del Indio, de la cual se cuentan muchas historias.

Los pobladores aseguran que esta cueva fue guarida de bandidos y rebeldes en la época de la Revolución, pues era lugar de descanso y refugio de grupos que se dirigían al norte de la República a comprar armamento y víveres, pero, sobre todo, escondite de fabulosos tesoros, producto de la rapiña que se dio en el movimiento armado de 1910.

Se dice que la cueva está abierta solamente un día al año, supuestamente el sábado de Gloría, y los demás días la entrada permanece bloqueada por derrumbes. 

Cuando el Valle de San Pablo de Labradores estaba formado por un centenar de chozas, un joven de la región, conocido por su valor y su osadía, se aventuró a explorar la Cueva del Indio. Decidido a salir de pobre, se preparó y esperó el ansiado día santo para ir por el tesoro, así que se despidió de sus padres y su esposa.  

Se fue al Cerro de Labradores muy temprano para llegar al filo del mediodía y encontrar, efectivamente, que la puerta de la cueva estaba abierta y arrojaba un brillo cegador. Con temor y todo, se acercó. Había mucho oro y piedras preciosas, su interior era amplio y profundo. El joven, movido más por una fuerza extraña que por su valor, entró a la brillante y temible caverna. 

En el fondo hablaban y se movían lentamente unas sombras que parecían vigilar los tesoros que allí había, pero, por más que el joven trataba de escuchar, no entendía lo que decían entre ellos. Parecían andar en cámara lenta y, al acercarse más, se dio cuenta que estaban descarnadas de casi todo el cuerpo. Sintió miedo y salió corriendo con la intención de alejarse lo más pronto posible del lugar e ir por ayuda al pueblo. Al salir de la cueva ya era de noche, el joven se sentía extraño y desconocía el camino de regreso, pero después de caminar un rato, alcanzó a ver su casa, la cual encontró en ruinas. De pronto le dio un cansancio tan profundo que se quedó dormido en la calle. 

Al día siguiente, el muchacho deambuló preguntando por su familia a la gente del pueblo, pero misteriosamente no era la misma que él conocía. Después de mucho investigar, los habitantes le dijeron que sus padres y su esposa habían muerto de tristeza pues él había desaparecido en el interior de la Cueva del Indio cuando fue en busca de un tesoro. 

Dicen, los que cuentan esta leyenda, que en el interior de la cueva sólo estuvo unos cuantos minutos, pero que afuera pasaron más de cien años. El joven perdió la razón y de la noche a la mañana desapareció misteriosamente del pueblo. 

La Cueva del Indio, ubicada en lo más alto del Cerro de Labradores, sigue en espera de que se descubran sus misterios y tesoros, claro, si alguien está dispuesto a desaparecer por cien años o más…

El puente de Dios

Cuenta la leyenda que, cuando se fundó el Galeana indígena, los dioses protectores y guías de aquel pueblo se fueron a vivir a las montañas, ríos o cavernas más próximas, desde donde protegían a sus hijos mandándoles la lluvia, transmitiéndoles la fuerza necesaria para preservar sus valores, creencias y virtudes, sanándolos de las enfermedades y ahuyentando de la región a las fuerzas nocivas enviadas por los entes malignos que abundaban en las tierras huachichiles.

Sin embargo, al caer la noche, cuando el sol se escondía, los miembros de la tribu se sentían desprotegidos, pues los hombres murciélagos, dueños de la noche y del inframundo, se apoderaban de las almas de sus niños y los encadenaban en lo más profundo de la tierra. Además, si los guerreros de la tribu no las recuperaban mediante ofrendas y un ritual en honor al sol, el niño, sin tonalli, enfermaba y al poco tiempo moría.

Los sacerdotes convencieron a los guerreros indígenas para que se prepararan a cumplir su misión, la cual consistía en esperar el nacimiento del sol del oriente para robarle una antorcha de fuego vivificante (símbolo de purificación, fuerza e inteligencia) y bajarlo al mundo profano, colocándolo en el centro del Valle de Labradores que, por ser un elemento divino, ahuyentaría a los malignos hombres murciélago.

Nivek fue el elegido para tan peligrosa misión. Emprendió su viaje rumbo al sol, llevando consigo equipos de guerra y amuletos sagrados, entre los que destacaba una hermosa garra de león, con la cual logró vencer todos los peligros. Sin embargo, al bajar del sol, era esperado por los hombres murciélago que querían impedir que cumpliera con su plan. Nivek pensó escapar por el cauce del gran río, pero no contaba con que las turbulentas aguas amenazaban con tragarse a todo aquél que se atreviera a entrar en ellas. 

El guerrero de la antorcha imploró al Dios de las montañas que lo ayudara, el cual colocó su rocoso cuerpo sobre el cauce del río, formando un puente para que el enviado al sol escapara de sus perseguidores, haciendo llegar la flama salvadora al pueblo de Labradores y liberar así las almas de los niños indígenas que estaban encadenadas en el inframundo.

Desde entonces, este puente formado de roca maciza, ubicado en el río Pilón, por el camino a Rayones, es conocido como el Puente del Dios de las montañas o simplemente Puente de Dios y la antorcha de la salvación se encuentra colocada por siempre en el Escudo de Armas del Pueblo de Galeana.

Los dos pilones 

Cuentan que el hijo de un rico hacendado se enamoró de una hermosa plebeya del Valle de Labradores, a quien encontró en uno de sus viajes. El joven se llamaba David y la muchacha Martha y, desde los primeros instantes en que se conocieron, sus corazones quedaron prendados. Se veían a escondidas para disfrutar de su amor, pero el padre de Martha trataba de hacerle ver a su hija la diferencia de clases que había entre los enamorados, así que le decía: 

—Este amor te traerá muchos problemas. 

De aquel noviazgo pronto brotó la semilla de su gran pasión y, por supuesto, el padre de David, exaltado, juró que antes de ver casado a su hijo, mandaría matar a aquella plebeya que se atrevió a poner los ojos en David y, si fuera necesario, los mandaría a matar a ambos. Cuando el joven se dio cuenta de las malas intenciones de su padre se enfrentó a él y le dijo: 

—Tú me diste la vida y si quieres puedes quitármela, pero el amor de Martha me lo ha dado Dios y tú no eres quién para arrebatármelo, menos ahora que mi amada espera un hijo mío. 

Fue tal el disgusto del hacendado, que mandó consultar a los hechiceros que abundaban por la región para que lo aconsejaran en tan vergonzosa ofensa. Los dueños de la noche y la oscuridad llegaron a la conclusión de que, si los Dioses son los que disponen las cosas, era necesario invocar un conjuro que desterrara a la enamorada y a su pequeña hija de la región. 

Pese a los ruegos de su hijo, el padre permaneció duro e inflexible y le advirtió: 

—Le perdonaré la vida con la condición de que esa plebeya desaparezca de mi vista y del valle y, si alguna vez se atreve a regresar, el hechizo al que la sometí la convertirá en piedra. Si te vas con ella, ambos mueren junto con la criatura.

Cuentan que la joven no tuvo más remedio que abandonar el valle cargando a su pequeño retoño, llorando desconsoladamente hasta secar sus ojos y que, cuando cruzaba el puerto, un impulso la hizo regresar con su amado, pero el embrujo las convirtió en piedras a ella y a su pequeña hija.

Es por eso que hoy podemos observar lo que los moradores suelen llamar Los dos Pilones y que, en realidad, uno es la joven enamorada que, se asegura, sigue llorando su pena, por lo que desborda un manantial de agua dulce con sus lágrimas, al pie del Cerro de los Labradores, y que alimenta el alma de los galeanenses que acuden a él. Y el otro pilón es el pequeño fruto de aquel amor malogrado y que nunca entendió lo que le pasó.

David jamás perdonó a su padre, por lo que un buen día se fue y nunca se volvió a saber de él. El hacendado, con el tiempo y la culpa, vivió muy infeliz el resto de sus días, que fueron pocos, pues todo se paga en esta vida y a veces con mucho sufrimiento.

La Llorona

Hace pocos años, en Galeana, Nuevo León, se construyó una nueva colonia en el municipio La Media Luna, cerca del río.

Una noche, Erasmo había salido de fiesta y volvió tarde a casa. Llegó a eso de las dos o tres de la mañana, cansado y con sueño. Se disponía a dormir cuando, en el silencio sepulcral de la noche, escuchó un llanto desgarrador y gritos de lamento de una mujer. Sintió tanto miedo que hasta la embriaguez se le bajó. Pasado un rato lo volvió a escuchar, pero ahora con más fuerza. Venciendo su temor, todavía no teniendo claro lo que realmente sería aquel llanto, levantó la cortina de la ventana y alcanzó a ver, a unos metros de su casa, a una mujer en harapos, maltratada, despeinada y que parecía flotar. De pronto vio que se acercaba y sintió un frío que le heló hasta los huesos, así que cerró rápidamente y el llanto pasó de largo, hasta que se perdió cerca del río. 

Al día siguiente, Erasmo se levantó muy confundido, pues no sabía si era un sueño o aquello había sido producto de su mal estado. Decidió no comentarlo con nadie, pero pudo comprobar que fue real ya que, días después, se lo platicó su esposa.

La sorpresa fue mayor al darse cuenta de que no era el único en haber tenido esa desagradable experiencia, pues, aún con temor, muchos de sus vecinos han comentado que ellos también escucharon al espíritu de La Llorona, quien sigue buscando desde épocas prehispánicas a sus hijos, a los cuales por infortunio del destino ahogó en el río.

La tradición de La Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicas, por lo tanto, es muy antigua. Se mantuvo a la llegada de los españoles conquistadores y, tomada ya la ciudad azteca por ellos, y destruida años después gracias a doña Marina, o sea la Malinche, contaban que ella era La Llorona, la cual venía a penar por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros a que los colonizaran de forma tan sanguinaria y violenta.

La Loma del Calvario

En el Galeana Viejo hay un lugar misterioso, oculto y hasta místico, que es conocido como La Loma del Calvario, sitio que, aún en nuestros tiempos, sigue teniendo en lo más alto una cruz de madera. Ésta fue colocada por los religiosos para ahuyentar a los malos espíritus que rodeaban a San Pablo de Labradores prediciendo muchas calamidades.

Cuenta la gente que, a media noche, suele escucharse un fuerte galope de caballos que, tiempo atrás, no se tomaba en cuenta ya que era muy común que, por estos lugares, pasaran arrieros y labradores, procedentes del ejido San Lucas y de Rayones, quienes venían al pueblo a vender sus productos y comprar algunos víveres.

 Ahora el lugar ha cambiado con sus calles pavimentadas o empedradas, situación que hace sentir con mayor fuerza el sonido de los cascos de los caballos que se aparecen en la loma y bajan al pueblo por la calle Castelar, anunciando, aseguran muchos, desgracias para los habitantes del pueblo. Estos caballos salen en medio de la oscuridad de la calle y detienen su galope en forma brusca cuando llegan a la altura de la parroquia de San Pablo Apóstol y luego, misteriosamente desaparecen.

Moradores y vecinos de este barrio aseguran que en alguna ocasión los han escuchado y visto, motivo por el cual dicen que cuando esto sucede, algo malo va a pasar en la sureña comunidad del estado de Nuevo León.

Esto no es nuevo, dicen los viejos: 

—Siempre se ha escuchado, desde los tiempos de mis abuelos, por esta razón se mandó poner la cruz en la loma.

No se sabe de dónde salen estos tenebrosos visitantes, ni el motivo por el cual penen sus almas, pero lo cierto es que cada vez se aparecen con mayor frecuencia o por lo menos eso es lo que cuentan los trasnochadores y los amantes del insomnio de Valle de San Pablo.

La laguna de Labradores

Hace muchos años vivió, en la región poniente de Galeana, una joven labradora que, según cuentan, poseía el don de la eterna juventud. Amaba las épocas frías y por ello la llamaban Flor de Invierno. Es importante mencionar que en esta estación del año florecía su cuerpo, se iluminaba su rostro y su vida se llenaba de júbilo y alegría.

Cuenta la leyenda que esta jovencita esperaba paciente a que la nieve cubriera el majestuoso Cerro del Potosí, que por aquellas épocas solía hacerlo hasta en verano, para hundir sus pies en la nieve, hacer monos o figuras raras y gozar con los remolinos y vientos que le azotaban manos y cara. Se decía que, al sentir la nieve derretirse en su piel, su alma se fortalecía y rejuvenecía su sangre. Nadie supo jamás su verdadera edad, pues siempre se conservó joven y bella.

Los lugareños, que vivían al pie del cerro del Potosí, le llamaban La Loca, pues amaba tanto la nieve que solía platicar con las figuras fantásticas que modelaba. Ella era la reina de esta montaña, pero no conocía más allá. Así fue hasta que un día el amor estrujó su corazón cuando conoció a un joven danzante que llegó a la región y del cual quedó prendada incondicionalmente. 

Flor de Invierno y el joven vivieron tan cándido romance que se olvidó de la montaña, pues ya sólo soñaba y esperaba la fecha de la boda, la cual se celebraría en los primeros días del mes de abril.

Aquella joven, toda blancura como un copo de nieve, al recibir los primeros rayos del sol de primavera, ante el asombro de su amado, se fue derritiendo hasta quedar reducida a un gran charco de agua que, se dice, es el origen de la Laguna de Labradores que todavía a algunos les da por llamar Flor de Invierno, y que fue el castigo que los dioses de la montaña dieron a la joven por olvidar su blanco reino.

Cuenta la historia que el joven danzante regresa con su amada cada año, acompañado de seres extraños y folklóricos que cantan y bailan toda la noche y todo el día, representando una boda y una fiesta de máscaras carnavalescas que se reflejan en el espejo de la Laguna de Labradores y es en ofrenda a Flor de Invierno o La Loca, como usted quiera llamarla, que, sin proponérselo, vigila el Cerro del Potosí y sus pendientes de nieve como eterno ritual, ¡en espera de ser desencantada algún día!

El Coyote Ismael

Por las tierras de Nuevo León se dio el arte de la brujería como una misteriosa herencia indígena; una forma de religión que es conocida como la más antigua de la humanidad.

Los brujos tenían el poder de curar o enfermar lo mismo a hombres que a animales, de desaparecer ante la vista de la gente y el poder de volar o transformarse en algún animal para viajar por los montes, sin ser detectados, para cumplir con alguna misión. Sin embargo, no todos los indios que estudiaban estas costumbres alcanzaban este nivel de magia. Algunos se conformaban con ser un chamán o curandero de la tribu, hombre sabio para mantener o echar a perder la salud de las personas. Pero aquellos que podían transformar su naturaleza humana en la figura de un cuervo, una lechuza, un ocelote o un coyote, recibían el reconocimiento y eran llamados nahuales.

Pues bien, en estas tierras de La Gran Chichimeca donde estaba incluida lo que hoy es Galeana, Nuevo León, como herencia de los indios guachichiles —tribu que habitó este territorio desde la Región Lagunera, en Coahuila, hasta los estados de San Luis Potosí y Zacatecas—, se dio la presencia de nahuales que quedaron registrados en la memoria de los pueblos como leyendas valiosas de nuestro pasado.

Así pues, cuenta la leyenda que hubo un brujo poderoso que, por sus hechos, dejó recuerdos entre la población. Un hombre que, por sus facultades de nahual, era conocido como El Coyote Ismael, ya que tenía la facultad de transformarse en este animal.

Este nahual fue admirado por sus artes curativas y otros poderes que lo hicieron famoso. Don Ismael decía: 

—No todo hombre nace con el poder para tomar el camino de la brujería india. Las fuerzas ocultas dan estos poderes solamente a los elegidos, quienes se vuelven poderosos dueños de montes, llanuras, dueños de la luz del día y de la oscuridad de la noche. 

Estos seres eran capaces de provocar la lluvia o la sequía, hacían prosperar las milpas o secar los sembrados. La pérdida de cosechas y la muerte masiva de ganado, eran atribuidos al gran poder de los nahuales.

El Coyote Ismael era un hombre de gran nobleza, jamás abusó de sus habilidades, pues ayudó a muchas personas en su enfermedad y su pobreza. Pero viendo que la miseria y la injusticia en que la población vivía no tenían remedio, creyó en las promesas de la naciente Revolución Mexicana, así que se unió al ejército rebelde y combatió con éxito durante algunos años en busca de una nueva vida para el pueblo mexicano. 

Contaban los ancianos del pueblo que cuando los federales entraron a Galeana, ahí estuvo Ismael entre los que tenían como misión enfrentar a las tropas enemigas. Los defensores de Galeana fueron replegándose y don Ismael quedó acorralado en su choza, donde se defendió con gran valor, manteniendo a raya a los soldados que tuvieron que esperar refuerzos para hacer el asalto final y poder matar a aquel rebelde que tenía gran puntería.

Tal parecía que don Ismael ya no vería el amanecer del nuevo día. Pero, haciendo uso de sus poderes, se transformó en un coyote y por la madrugada, mientras la fuerza atacante dormía, un coyote pasó cerca de ellos sin que el enemigo le pusiera atención. Corrió el nahual hasta alejarse lo suficiente y se paró en una loma para ver de lejos al enemigo. Ahí lanzó un aullido triunfal que parecía más bien una burla a sus enemigos. El Coyote Ismael había escapado.

El brujo vio terminar poco a poco el movimiento armado y no quedó conforme con el nuevo estado de las cosas porque la pobreza, la explotación y la injusticia contra el pueblo siguieron, pues los ricos hacendados de antes, eran ahora los dueños del poder político. Igual que muchos, Ismael se negó a entregar las armas y se fue a las sierras del sur de Nuevo León, donde siguió su vida como rebelde.

Así fue como se hizo famoso por un nuevo tipo de ayuda que daba a los pobladores de la sierra, pues además de la atención a sus enfermedades, también les repartía el dinero que le robaba a la gente rica en los asaltos por las haciendas y caminos de la sierra. Gracias a sus habilidades de nahual mantenía vigiladas las vías de acceso al poblado convertido en algún ave. Era difícil apresarlo y los militares fracasaban en cada intento. 

Cuentan que las veces que lo acorralaron, se veía salir a un coyote huyendo entre los arbustos y las fuerzas federales que no le ponían atención al animalillo que huía. Un rato después, un aullido se escuchaba en la distancia. El Coyote Ismael, otra vez había escapado.

Los años pasaron y poco a poco se fue apagando la fama de El Coyote. Tal vez se fue a continuar con su trabajo como curandero a otra región, pero, el famoso nahual, dejó de ser visto por los ranchos y caminos vecinales para convertirse en esta leyenda que se cuenta en las comunidades de Galeana.

Aunque hayan pasado tantos años, aún se cuenta que se puede escuchar el galope de un caballo que atraviesa por las noches el cañón de San Lucas. Se dice que es el alma del brujo Ismael, todavía vigilando el paso para defenderlo de fuerzas invasoras que amenacen a su querido pueblo de Galeana. Otros dicen que es porque su alma en pena está aún vigilando los tesoros, producto de sus asaltos, que dejó ocultos en las cuevas de la montaña.

Lo que sí es cierto, es que, al filo de la medianoche, un largo aullido se escucha por las lomas que fueron escondite del nahual revolucionario. Si alguna vez, paseando por las serranías de Galeana, escuchas el aullar de un coyote, persígnate y no temas, es sólo que El Coyote Ismael anda vagando por aquellos montes como un alma errante o, tal vez, será que el viejo hechicero no ha muerto y aún se divierte recorriendo los campos de su juventud y lanzando, a los cuatro vientos, su aullido triunfal.

El hijo desobediente

Se cuenta que, en el municipio de Linares, Nuevo León, no hace mucho tiempo vivía una anciana con su hijo, en una casa humilde en las afueras de la zona citrícola.

Mientras que la anciana se la pasaba todos los días lavando ropa ajena para obtener unos cuantos pesos para poder comer, su hijo se la vivía de borracho en una cantina, malgastando el dinero que su madre se había ganado con tanto esfuerzo.

El muchacho, ingrato, las veces que su madre no le daba para beber, la golpeaba y maltrataba, en ocasiones hasta dejarla inconsciente. Pero este sufrimiento tendría su fin muy pronto.

Cierto día, un Viernes Santo para ser más exactos, su madre le pidió a su hijo que en vez de ir a la cantina fuera a la iglesia a pedirle perdón a Dios por todos los males que había cometido, pero el joven, muy enojado, golpeó a su madre, la sacó de la casa y la llevó arrastrando de los cabellos hasta un terreno baldío.

La dejó tirada, cuando de pronto, se abrió la tierra tragándose lentamente al muchacho que, inútilmente, pedía ayuda. Ante la mirada sorprendida de su madre y de vecinos curiosos que acudieron al lugar, observaron cómo el joven se hundía entre la arena hasta desaparecer. Poco después la tierra se volvió a cerrar.

Desde entonces se le conoce como el hijo desobediente de Linares, que algunos juran, se aparece en la Carretera Nacional pidiendo ayuda para ayudar a su madre. El joven quiere portarse bien… pero ya es demasiado tarde para él.

Una bruja en Linares

La madrugada del 19 de febrero del 2004 ocurrió algo totalmente insólito para el oficial de policía Ramiro Sánchez, ya que afirmó haber visto a una bruja en Linares, Nuevo León.

Se encontraba vigilando el Parque Municipal Nogalar, cuando de pronto, por el radio, dijo haber visto algo muy extraño. Al ir a revisar, se encontró a una misteriosa mujer con la apariencia de bruja que, aparentemente, flotaba en el aire. Estaba vestida de blanco, con los cabellos despeinados y descalza. Sin pensarlo, la siguió muy impresionado. Aquella aparición estaba a unos diez metros de él. Además, se veía casi esquelética y su rostro era similar al de una calavera. Aquello no era humano, así que intentó dispararle, pero inesperadamente su pistola no funcionó. 

Por si fuera poco, siguió a la presunta bruja por más de cinco minutos. Mientras tanto, Enrique Barrera, quien era en ese entonces el Director de Policía de Linares, al saber lo que ocurría, lo único que logró hacer fue aconsejar, por la radio frecuencia, al elemento policiaco, diciéndole que tuviera mucho cuidado mientras se enviaba el apoyo.

Cuando los otros policías llegaron al lugar, misteriosamente la patrulla se apagó y no pudieron avanzar más. Fue por eso que tuvieron que ir corriendo, pero, para cuando llegaron, la bruja ya había desaparecido del lugar.

Desde entonces, Ramiro Sánchez dejó el empleo, pues nunca se recuperó del susto.

Al día de hoy, se siguen reportando las apariciones de este tipo por este lugar y el misterio sobre este caso continúa. ¿Te atreverías a trabajar ahí de noche?

El tesoro del cañón Las Escaleras

El cañón de La Guitarrita es la entrada a un cañón más grande, que se conoce como Las Escaleras, y se encuentra en plena Sierra Madre Oriental.

En la época de la Revolución Mexicana, varios contingentes de rebeldes y maleantes pasaron por ese cañón, pero fue en 1924 cuando un bandido, llamado Ricardo Gómez, se llevó unos lingotes de oro de un tren que estaba en Rinconada, poblado perteneciente a Villa de García. Atravesando por el cañón de Rinconada, llegó al de Las Escaleras, para luego pasar a un poblado que se llama Canoas.

Tiempo después, una familia de los alrededores viajaba en una carreta, llevando provisiones para vivir en su rancho. Como estaba lloviendo, se metieron a una caverna. Grande fue su sorpresa al encontrar ocultas, sobre heno y ramas, unas cajas con lingotes de oro.

Dicen que los familiares hicieron un pacto muy extraño, pues para que la fortuna no pasara a otra familia, nadie se iba a casar. El castigo era que, quien lo hiciera, iba a perder su parte de la herencia. Para ese entonces, dos miembros de la familia ya estaban casados, pero el resto de los hermanos permanecieron solteros.

Cuentan que en ese cañón hay más tesoros enterrados, pero se cree que muchas de esas riquezas pertenecen al Diablo y por eso prefieren no tratar de encontrarlas.

Sin embargo, se sabe que, en una ocasión, un grupo de personas fueron a buscar un tesoro y esperaban la señal de la localización del mismo, la cual podía ser vista porque era como un gas luminoso que sale de la tierra. Pero también sabían de los peligros, pues si alguien tenía malos pensamientos, el tesoro se convertiría en carbón. Aunque también se pensaba que podían encontrar los restos de un difunto y en consecuencia contraer maldiciones. 

Uno de ellos aseguró que había soñado con una persona que le decía que fuera a buscarlo a ese lugar para desenterrarlo y llevarlo a un panteón cercano. Decían que eran los restos de un revolucionario que murió en el combate de Icamole en 1915. Luego de que lo encontraron, se lo llevaron a enterrar, pero de nuevo, en sueños, se le volvió a aparecer y le informó que atrás de la capilla de la Hacienda del Muerto, en un arroyo que pasa por el lugar, verían la señal. No se sabe a la fecha si lo encontraron, pues desaparecieron poco después.

Decían que cuando se enterraba un tesoro en la tierra o se colocaba sobre una cueva, mataban a alguien para que cuidara el sitio o también mataban un burro o una mula y con su sangre untaban la entrada de la caverna para sellarla y evitar su profanación. 

Cuenta la tradición que, si una persona iba a enterrar un tesoro o un costal de pesos de plata limpia, debían dar una arrastrada al lugar con ajos o con la crin de un caballo negro. De esa manera, quien buscaba el tesoro nunca lo iba a localizar porque se le aparecía una víbora que inmediatamente mordía al ambicioso intruso. Pero si el buscador era muy valiente, tenía que agarrar pronto la cabeza de la serpiente y matarla. Entonces el animal se convertía en ajos que se desparramaban por el suelo.

Se dice que existe el famoso mapa del tesoro y una familia de Villa de García conservaba un documento muy interesante que nos habla de la existencia de la fortuna escondida y dice:

Saltillo, mayo 24 de 1838

Dedico este mensaje a mi tío Nicolás Sánchez. En el camino de Saltillo a Monterrey, en el punto llamado Carrizalejo, en el cerro del rancho que se ve yendo hacia donde el sol se mete, está una cueva donde se encierran grandes cantidades de oro. Al pie de la cueva están unos resumideros de agua y la puerta está hacia donde el sol se mete.

En la puerta está una cruz de fierro encajado en piedra. Esta es la seña principal y, además, aparece numerada con dígitos negros. La puerta fue tan bien incrustada en el cerro que parece hecha por Dios. En los pies está la cueva. Se recomienda que, con parte del tesoro, paguen para acabar la torre de la iglesia de Saltillo y, el resto del dinero puede quedárselo, que al cabo hay para que se haga millonaria su última generación. El dinero que hay está sellado en costales de ixtle y lo demás de oro y plata en barras, pero con el puro sellado se puede hacer millonario. No se olvide que está con el cadáver de mi esposa.

El que escondió el tesoro puso la cruz para que encontraran el dinero y se le diera cristiana sepultura a su esposa. Pero no vayan a buscarlo, pues ya no existe tal señal. ¡Es probable que otros ya dieran con él! 

La niña de la Huasteca

Sonia y Lesli eran dos amigas que solían salir de paseo, en bicicleta, a la Huasteca en Monterrey, Nuevo León, que es un parque recreativo. Eran las once de la noche y cerca de la entrada del lugar había una larga carretera que daba hacia sus casas. Ambas decidieron cortar camino, porque ya era muy tarde. Un trayecto largo y obscuro les esperaba y la noche era fría. Ambas conocían la historia de las caballerizas, donde se aparecía la niña de la Huasteca. 

Al pasar por esa zona, trataron de guardar la calma. Sonia llevaba una cangurera y dentro de ella un aparato con música. Tenía puestos sus audífonos, pues mientras más distraída estuviera, menos miedo tendría. A su lado iba Leslie, a quien notó de pronto que ¡ya no estaba! 

Su amiga se había quedado unos metros más atrás. Se tuvo que detener porque la agujeta de uno de sus tenis se había atorado en la cadena de la bicicleta. 

Por casualidad, tal vez, se habían parado frente a la iglesia en donde, muchas personas, habían visto a una niña. 

Sonia logró escuchar un sonido muy fuerte como si Lesli le estuviera pidiendo que se detuviera a esperarla.

—¡Shst, shst! ¡Shst, shst!

Entonces regresó a buscarla. Al estar cerca de ella, se dio cuenta que todo estaba más oscuro que antes y sólo alcanzaban a ver los ojos rojos de los caballos y se escuchaban los ruidos de viento. Pero seguían oyendo el “shst” que, obviamente, no hacía ninguna de ellas. Ambas voltearon hacia la iglesia y ¡allí estaba la niña de la Huasteca, vestida de blanco! 

Entonces Sonia y Lesli se subieron a sus bicicletas y comenzaron a pedalear lo más rápido que pudieron, pero la imagen de la niña comenzó a seguirlas, casi a la misma velocidad, hasta que desapareció cuando estuvieron en una calle iluminada.

No supieron de qué manera llegaron a casa, pero al ver el reloj, ya eran las dos de la mañana. Sabían que algo había pasado con el tiempo, pues para ellas sólo transcurrieron veinte minutos desde que habían salido del parque hasta su casa. Todo fue tan extraño y aterrador, que cualquier cosa era posible a esas alturas. 

La gente que ahora vive en esa zona comenta que siguen viendo a la niña, incluso que la escuchan llorando y hablándole a su mamá. Hasta ahora no se sabe quién fue y por qué no ha podido descansar, pero nadie quiere intentar ayudarla, pues en cuanto te ve… ¡te persigue y es escalofriante!

Caralampio García

Caralampio García llegó a un poblado, localizado al sur de la cabecera municipal de Cadereyta, buscando trabajo. Montaba un imponente caballo negro que fielmente atendía sus órdenes.

En poco tiempo consiguió empleo como jornalero, ya que justo en ese tiempo la cosecha era tan abundante, que se necesitaban muchas manos. El muchacho, por su carácter amigable, pronto se ganó la confianza y el aprecio de sus compañeros, quienes no dudaron en comentarle que tuviera cuidado con el patrón, pues había mostrado interés por su caballo y, seguro, se quería quedar con él al precio que fuera.

Una tarde, después del trabajo, Caralampio fue llamado por su jefe, quien deseaba hacerle una oferta por su animal. El muchacho amablemente la rechazó sin importarle el monto y le dijo que no estaba en venta. Esta respuesta provocó la ira del ranchero, quien lo amenazó diciéndole que si no se lo vendía, lo iba a despedir. El ranchero no se lo podía quitar, pues no quería ser acusado de haber robado al caballo, ya que Caralampio tenía su factura.

Con el paso de los días, el patrón seguía lamentando que un empleado a su cargo tuviera un mejor caballo que él. Fue así que se le ocurrió la idea de inventar algo en su contra. Por ello, creó el rumor de que le había robado dinero y lo acusó formalmente ante La Acordada.

Como el muchacho se dio cuenta de la mentira que se tramaba en su contra, huyó rumbo al cerro, sabiendo que no le darían alcance, pues la velocidad de su caballo era muy superior a la del resto.

El cacique ofreció una recompensa de 200 reales a quien le llevara la cabeza del peón y al caballo que éste montaba. 

El patrón salió al monte, junto con los de La Acordada, para buscar al supuesto ladrón. Pasados tres días de búsqueda, lograron atrapar al joven, quien se había dormido en un paraje cercano a la hacienda El Durazno. En el mismo lugar fue ahorcado y luego le cortaron la cabeza, la cual fue exhibida en el rancho para que sirviera de enseñanza al resto de los peones.

El cacique por fin pudo tener el caballo que tanto había anhelado, sin embargo, nunca lo pudo montar, pues la bestia se enfurecía cada vez que lo intentaba.

Un día, castigó a latigazos de tal forma al animal, que éste, al sentirse herido, respondió con tal furia que le destrozó el cráneo con las patas traseras sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo. Instantes después, un disparo de rifle terminó con la vida del caballo negro.

En la noche, al estar velando el cadáver del malvado ranchero, todos los presentes huyeron aterrorizados al haber salido, de la nada, frente a la puerta de la casa mortuoria, la figura del caballo negro montado por un hombre sin cabeza.

Este evento se siguió repitiendo noche tras noche en el casco del rancho, donde también se escuchaba un lastimero relincho y el aullar de los perros, como si sintieran la presencia de la muerte.

A partir de entonces, ya nadie quería aventurarse a salir después de que se ocultaba el sol, pues temían que se les apareciera el jinete sin cabeza que, bien sabían, se trataba de Caralampio García. Pero, aun así, nadie entendía por qué se presentaba, si el culpable ya había pagado con su vida.

Al paso del tiempo, un anciano del lugar pensó que el alma en pena buscaba su cabeza. Fue así que la desenterraron y fue llevada junto al cuerpo. Eso era lo que reclamaba Caralampio García, pues las apariciones fantasmales cesaron a partir de ese día. ¡Aunque quizá vuelva por aquellos cómplices que lo persiguieron para obtener la recompensa!

Devoradores de almas

Hace algunos años, por el mes de agosto, en Colorados de Abajo, Nuevo León, tras levantar la cosecha de maíz y recoger las cañas, don Jesús, huyendo del calor, decidió trabajar por la noche. Los potentes reflectores de su tractor le daban la suficiente visibilidad.

La luna resplandecía en el cielo y el paisaje era hermoso, pero don Jesús no tenía tiempo para contemplar las bellezas del universo ni los seres de la naturaleza, pues se había criado en este medio y estaba acostumbrado a tales escenarios. 

Todo era soledad y no tenía más compañía que el tractor con su rugido. Continuó con la rutina, trabajando la tierra sin pensar en nada más.

Acostumbrado a la oscuridad, no había en su mente lugar para las historias que la gente cuenta. 

—Los muertos, muertos están. Y entre la tierra y el cielo no hay más que animalillos de la noche y trabajo, mucho trabajo —decía cuando querían atemorizarlo con las leyendas de fantasmas y aparecidos. 

Estaba equivocado, pues, de pronto, descubrió que no estaba solo. En un parpadeo, súbitamente vio que dos hermosas jóvenes lo acompañaban sentadas en las llantas de su tractor. 

Eran mujeres bellas, de una palidez que hacía resaltar el negro de sus grandes ojos y su larga cabellera. Silenciosas, lo contemplaban fijamente con una sonrisa poco amistosa. 

Don Jesús era de un valor y una fortaleza extraordinarios, pero las miró asombrado sin saber cómo reaccionar ante aquellas mujeres. De pronto, despertó de su sorpresa y se dio cuenta que ¡aquello no podía ser cierto! y, de serlo, estaba ante una amenaza. Eran dos hermosas mujeres, pero quizá ¡de origen infernal! Sus macabras sonrisas lo paralizaron. Quiso moverse para escapar y, de pronto, no supo más.

Antes del amanecer, sus hijos fueron a buscarlo porque había tardado en volver a casa. A lo lejos vieron el tractor todavía encendido. Con asombro, descubrieron el cuerpo de su padre tirado en medio de la parcela. Le hablaron, le gritaron, pero, don Jesús, estaba inconsciente.

Lo llevaron a casa y llamaron a un médico. Después de revisarlo, dijo que sólo estaba dormido como si tuviera un cansancio extremo, pero no tenía nada más.

A mediodía, don Jesús abrió los ojos y un sobresalto lo levantó de la cama. En su mirada se podía ver que tenía mucho miedo. Al preguntarle qué había sucedido, el recuerdo le aterrorizó y cayó desmayado de nuevo.

Al despertar otra vez, aterrado, contó la extraña historia. Solamente recordaba, como entre sueños, una parálisis total y los rostros de ellas sobre su cara. Sentía que le robaban la vida. Eran como dos demonios alimentándose de todo su ser.

Hubo mil preguntas en busca de la verdad, pero no podía contestar con certeza, porque aquellos hechos pertenecían a un mundo inexplicable y siniestro.

Don Jesús era un hombre muy robusto y tan fuerte que siempre se le veía lleno de energía. Siempre sonreía y mostraba entusiasmo ante la vida familiar y del campo. Pero después de aquella noche, se fue apagando y su cuerpo quedó muy débil y delgado, al grado de tener que cargarlo como a un niño para llevarlo al médico. 

La noche de su infortunio perdió todas las fuerzas y jamás las pudo recuperar, hasta convertirse prácticamente en un muerto por dentro.

El hombre vive todavía, pero se cree que aquellas arpías le arrebataron el alma y jamás volvió a su cuerpo. 

Se dice que los vampiros existen, pero no como seres oscuros y materiales en busca de sangre humana como la tradición y la literatura fantástica nos han enseñado, sino como entes nocturnos, quizás de origen espiritual y demoníaco, seres que buscan alimentarse de las almas de la gente buena. 

Por eso, debemos andar con cuidado, pues podríamos tener un encuentro con los devoradores de la noche que arruinarán nuestras vidas, si acaso nos dejan vivos.

Al hombre lo seducen con presencias femeninas; y a la mujer la atraen a su telaraña con hermosos especímenes masculinos. 

Cuidado al ir a dormir, cierre bien las puertas y ventanas, pues los vampiros rondan en la oscuridad, sobre los techos, por los patios, tras cada puerta y, esta noche, la víctima de estas diabólicas criaturas podría ser usted.

El tesoro del Tío Pereyra

Cuentan la leyenda que, cuando se exploraban las minas de la Iguana y de Vallecillo, había un indio de apellido Pereyra. Él trabaja en una de estas minas y, al anochecer, partía acompañado de su esposa, quien montaba un asno que, además de cargar a la señora, llevaba sobre su lomo dos morrales, uno a cada lado, los cuales contenían los lingotes de plata que el indio se robaba.

Al llegar al lugar donde el arroyo se juntaba con la corriente del río, la esposa se quedaba y Pereyra caminaba unos cien metros al sureste donde tenía una cueva al nivel del suelo, que era tapada con toda discreción por una piedra muy grande.

Al morir el indio, su mujer les contó a los vecinos acerca del escondite, pero no pudo indicarles el sitio exacto donde estaba enterrado el tesoro, así que sólo les dio algunas pistas de por dónde oía los golpes cuando Tío Pereyra trabajaba para hacer la excavación. 

Pasó algún tiempo sin poder encontrar el tesoro y sólo después de muchos años dicen que algunos dieron con la cueva que contenía muchos lingotes de plata, pero, quienes encontraron la fortuna, pusieron algunas señas para volver por el codiciado metal y, al regresar, aquellas pistas habían desaparecido junto con el tesoro en forma misteriosa.

Muchos aseguran que el tesoro existe pero que, encontrándose la cueva al pie de la sierra, los derrumbes de la misma taparon la famosa piedra que servía de entrada a la cueva, por lo que el tesoro quedó sepultado.

Algunos carreteros que viajaban con metal de Sabinas a Villaldama, dicen haber visto una lumbre que se levanta en medio de la oscuridad de la noche con dirección a donde creen que se encuentra El Tesoro del Tío Pereyra, pero aún no se sabe si alguien ha tenido el valor de averiguarlo, ¡pues quizá ahí encuentren la muerte!  

La bola de lumbre

—¡En el rancho de don Tomás Mireles se aparece una mujer! 

Era muy frecuente oír esta expresión de los carreteros que viajaban a La Pachona para traer metal. Para ir a la mina se salía por un camino que llegaba a juntarse con el camino real al pasar el arroyo La Morita. Al salir del pueblo, a unos mil metros, estaban las tierras de don Tomás Mireles. 

Los carreteros casi siempre salían de noche o madrugada para evitar el calor sofocante del día y que las yuntas no se cansaran tan rápido. 

Una noche en que la lluvia se acercaba, salieron las carretas en fila. Jesús y Toño manejaban dos cada uno. La primera iba sin que la dirigieran pues los bueyes se sabían el camino, en la segunda, que correspondía a Jesús también, iba él como conductor. La tercera y la cuarta eran de Toño, quien viajaba en la última. 

Antes de llegar al rancho de don Tomás, vieron cómo se elevaba una bola de fuego que cruzó el cielo en dirección a la sierra donde queda el rincón de Los Pelillos. Ambos la siguieron con la mirada hasta perderla de vista. Esto despertó ciertos temores en ellos, pero ninguno dijo algo, pues al ir cada uno en su carreta, no tenían comunicación. Así que, al otro día, mientras desayunaban más tranquilos, comenzaron a hablar.

—Oye Jesús, ¿qué viste anoche cuando veníamos?

—Pues antes de llegar al rancho de don Tomás, vi que se levantó una bola de lumbre como del tamaño de una naranja y se perdió en el rincón de Los Pelillos.

—Yo también —dijo Toño—, pero además de eso ¿qué otra cosa observaste?

—Pues que en la puerta del rancho de don Tomás estaba una señora con falda blanca y blusa negra levantando una de las trancas para salir, pero después no la volví a ver. ¿Tú no la viste? 

—¡Sí! Cuando iba cerca escuché un ruidito y lo primero que vi fue un bulto como de mujer vestida de negro y blanco. Se pasó por un lado de mi carreta hacia donde iba mi primera yunta y se fue hasta el arroyo de “La Morita”. Me daban ganas de invitarla a subir para que no fuera a cansarse, pensando que sería alguna señora que iba a la mina, pero el miedo no me dejaba hablar. Cuando desapareció en el arroyo, me dio más miedo. Anoche no pude dormir porque el pensamiento de la mujer aparecida no me dejaba en paz.

—Es que en ese rancho hay dinero enterrado —dijo Jesús.

—Ya me había platicado Margarito que en ese tramo se aparecía una mujer —respondió Toño—. Ya van varios que la ven.

A los pocos días, supieron que Pedro y José María habían salido en una carroza para traer a una mujer que había muerto en la mina por falta de atención médica. Partieron alrededor de las diez de la noche de Sabinas, pues habían recibido la noticia muy tarde y era urgente amanecer con el cadáver de regreso para aprovechar el fresco de la noche y evitar su descomposición.

Al pasar el arroyo de La Morita, vieron levantarse sobre el camino una llamita, como quien empieza a poner lumbre, pero al acercarse notaron que caminaba y se veía que llevaba en la mano un cigarro encendido. El caballo que tiraba de la carroza quiso pararse varias veces y fue necesario forzarlo para que avanzara.

El miedo que les provocó aquello a Pedro y a José María fue indescriptible y más aún al regreso, pues tuvieron que decirles a los dolientes que se quedaban hasta el amanecer, pero el deber los obligó a regresar.

Desde entonces, han ocurrido más encuentros de este tipo que la gente relaciona con una bruja que, si la encuentras de mal humor, puede enviarte una maldición o llevarte con ella. Aun así, los pobladores se siguen preguntando si, en el rancho de don Tomás Mireles, habrá un gran tesoro enterrado que aquella bruja está cuidando. Sería bueno ir a averiguarlo, ¿no crees?

La noria

¡Inexplicable! es la definición que logra alcanzar lo que ocurrió en la calle Independencia de la Colonia Esmeralda, justo a espaldas del panteón municipal Guadalupe, en San Nicolás de los Garza, Nuevo León.

En este domicilio se encuentra un gran terreno donde, hace años, don José había construido muchos cuartos para ponerlos en renta. La vecindad era grande y tenía una noria casi a la mitad del patio, la cual compartían todos. El aparato se mantenía cerrado para evitar que sucediera algún accidente, pues todas las habitaciones estaban ocupadas y por ello había mucha gente en el lugar. 

Entre los inquilinos se encontraba Paty, que vivía ahí con su familia. A Eufemio, su hermano menor, le gustaba dormir afuera de su casa acostado a la orilla de la puerta, a unos cuantos metros de la noria, porque por las noches hacía mucho calor en aquella temporada.

Paty era novia de José, que vivía hasta el fondo de la vecindad.

Por las noches, lo único que alumbraba el patio eran unos cuantos focos de algunos vecinos, pero mientras más se caminaba hacia el fondo, la luz disminuía y sólo se podían ver sombras o siluetas.

En cierta ocasión, José y Paty se encontraban platicando sentados en la banqueta de la calle. Eufemio, como era su costumbre, se había recostado en el piso sobre una cobija mirando hacia la calle, pues sentía temor al ver hacia el fondo del terreno porque creía que vería algo espantoso en la oscuridad.

Ya entrada la noche, alrededor de las dos y media de la madrugada, la mamá de Paty salió a hablarle para que se metiera a su casa.

—No son horas de que una jovencita de bien esté con el novio —dijo la señora. 

Enseguida se pusieron de pie y se despidieron. José dio la media vuelta y comenzó a caminar hacia su casa. Entre las sombras se podían escuchar sus pasos. Había avanzado unos cuantos metros cuando, de pronto, Eufemio escuchó a la altura de la noria que José preguntaba molesto: 

—¿Y tú qué haces aquí?

Después de un breve silencio, se escuchó un grito terrorífico y desgarrador. Al escucharlo, Eufemio se puso en pie de un salto. Aún con la piel erizada, fue el primero en acudir para saber qué había sucedido. Al acercarse, vio a José tirado en el piso al lado de la noria, inconsciente, con una mueca en la cara que expresaba horror y con la mirada perdida. En pocos segundos varios vecinos salieron a averiguar qué pasaba en el patio y se encontraron con la impactante escena.

José no se recuperó a pesar de los esfuerzos y remedios caseros con los que los vecinos intentaron reanimarlo. Poco después lo levantaron y fue llevado a su casa.

Al otro día seguía sin reaccionar, aunque el gesto ya había desaparecido. Su familia decidió llevarlo al médico, pero no pudo explicar qué había pasado. Después de ese día, fueron varias las consultas y tratamientos a los que fue sometido para hacerlo recobrar el conocimiento, sin que ninguno de ellos tuviera éxito.

Tiempo después, llegó la resignación a sus familiares que optaron por llevarlo a casa. Lo alimentaban en la boca y lo aseaban, pues él no hablaba y apenas podía caminar. Su mirada se dirigía siempre hacia la nada. Lo sentaban por las tardes a la orilla del portón en la calle para que le diera el sol, su aspecto físico había cambiado totalmente y, como consecuencia a todo esto, Paty dio por terminada su relación con él, no sin antes haber hecho lo posible por ayudarlo.

Después de cuatro meses algo pasó. Una noche, mientras todos dormían, sucedió lo inesperado, pues un grito igual de desgarrador que el de la primera ocasión, terminó con la tranquilidad de la noche. A éste, le siguieron varios gritos más de igual intensidad. ¡Era José! 

Extrañamente había despertado de su estado. Todo el vecindario se sobresaltó y varios acudieron a su casa esperando lo peor, pero José había vuelto a la realidad y estaba confundido. 

Después de tranquilizarse, su madre le contó lo que había pasado meses atrás. Él, desconcertado e incrédulo, les contó que, aquella noche, después de despedirse de Paty, comenzó a caminar hacia su casa pero que, al pasar al lado de la noria entre las sombras, había visto la silueta de la que parecía ser su hermanita asomándose hacia adentro de la misma. Como ya era muy noche y la pequeña podía caer dentro de la noria, estaba muy molesto, así que se acercó a ella preguntándole 

—¿Y tú qué haces aquí? 

Cuando la personita volteo hacia él, se dio cuenta de que no tenía rostro, parecía estar sólo el cabello sobre la nada. Sintió pavor al ver aquella escena y por eso gritó. Después de eso no recordaba nada más.

Lo ocurrido llegó a oídos del dueño de la vecindad, quien repentinamente llegó con trabajadores y estos rodearon con bardas la noria. No se podía ver lo que hacían, pero se escuchaba que estaban escarbando. Días más tarde, el dueño llegó en una camioneta nueva y con traje de marca. Llamó a todos los inquilinos y les dijo que tenían un mes para deshabitar sus casas pues ese terreno lo usaría para otra cosa.

Nadie sabe qué pasó con don José, el dueño, pero se rumora que lo que encontró en la noria fue oro. Algunos dicen que aquella niña había caído por ahí perdiendo la vida y que, al excavar, ¡encontraron sus restos y con ellos aquel tesoro!  

Don Mauricio y la Bruja

En una fría madrugada del año 1951, Mauricio Aguilar Pérez, un jornalero que trabajaba en las labores de El Lechugal, salió de su casa ubicada en la esquina de Hidalgo y Galeana en Santa Catarina. De pronto, por el monte salió un niño que lo siguió hasta alcanzarlo. Le llamaba por su nombre repetidamente. El campesino no le hacía caso y por eso el infante lo agarró de las piernas. Entonces Mauricio lo amenazó con rezar las Doce Verdades y fue cuando el niño se convirtió en una lechuza negra que empezó a volar por encima de él. 

La lechuza daba vueltas siguiéndolo por la vereda en medio del despoblado. El ave cada vez que pasaba por encima de Mauricio emitía un silbido extraño, más parecido al de una persona que al de un ave. Esto le causó sorpresa y temor y en consecuencia la enfrentó al pensar que podría tratarse de una bruja, una de esas mujeres que, se decía, podían convertirse en aves malignas por las noches. 

Comenzó a recitar el rezo para espantar a la bruja, pero en ese momento el ave maligna se posó sobre una anacua y le habló. 

No se sabe lo que le dijo, pero desde entonces Mauricio enfermó hasta morir el 27 de septiembre de 1951 de una rara enfermedad. 

Los ancianos de la zona aseguraron que murió de susto, pues no era la primera vez que sabían de brujas que se convertían en niños o lechuzas y provocaban la muerte de quien las veía. 

Al enterarse de esto, Bartolo Aguilar, padre de Mauricio, y sus hermanos, fueron al lugar y cazaron a una bruja que los siguió hasta el camino que hay entre el Pajonal y Canoas, en la Sierra Madre de Santa Catarina. Al día siguiente, la gente que pasó por ahí de regreso, pudo ver a una anciana que pedía que la soltaran para regresar a su casa, hasta que, un día, en ese mismo sitio, apareció un árbol de anacua, donde se dice que la bruja permanecerá encerrada… ¡para siempre!

El hombre pájaro de Monterrey en el Cerro de la Silla

El 18 de septiembre de 1877, en Marín, Nuevo León, fue visto un ser humano alado sobre la iglesia que se encuentra a un costado de la plaza principal. Se tienen pocos detalles, pero una figura similar fue observada en septiembre de 1880, no muy lejos, exactamente en la población de Higueras, Nuevo León.

El 11 de julio de 1908, un hombre iba caminando por el paraje montañoso, conocido como La Huasteca, cuando de pronto vio lo que parecía ser una huella de pie humano en el camino. 

Su perro empezó a actuar de forma extraña y oyó cómo algo se movía entre las matas. Al cabo de varios minutos, el caminante, don Pantaleón Magaña, arrojó una piedra hacia la criatura invisible. Inmediatamente escuchó el ruido de un batir de alas y vio que algo, muy grande y oscuro, volaba hacia el río. Por desgracia, no pudo obtener más detalles a causa de la niebla. 

Más tarde, cuando don Pantaleón explicó a sus vecinos lo que había ocurrido, éstos identificaron a la criatura como un hombre que podía volar y era un caso bien conocido entre los cazadores de la región.

Se cree que, en el Cerro de la Silla, pudo haber habitado este ser, que, según los testigos, aparecía sobrevolando las faldas del mencionado lugar y había quienes aseguraban que no era propiamente un hombre pájaro, sino alguna especie de animal prehistórico que, por alguna extraña causa, había logrado conservarse de manera misteriosa en ese lugar.

La chica de la discoteca Kaos

Existe en la Avenida Eugenio Garza Sada, prácticamente en el cruce con la Avenida Revolución al sur de la ciudad, una construcción que hace algunos años era una famosa discoteca llamada Kaos, misma que, como casi todos los negocios de ese giro, estuvo de moda por un tiempo y después se vino abajo hasta su cierre.

Se dice que una noche, como cualquier otra, un grupo de cuatro amigas organizaron una despedida de soltera, para una de ellas, en esta disco.

La velada transcurrió conforme a lo planeado, estuvo llena de mucha diversión y algunas copas de más.

Ya entrada la noche, las cuatro amigas decidieron abandonar el lugar en su auto, pero, desafortunadamente, tuvieron un accidente y a este sobrevivieron tres de ellas, ya que una falleció quemada al incendiarse el coche en el que viajaban. La joven que perdió la vida fue precisamente la mujer que estaba por casarse.

Se cuenta que, años más tarde, una noche circulaba un taxista frente a la disco, a quien le hizo la parada una joven de apariencia muy atractiva, pero con una mirada de infinita tristeza. El taxista se paró y, a solicitud de la muchacha, la llevó a la casa de su novio, no sin antes comentarle que estaban próximos a casarse. Al llegar a la dirección señalada, la joven bajó del auto y le pidió que la esperara.

Después de veinte minutos de no recibir ninguna señal de la pasajera, el taxista se atrevió a tocar el timbre de la casa. Para su sorpresa, no fue ella quien le abrió la puerta, si no un joven, quien le preguntó qué se le ofrecía, pues era bastante tarde.

El taxista le explicó que había dejado ahí a una pasajera hacía veinte minutos y no había regresado a pagar. El muchacho, al escuchar esto, se metió por una fotografía y le preguntó si esa era la muchacha que había llevado, a lo que el taxista contestó que sí.

El joven le dijo que ella fue su novia y que había fallecido unos años antes justo el día anterior a su boda y que ese día se conmemoraba un aniversario más de su muerte.

El taxista, ante esta revelación, sólo alcanzó a decir que efectivamente la muchacha le había comentado que se iba a casar al otro día, pero, ante lo impactante del evento, se disculpó y dio la media vuelta para abandonar el lugar, olvidando incluso el cobro del servicio.

Actualmente esta historia es muy conocida por los regiomontanos, pues existen muchas otras anécdotas de gente que se ha encontrado con la joven. 

Lo más triste de esta historia, es que el novio no ha podido superarlo, pues a la fecha siguen llegando taxistas a preguntar por ella y a todos les responde lo mismo y les muestra la foto de su viejo amor. Lo único que no desea, es encontrársela un día en la puerta de su casa.

Los fantasmas de Parque Fundidora

Inaugurada en los inicios del siglo XX, Fundidora Monterrey fue el motor industrial que diera vida a la sociedad regiomontana al convertirse en la principal fuente de empleo para la mayoría de los habitantes de la época.

Cerró sus puertas en el año de 1986 tras una serie de situaciones económicas y la dificultad para reducir los costos de operación, por lo que quedó sólo en el recuerdo el famoso sonar de su silbato anunciando el cambio de turno combinado con la nostalgia de los que ahí trabajaron.

Las leyendas tienen su origen en los múltiples accidentes sucedidos en este sitio y los cuales no están registrados oficialmente. 

Son los guardias del lugar quienes cuentan estas historias, mismos que han establecido una amistosa competencia por ver quién ha tenido más experiencias sobrenaturales.

Entre los guardias les llaman “Los Inquilinos” a aquellos seres misteriosos que se aparecen dentro del parque. 

Ellos dicen haber escuchado voces y rezos durante la madrugada, cuando el parque está totalmente solo.

Una inquilina muy famosa es la niña que lleva un vestido blanco antiguo y suele aparecerse en fotografías. Quien pasea por las instalaciones, sobre todo en la zona del Papalote Museo del Niño y el Museo de Cera, se le ha encontrado. 

Se cuenta que ha sido vista por muchas personas que laboran en este espacio, quienes aseguran que deja un ambiente helado a su paso. Dicen que es la hija fallecida de algún trabajador y que pudo haber perdido la vida al estar jugando con otros niños en las instalaciones no aptas para ellos, como lo eran las escaleras de los hornos y los barandales, aunque también se cree que podría ser una niña fallecida durante la epidemia de la fiebre amarilla, ocurrida en 1921, que habitaba, al igual que mucha gente, en la Colonia Fierro, misma que se ubicaba en una zona dentro de las instalaciones de Fundidora.

También se habla de que han sido vistas personas con vestimenta de minero, el mismo uniforme que era utilizado por el personal que ahí laboraba.

Otro caso es el de la grúa que se encuentra en la Nave Lewis, la cual es utilizada para hacer reparaciones. Ésta ha sido aceitada y reparada, sin embargo, siempre está goteando aceite. Dicen los guardias que, cuando va a haber un evento, le dicen que no gotee y la máquina deja de hacerlo, pero, una vez terminado el trabajo, vuelve a escurrir.

Un hecho que consideran que puede ser causa de apariciones, es el accidente ocurrido el 20 de noviembre de 1971, cuando un operador de grúa que tenía que pasar una olla de un lado a otro, aparentemente sufrió un infarto cayendo sobre la palanca  de máxima velocidad y, en vez de detenerse en el punto de vaciado, pegó en la pared del canal ocasionando que el crisol se ladeara, derramando acero líquido a una temperatura de 1200ºC, el cual, al contacto con una gota de agua o aceite, causó una onda expansiva de calor que acabó con la vida de 16 trabajadores, quienes, por más que corrieron, no lograron ponerse a salvo.

Son muchas las leyendas en torno a Fundidora, que, sin duda alguna, enriquecen el acervo cultural de este lugar que fue, es y seguirá siendo, pilar en la historia de Monterrey, Nuevo León y México.

El tesoro del cura García

Desde principios de 1900, Lampazos de Naranjo, Nuevo León, se convirtió en un lugar de miedo porque múltiples manifestaciones sobrenaturales se suscitaron por sus callejones, como sombras que seguían a los que se desvelaban, voces que parecían rozar el oído en murmullos macabros, así como tétricos ruidos de fierros y pies que se arrastraban, espantando a transeúntes y ebrios. 

Se cuenta que, en el siglo pasado, en la esquina de lo que hoy son las calles de Mina y Allende, había una casa propiedad de don Santiago González. Dicho inmueble fue prestado al padre García, párroco de gran carisma. Era tanto lo que lograba obtener de los creyentes, que las colectas superaban las necesidades, así que decidió guardar el resto enterrando gran cantidad de monedas de plata y oro en algún lugar del predio aquél. Pero el cura García fue removido a otras tierras y la muerte lo sorprendió antes de volver por el depósito secreto, quedando el dinero perdido para siempre. Desde entonces, nació la leyenda de que los espíritus rondarían por el lugar hasta que el tesoro fuera rescatado.

Pero no todas las historias que se cuentan eran tan reales, como la de Luz Ortiz, que contaba que su hermano Rafael fue aterrorizado por un ánima muy blanca que, desde un árbol de anacua, cerca del Puente Colorado, lo llamó con voz cavernosa. Fue tanto su miedo, que corrió lo más rápido que pudo y llegó ahogado de pánico hasta la casa de su hermana. Ella lo consoló, lo curó del espanto y parecía que lo demás sería olvido.

Pocos días duró el susto y, pensando que una pistola era más efectiva para librarse de todo mal, el alegre parrandero volvió con La Petra y sus muchachas. Ya pasada la media noche, llegó a la cantina El Fogonazo a seguir la fiesta. Cuando estuvo satisfecho, se colocó el sombrero y salió decidido a pasar otra vez por la calle del espanto.

Todo sucedió tal como lo esperaba. Al pasar por el anacual, oyó la voz profunda e inhumana que decía su nombre:

—¡Rafael! ¡Rafael!

Con los cabellos erizados de miedo, estaba decidido a enfrentar de una vez por todas al ser de ultratumba. Rafael se acercó al espectro que se mecía tenebroso entre las ramas del árbol. Lo encaró con un grito y un balazo al aire, y le ordenó que le dijera a qué mundo pertenecía. El fantasma bajó al suelo, muy despacio. Se acercó, macabro y lento, al valiente. Súbitamente una blanca sábana cayó y se dio una inesperada revelación. 

—¡No me mates! —suplicó el aparecido—, ¡te lo pido por favor! Soy del mundo de los vivos y te pido compasión pa’ seguir en este mundo engañoso y hablador.

El supuesto aparecido, espantado, corrió como ánima que lleva el Diablo al imaginarse con una bala entre las costillas y ya ni de la sábana se acordó.

Después de esto, el misterio de la casa de don Santiago González siguió generando historias entre la población. 

Don Jesús, un alcalde de los años treinta, hizo cavar, frente a la casa, una zanja de un metro de ancho, tres de hondo y treinta de largo, por toda la orilla de la acera. El pueblo murmuraba que, en vez de obra pública, buscaba otra cosa. 

—¡Ah, qué gente tan desconfiada! —exclamaba el alcalde. 

Y así, a lo largo de muchos años, varios pozos y agujeros, fueron apareciendo por cuartos, patios y paredes, pero sin encontrar nada.

Corría el año de 1970, cuando ocurrió el desenlace de esta historia. Se hacían las obras de la carretera a Colombia y, al arrancar de cuajo una vieja anacua, cerca de la casa en ruinas, el brillo de unas monedas hizo que se detuviera la máquina. En el lugar quedó un gran jarrón quebrado y tres trabajadores desaparecieron del pueblo para jamás volver. Con el dinero, se fueron también las leyendas que asustaron ahí, terminando para siempre una época de muchas historias que ya eran parte de las tradiciones del pueblo.

Hoy, todo es ruina y olvido por los alrededores del Ojo. La casa de este relato es ya sólo una montaña de escombros sobre un lote baldío. Nunca se supo si aquellas apariciones existieron, fueron bromas de mal gusto o peor aún, ¡persiguieron por siempre a los trabajadores que se llevaron el tesoro! 

La Hacienda del Muerto

En el municipio de Mina, Nuevo León, se encuentra la famosa y enigmática Hacienda del Muerto. De esta antigua construcción se cuentan infinidad de relatos misteriosos.

Personas de García, Nuevo León, platicaban las experiencias que ellos vivieron y lo que les contaron los visitantes o buscadores de tesoros. 

Una de aquellas historias le ocurrió a un grupo de investigadores de lo paranormal. Llegaron a la hacienda a las diez de la noche y empezaron a organizarse para dormir ahí, así que hicieron una fogata al lado de la capilla.

Alrededor de las doce de la media noche, uno de ellos sacó su cámara de video para empezar a grabar la parte alta de donde estaba la cruz de la capilla. De pronto vieron salir de ahí dos lechuzas enormes, las cuales se cree también que son brujas. Lo extraño fue que, al momento de querer grabar, se empezó a descargar la pila de la cámara y no lograron captar la imagen de aquellos animales que les provocaron un repentino escalofrío. Aun así, no se fueron del lugar.

Más tarde, comenzaron a escuchar extraños ruidos, algo que muchas personas dijeron que sucedía. Era como si llegara un grupo de jinetes a caballo.

De pronto, en dirección al cuarto grande, que tiene como respaldo la zona de García o el Cerro del Fraile, escucharon pasos entre los matorrales, como si fuera un animal muy grande. Cuando alumbraron hacia esa zona, no había nada y el sonido dejó de oírse.

Los investigadores esperaban pacientemente, hasta que, de la nada, apareció un sacerdote que salía de la capilla, pero sin abrir las puertas, pues no escucharon ningún ruido y éstas solían rechinar al abrirlas. Luego confirmaron que las mismas estaban bien cerradas.

Sin más, aquel sacerdote desapareció en las sombras, sin que sus pisadas hicieran sonido alguno.

Muchas personas de la zona lo han visto varias veces hacer el mismo recorrido, pero nadie sabe a dónde va, pues desaparece de inmediato.

Los hombres habían escuchado acerca de un hombre ahorcado cerca de uno de los árboles de la Hacienda, así que decidieron a las tres de la mañana, que era la hora en que se suponía, iba a aparecer. 

Se acercaron a dicho árbol, pero no vieron nada extraño. Cuando estaban por irse, escucharon el crujir de una rama. Ellos estaban a unos cien pasos del lugar y desde ahí lograron ver la silueta de un bulto que colgaba de la rama. 

Ninguno se movió ni dijo palabra, hasta que comenzaron a escuchar voces y el ruido de algo quemándose. Segundos después, percibieron el olor a carne quemada. Sin duda era aquel hombre que, se contaba, había sido colgado y quemado en tiempos de la Revolución. De pronto, escucharon y vieron cómo el bulto caía al piso. Fue entonces que los investigadores decidieron volver a la fogata de inmediato. 

Debido a que ya era tarde y creían tener el material necesario, decidieron regresar a la camioneta para dormir un rato. Cuando ya estaban todos acostados, uno de ellos sintió que alguien se acostaba a su lado y sintió mucho frío, así que, sin dudarlo, les dijo a sus compañeros:

—¡Alguien se acaba de acostar junto a mí!

Los compañeros se levantaron y de pronto una de las puertas se abrió de golpe y sintieron que el peso de algo descendía del vehículo. Ya no pudieron dormir aquella noche y esperaron con impaciencia el amanecer para irse de ahí.

Eso fue todo lo que ocurrió aquella noche. Al llegar a su laboratorio, para revisar el material, encontraron muchos rostros distintos en las fotos y voces muy claras en las grabaciones. Fue escalofriante, ya que algunas eran de niños, otras de hombres y mujeres suplicando por su vida. De todo esto, lo más aterrador fue la imagen de un padre que estaba sentado junto a ellos en la fogata, mirando a la cámara con una sonrisa espeluznante. Y en las grabaciones encontraron la misma voz de un hombre que repetía en cada audio:

—Te voy a matar si no te vas… ¡te voy a matar cuando te duermas!

El toro negro

Era una noche del año 1917. En una casa de los límites de Lampazos, cerca de la que hoy llaman calle Guerrero, doña Prudenciana se retiró a su habitación para dar gracias a Dios por haberle concedido un día más en su tan largo existir, que sumaba ya los noventa años de vida. Había pasado por muchas cosas, sufrido y gozado como testigo de las mil aventuras de los pueblos norteños y los sucesos que en aquellos días todavía sacudían a México por la Revolución.

Se sentó a la orilla de la cama para continuar sus oraciones, pues ya las fuerzas no eran las de antes para estar arrodillada.

—Señor, te doy gracias porque me has dado una larga vida y tantos hijos muy buenos. Pero tú sabes que mi más grande pena es Teodorito. Tú sabes que es un buen hijo, muy trabajador y respetuoso. Pero por culpa de ese vicio cochino que lo domina, me lo van a matar un día. Yo ya soy vieja y no tengo la energía de antes. No puedo perseguirlo para sacarlo de donde ande. Sólo tú puedes ayudarme. Te lo suplico, ¡dale un susto! ¡Dale un buen susto que lo haga entender que va por mal camino! No me dejes morir sin ver que mi hijo se libera del vicio.

A la mañana siguiente, doña Prudenciana barría el patio con una leve sonrisa de felicidad al pensar que sus oraciones habían sido escuchadas. ¡Teodoro había dormido en casa y amanecido sobrio!

Ese día rezó más que antes y, al llegar la noche, la plegaria fue repetida, pero sólo una vez más tuvo el gusto de ver la señal, porque a la tercera noche, Teodoro se perdió toda la tarde y a las doce de la madrugada, la triste anciana, supo que ya no debía esperarlo. Tras la oración de gracias y las peticiones de siempre, se quedó profundamente dormida.

Eran las tres de la madrugada y Teodoro iba caminando en zigzag a lo largo de la calle Hidalgo. Con voz ronca balbuceaba una tonada alegre, saboreando todavía el buen rato que había pasado. Dio vuelta al llegar a la calle Guerrero, sintiendo ya cerca el calor del hogar y su cama.

Algo estaba en medio de la calle. Era un becerro negro y flaco que vagaba perdido. Teodoro siguió su paso sin prestarle mayor atención. 

Caminó en diagonal, pero el becerro se interpuso en su camino. Siguió acercándose tanto, que ya no había más que sacarle la vuelta, pero el animalito chocó con él. Teodoro le gritó y agitó los brazos para asustarlo, pero el becerro no se movió ni un centímetro. Impaciente, le dio un ligero puntapié para espantarlo, pero el endeble animal permaneció allí indiferente a los reclamos de Teodoro. El hombre llegó a su límite y comenzó a patearlo, pero de pronto ya no lucía tan pequeño y se dio cuenta que el becerro había crecido a cada golpe, hasta convertirse en un gran toro negro. Con un último golpe lo vio tan enorme, que su cornamenta estaba a tres metros de altura y ya ocupaba la calle de lado a lado.

Teodoro estaba aterrado al descubrir que se encontraba ante un ser de otro mundo. Un alarido de terror se escuchó por todo Lampazos. Ciria, su hermana, se levantó de un salto al oír golpes en la puerta. Al abrir, vio a su hermano jadeante, con el rostro muy pálido y sin poder pronunciar palabra. Doña Prudenciana llegó luego y se dio cuenta de que su hijo estaba muy asustado.

Lo llevaron a la cama para recibir el tradicional ritual de oraciones, albahaca y piedra alumbre. Lleno de humildad respondía cuando su hermana le llamaba con el esotérico conjuro de: 

—¡Teodoro, vente! ¡No te quedes! ¡Teodoro, vente! ¡No te quedes!

El hombre recuperó el alma perdida en los abismos del espanto y, a partir de ahí, dejó de beber por el resto de su vida. Su madre jamás le dijo a su hijo el contenido de sus antiguas plegarias, pero siempre estuvo agradecida con la aparición aquella. 

Hasta el día de hoy, los pobladores de Lampazos cuentan que todavía por las noches se ha visto vagar, entre las sombras, a un inofensivo becerrillo que busca asustar a algún otro borrachín desvelado. 

Esta historia se ha repetido cada vez que, de madrugada, por las calles solitarias, se escucha a lo lejos un grito aterrado cuando algún desdichado se enfrenta a la mirada del ¡terrible Toro Negro!