Leyendas de Querétaro

El agujero del Diablo

Hace muchísimos años, en lo que se conocía como el Templo de San Francisco, varios muchachos se preparaban para convertirse en sacerdotes. 

Un día, mientras uno de los seminaristas se encontraba orando, oyó un ruido y al mover la cabeza observó a una bellísima mujer quien le sonrió. De inmediato, el chico se levantó de su asiento y fue en dirección a la oficina del párroco para relatarle lo sucedido.

—Padre, no va a creer lo que me acaba de pasar.

—Hijo, tranquilo, éste no es sitio para exaltarse —le contestó.

—Es que acabo de ver a una mujer muy hermosa que parecía coquetearme.

—Eso que viste fue el demonio que tomó la figura de una bella dama para tentarte y llevarte por el mal camino. Lo mejor que puedes hacer es encerrarte y orar hasta que olvides todos los malos pensamientos —dijo el sacerdote.

Así lo hizo el joven y la aparición no volvió a mostrarse por largo tiempo, hasta que, una noche, los gritos del seminarista despertaron al resto de sus compañeros. Los alaridos pidiendo auxilio eran tan fuertes, que incluso varios de ellos intentaron derribar la puerta, pero sin éxito.

Mientras tanto, en el claustro se encontraba el muchacho y la supuesta mujer quien ahora se había convertido en Lucifer. El joven tomó con su mano derecha la Biblia que tenía en el buró y con la izquierda un rosario de madera que le había regalado su abuela.

Cuentan que, poco a poco, las oraciones tanto de él como de sus compañeros hicieron que el demonio fuera retrocediendo, hasta que optó por salir de la habitación a como diera lugar.

Momentos después, se escuchó un gran estruendo y la puerta del cuarto por fin pudo abrirse. Nadie podía creer lo que había ocurrido. En el techo había un hoyo negro de gran tamaño al que luego se le bautizó como el agujero del Diablo.

Se dice que muchas personas han ido a visitar el lugar y han visto el agujero, pero lo que casi no se cuenta, es que los que van a verlo de noche, pocas veces regresan.

La Casa de la Zacatecana

La famosa Casa de la Zacatecana es una imponente casona en el número 59 de la calle Independencia, en el Centro Histórico de Querétaro. Todos los que escuchan su historia, saben que es un lugar que eriza la piel, ya sea por la escalofriante leyenda que encierran sus paredes, o por el continuo tic-tac de los 43 relojes que son parte de su bellísima colección como Museo, y que resuenan con su eterno sonido en todos los pasillos de la casa.

Cuenta la leyenda, que, en el siglo XVII, una mujer muy hermosa, que nació en Zacatecas —y de ahí el nombre de la historia—, llegó a vivir a esa casa junto con su marido, un millonario e importante minero. 

Después de un tiempo, el Zacatecano desapareció. Cuando le preguntaban a la mujer qué había pasado con su marido, ella sólo contestaba: 

—Mi marido está de viaje. Ya sabe cómo son los negocios. Espero que venga pronto. Hace apenas una semana que recibí una carta de él donde me decía que ya estaba por llegar.

Pero esa semana nunca llegaba, así que pronto comenzaron los rumores acerca de su sospechosa desaparición.

Un día, un empleado doméstico descubrió a la Zacatecana horriblemente asesinada. Mandaron llamar a la policía. Cuando ésta llegó y comenzaron las investigaciones, también se hallaron los esqueletos de dos hombres enterrados en las caballerizas. 

Se cuenta que uno de los esqueletos pertenecía al Zacatecano, es decir al marido, a quien su mujer mandó matar. Y el otro, al hombre que le ayudó a cometer dicho crimen y fue asesinado por ella misma. 

Nunca se supo quién fue el autor de la venganza en contra de la Zacatecana, pero lo que sí se sabe es que los inquilinos que llegaban a vivir a esa casa, después de la muerte de la mujer, duraban poco como residentes, pues decían que había muchos espantos. 

Aún ahora, los vecinos y los visitantes cuentan que es posible, en ocasiones, divisar un espíritu que, de vez en cuando, se asoma en las ventanas del museo.

Hay muchos valientes que dicen:

—Esos son inventos para que la gente vaya al museo.

Lo curioso es que cuando a estos mismos se les ha invitado a que pasen una noche en la tenebrosa casona, nunca han aceptado.

La Carambada

La Carambada era el apodo de Leonarda Martínez. Se dice que esta famosa mujer nació en “La Punta” y que gran parte de su infancia y juventud la pasó al lado de ladrones y bandoleros.

Sus padres murieron cuando ella era muy chica, por lo que tuvo que hacerse cargo de sus hermanas. Para sobrevivir, desde joven se integró a las filas del crimen. Por esa razón no era raro ver a La Carambada deambulando por las calles de la ciudad, mientras esperaba pacientemente, el momento preciso para despojar a los ricos de sus pertenencias.

Leonarda era una mujer de baja estatura, tez morena y que además tenía una seña particular que la hacía inconfundible: en la mejilla izquierda tenía una cicatriz de gran tamaño.

Por extraño que parezca, la joven sabía comportarse dependiendo del lugar en donde estuviera. Por ejemplo, si intentaba robarles sus joyas a mujeres que pertenecían a la aristocracia mexicana, se vestía con trajes de seda y cuidaba su vocabulario, para así ganarse la simpatía de las demás. ¡Nadie lograba adivinar sus negras intenciones!

Primero se hacía amiga de las damas de la alta sociedad, luego, y gracias a la habilidad que tenía con sus manos, les quitaba a las señoras sus alhajas, ¡sin que éstas se dieran cuenta! 

La Carambada fue llevada a la cárcel en muchísimas ocasiones. No obstante, lo cierto es que tardaba más en llegar a su celda que en salir de nuevo a la calle, pues era amiga de altos funcionarios de Querétaro.

Las historias sobre ella han variado mucho a través de los años. Por ejemplo, algunos cuentan que se convirtió en la dama de compañía de doña Carlota, la esposa de Maximiliano de Habsburgo. Se cuenta que cuando él la vio, se enamoró perdidamente de ella, pero La Carambada sólo tenía ojos para un joven general que fue apresado por el ejército liberal.

Cuando Leonarda se enteró de esto, fue con el gobernador Benito Zenea, pero éste no quiso perdonar a su amado. Entonces, la joven se las ingenió para llegar hasta el mismísimo Benito Juárez, pero éste tampoco quiso ayudarla. Algunos piensan que, en venganza, La Carambada los envenenó a los dos. Es por este hecho que la mujer se hizo muy famosa.

Después de esto, Leonarda se dedicó al robo, pero esta vez a lo grande. Organizó una pandilla de delincuentes y como si fuera una Robin Hood mexicana, les quitaba el dinero a los ricos para repartirlo a los pobres.

Por fin, Vicente Otero fue el encargado de ponerle punto final a los atracos de la Carambada. Éste la atrapó durante un asalto en la vía pública, al parecer en Celaya, Guanajuato. La mujer se resistió, pero al recibir un balazo, no le quedó más que rendirse.

Después fue llevada a un hospital en donde no pudieron salvarle la vida. Hay quien dice que sus últimas palabras fueron para pedir perdón, pero otros aseguran que se sentía orgullosa de todo lo que había hecho. Aunque nunca sabremos en realidad cuál fue el pensamiento de Leonarda Martínez al exhalar su último aliento, de lo que sí estamos seguros es que muchas personas dicen haber visto su espíritu. Incluso, hay algunos que aseguran que les daba dinero cuando se encontraban en dificultades. 

Chucho el Roto

Cuenta la leyenda que «Chucho el Roto» nació en Santa Ana Chiautempan, Tlaxcala, lugar que se encuentra casi en la sombra de uno de los picos más altos de México: La Malinche.

Su nombre original era Jesús Arriaga y desde muy pequeño fue diferente del resto de sus compañeros y amigos, ya que le gustaba imitar los acentos de los diversos dialectos de los indios que llegaban al mercado y los aprendía para hablar con ellos. ¡Sin duda era un jovencito muy inteligente!

También se dice que cuando los circos venían al pueblo, Jesús estaba más que feliz, pues se sentía parte de él. Desde niño hacía muñecos y practicaba ventriloquia con su talento para imitar voces, con lo cual divertía a la gente del mercado. Además, se ganaba la confianza de los magos y aprendía sus trucos, con lo cual descubrió la facilidad para robar.

Muy pronto entendió que era fácil tomar pequeñas cosas que no valían mucho. Los objetos materiales no le interesaban gran cosa, lo que en realidad le gustaba era la emoción del acto y la sensación de lograrlo sin que lo descubrieran. Al principio esto no era más que un juego. 

Según se cuenta, la familia de Chucho no tenía mucho dinero, pero en esos días había mucha gente que era menos afortunada todavía. Chucho se dio cuenta de esto y fue así como empezó a regalar lo que les robaba a los ricos para entregárselo a los muy pobres, para así ayudarlos a sufrir menos en la vida. Claro, una parte también se la quedaba él para dársela a sus padres, quienes creían que lo obtenía de algún trabajo.

Cuando los franceses ocuparon México, durante los años de 1862-1867, Jesús hacía trabajos sencillos a los soldados, como cargar las maletas o ir a buscar cosas en el mercado. Esto le permitió, con su tremenda habilidad para aprender nuevos idiomas, ir adquiriendo un excelente conocimiento de la lengua francesa que practicaba siempre que podía.

El 16 de septiembre de 1869, Benito Juárez inauguró la sección de la Línea Nacional del Ferrocarril de México-Apizaco-Puebla, con la cual se trasladó a la Ciudad de México. Fue ahí donde Chucho el Roto conoció a una joven de nombre Matilde, la cual quedó fascinada con él y, por lo cual, lo invitó a una fiesta «de gala» prestándole ropa de su tío. Jesús se hizo pasar por un caballero elegante y, aunque nunca había ido a algo parecido, asistió con gusto.

El joven salió bien librado, pues su habilidad mental le permitió comprender rápidamente cómo se comportaban aquellas personas, así que Matilde lo llevó a muchas otras fiestas.

Según se dice, a uno de esos bailes asistió el presidente Porfirio Díaz y cuando Chucho y Matilde fueron presentados con él, Chucho le robó su reloj de bolsillo. Más tarde, cuando Jesús le pidió la hora a don Porfirio, éste buscó el reloj y con asombro comentó: 

—Parece que alguien ha robado mi reloj.

Matilde los excusó rápidamente de la fiesta y salieron riéndose de ahí.

Cuando el tío de Matilde se enteró de su relación, le inventó falsos cargos al muchacho, por lo cual fue detenido y encarcelado en la prisión de Belem. No estuvo mucho tiempo ahí, porque con sus habilidades para imitar voces y elaborar disfraces, pudo escapar muy pronto. Fue a partir de ese momento que se decidió a robar como profesión, pues se dio cuenta de que tenía la capacidad de despojar de sus pertenencias a las personas sin ser visto. También comprendió que, si era descubierto, podría escapar cuando quisiera; además, no se quedaba con todo, sino que siempre ayudaba a los demás.

En el año de 1885, después de varios años de robar al rico y dar a los pobres, de nuevo fue capturado y enviado a San Juan de Ulúa, que era entonces una isla-cárcel, frente al Puerto de Veracruz, de donde nunca se había escapado nadie. Pero Jesús no era cualquier convicto, por lo que, con la ayuda de un compañero de celda, Chucho el Roto logró un escape atrevido ocultándose en un tambo que se utilizaba para la disposición de las aguas negras de la cárcel y, más tarde, un barco lo llevó lejos de ahí.

Se dice que durante muchos años recorrió todo el centro de la República, haciendo lo que mejor sabía hacer: robar y dar a los pobres. Fue en este tiempo que Chucho llegó a Querétaro. 

Los pobladores de El Marqués aseguran que el ladrón vivió ahí durante un buen tiempo, escondido de las autoridades. Claro, ellos comentan que fue un tiempo de bonanza, ya que él cuidaba de todos y durante los años que estuvo ahí, nadie sufrió de hambre. 

En la actualidad se ha intentado hacer de esa casa un museo, pero este proyecto no ha logrado llevarse a cabo, ya que hay quienes dicen que el Cucho no estuvo ahí, sino que fue su padre. Otros incluso cuentan que es otro Arriaga el que vivió en el sitio. Lo importante es que la historia se ha contado de padres a hijos y todos ahí aseguran que el gran ladrón vivió entre ellos. 

Las leyendas sobre él llegan a tal nivel en El Marqués, que hay quienes dicen que Chucho el Roto y La Carambada se conocieron y fueron amigos. 

Tiempo después de su estancia en Querétaro, fue capturado y herido en una pierna y arrastrado cruelmente por la plaza, luego lo lanzaron a una celda solitaria donde enfermó gravemente. Después de esto lo enviaron al hospital de San Sebastián, en la ciudad de Veracruz, donde tendría mejor atención médica y donde podría volver a ver a Matilde, a su hija Dolores y a su hermana Guadalupe.

Se dice que lo cuidaron durante sus últimos días de vida y, según las madres religiosas que eran las enfermeras en el hospital, Jesús Arriaga, alias “Chucho el Roto”, falleció el 25 de marzo de 1894, fecha que consta en el Acta de Defunción del Registro Civil en Veracruz. Después de esto su cuerpo fue trasladado a la Ciudad de México para ser sepultado.

Pero la historia no termina aquí, ya que según se cuenta, durante la Revolución Mexicana de 1910, unos grupos de bandidos entraron en los cementerios de la Ciudad de México a profanar y robar las tumbas, pero al abrir la de Chucho el Roto, sólo encontraron un ataúd lleno de piedras.

Algunos dicen que regresó a Querétaro, pues fue el lugar donde encontró paz junto a Matilde y su hija, otros comentan que cruzó el Atlántico para vivir con sus riquezas en un lugar donde nadie lo conociera. Lo cierto es que parece ilógico que un hombre con sus habilidades para imitar voces, disfrazarse y escapar de las cárceles, muriera de forma tan simple.

La Sombra de Maximiliano

Desde la educación primaria nos enseñan que la lucha que hubo entre Maximiliano de Habsburgo y Benito Juárez fue algo así como: los buenos contra los malos; los que amaban a México y lo querían ver crecer, contra los que sólo querían despojarlo de sus riquezas. Pero como bien nos ha enseñado la vida, las cosas nunca son negras o blancas y claro, así fue con Maximiliano.

Cuando a él le pidieron que viniera a México, le explicaron que todo el pueblo mexicano deseaba un emperador y que lo había elegido a él. Lo curioso es que quienes fueron a decirle esto, eran conservadores, pero el pensamiento del austriaco era más bien liberal. En otras palabras: si alguien hubiera sentado juntos a Juárez y a Maximiliano, seguramente se habrían llevado muy bien, pues sus ideales eran parecidos.

Como sabemos, sus ejércitos se enfrentaron durante mucho tiempo y fue Juárez quien salió victorioso. Fue así como Maximiliano de Habsburgo fue ejecutado en el Cerro de las Campanas y esta leyenda habla sobre este hecho y lo que aconteció después. 

Mientras esperaba ser fusilado, el entonces llamado Emperador de México, lo llevaron al convento de la Santa Cruz, en donde cada día de su estancia se asomaba por la ventana y pasaba gran parte del día viendo hacia donde se encontraba el camposanto.

Hoy en día, en ese lugar están enterrados los “Personajes ilustres” del estado, aunque en aquellos años, el sitio era utilizado para sepultar a cualquier ciudadano.

En ese cementerio laboraba un hombre muy servicial y siempre dispuesto a ayudar, de nombre Simón. Los que lo conocieron afirmaban que nunca dejaba un trabajo sin concluir.

Un día, mientras se encontraba limpiando una de las tumbas, don Simón escuchó una voz en la lejanía que decía:

—¡Simón! ¡Estoy aquí!, ¡ven por favor!

El hombre continuó con su trabajo sin prestar mucha atención, hasta que los murmullos se hicieron más y más fuertes. Esto obligó al sepulturero a tratar de saber de dónde provenía esa voz que le estaba jugando una broma bastante pesada.

Se acercó hasta donde se hallaba una farola de la calle, pero no había nadie. Después volvió a escuchar los mismos susurros, pero en el momento que volteó, vio una sombra de la que no podía distinguir su cara.

Simón se fue corriendo del panteón hacia su casa y no quiso salir de ahí hasta la mañana siguiente. Ya en su hogar pensó que sólo había sido su imaginación. «De seguro estoy alucinando cosas por el cansancio, creo que voy a tener que pedir vacaciones», pensó.

Cuando dieron las seis de la tarde, Simón volvió a oír que lo llamaban, al acercarse al sitio de donde provenía el sonido, vio la misma sombra a lo lejos. Su primera intención fue correr, pero sus piernas no le respondieron y lo peor es que la sombra se acercaba más y más.

Cuando la sombra llegó hasta Simón, ésta levantó el brazo y depositó algo en la mano del hombre. En ese momento él pudo ver su mano huesuda y sin piel, pero no el rostro. Después cerró su mano, empuñando lo que el fantasma le dio y cayó desmayado.

Al día siguiente, los amigos de Simón fueron a verlo, ya que se preocuparon porque el cementerio estaba cerrado y él era muy responsable. Después de saltar la reja comenzaron a buscarlo y lo encontraron inconsciente sobre el pasto. De inmediato lo llevaron al hospital, pero no pudieron abrir su puño.

A los tres días, Simón volvió en sí y sus amigos no creyeron la historia que les contó. A uno de ellos se le ocurrió pedirle que abriera su mano, fue entonces cuando Simón les mostró lo que el fantasma le había entregado.

Era un Maximiliano, es decir, una moneda de 14 quilates de oro de la época del Emperador.

Tiempo después, Simón se enteró de que el cuerpo de Maximiliano había estado un corto tiempo en el Templo de la Santa Cruz. Luego Simón habló con sus jefes, les dijo que ya no quería volver a trabajar ahí y dejó el puesto de enterrador vacante, pues no quería volver a encontrarse con ningún tipo de espíritu chocarrero.

La leyenda dice que hoy en día, las personas pueden encontrarse con la sombra de Maximiliano, pero sólo si pasan por afuera del panteón a las 12:00 de la noche.

La Llorona

Todos conocemos la típica historia de la mujer que pierde o mata a sus hijos, por los que llora toda la eternidad. En Querétaro esta leyenda es diferente. No se trata de una mujer que perdió a sus hijos, sino de un padre que los asesina. Se dice que cometió el crimen porque la mujer le fue infiel con uno de sus vecinos.

Se cuenta que, al enterarse del amorío de su esposa, el hombre se llenó de celos y no pensó en nada más que en matar a su propia familia. Esto fue porque estaba convencido que los pequeños no llevaban su sangre. «Si ya me engañó una vez, de seguro que lo ha hecho toda la vida», pensaba furioso.

Una noche entró al cuarto de los pequeños y los ahorcó sin compasión. Cuando la madre de los pequeños llegó al cuarto, ya era demasiado tarde; es decir, los cuerpos de los infantes yacían sin vida en el piso.

Desde ese momento la mujer perdió por completo la razón y se salió a la calle con lo que llevaba puesto. Por la hora tenía el cabello despeinado y vestía únicamente un camisón y una bata de color blanco.

Las personas que la llegaron a ver decían que ella solamente pronunciaba incoherencias, pero por lo poco que se le entendía, todos comprendieron que nunca olvidó el deceso de sus hijos. Así, vagando por las calles, una noche fría encontró la muerte, pero dicen que no el descanso eterno.

Otra versión cuenta que en realidad no existió ninguna Llorona, sino que era un malhechor que se vestía de mujer para sembrar el terror en las calles. 

Y una versión más dice que en el año de 1926 había un hombre de nombre Jesús, locamente enamorado de una mujer llamada Paula. Él fue a buscarla a su casa a la una de la madrugada. Se encontró con ella en la que ahora es la calle Jazmín, a la altura de Jacarandas del Barrio de San Juan. 

Paula le reclamó porque no la había ido a buscar más temprano. Entonces, Jesús, para intentar calmarla, la invitó a pasear. 

Llegaron a una presa y ahí, bajo la pálida luz de la luna, contemplaron la quietud de las aguas. Ella lo invitó a bañarse. Jesús aceptó, pero, de pronto, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. El muchacho la miró fijamente y con sorpresa descubrió que el rostro de su amada era ya una horrible calavera, cuyos ojos y boca desprendían fuego. Aquel ser infernal le dijo entonces estas palabras: 

—Si no te llamaras así, te llevaría al infierno conmigo.

Luego lanzó un espeluznante chillido y se lanzó a las frías aguas de la presa. A este personaje se le llama La Llorona y dicen que cada 30 o 31 de mes se le ve caminando por la calzada del barrio. Nadie sabe por qué llora en realidad, pero dicen que sus gritos son terroríficos.

Acueducto de Querétaro 

Los íconos arquitectónicos de las ciudades llevan tanto tiempo en ellas, que muchas han sido la inspiración de importantes leyendas que se transmiten de generación en generación. 

Cuando llegas a la ciudad de Querétaro, es una dicha observar el imponente acueducto que se ha convertido en el símbolo de los habitantes. Cuenta con 74 arcos, 1,298 metros de extensión y casi 30 metros de altura máxima. Con estas tremendas dimensiones, es lógico que el acueducto represente mucho más de lo que a simple vista se puede observar.

La leyenda comienza en los tiempos de la Nueva España, cuando Querétaro era considerada la tercera ciudad en importancia del virreinato y su vida cotidiana era floreciente. De todas partes del país, incluso del extranjero, llegaban personas a establecerse o hacer negocios a la ciudad, lo que provocó que los recursos naturales locales comenzaran a ser insuficientes, principalmente el agua.

Unos años antes, había llegado a la Ciudad de México un español para suceder a su tío, quien era un marqués. Su nombre, bastante largo, era el siguiente: Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnorizar Echavarri. 

Después de una exitosa carrera en la política, el ya reconocido Marqués se casó en 1699 con una joven de apellido igual de pomposo (como se acostumbraba entonces): Doña María Josefa Paula Guerrero Dávila Moctezuma y Fernández del Corral. Se dice que ella era una mujer muy religiosa, así que lo convenció de acompañar a las Madres Capuchinas para la creación de un nuevo convento en Querétaro donde ella tenía parientes. A partir de ahí empezaron a visitarlo regularmente, por lo que el Marqués decidió construir una casa en la región.

Tanto visitaron aquel sitio, que el Marqués terminó enamorándose de una sobrina de su esposa, la cual era una monja en aquel convento que frecuentaban, pero la joven no estaba interesada en los coqueteos del Marqués. Sin embargo, ella ya conocía las carencias y los sufrimientos por los que estaba pasando la ciudad para obtener el agua, así que le propuso:

—Lo que me está pidiendo no tiene sentido. Usted está casado con mi tía y ¡yo soy una monja! Mi relación es con Dios y sólo con él. Su sola proposición es un pecado mortal.

—¡Estoy dispuesto a ir al infierno! —gritó el enamorado.

—Pues podría tener una oportunidad si logra que todos los habitantes de la ciudad tengan agua. Muchos están muriendo de sed y otros muchos tienen que cruzar kilómetros para conseguir una poca.

El Marqués comenzó a investigar, cabildear y gestionar la construcción de un nuevo proyecto para abastecer de agua a la ciudad. ¡La construcción de la majestuosa obra tardó once años! Después de esto, el Marqués siguió construyendo proyectos que ayudaron a la comunidad.

Cuando el acueducto estuvo listo y los queretanos tuvieron agua en abundancia, cuenta la leyenda que el Marqués fue a visitar a la hermosa monja —hay quienes dicen que su nombre fue Sor Marcela— para informarle del fin de la construcción del acueducto y para ver cómo sería recompensado, a lo que la monja le contestó: 

—Gracias, Señor Marqués, prometo rezar todas las noches un Padre Nuestro y un Ave María por esa obra de amor que usted hizo.

El Marqués nunca tuvo hijos y murió en la Ciudad de México. Sus cenizas dicen que se encuentran en el Convento de Santo Domingo. 

Hay otra versión que dice que la monja decidió corresponder su amor, pero esto parece poco probable, porque hay quienes dicen haber visto al espíritu de la monja. Cuando aparece, no lo hace como un fantasma atemorizante, sino más bien como una Virgen que está cuidando a sus hijos; es decir, a todos los habitantes de la hermosa ciudad de Querétaro.

El Callejón de Don Bartolo

Aunque esta historia también es conocida como «Casa de Espantos», la tradición oral ha terminado por llamarla: “La leyenda del Callejón de don Bartolo”, pues narra un hecho escalofriante de este hombre a mediados del siglo XVII. 

Se dice que don Bartolo era un hombre adinerado y cristiano que vivía sólo con su hermana. Como era un hombre muy tacaño, tenía a la mujer como ama de llaves. 

Cada año, con motivo de su cumpleaños, celebraba el brindis así: 

—Brindo por la señora de la casa, por mi ánima y por el 20 de mayo de 1701. 

Así pasó el tiempo, hasta que llegó la sombría noche del día ya mencionado. Don Bartolo estaba seguro de que algo iba ocurrir y así fue: al sonar las doce de la noche, se escuchó una fuerte detonación, seguida de un extraño silencio que asustó a todos los vecinos.

Al día siguiente, éstos notaron con extrañeza que nadie salía de la casa, por lo que llamaron al alcalde para que la abriera. Fue entonces cuando descubrieron, horrorizados, el cadáver de la hermana de don Bartolo, que al parecer fue asesinada por él. 

Lo más terrible es que el cuerpo de don Bartolo estaba pegado al techo y totalmente carbonizado. Su rostro reflejaba un gesto de horror. Los vecinos llamaron de inmediato a un sacerdote para que lo exorcizara, pues estaban convencidos de que el demonio estaba dentro de ese cuerpo sin vida.

Cuando llegó la policía, en el guardarropa de Don Bartolo encontraron un contrato, que era claramente un pacto con el diablo donde se decía que, a cambio de gloria, riquezas y honores en este mundo, en el plazo de medio siglo, el hombre le entregaría su alma. El vencimiento llegó en la fecha ya tantas veces citada por él: mayo 20 de 1701. 

Durante largo tiempo, esta casa quedó abandonada porque cada noche se escuchaban gritos de lamento y arrepentimiento. Después de que sucedió esta terrible historia, ha habido muchos caza-fortunas que van al callejón para ver si se encuentran con el Diablo y hacen un trato similar, pero, al parecer, a Satanás no le apetece más hacer tratos, pues ya sólo los quema y se queda con sus almas

La Casa del Faldón

La antiquísima Casa del Faldón fue edificada en el siglo XVIII y forma parte de una de las leyendas de Querétaro más extendidas por dicha región. El origen de esta historia inicia cuando dos personas relacionadas con el gobierno de la ciudad tuvieron un desacuerdo.

Por un lado, se hallaba un alcalde de origen indígena; mientras que, por el otro, estaba un regidor originario del viejo continente.

Cuentan que, durante una procesión religiosa, ambos personajes se encontraron, ya que serían los encargados de presidir dicho evento. No obstante, durante el trayecto, don Fadrique (ése era el nombre del regidor) jaló el faldón de la casaca de don Pablo (el alcalde) haciendo que éste se desprendiera.

De inmediato, don Pablo se quejó con las autoridades y pidió a la Junta Real que se le diera un castigo ejemplar al servidor público.

Los miembros del Comité no tardaron en dar su sentencia, la cual fue obligar a don Fadrique a mudarse fuera de la ciudad. Es decir, tendría que construirse un nuevo domicilio en lo que se conocía como “La otra banda”, o sea, al otro lado del río.

Una vez que la propiedad fue terminada, la gente la comenzó a llamarle la “Casa del Faldón”, como un recordatorio de aquel acontecimiento. Hoy en día, la morada aún existe y, para fortuna de todos los habitantes de la zona, es utilizada como centro cultural.

Una de las características principales de su arquitectura es que cuenta con una torre, desde la cual se podía ver con claridad lo que ocurría del otro lado de la banda. Así que podemos imaginar que don Fadrique siempre tuvo muy bien observado a su enemigo, para que no lo fuera a sorprender.

El Templo de la Cruz

El relato inicia en 1697, año en el que arribó a tierras queretanas Fray Antonio Marfil, con la misión de llevar su visión de Dios y de la religión a quienes no la conocían. Poco después de recorrer el lugar, se estableció en el sitio en donde hoy en día aún se puede ver el Templo de la Cruz.

Como parte de su misión evangelizadora, don fray Antonio enterró en la tierra su báculo de madera en el Cerro del Sagremal. Todos sabemos lo que sucedió cuando Moisés, el patriarca, hizo lo mismo: abrió el mar en dos partes. No es que el sacerdote pensara que iba a ocurrir lo mismo —sobre todo porque ahí no había ni un río—, sino que tenía la idea de que al hacerlo lograría inculcar la fe católica en el pueblo indígena.

Con el correr de los años pasó un impresionante milagro: ¡el bastón echó raíces y paulatinamente se transformó en un árbol! De él brotaron una serie de espinas sumamente raras, las cuales, si se miran de cerca, se ve claramente que forman la figura de una cruz, el símbolo que se encuentra estrechamente relacionado con Jesucristo y, claro, su crucifixión.

Varias personas han intentado replicar este “árbol milagroso”, pero nadie lo ha conseguido, por lo que éste se ha transformado en un atractivo turístico sumamente importante. Gente de todo el mundo viaja a Querétaro sólo con la esperanza de ver de cerca el báculo de fray Antonio.

La Campana Encantada

La gente de Concá, en Querétaro, cuenta que la actual campana de Jalpan fue hecha a finales del siglo XVIII en una provincia de España, con oro y plata llevados de México. 

Los sonidos que emitía eran tan armónicos y dulces, que el rey mandó colocarla en la torre de la Catedral de Madrid; permaneciendo ahí por muchos años. Pero ocurrió que, un día de septiembre de 1810, la campana repicó sola y más alegre que antes.

Después de esto, algunos días sonaba con júbilo y otros, sumamente triste. La gente no comprendía qué estaba sucediendo, hasta que un navío español llegó de México para informar sobre la lucha de Independencia en la Nueva España.

Las fechas que dieron los marineros coincidieron con el extraño tañer de la campana. Fue así que se dieron cuenta de que sonaba entusiasta cuando los americanos ganaban una batalla. Enfurecido por esto, el Rey mandó a que la empacaran, rellenando su interior para que el badajo no hiciera contacto con su cuerpo, ¡pero ni así lograron callarla! Cada triunfo de los mexicanos era coreado por el repiqueteo de la feliz campana.

Cansados de esta situación, optaron por embarcarla para después arrojarla en medio del océano. Sin embargo, durante la travesía, la campana cobró vida y voló hasta caer frente al templo de Concá. 

Los vecinos la vieron y la subieron al campanario donde permaneció para beneplácito de la población. Ahí la campana tocó y tocó cada victoria, dando ánimos a los valientes guerreros americanos que luchaban por valores tan profundos como la libertad y la igualdad.

Pero su historia no quedó ahí. En 1940, don Gregorio Olvera la solicitó para que repicara en Jalpan con motivo del aniversario de la Independencia. El trato era que, al día siguiente, la llevaría a su sitio, pero no lo hizo. Al no devolverla como se había pactado, la campana perdió su sonoridad y un día no amaneció. Se dice que regresó sola a Concá, donde recobró su agradable sonido. Don Gregorio se la robó y la llevó nuevamente con él, pero la campana se resistió y fue sumiéndose en la tierra.

Los vecinos dijeron que estaba encantada y que sólo los niños podían sacarla y trasladarla a Jalpan. Así se hizo. Una vez colocada en el campanario de esta población, enmudeció y voló otra vez hacia Concá. 

La gente mayor les pidió a los niños que la regresaran y amenazaron a la campana diciéndole que la fundirían si volvía a irse. Nunca más lo hizo, pero tampoco volvió a emitir sus melodiosos sonidos. Se dice que únicamente los auténticamente patriotas e incorruptos pueden escuchar, el día 15 de septiembre, la belleza de su tañer.

Leyenda sobre la fundación de Querétaro

Esta ciudad nace bajo el amparo de una leyenda. Su fundación se ha manejado tradicionalmente como una obra del Poder Divino, incluso como un milagro, lo que le ha dado sabor mágico a Querétaro.

Se dice que después de la conquista de la Gran Tenochtitlan, un indio otomí llamado Conín (que significa ruido), nacido en Nopala, tenía como labor ser pochtécatl, es decir, que era un comerciante que iba de pueblo en pueblo. Desde tiempo atrás había comerciado con los salvajes chichimecas, por lo que podemos decir que era un hombre muy valiente. 

Conín decidió emigrar con sus seres queridos y con treinta familias más, lejos del dominio español, para así evitar estar bajo el dominio de aquellos hombres blancos y, al mismo tiempo, para poder practicar libremente el culto a sus dioses.

Estableció el primer asentamiento por estas tierras. Como estaba ubicado en una gran cañada, al oriente de esta ciudad, en cuyas laderas hay unos bancos de cantera, le llamó Andamaxei (término que en ñahñu significa: el mayor juego de pelota).

Conín, por su trato afectuoso, por su generosidad y carisma, poco a poco atrajo a los chichimecas y a nuevas familias otomíes a ese lugar, por lo que la pequeña población multiplicó sus habitantes. 

Su fama llegó a San Francisco de Acámbaro, por lo cual, el encomendero de esa región, don Hernán Pérez de Bocanegra, fue a entablar pláticas con él. Después de muchos días de conversaciones, Conín aceptó la subordinación a los españoles y el bautismo. En el sacramento tomó el nombre de Hernando de Tapia, también conocido como Fernando. Hay quienes han criticado esta decisión, pero él siempre aseguró que sólo así podía salvarse a él y a su gente.

Entre las condiciones que pusieron los chichimecas para someterse al yugo español, fue que se hiciera un simulacro de lucha en la que no se utilizarían armas, sino la fuerza y la destreza física.

Al amanecer del martes 25 de julio de 1531, los dos ejércitos se pusieron frente a frente. El de los conquistadores estaba formado por indios otomíes y purépechas, comandado por don Nicolás de San Luis Montañez y don Fernando de Tapia, y el ejército chichimeca por sus capitanes don Lobo y don Coyote. Comenzó la batalla sin armas conforme a lo pactado. Los hombres deberían de desgarrarse cuerpo a cuerpo, usando únicamente la fuerza de sus puños y de sus brazos.

Los tambores se escuchaban casi tanto como los golpes que se daban. Fue tan encarnizada la lucha, que por el polvo que levantaron pareció crear un eclipse de sol. Dicen que la lucha se prolongó, sin que uno ni otro bando se rindiera, hasta que aparecieron en lo alto del cielo, una cruz luminosa y el apóstol Santiago sobre un brioso corcel.

Ante este milagro, la lucha terminó de inmediato. Cuentan que, a partir de ese momento, los nativos se convirtieron en católicos. Después de este hecho, los reyes españoles tomaron posesión de la zona y le dieron el nombre de Queréndaro que después se españolizó como QUERÉTARO, que en Purépecha significa lugar de peñas.

La Cueva del Diablo de Jalpan de Serra

Entre las miles de hectáreas de la Sierra Gorda de Querétaro, se esconden millones de secretos. Historias sin contar que, quizás, se han perdido para siempre entre aquellos milenarios árboles.

Una de las pocas historias que ha llegado a ver la luz es tan fascinante como terrorífica y es la que origina esta leyenda. Para preocupación de los locales, su escenario está a escasos ocho kilómetros de la cabecera municipal de Jalpan de Serra, sobre la carretera que lleva a Landa de Matamoros.

En el camino entre las dos misiones franciscanas, se encuentra una estrecha carretera que lleva a un pequeño río. Si se va en coche hay que dejarlo a la entrada, pues los autos no pueden ya pasar por ahí.

Al cruzar el río, se encuentran unas escaleras de ésas que se han formado naturalmente con el paso de los años. Entre piedras y escalones de tierra, se puede subir una pequeña ladera. Al llegar a la cima, nos encontramos con una maravillosa vista del lugar, en la que apreciamos una paradisíaca vegetación, pero hay que decirlo, es un lugar que de divino no tiene nada.

Se trata de la entrada a una cueva, aunque, a decir verdad, parece más una pequeña grieta. Es tan angosta que difícilmente pueden pasar dos personas al mismo tiempo. Tiene cinco metros de altura y aproximadamente seis de profundidad.

Una vez adentro, se olvida el olor a flora serrana. Los colores verdes y amarillo intenso de la vegetación son suplantados por el gris y el negro que nublan los sentidos. El contraste de escenarios también se percibe en la temperatura, ya que, del calor húmedo del bosque, se pasa a un seco frío que no hace más que causar escalofríos, los cuales se incrementan en cuanto el forastero ve la figura de la Virgen que está al fondo.

Es una virgen vestida de blanco, rodeada de veladoras y con una pequeña bandera de México. No hay nada más en el pequeño altar que está dentro. Por lo menos eso parece a primera vista, porque si nos fijamos bien, podemos ver un par de caras demoníacas en las paredes de la cueva. Es claro que ésas no las hizo algún ser humano.

En las fotografías que hay de la cueva se pueden observar diabólicos rostros. Algunos son causados por las sombras del flash, pero hay otros que son marcas de quemaduras inexplicables. Uno tiene cara de chivo, como la imagen típica de Lucifer; otro de un hombre en profundo lamento.

Se dice que, hace muchos años, un campesino vio a una gallina, como pensó que era una suya, fue a seguirla para llevarla con sus compañeras. La encontró justo en la entrada de la cueva. Ya la iba a tomar con ambas manos, cuando vio que ésta se transformó en un Diablo enorme. Para su fortuna, el campesino llevaba un crucifijo que sacó por reflejo. Se lo enseñó al monstruo y éste se convirtió de nuevo en gallina, la cual comió algo del suelo y se metió tan campante a su terrorífico hogar.

Muchos piensan que el campesino tuvo suerte, porque se cree que hay otros lugareños que han vivido historias similares, pero que no han tenido la suerte de contarlas.

Hay quienes dicen que Satanás vive en la cueva y que, para sacarlo de ahí, fue que se puso la virgen. Nadie sabe si esto funcionó, porque todavía no nace el valiente para ir de noche a ver si el demonio sigue ahí.

La hiena de Querétaro

El mes de abril de 1989, todo México se conmocionó con la noticia de los asesinatos de la casa Mijangos, en la ciudad de Querétaro. 

Claudia Mijangos Arzac, un ama de casa de 33 años, asesinó a sangre fría a sus tres hijos de 6, 9 y 11 años, según cuentan, porque algunas voces en su cabeza le ordenaron que lo hiciera.

Mijangos Arzac nació en 1956 y vivió una vida sin carencias, incluso terminó una carrera universitaria. Se casó con Alfredo Castaños Gutiérrez, con quien tuvo tres hijos: Claudia María, Ana Belén y Alfredo Antonio. La mujer se dedicaba a dar clases de catecismo en una escuela privada de Querétaro, donde también estudiaban sus hijos.

Se divorció de su esposo por sus problemas psicológicos y aun así conservó la custodia de sus hijos. En el ámbito social y laboral, quienes la trataban constantemente comenzaron a notar que su condición mental comenzaba a empeorar. Hasta los clientes de su tienda de ropa decían que la mujer había cambiado mucho. Algunos dicen que era esquizofrénica, otros que se enamoró de un sacerdote que laboraba en el mismo colegio que ella.

La madrugada del 24 de abril de 1989, Claudia despertó escuchando voces en su cabeza. Le decían cosas sin sentido y que, poco a poco, fueron minando su salud, hasta el grado que no supo si se trataba de una alucinación o efectivamente se encontraba hablando con entidades del más allá. 

A pesar de que ella ya estaba mal, nadie pensó que podía ser capaz de realizar un acto semejante. Fue una sorpresa para todos.

La terrible noche, la mujer se vistió, fue a la cocina y tomó tres cuchillos. Así es, Claudia Mijangos Arzac estaba decidida a matar a sus hijos.

El primero en perder la vida fue el menor, al que había acuchillado mientras dormía. La segunda fue Claudia María, apuñalada seis veces, pero permaneció viva lo suficiente para intentar escapar de su habitación. La última en morir fue Ana Belén, quien terminó con un cuchillo en el corazón.

Mijangos Arzac corrió tras Claudia María, quien ya estaba en el piso de la primera planta. La apuñaló de nuevo y la arrastró de vuelta a la habitación donde se encontraban sus hermanos muertos.

Unos minutos después, agentes de la policía de Querétaro llegaron a la casa Mijangos, pues recibieron muchas llamadas de vecinos que se despertaron por los gritos de Claudia María. Al entrar a la vivienda, se encontraron con una escena digna de la más cruel película de terror: el piso y las escaleras se hallaban manchadas de sangre, así como la mayor parte de las habitaciones de la planta superior.

Junto a los niños se encontraba Mijangos Arzac, manchada de sangre y con los ojos entreabiertos. En la habitación donde dormían las niñas se encontraron dos cuchillos manchados de sangre.

La policía pensó inicialmente que Mijangos Arzac se había suicidado y yacía muerta, pero una rápida inspección reveló que aún tenía pulso. De inmediato fue arrestada y la llevaron a un hospital. Ya despierta, fue interrogada por miembros del Ministerio Público, y sólo respondía cosas como:

—No entiendo de lo que me está hablando. Mis niños están dormidos en casa —o bien—: Yo quiero mucho a mis hijos, son niños muy buenos y son traviesos, pero no maldosos.

En su primera declaración dijo no recordar nada de lo sucedido. En un principio sus conocidos y familiares la apoyaron; no podía ser de otra manera, pues la mujer no tenía antecedentes de problemas mentales severos y era una persona ejemplar. ¡Todos sabían cuánto amaba a sus pequeños!

Sin embargo, en la segunda declaración reveló que una voz en su cabeza le ordenó asesinar a sus hijos. Luego de un juicio que duró un año, Claudia fue llevada a un penal en la ciudad de México, donde permaneció por varios años. 

Las circunstancias en que se cometieron los hechos, crearon una infinidad de rumores sobre Mijangos Arzac y los asesinatos. Se mencionaba que la mujer sí estaba poseída por un demonio o entidad y que la casa está embrujada por los espíritus de los niños asesinados.

No faltan los vecinos que dicen haber visto los espíritus de los pequeños, pero lo cierto es que los vecinos sólo desean la paz eterna de la familia que fue asesinada por una enfermedad.

El balcón de la muerte

Cierto día, los seminaristas Jose Pornes e Ignacio Frías visitaron la sala capitular del templo de la congregación de clérigos de Santa María de Guadalupe. Fueron a contemplar las hermosas pinturas de los religiosos más importantes. Para ellos era una visita muy especial, pues no sólo se trataba de ver obras de arte, sino de inspirarse con las buenas obras que, en vida, habían realizado esos grandes y devotos hombres.

Se quedaron ahí mucho tiempo y llegó la tarde. Como querían ver el atardecer desde ese bello lugar, ambos se dispusieron a abrir el balcón que da al callejón de Guadalupe. 

Salieron y contemplaron desde lo alto la callejuela de suelo rocoso. Conversaron durante un buen rato y pensaban en lo tranquilas que serían sus vidas cuando tomaran los votos. El seminarista Ignacio Frías estaba recargado sobre el barandal de madera que rodeaba el balcón. Así podía disfrutar mejor de las últimas luces de la tarde. Todo era calma.

De pronto se escuchó un crujido y el barandal se desplomó, llevándose con él al seminarista, quien cayó en el callejón de Guadalupe. Su compañero dice que todavía alcanzó a girar y a rogarle a la virgen que lo salvara. 

El golpe se oyó muy fuerte y todos los vecinos corrieron al sitio de la tragedia. Ahí estaba el pobre seminarista entre los maderos caídos.

En el balcón, paralizado, se quedó José Pornes sin saber qué hacer. Cuando logró recuperarse de su sorpresa, corrió hacia el callejón de Guadalupe. Más gente comenzó a acercarse. Algunos hicieron cálculos con la mirada para saber la altura desde la cual cayó el joven y, al ser tanta, lo daban por muerto. 

Llegaron las autoridades. ¡Incluso llamaron al alcalde! Cuando éste llegó, y los peritos ya habían hecho su trabajo, dio la orden de retirar el cuerpo, pero para sorpresa de todos: ¡el joven comenzó a moverse! El seminarista Ignacio Frías se levantó completamente ileso ante el asombro de todos.

Al parecer no tenía nada. Sólo recordaba haber caído y gritar ayuda a la Virgen. Dice que sintió que una luz blanca lo cubrió por completo y que no sintió nada más, ni siquiera la caída. El sacerdote principal llegó y al enterarse de lo sucedido, dijo que fueran todos hacia el templo de la Congregación para dar gracias por la salvación.

Después de eso, muchos se acercaron al seminarista para pedirle algún favor milagroso, pero el muchacho sólo les contestaba que no fue él, sino la Virgen. Aun así, los feligreses rozaban su túnica con la esperanza de obtener unos años más de vida.

La predicción de la gitana

Una tarde de verano del año 1853, faltaron al colegio público decenas de estudiantes que decidieron olvidarse de sus complicados deberes y dedicar esa tarde a la diversión. En otras palabras, se fueron de pinta. En el paseo fueron de un lugar a otro, muy animados por su escape de las aulas.

En su deambular por las calles, se toparon, cerca del río Querétaro, a un grupo de gitanos acampando. Entre ellos se encontraba una mujer que se acercó al grupo y les dijo:

—Por una pequeña cantidad, puedo adivinarles su futuro. 

Divertidos, uno a uno le pusieron la mano para enterarse de lo que les deparaba su suerte. Sólo uno de ellos, llamado Simón, que era un chico callado y algo penoso, no tendió la mano. Aunque la gitana se acercó a él para pedírsela, trató rápidamente de ocultarla. No se sabe por qué lo hizo, pero ella se la tomó violentamente, mientras que Simón trataba de retirarla, al tiempo que le decía varias excusas para no mostrar nada.

Al fin, Simón se dio cuenta de que estaba siendo grosero y mostró su palma. La gitana contempló las líneas y, de pronto, una expresión de espanto se dibujó en su rostro y anunció: 

—Recuerda esto que te voy a decir. Son las seis en punto de la tarde, hoy es el 13 de julio de 1853, dentro de treinta años, ni un segundo después, morirás sin remedio.

Por un momento, todos los estudiantes que les rodeaban, curiosos por ver qué ocurriría, guardaron silencio, después, uno a uno, comenzaron a reírse.

Indignada, la gitana se retiró y el grupo siguió recorriendo las calles. 

Todos parecían de lo más felices. Bromeaban sobre lo que acababa de ocurrir, pero a Simón esto no le pareció nada gracioso, por lo que les decía que la profecía de la gitana era algo muy serio. 

Comenzó a oscurecer y cada uno regresó a su casa. Todos durmieron tranquilos —menos aquellos que fueron descubiertos por sus padres por haber faltado a la escuela—, pero no fue así con Simón, quien quedó profundamente afectado por aquel terrible suceso.

Pasó el tiempo y Simón obtuvo su título de licenciatura. Como obsequio, sus padres le dieron un fino reloj que tenía el pequeño defecto de adelantarse un poco. Aunque lo llevó a arreglar, nada pudo hacerse. Simón se acostumbró a esto y por eso siempre llegó un poco antes a sus citas.

Pronto se casó y tuvo tres hijos que crecieron muy sanos. A pesar de haber tenido una vida normal, de vez en cuando se acordaba de la gitana y su premonición. Conforme se fue acercando a 1883, comenzó a ponerse nervioso, a pesar de que estaba seguro de que nada iba a pasar. De cualquier manera, Simón comenzó a organizar sus asuntos para dejar todo en orden. Su testamento, sus papeles, el negocio. «Esto lo hago porque soy un hombre responsable que siempre debe tener todo listo para cualquier eventualidad, no porque crea en cuentos de niños», pensaba para tratar de tranquilizarse.

Llegó el año maldito, pasaron los meses y julio se hizo presente. Simón se sentía con buena salud, así que estaba seguro de que su muerte no iba a ser por enfermedad. La mañana del 13, se levantó para ir al templo más cercano y confesar todas sus culpas. Por la tarde se encerró en su despacho para que nadie le molestara. Llegaron, por fin, las seis en punto. Simón lo comprobó en su fino reloj que marcaba la fatídica hora, pero nada pasó. Se sentía en perfectas condiciones y se rió de sí mismo por haber creído en aquella tontería de la gitana.

Feliz, salió de su despacho para sacar una botella de su mejor vino y así brindar con los suyos, quienes no lograban comprender lo que ocurría.

De pronto, el viejo reloj público sonó con sus seis campanadas que anunciaban la hora. En ese momento, Simón se desplomó ante su esposa e hijos, quienes lloraron mucho sin comprender lo que había sucedido. Días después se propusieron poner en orden todos los papeles del difunto, pero se dieron cuenta de que todo estaba organizado. También encontraron un pequeño papel que decía «13 de julio de 1883, a las seis de la tarde». Eso no explicaba nada, pero dijo mucho a la familia.

La gárgola suicida

Frente al recién construido templo de San Agustín, en 1745, vivía una rica familia, cuya hermosa hija pasaba todo el tiempo sentada en el marco de una de las ventanas de la casa, mientras admiraba cada rincón del templo. 

Ya en las noches, cuando no alcanzaba a ver, dejaba la contemplación de la iglesia, cerraba su ventana y se ponía a realizar sus tareas domésticas. 

Una tarde, mientras veía a través de su famosa ventana, su mirada se cruzó con la de un apuesto joven que la observaba desde el pórtico del templo, como ella no estaba acostumbrada a eso, se retiró de inmediato y cerró la cortina.

Al día siguiente, se asomó de nuevo para ver si, de casualidad, el joven estaba por ahí. ¡Y así fue! Su corazón comenzó a palpitar y ella no comprendía lo que estaba sucediendo. Lo curioso fue que, aunque el muchacho le llamaba mucho la atención, ella volvió a retirarse. 

Lo mismo ocurrió varios días. El joven incluso se acercó para confesarle su amor, pero la muchacha solamente cubría su rostro con un fino pañuelo de encaje. No le demostraba ningún interés real, por lo que el enamorado comenzó a ponerse muy triste.

El joven se deprimió tanto que, en cierta ocasión, se acercó de nuevo a la ventana para anunciarle lo siguiente:

—Yo estoy perdidamente enamorado de usted, pero no sé si soy correspondido o no. A veces siento que me quiere y otras que no tiene el más mínimo interés en mí. Así que he decidido subir a lo más alto del templo, hasta ahí, donde está la gárgola y esperaré su señal. Si no agita su pañuelo para pedirme que venga, me lanzaré al vacío para demostrarle que mi vida sin su amor no tiene sentido.

Ella cerró su ventana y fue a su habitación sin decirle una palabra. Luego, arrepentida, corrió hacia la ventana para hacer la señal, pero, aunque buscó por todos lados, no encontró el fino pañuelo. 

Sintió mucho miedo por lo que podría pasarle a su enamorado encima de la gárgola. ¿Y si perdía el equilibrio? ¿Si se desesperaba al no ver el símbolo de amor? ¡Y ella que no encontraba el bendito pañuelo! 

Pasaron unos minutos y, de pronto, se escuchó un horrible estruendo. La gárgola no resistió el peso del muchacho y ambos cayeron al piso. La enorme pieza de cantera se hizo pedazos. La única diferencia entre la estatua y el joven, fue la sangre regada de éste.

Una multitud rodeó el lugar. Todos se preguntaban por qué el joven se había suicidado. Horrorizada, la muchacha cerró su ventana y corrió a su habitación. 

—¿Por qué no le hablé desde un principio? ¿Por qué tuve que ser tan soberbia? ¡Me gustaba tanto! ¡Yo lo amaba! —se decía a gritos unas veces y en voz casi muda, otras.

La joven nunca pudo recuperarse del trauma que vivió, el cual se hizo todavía más grande cuando encontró, detrás de la cortina, el pañuelo que pudo darle la vida a su amado.

Fue por esa razón que, durante mucho tiempo, las jóvenes guardaron un pañuelo detrás de las cortinas, muy bien escondido de la vista de sus padres, por si necesitaban hacer alguna señal de amor.

El tacón dorado

En el pueblo de San Juan del Río, vivía en la calle de Abasolo número 24, una hermosísima dama que se llamaba Mary Bella. Aunque tenía unos hermosos ojos azules, éstos siempre reflejaban tristeza.

Mary Bella pertenecía a una de las familias más conocidas en el pueblo, lo cual no era importante para ella. No se sabe por qué, pero no era feliz y siempre se le veía sola.

Daba largas caminatas por todo el pueblo, sobre todo por la estación ferrocarrilera, como si esperara a alguien. Aunque algunos le preguntaban qué le sucedía, ella siempre contestaba con una débil sonrisa y seguía su camino. Claro, al pasar el tiempo las personas dejaron de preocuparse y se acostumbraron a su forma de ser.

A ella le gustaba vestir elegantemente, con bellos vestidos y zapatillas color dorado. Siempre estaba arreglada como para salir a una fiesta, pero no iba a ninguna. Se podría decir que la vida para Mary Bella pasaba sin ningún contratiempo. 

En su casa se preguntaban qué hacía al salir. Nunca se imaginaron a dónde iba, ya que el lugar estaba bastante alejado y, sobre todo, era solitario y muy peligroso. Alrededor de aquel sitio todo era baldío. Los conocedores decían que estaba cerca de una casa de nota roja donde concurrían hombres muy malos y viciosos.

En cierta ocasión, un tipo mal encarado la vio pasar. Mary Bella, sin percatarse de la presencia del hombre, siguió su camino. Afortunadamente nada sucedió en ese momento.

El hombre se acostumbró a asistir a aquel lugar, pues se quedó prendado de la elegante dama, pero ella jamás se fijaría en un hombre así. 

Pasó el tiempo y la joven seguía dando esos largos paseos. Salía de su casa por las tardes y regresaba ya entrada la noche. Nunca se vio con nadie. Todo el pueblo la conocía y la respetaba. 

Una noche de septiembre, a Mary Bella se le hizo tarde, ya que había ido a conocer una nueva locomotora que había llegado. Era la más rápida y elegante. Como ella era fanática de los ferrocarriles, fue a verla sin pensar que sería lo último que haría en su vida. 

Estuvo ahí tanto tiempo que no se percató de la hora y de que el lugar era muy peligroso para una mujer sola. Cuando se dio cuenta, corrió, pero equivocó el camino al intentar acortar la distancia a su casa. Se desvió hacia los baldíos, pero, para su desgracia, el hombre que la seguía la encontró y fue tras ella hasta darle alcance. La subió a la fuerza a su automóvil. El tipejo estaba borracho. La joven, en su desesperación por salvarse del secuestro, se quitó una zapatilla y con el tacón lo golpeó, pero no le hizo ningún daño. Al contrario, el hombre se enfureció, detuvo el coche, la golpeó y terminó por acabar con su vida.

Su familia la buscó incansablemente, pero no la encontraron. El hombre huyó del pueblo para no levantar sospechas.

Tiempo después, el tipo regresó para confesarles el crimen a los padres de la desdichada mujer. No es que se arrepintiera por ser bueno, sino porque tenía una enfermedad terminal y quería irse al más allá con la conciencia tranquila. 

La familia de la joven se dirigió a donde el hombre había enterrado a Mary Bella, para luego darle cristiana sepultura.

Pasaron los años y ahora esos baldíos son multifamiliares. Mucha gente asegura que en la madrugada se escuchan unos tacones pasar por la calle. Luego se oye cómo, con uno de esos tacones, golpea a un hombre con mucha fuerza, pues se escuchan sus gritos de dolor. Los habitantes dicen que ella se venga de su asesino cada noche, y que él no puede hacer nada para defenderse.

El tesoro del Cerro de la Venta

Cuentan los más ancianos que un tesoro se oculta en lo alto del Cerro de la Venta. Muchos han intentado encontrarlo, pero ninguno ha regresado. 

La leyenda dice que un aventurero, con ansias de volverse rico sin trabajar, subió por las faldas de aquel cerro hasta llegar a la parte más alta. Miró en todas direcciones, por todos los rincones, examinó con detenimiento cada una de las grietas, movió grandes piedras con la esperanza de localizar aquel tesoro, sin embargo, no encontró nada. 

Se tendió en el suelo exhausto y sudoroso. Estaba tan sucio que le repugnaba su propio olor. Desanimado por no haber encontrado nada, comenzó su descenso hacia el pueblo cuando, de repente, una voz le preguntó: 

—¿Buscabas algo?

Aquella voz, que le llegó desde atrás, le llenó de un profundo terror. Aun así, volteó y vio algo cubierto de tela. De inmediato se dio cuenta de que esa era la persona que le había hablado segundos antes. Se espantó tanto que quiso dar la media vuelta y correr, sin embargo, por más que lo intentaba, sus piernas no conseguían avanzar. 

Al mirar hacia abajo, vio a alguien recostado con toda naturalidad y que le retenía por el saco.

—¿Cuál es la prisa? —preguntó el extraño ser. 

Lo que el aventurero quería era salir de ahí, no conversar, por lo que intentó irse de nuevo, pero con el mismo resultado. 

—Basta —dijo la voz—. ¿A qué has venido?

Como no conseguía contestar, el ser le propinó una serie de bofetadas 

—¿Te sientes mejor? 

El joven dijo que sí, pero su expresión mostraba lo contrario. El hombre, porque eso parecía: un hombre con una tela encima, se proponía darle una paliza cuando el joven gritó que sí, que se sentía muchísimo mejor. 

—¿En qué te puedo servir? —dijo el extraño con una voz que era clara y dura a la vez.

Antes de que pudiera responder, el ser hizo un extraño ademán de saludo, muy pasado de moda, con una larga y presuntuosa caravana. 

—Me presento, soy Luzbel, tu más humilde siervo. 

El joven palideció. El extraño, ahora vestido todo de negro, con una capa de interior rojo, sombrero de copa, bastón corto, podría ofrecer una imagen cómica, pero al joven no le importaba. Ya no sabía lo que quería, tenía la boca seca y lamentó no haber llevado agua consigo. En un santiamén, Luzbel le extendió una copa de vino y se la puso en la mano. El vino cayó al suelo junto con la copa, ya que el joven no podía mantener firme el pulso. 

—¡Mi señor! —dijo el demonio aquel mientras le ofreció agua en una taza de peltre—, ¡con lo caro que es el cristal cortado! 

El joven arqueó las cejas y miró la taza. Un aire muy frío comenzó a helarlo, ya que estaba completamente sudado. El Diablo se dio cuenta, chasqueó los dedos y el joven se vio libre de su antigua ropa y fue vestido con un hermoso traje. Luego el diablo chasqueó los dedos de nuevo y apareció una mesa con los planos del cerro.

—Mi señor, sé lo que buscas. Si sigues mis instrucciones al pie de la letra, serás el dueño de todo lo que deseas.

El joven se frotó las manos con avaricia. Luego de haber terminado su explicación, el diablo desapareció sin dejar rastro. 

El muchacho quitó unas piedras según las instrucciones del demonio y pronto resbaló por una caverna en la que se encontraban las más finas riquezas. Estaba tan maravillado que tropezó con una piedra y golpeó algunas monedas de oro acumuladas en el suelo. El diablo apareció de nuevo y le dijo:

—Mi señor, creo haber olvidado decirle que, si tocaba algo del tesoro, quedaría enterrado junto con él.

Al joven se le abrieron los ojos y comenzó a comprender. Con la mirada más fría que pudo, el joven le ordenó al Diablo que lo llevara a la superficie. 

—Pero mi señor, si deja el tesoro podría desaparecer, ya sabe que hay tanto ladronzuelo suelto. Además, usted me pertenece, porque tocó las monedas.

—No, lo que es tuyo es mi zapato, yo soy libre, pues no he tocado ni una moneda.

Al decir esto se quitó el zapato, se lo aventó al diablo y comenzó a correr como alma que lleva… pues sí, el diablo. En unos cuantos minutos llegó al pueblo y desde entonces, le cuenta su historia a todos los que tienen la loca idea de hacerse ricos sin trabajar.

La Hacienda Amealco

La Hacienda Amealco Galindo fue construida en el primer tercio del siglo XVI. Su actividad principal fue la ganadería y cuenta la gente que fue un regalo de Hernán Cortés a la Malinche. Después tuvo otros usos hasta que terminó convertida en un hotel.

Se cuenta que, en este sitio, la Santa Inquisición realizó una cacería de brujas, aunque claro, todo esto no fue más que un pretexto de algunos españoles que deseaban conquistar a los indígenas. En otras palabras, les inventaban crímenes a los indígenas para que fueran castigados por la iglesia. 

Aunque el sitio tiene muchas historias, nosotros contaremos la leyenda de Inés, una pequeña que fue acusada, incluso por su padre, de estar interesada en cuestiones “de hombres”. Esto no quería decir otra cosa que: la niña deseaba aprenderlo todo. Era curiosa y tenía hambre de conocimiento, pero en aquella época esto era algo terrible que escandalizó a su padre, quien avisó a las autoridades eclesiásticas sin percatarse del terrible peligro en el que ponía a su hija.

Inés fue asesinada de manera brutal en manos de la Inquisición. Incluso en el hotel todavía hay pinturas que recuerdan este terrible hecho. Se cuenta que su padre, arrepentido, vivió penando por el resto de sus días, hasta que finalmente, el hombre se sentía tan culpable que, una noche, puso unas velas en su cuarto, pintó unos símbolos extraños en el piso y las paredes, y le pidió al espíritu de su hija que fuera por él. De pronto, el fantasma de la pequeña apareció y le cumplió su deseo, ¡pero con lujo de violencia! 

Ahora, los clientes y trabajadores del hotel dicen haber visto a una pequeña fantasma que camina por aquellos oscuros pasillos. Es Inés, quien parece haber olvidado que mató a su padre y lo está buscando. 

El Cerro de la Media Luna 

En Pinal de Amoles existe un cerro que por su forma recibió el nombre de “Media Luna”. Es de altura regular y tiene elevados acantilados. No presenta en su capa exterior grandes bosques ni adornos naturales, pero como todo en nuestro suelo, tiene una hermosa leyenda. 

Cuentan que, cuando se acercaban los conquistadores procedentes de Querétaro donde estaba asentado el caudillo Conín —del que ya contamos parte de su leyenda páginas arriba—, un jefe de familia chichimeca oyó decir a sus congéneres que los conquistadores venían sometiendo a todos los de su raza a la Corona de Castilla, ya fuera por las buenas o por la fuerza. Así que antes de perder su libertad y atar a su esposa y a su pequeño hijo a la esclavitud, fue al teocalli frente a sus dioses y ahí, de pie, ofrendó a su mujer y a su hijo. Su compañera, de rodillas, exhalaba tristes alaridos, mientras ofrendaba oloroso incienso y haciendo signos con el sahumador en dirección a sus dioses. 

Mientras esto sucedía, los hombres barbados se acercaron tanto que el indio héroe hizo una reverencia ante sus dioses y se dirigió al acantilado más alto del Cerro de la Media Luna, no sin dirigir a los conquistadores que le seguían una mirada terrible y desafiante. 

Llegó a la cima seguido de cerca por sus perseguidores. Entonces, levantando los brazos y en ofrenda de sacrificio, tomó a su compañera de la cintura y la arrojó al vacío exclamando:

—¡Nuestro pueblo será libre!

De igual modo, tomó a su hijo y lo arrojó al precipicio, derramando gruesas lágrimas que se perdieron en el profundo acantilado. 

Al llegar los conquistadores, se escuchó un último estruendo en el fondo del barranco, producido por el cuerpo del héroe al chocar contra una escarpada peña.

Por un rato permanecieron los conquistadores contemplando aquel cuadro desolador que dejó en su mente terribles recuerdos para siempre. 

Se dice que ese pueblo valiente pudo haber sido derrotado y conquistado en lo militar, pero su esencia nunca logró ser doblegada y que sigue de pie, dando fuerza y vida a los habitantes de la región. 

El túnel de la Iglesia de Concá 

El templo de la Misión de San Miguel Arcángel se ubica en Concá, municipio de Arroyo Seco, Querétaro. Es una de las cinco misiones franciscanas de la Sierra Gorda queretana.

Este templo alberga varias leyendas y ésta es una de ellas.

Hay quienes afirman que, a los pies de la mesa del altar de la Iglesia de San Miguel Arcángel de Concá, existe una entrada a un túnel que pasa a través de una escalinata de piedra.

Se dice que hace tiempo, esa entrada estaba cubierta por una especie de puerta levadiza de madera que se tapaba con un tapete o alfombra. Al pisar fuerte sobre ella, sonaba hueco y se alcanzaba a percibir un eco muy lejano.

Hay quienes aseguran que, al final de la escalinata, el túnel terminaba en dos desembocaduras y que, bajando por una de ellas, había una especie de libreros rústicos donde descansaban viejos y empolvados libros, además de objetos antiguos empleados en la liturgia.

Dos viejos candelabros colgaban del techo del túnel, los cuales ya estaban cubiertos por gruesas telarañas. Quienes dicen haber bajado, narran que un fuerte olor impregnaba el lugar. Era un aroma como de metal y humedad que calaba en la garganta y que hacía toser repetidamente.

Se dice que, en 1906, dos personas, por indicaciones del sacerdote, bajaron al lugar y que uno de ellos vivió muchísimos años. Cuenta que el olor no los dejaba respirar y sólo vieron los estantes con libros y objetos varios, así como la entrada, al fondo, de dos túneles más. Ellos sacaron y entregaron al sacerdote dos grandes libros que de ahí sustrajeron, como prueba de lo que decían.

Existen otras narraciones más fantásticas, aunque difíciles de creer. Por ejemplo, se dice que un señor, en complicidad con un amigo, entró sin que nadie se diera cuenta, mientras que su compañero cuidaba que no los fueran a descubrir.

Al principio, le iba describiendo todo lo que observaba, olía y percibía. Como ya se imaginaba que iba a estar muy oscuro, llevó una lámpara manual para iluminarse. Al igual que en la historia anterior, describió el olor a viejo y humedad, las dos desembocaduras del túnel, los estantes y libros, los candiles, además de viejas y deterioradas imágenes religiosas, lámparas de aceite, un cristo roto y los artefactos de tipo litúrgico.

Después de un rato, el sonido de su voz dejó de escucharse y su preocupado acompañante entró en pánico al temer ser descubiertos y por la suerte que su compañero pudiera correr.

Comenzó a llamarlo, primero en voz queda, luego más fuerte, hasta que le gritó. Su amigo no respondió y, al escuchar unos pasos de unos fieles que se acercaban, simuló que oraba hincado. Cuando los feligreses se distrajeron un poco, cerró la puerta de entrada al túnel y lo cubrió con el tapete.

Los recién llegados no se dieron cuenta de nada. Cuando por fin se fueron, rápidamente abrió y llamó con voz desesperada a su compañero, pero sus llamados no obtuvieron respuesta.

Allí aguardó hasta que cerraron las puertas del templo, no sin cubrir de nuevo la puerta secreta.

Muy afligido, se fue a su casa con la pena que le causaba el destino incierto de su compañero. No pudo conciliar el sueño. Toda la noche se la pasó pensando cómo regresar para salvar a su amigo, pero no había manera de entrar a la iglesia de noche.

Temprano, en cuanto abrieron, se presentó en el lugar y nada… sólo había silencio en la iglesia.

Cuentan que fue hasta tres días después, que el hombre que entró al túnel apareció. Dos monaguillos escucharon unos golpes en el altar, se acercaron con mucho cuidado y fue cuando descubrieron que ahí había una puerta. La abrieron y, sorprendidos, vieron al señor salir de ahí. Estaba completamente sucio y parecía no haber comido en mucho tiempo. Llevaba entre sus brazos dos viejos y desgastados libros. Cuentan quienes lo conocieron, que su pelo, que antes era negro, al salir era blanco por completo. Dos días después murió. No habló para nada de su experiencia. Tenía la mirada perdida. No comió ni bebió, hasta que falleció. 

Los libros fueron recogidos por el sacerdote cuando acudió a darle los santos óleos.

Sobre los túneles se dice que uno desemboca en el Temporalito, por el Vivero; otros dicen que en Los Canelos. Del otro túnel se sabe todavía menos, pero se cree que pasa por el rumbo de Los Limones.

Lo cierto es que, en la época colonial, los frailes tenían por costumbre construir túneles con entrada dentro de los templos para usarlos como ruta en caso de una rebelión de los indios. También se rumora que los hicieron porque ahí encontraron una rica mina de oro, pero que nadie la ha encontrado, o por lo menos, nadie ha salido vivo de ella.

La niña y el perro

Cuenta la leyenda que, hace algún tiempo, en algún lugar de Cadereyta, había un ejido donde, durante cada primavera, el ambiente se cubría de olor a azahares debido a la flor de la naranja. Era un lugar muy bello y tierno, además de que estaba alejado de la expansión de la ciudad.

En este sitio paradisíaco se encontraba una pequeña nena jugando. Lo hacía con tranquilidad, pues estaba bajo la sombra de un inmenso árbol de gran tronco con una enorme copa. Era un ébano. De pronto, la niña se encontró un perro que se le acercaba poco a poco. Era café claro y tenía un ojito lastimado debido a una vieja pelea que tuvo con otro perro. La herida ya había sanado, sin embargo, el ojo estaba perdido, por lo que la jovencita decidió ponerle de nombre Pirata. Ellos jugaron toda la tarde y la chiquilla quedó encantada con él. La mamá, que siempre la mantuvo vigilada, vio que el pequeño can se había hecho buen amigo de la nena, así que decidieron quedárselo.

Lo primero que quisieron hacer fue bañarlo para quitarle la mugre, garrapatas y demás porquerías que tendría por su vida callejera de paseos por todos lados.

El buen Pirata y la niña pasaban juntos cada día. Eran muy felices. Jugaban a traer la pelota, a corretear a las garzas que se paraban en el campo, se paseaban por las huertas de naranjas… y así fue hasta que, en el año de 1988, durante el huracán Gilberto, las aguas azotaron el ejido, inundando todo a su paso. La niña lamentablemente no sobrevivió, ya que se ahogó debido a la creciente del río que derrumbó su casa. Los padres de la pequeña fueron los únicos sobrevivientes. 

Pasó el tiempo y en aquel lugar sólo quedaron los cimientos y el gigantesco árbol tirado hacia un lado por la tremenda corriente del huracán. Los padres, con mucha tristeza, trataron de volver a cultivar sus naranjos, pero con tan poco ánimo, que no lo lograron. Además, también perdieron sus animales, así que decidieron vender sus tierras y recogieron lo poco que les quedó después de la inundación.

Se marcharon del ejido y sólo se quedó Pirata, siempre echado bajo el gigante tronco de aquel árbol que era testigo de los juegos entre él y su bella acompañante. Pero cuando se metía el sol, Pirata ladraba, saltaba y movía la cola, como si alguien jugara con él. ¡Pirata era feliz durante la noche!

Pasaron los años, Pirata envejeció y falleció debajo de ese árbol. En ese lugar ya todo fue derrumbado para dar paso a nuevas construcciones. La mancha urbana llegó hasta allá, pero dicen los vecinos que, cada noche, se escuchan las risas de la niña y los ladridos de su amigo Pirata.

Los columpios de Cadereyta 

Cuentan los abuelos que, cuando ellos eran niños, las márgenes del río estaban llenas de enormes y frondosos sabinos, bajo cuya sombra se realizaban espléndidos días de campo. Algunos de los paseantes habituales habían instalado columpios sujetando una cuerda en las fuertes ramas de aquellos gigantes verdes. Este juego proporcionaba gran alegría a los chiquillos que en ellos jugaban.

Los mismos abuelos cuentan que, cuando la Revolución estaba en su apogeo, llegó a la ciudad un destacamento de militares procedentes de distintos estados del país. Su misión era sofocar cualquier intento de rebelión que se presentara en el lugar. 

Muchos de estos jóvenes soldados patrullaban las orillas del río Santa Catarina y como la disciplina castrense los obligaba a llevar una vida austera y ruda, cada vez que tenían oportunidad, acudían a contemplar a las bellas mujeres, que, arregladas con sus mejores prendas, asistían a recrearse al espléndido paraje. 

Ahí, al abrigo de la fresca sombra, los jóvenes brindaban tiernas miradas a las lindas pueblerinas y algunos de ellos, más osados que los demás, se acercaban a platicar. Así, con el paso de los días, muchos de ellos hicieron buenas migas con las muchachas y entre alegres risas las empujaban en los columpios. Todavía existen en el municipio personas que pueden constatar esto.

Es por esta razón que en muchos lugares del país se empezó a conocer a Cadereyta como la Ciudad de los Columpios, pues cuando un soldado iba a ir asignado a ese lugar, los compañeros le decían: 

—¡Ah, te tocó en la Ciudad de los Columpios! ¡Ya verás qué bello pueblo es!

La mujer de la chamarra

Se dice que, durante la feria de Cadereyta, había un chofer de tráiler que se estacionó en la feria y decidió ir a ver cómo estaba el ambiente. Como el trailero vio que el baile era de lo más divertido, decidió sacar a bailar a una muchachita que se encontraba sola. Ella parecía muy seria, pero la muchacha no bailaba no por grosera o alzada, sino porque era muy tímida.

El chofer le agradó a la joven, porque en lugar de decirle piropos y forzarla, platicó con ella. Después de un rato aceptó bailar con él. Tuvieron una bonita noche. Cuando la música terminó, a la joven le dio frío y le pidió al chofer su chamarra. Luego la joven dijo que debía irse, por lo que el camionero se ofreció a llevarla a su casa, pero ésta se negó rotundamente.

Era una noche oscura y el chofer se dio cuenta de que irse caminando era demasiado peligroso, por lo que el chofer volvió a insistir. La chica aceptó y se subió al camión.

Durante el viaje, la jovencita le platicó muchas cosas. El chofer estaba sorprendido de la sabiduría de la joven, parecía conocer mucho de aquel lugar, sobre todo cosas que habían pasado muchos años atrás. 

Unos minutos después, llegaron a la casa. El trailero se esperó hasta que la chica entrara y se fue muy contento. Sintió que un cariño verdadero podía surgir de aquella incipiente relación. 

Al día siguiente, fue a la casa de la chica por su chamarra, tocó la puerta y salió un hombre ya anciano, al que le preguntó por la jovencita.

—No sé qué quiere aquí, pero lárguese de inmediato —dijo el señor.

—No me lo tome a mal. Yo no tengo malas intenciones.

—¡Que se vaya!

—Está bien. Por favor sólo pídale mi chamarra, se la presté ayer y es mi favorita.

—No le pudo prestar nada. ¡Mi hija lleva muerta quince años!

El chofer se quedó pasmado, no supo qué decir, sobre todo porque el anciano comenzó a llorar. Ninguno de los dos comprendió qué había sucedido. La escena se volvió todavía más triste cuando el viejito dijo:

—Ojalá se me hubiera aparecido a mí.

El Charro Negro cabalga por Bernal

La aparición del Charro Negro fue una noticia que corrió como pólvora y que levantó el temor entre los pobladores de Bernal. 

Dicen que su corcel no hacía ruido al caminar y que el jinete, siempre vestido de negro, causaba pavor con tan sólo verlo. 

Cuando al párroco le llegó la noticia y le comenzaron a preguntar si un muerto podría andar penando, no le quedó más remedio que llamar al sacristán para que lo acompañara a desentrañar aquel misterio. 

Una noche de octubre de 1870 se dio el encuentro. El cura y el sacristán estaban bien armados con agua bendita, un crucifijo y sus rezos. Esperaron en el cruce del camino que llevaba a Tequisquiapan y Querétaro, justo a la entrada de Bernal. Llegada la medianoche y sin advertirlo, el Charro Negro apareció a unos metros de ellos. Se quedaron impactados, sólo el sacristán logró dar un par de pasos hacia atrás. 

Con mucho miedo, el cura le preguntó por qué penaba. Con una voz que los dejó helados, el Charro dijo:

—Quiero confesarme contigo. 

—Acércate —contestó el religioso.

El jinete bajó lentamente del caballo y se hincó frente a él. Al quitarse el sombrero, no pudieron creer lo que veían sus ojos: ¡era un cráneo blanco! Y claro, al tomar la mano del cura para besársela, vieron que todo él era un esqueleto. 

El padre escuchó sus pecados, le dio la bendición, lo roció con agua bendita y cada quien regresó por donde vino. Días después el cura murió, dicen que fue por la impresión, aunque otros piensan que no pudo soportar la maldad de lo que le dijo aquel monstruo. Lo peor es que no se lo pudo contar a nadie por el secreto de confesión. Por su parte, el sacristán quedó sordo y mudo de por vida. 

El estadio La Corregidora 

Cuenta una vieja leyenda que el estadio La Corregidora fue construido sobre un panteón de la ciudad, cosa que, para los fanáticos, explica la mala suerte que han tenido los equipos que han jugado ahí.

La historia explica que la maldición del llamado Coloso del Cimatario, proviene de las almas de los muertos que no pueden descansar y toman venganza al hacer descender a los equipos que juegan ahí. 

Nadie sabe a quién se le ocurrió la brillante idea de construir un estadio encima de un panteón. Es obvio que a los espíritus que habitan ahí no les iba a gustar que les patearan sus fantasmagóricas figuras, o que les dieran balonazos una vez por semana. Se piensa que, por esta razón, equipos como Las Cobras, Atlante y Los Gallos Blancos han descendido —aunque hay quien también piensa que fue por los pésimos manejos de los directivos y el mal desempeño de los jugadores y entrenadores—.

Lo curioso es que muchas personas dicen haber visto a los muertos rondar por los pasillos del estadio, pero esto nunca ha sucedido cuando es hora de los partidos, lo que hace pensar a muchos que, en realidad, los fantasmas han disfrutado de los juegos y que, para que ya no desciendan los equipos, mejor deberían entrenar un poco más.

Homenaje a doña Tlacuacha

Uno de los animales más representativos de la fauna silvestre en el municipio de El Marqués es, sin duda, la zarigüeya, mejor conocida en nuestro país como “tlacuache”.

Hasta la fecha, este hermoso animal cuenta con el respeto y veneración de los pueblos indígenas otomíes y huicholes.

Hay una antigua leyenda que nos relata que hubo un tiempo en el que los primeros humanos de una aldea pasaban sus noches en la oscuridad, puesto que todavía no sabían dominar los métodos para producir el fuego.

Los habitantes de la aldea miraban con tristeza hacia el cerro donde se apreciaba una brillante luz, ya que una egoísta hechicera había logrado mantener viva la llama de un viejo árbol que se incendió, al caerle un rayo del cielo.

—¡Si tuviéramos tan solo un poco de ese fuego podríamos tener nuestras casas iluminadas y cálidas en la noche! Además, cocinaríamos nuestras semillas y carnes, para una deliciosa cena —decían los afligidos habitantes de la zona.

De repente, en la oscuridad de un matorral, se escuchó la voz de una criatura que caminó hacia ellos venciendo su temor.

Era una zarigüeya hembra, o tlacuacha, que con mucha precaución se acercó y les dijo:

—¡Yo puedo traer ese fuego para ustedes! 

—Por favor, hazlo —dijo una mujer.

—Lo haré, pero con la condición de que nuestra especie ya nunca más sea perseguida para cazarla y dejen de comernos.

Los nativos aceptaron el trato y, después de un rato, la tlacuacha ya se encontraba frente a la hechicera, que cuidaba su preciado tesoro en las alturas de aquel cerro.

El animalito la saludó animosamente:

—¡Comadre hechicera! ¿Cómo está usted?

—¡Pues aquí no más como siempre, comadre doña Tlacuacha! —contestó—. Estoy cuidando este fuego que despierta la envidia de los hombres que allá abajo nos miran.

A la zarigüeya esta respuesta le pareció muy grosera, porque ni siquiera dijo algo como: «cuidando el fuego para mantenerme caliente», lo que significaba que la hechicera no compartía su fuego por pura maldad.

Luego agregó la bruja:

—Nos humillan y nos maltratan porque dicen que somos torpes y feas, pero por lo menos no tendrán mis llamas y sufrirán en la oscuridad por siempre.

Después, se paró de su asiento y dijo:

—Permítame un momentito, voy por más leña para avivar la fogata, porque si no: ¡se me apaga!

De esa manera, pasaron algunas horas en animada charla hasta que doña Tlacuacha le dijo a su compañera:

—Bueno, comadre, yo paso a retirarme. ¡Que le vaya bien!

Entonces la hechicera le contestó molesta:

—¡No se vaya! ¡Todavía no amanece! A menos de que haya venido sólo para robarme mi fuego. A ver, enséñeme su garra.

Doña Tlacuacha se la mostró por los dos lados y después la hechicera le dijo:

—¡Ahora enséñeme la otra!

De igual manera se la mostró. Al parecer, la egoísta hechicera quedó tranquila de ver que su fuego estaba seguro.

Minutos más tarde, las personas de la aldea brincaban y bailaban de alegría, porque doña Tlacuacha les había llevado la llama del cerro que había visitado.

Ellos no podían creer que lo hubiera logrado, pero fue más sencillo de lo que se imaginaron, lo que hizo el animalito fue que, al momento de ir la hechicera por leña, prendió su larga cola en la fogata y la escondió en la bolsa que utiliza para guardar a sus críos cuando éstos son recién nacidos.

Nadie sabía de ese lugar secreto que tenía en su cuerpo hasta que entregó las llamas prometidas a los hombres.

Es por esto que, hoy en día, con esta leyenda nos explicamos por qué hasta la fecha la zarigüeya tiene su cola pelona y reseca, además de ser una criatura extraña, pero muy respetada por nosotros.

La dama misteriosa

El municipio Pedro Escobedo, en Querétaro, fue fundado mucho después que todas las localidades que ahora le pertenecen, ya que sólo era una vía de paso, conocido como Camino Real. Por tanto, las haciendas que se encuentran alrededor de la cabecera, como la de San Clemente, fueron de las principales que se crearon en la nueva España. 

Tal vez sea por la importancia económica que siempre ha tenido la región, o porque en verdad suceden cosas muy extrañas, pero desde que los abuelos de los abuelos tuvieron memoria, se han contado historias difíciles de creer, como la narraremos a continuación.

Se dice que, en los caminos de la zona, e incluso dentro de las haciendas, una mujer misteriosa deambulaba todas las noches. Esto sucedía sobre todo en la calle Cuauhtémoc. La vestimenta de la mujer era la de una dama de sociedad antigua. Su vestido era negro, largo, con encajes y un velo que cubría su cabeza.  

Unos jóvenes de la región, como buenos e inquietos aventureros que eran, querían saber de quién se trataba, así que la comenzaron a seguir.

Como ya dijimos, los investigadores eran de poca edad, tal vez esto fue lo que los llevó a preguntarse si la mujer querría divertirse con ellos, por lo que uno se acercó y le tocó el hombro. ¡Qué sorpresa se llevaron! Al voltear, en lugar de encontrarse con una bella mujer, vieron a un ser con cara de venado. Atónitos, corrieron y como nunca voltearon, no la vieron perderse en un paredón que se encontraba antes de llegar al canal. Para que se ubiquen bien, el lugar donde se desaparecía esta misteriosa dama está a la altura de una pastelería famosa que tiene a un lado un taller de reparaciones de autos chocados. 

Los muchachos no se iban a quedar así, pues cuando lograron controlarse —pasados unos días, de hecho—, pensaron: «sí, es cierto, tenía cara de venado, pero ¿acaso nosotros les tememos a los venados? ¡Si hasta nos los comemos asados!». Entonces, dos de ellos regresaron al lugar y volvieron a verla. No se sabe muy bien qué pasó, pero uno de ellos ya no regresó con vida y el otro sobrevivió de puro milagro. Nunca contó lo sucedido, pero por las cornadas que tenía en todo el cuerpo, los habitantes comprendieron que decidieron molestar al espíritu equivocado.

El taxista de San Juan del Rio

Esta leyenda lleva poco tiempo en la cultura queretana, pues apenas ocurrió el 30 de octubre del 2014. 

Se dice que un taxista ruleteaba su vehículo todo el día, por lo cual, siempre estaba un poco cansado, pero esto no lo hacía dar un mal servicio. Siempre fue de esos choferes que respetaba las señales y era amable con sus pasajeros.  

Todos los días, ya cerca de las diez de la noche, realizaba su último servicio, que era recoger a unos empleados de una panadería y llevarlos a su casa.

Cierto día, cuando ya iba a su casa a descansar, cruzó casi toda la avenida principal, la cual conduce al centro. De pronto, vio en la orilla a un joven que le hacía la parada. «Ya estoy bien cansado, pero a lo mejor a este muchacho le cuesta mucho trabajo encontrar transporte a esta hora, mejor sí me lo llevo», pensó el taxista y se paró junto a él. 

El muchacho llevaba puesta una sudadera gris con el gorro sobre la cabeza. Al subirse, impregnó el ambiente con un olor muy fuerte a humo —como cuando se quema leña—. Como el joven no dijo una sola palabra, el taxista le preguntó: 

—Buenas noches, joven, ¿a dónde lo llevo?

—Por favor, lléveme a la finca (no se sabe a cuál) que está sobre la carretera a Tequisquiapan.

El chofer condujo hacia ese lugar. El taxista fue observando a su pasajero con el espejo retrovisor, pues comenzó a parecerle algo extraño. Desde que el joven subió al vehículo, tuvo siempre inclinada la cabeza hacia abajo y con el gorro puesto no se le apreciaba bien su rostro.

El taxista manejaba y para hacerle plática, le dijo: 

¿Y a que va hacia ese lugar amigo? Ya es bien noche y está muy solitario por allá.

A lo que el joven sólo contestó: 

—Voy a una fiesta.

El chofer siguió conduciendo y, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, le empezó a dar miedo. Luego sintió escalofríos por todo el cuerpo y sin darse cuenta, comenzó a rezar en su mente. En ese momento, el joven le dijo casi gritando: 

—¿Por qué estás rezando! ¡Deja de hacer eso!

El taxista, impresionado y muerto de miedo, contestó:

—No estoy rezando, ni siquiera he abierto la boca.

—No te hagas. Claro que vas rezando. No tengas miedo, no te voy hacer nada, sólo llévame a donde te pedí.

El chófer no sabía qué hacer. Pensó en bajar al joven en ese momento, pero le pareció demasiado arriesgado, así que sólo aceleró la marcha, pues quería deshacerse de él lo más pronto posible. Sin darse cuenta, comenzó a rezar de nuevo.

—¡Te dije que no rezaras! Bájame ya aquí.

El chófer paró el vehículo. El joven sólo le dio un billete de cincuenta pesos y se bajó. Antes de arrancar, por el retrovisor vio cómo el joven se desvaneció de los pies a la cabeza. El taxista se asustó y rápido se fue de ahí. 

Al llegar a su casa, le contó a su familia lo ocurrido y nadie lo podía creer, a pesar de que el chofer no era un hombre mentiroso. En eso se acordó del billete que le había dado. Lo traía todavía en la bolsa del pantalón. Tenía la esperanza de que tuviera algo extraño, por lo que lo sacó para enseñárselos, pero era un billete común y corriente que sólo desprendía olor a humo.

Días después de lo ocurrido, su hija le estaba contando a su prima la experiencia de su papá. Ellas trabajan como maestras en una primaria de San Juan. Mientras le narraba la historia, a la hora del recreo, otra compañera de ellas se acercó a escuchar. Después de haber terminado, la otra maestra preguntó: 

—¿Cómo era ese joven? ¿Era flaco, delgado? ¿Moreno, blanco? ¿Rubio, de cabello negro? ¿Cómo era su rostro?

La hija del taxista se sorprendió un poco por tantas preguntas y aunque le recordó que ella no lo había visto, le contestó:

—Mi papá dice que era delgado, alto y llevaba puesta una sudadera gris y pantalón de mezclilla.

La maestra se quedó pensando un rato y después les dijo:

—Ahí mismo, donde le hizo la parada a tu papá, mi ex novio se accidentó en su vehículo y falleció calcinado —dijo mientras las lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas— Él era alto y delgado. El día del accidente llevaba puesta una sudadera gris que yo le había regalado en su cumpleaños.

—¿Sabes a dónde iba? —preguntó la hija del chofer.

—Sí, tu papá lo llevaba a una finca que tenían los papás de él. Era algo así como nuestro lugar secreto, pues ahí íbamos muy seguido en la noche a tomar y fumar, incluso hasta hacíamos fiestas sin que nadie se enterara.

Después de contar esto, la joven hizo la petición más extraña que la hija del taxista se le pudiera ocurrir:

—Por favor, dile a tu papá que mañana me llevé con él. ¡Quiero ver si lo vuelvo a ver, por lo menos una vez más!

La muchacha le dijo a su padre y éste accedió, aunque de mala gana y con bastante miedo. Dieron varias vueltas por ahí, pero no lo encontraban, hasta que, de pronto, el muchacho apareció de la nada y lo subieron. Lo curioso fue que el fantasma parecía no ver a su exnovia, sólo pidió que lo llevaran a la finca. La muchacha, desesperada, le decía:

—¿Acaso no me ves? ¡Aldo, voltea y háblame por favor!

Pero nada sucedía. El chofer, al ver la desesperación de la jovencita, le pasó unos pañuelos desechables, pero con tan mala suerte, que justo en ese momento un camión se cruzó en su camino y chocaron con fuerza.

Cuando despertó, el chofer se revisó, pero no tenía nada. Volteó a ver a la joven y vio que estaba sin vida. Entonces salió del carro y observó, con absoluta claridad, a la pareja de jóvenes, riendo y jugando como si tuvieran toda la eternidad por delante para estar juntos.

Jesusito de la Portería

Evaristo Olvera sabía perfectamente que el Señor Cura jamás le perdonaría lo que había hecho. Lo que él no sabía era que su nombre iba a ser inmortalizado para siempre, no por lo que había ocurrido, sino por lo que estaba por acontecer. 

El año 1726 dejaba correr sus últimos días. Evaristo Olvera y su joven esposa Gertrudis Real, decidieron partir de Celaya, Guanajuato, su ciudad natal, para trasladarse a San Juan del Río en busca de nuevos horizontes. Se rumoraba que había trabajo en abundancia para los “canteros”, como se les conocía a los labradores de piedra. 

La célebre construcción de la Iglesia Parroquial de San Juan del Río, desde sus inicios en 1693, se había interrumpido más de una vez por falta de dinero. La continuación de la obra, después de treinta y tres años de espera, se retomó con nuevos bríos por el Cura del pueblo, don Antonio del Rincón. Ya una ocasión anterior, el mismo párroco había intentado terminar, pero sin lograrlo, tan fatigosa labor. Esta vez, dieciséis años más tarde, habría de concluirla por completo. 

La cantera negra propia de aquel lugar, le daba riqueza al estilo barroco de las capillas que se erigían para felicidad de sus parroquianos, en su mayoría indígenas. La necesidad de contratar canteros calificados, para labrar la piedra que adornaría la nueva parroquia de los españoles, era imprescindible. La ciudad recobraba, así, de nuevo la vida poderosa que la caracterizaba. El futuro se veía prometedor para Evaristo Olvera y su esposa, o al menos, así lo parecía.

Aunque tenían poco tiempo de casados, Gertrudis parecía conocer bien a su esposo. Sabía que cada vez que el dinero llegaba en abundancia a sus manos, le daba por malgastarlo con sus compañeros de parranda. Además, el carácter alegre y bohemio de Evaristo, le permitía hacerse de amigos de inmediato. 

—¡Ora sí que nos va ir muy bien, amor! ¡Ora sí vamos a salir de pobres! —exclamó eufórico después de recibir su primer salario. 

Claro, había estado bebiendo.

—¡Ay, Evaristo! Ojalá que sí —dijo Gertrudis, con un poco de preocupación.

—Pero no te veo muy contenta, ¿te pasa algo? —preguntó.

—Es que… No, no me hagas caso —dijo ella, ocultando su temor detrás de una sonrisa simulada y luego se apresuró a preparar la mesa. 

Ella le predijo, un sinnúmero de veces, los resultados que podría acarrear tal actitud derrochadora. Él, por su parte, siempre que estaba ebrio encontraba divertida la actitud de su esposa. 

—Pareces mi mamá —le decía con una carcajada.

Desde el día en que Gertrudis escuchó cierta leyenda entre la gente de la ciudad, la inquietud asaltaba su corazón cada vez que miraba a su esposo en esas condiciones. Se decía que el dinero con el que se estaba terminando de construir la parroquia, había sido donado por Marcos Mancilla; un hombre que, siendo pobre, pidió a la Virgen de Guadalupe que lo ayudara en una empresa en la que se había aventurado y que, si salía exitoso con lo que estaba emprendiendo, le construiría un templo. La ignorancia y el temor de la gente deformaron el relato y se comenzó a decir que el dinero provenía de las arcas del demonio.

Las noches entre los esposos pasaban más o menos así:

—Estás bebido, Evaristo, eso es lo que me preocupa—dijo ella, mientras servía la cena.

—Estoy contento, amor. ¿Acaso a ti no te da gusto que esté trabajando y ganando dinero?

—Pero me prometiste que ibas a dejar de tomar, ¿recuerdas?

—¡Ay, ya vas a empezar otra vez con lo mismo! Estoy trabajando.

—¡Estás tomando! Y apenas acabas de comenzar… 

—Ya, mujer, no se me ponga brava —dijo Evaristo, apenas audiblemente—. Ya verá que todo sale bien —agregó, mientras se alejaba tambaleando, para luego caer pesadamente sobre su cama. 

Las cosas no cambiaron mucho para Gertrudis, pues durante los tres años siguientes, Evaristo siguió en las mismas andadas. 

En la cálida noche del 25 de julio de 1729, el Cura dio por terminada la Parroquia con gran solemnidad. Después de la suntuosa ceremonia, todos los trabajadores decidieron celebrar hasta el amanecer. El estruendo causado al abrir la puerta de su casa sobresaltó a Gertrudis. Ella se levantó malhumorada.

—¡Mira nomás cómo vienes! —le reclamó ella.

—¿Qué tiene de malo, mujer? ¡Ya terminamos la obra! Estoy contento. Ya se acabó todo.

—Ya se acabó, claro, pero tus borracheras nunca se terminan. 

Pasaron dos años más sin que hubiera habido gran diferencia de los tres anteriores. Gertrudis se sentía más decepcionada que nunca. Pensaba que el dinero que su esposo había ganado estaba maldito. Por eso es que nunca rendía en sus manos y Evaristo parecía no terminar con la excesivamente prolongada juerga. 

El párroco, por su parte, siempre trató de tranquilizarla asegurándole que lo de la leyenda de Marcos Mancilla sólo eran habladurías de la gente. Él conocía al ilustre y dadivoso personaje, por lo que le aseguraba que aquello nada tenía que ver con el vicio de su marido. Aquella noche del 16 de marzo de 1731, cuando Evaristo regresó a su casa como de costumbre, casi arrastrando del brazo de Teodoro Mejía, su compañero de parrandas, lejos estaba de imaginar que las cosas cambiarían dramáticamente.

—¡No te da vergüenza! —le recriminó ella por enésima vez.

—¿Así es como me recibes?, ¿con gritos? —respondió indignado.

—¡Ya estoy harta! ¿Me entiendes? ¡Harta!

—¡Qué pasó, compadre! ¿A poco se deja que le grite la mujer? —dijo Teodoro en tono burlón.

—No. A mí no me grita nadie y menos enfrente de la gente —dijo.

Evaristo se incorporó y dando tumbos se abalanzó sobre Gertrudis. Ella, sin poder meter las manos, se fue de espaldas contra la mesa y Evaristo cayó encima de ella. Todo pasó en unos segundos, ante la mirada incrédula de Teodoro.

—Pero ¿qué hizo compadre?

—No… no lo sé —respondió Evaristo aturdido, mientras se levantaba con dificultad.

—¿Gertrudis? ¡Mujer, levántate! No me hagas esas bromas. ¡Gertrudis, Gertrudis!

La borrachera desapareció enseguida. Ambos parecieron recuperar la cordura. Ya no había mucho por hacer, excepto esperar a que llegara el Cura. Teodoro se encargó de avisarle.

El 19 de marzo de 1731, Evaristo Olvera ingresó al convento, que se había acondicionado como una prisión temporal, para reformarse después de haber matado a su esposa. Sobre el cadáver de ella, juró y perjuró que cambiaría su modo de vivir. A los tres días de estar en su celda del convento, pintó con un carbón una imagen de Jesús Nazareno en la portería. Luego de que Agustín Peñaflor, religioso del convento, vio pintada la imagen, llamó Evaristo y le dijo que la borrara, lo que hizo en su presencia con un trapo mojado hasta no dejar raya alguna; cosa que también observó el fraile Miguel Mora, religioso de ese convento. 

Por la tarde, Agustín Peñaflor fue a la portería y encontró la imagen más viva aún de lo que estaba anteriormente. En vista de esto, mandó que se borrara con una piedra de tezontle, hasta dejar la pared muy maltratada, por lo que mandó que luego se blanqueara dos veces.

Al siguiente día, el religioso vio la imagen de Jesús más clara y mejor delineada de lo que estaba.

Como ya no sabía cómo manejar ese asunto, tuvo que avisar al señor Cura don Antonio Rincón para que éste examinará lo que estaba sucediendo, así como al Teniente de Partida Don Felipe Marda, quienes, reunidos con el Señor Cura y los religiosos del convento, determinaron que, en su presencia, picaran la pared; para lo cual se llevaron dos albañiles que lo hicieron y luego enyesaron la pared como se les había indicado. Concluida dicha operación, se retiraron todos.

El señor Cura dio la orden de que se vigilara la portería. Varios días después, ante el asombro de todos, se halló al Señor Jesús más vivo y hermoso que antes. Se le informó al Cura y éste a los miembros de la junta que él había convocado, los que, reunidos otra vez, vieron aquella maravilla, y sin quedar duda de que era voluntad de Dios que permaneciera la imagen de su divino hijo en aquel lugar. 

El Señor Cura Rincón mandó traer un pintor para que, sobre lo ya dibujado, pintara la sagrada imagen con el mayor cuidado, pero éste se resistió por no creerse digno de poner sus manos sobre aquella imagen. El Señor Cura dispuso que el pintor se confesara con el Padre Estanislao León y que lo hiciera todos los días mientras durara pintando la tan sagrada imagen. Después de esto, el Señor Cura mandó al Canónigo don Pedro Dávalos, persona ilustrada y de toda confianza para presenciar el milagro y dio la orden de que se le hiciera una capilla y de que se celebrará misa, dando aviso a todos los contornos de San Juan del Río, Querétaro.

En cuanto a Evaristo Olvera, tal vez su pecado nunca le fue perdonado, pero, sin duda alguna, su nombre se conocerá cada vez que los devotos lean esta historia.

La virgen de Schoensatt

Cuentan que la virgen de Schoensatt tiene un origen mítico, ya que su aparición está relacionada a un milagro divino. 

Hace mucho tiempo, en una tarde nublada, sucedió un hecho extraño: un rayo cayó del cielo. Esto no parece nada raro, es cierto, pero lo curioso es que quienes lo vieron nunca escucharon el trueno que debió seguirle; además aseguran que una paz muy profunda se sintió después. 

El rayo cayó directo contra el tronco de un gran mezquite, allá por Los Olvera. Los pobladores locales y los trabajadores que se encontraban cerca, fueron a ver el sitio donde pegó el relámpago, pues sentían que había algo especial en él.

Al acercarse, se quedaron completamente pasmados pues, delante de ellos, la imagen de la Virgen apareció. Lo más curioso es que no tenía ni un rasguño o alguna quemadura, sólo el trabajo del rayo que parecía la labor de un talentoso artesano. 

A partir de ese día, la pusieron en un santuario construido para ella y mucha gente la va a visitar, ya que muchos dicen que les ha cumplido milagros. 

La Calle de las tres cruces

La casa de Don Diego de Gallinar se destacaba entre las viviendas de los demás, pues alzaba orgullosa sus tres pisos, lo cual en aquella época no era tan común.

El hombre era tío y tutor de la bellísima Beatriz Moncada quien, recién egresada del colegio, se había ido a vivir bajo la severa custodia de su familiar. Él tenía planeado casar a su sobrina con Don Antonio, su único hijo, que por esas fechas andaba en servicio con el señor Márquez de la Laguna. Era un joven que derrochaba el dinero a manos llenas, lo que se convirtió en la principal razón del enlace, ya que Beatriz había heredado una gran fortuna.

Fue en aquel tiempo cuando, algunas noches, al dar las doce campanadas, se escuchaban las notas dulces de un violín tocado por un joven indígena recogido y educado por los religiosos del convento de San Agustín. Su nombre era Gabriel García. Debido a las buenas referencias que le daban los religiosos a Gabriel, éste era admitido en todas las reuniones de la aristocracia de aquel entonces. 

Cuando Beatriz lo oyó tocar, le entregó el corazón. El músico también la adoró con todas las fuerzas, aunque sabía que era un amor sin esperanza.

Al filo de la media noche, Gabriel se paraba frente a la casa de su adorada a ofrecerle un romántico concierto. Beatriz, por su parte, burlaba la vigilancia para tener oportunidad de escucharlo más de cerca. Pero una noche, por las vueltas de la vida, Don Diego descubrió a Gabriel, por lo que le ordenó que se fuera o lo haría apalear. Gabriel respondió de forma educada, pero viendo el ademán de sacar la espada de Don Diego, le hizo saber que su respeto le impedía batirse con él. El señor de Gallinar le insultó para después propinarle una bofetada. El joven no resistió más y, arrojando su violín en medio de la calle, desenvainó su espada y se puso en guardia con el propósito de defenderse sin lastimar a su agresor.

Don Diego quería a toda costa acabar con su adversario, y el hecho de que el joven sólo se limitara a parar los golpes, hizo enfurecer al viejo. 

Entre el calor de la pelea, el señor de Gallinar se lanzó para acabar con su adversario, pero terminó clavándose en la espada de Gabriel que sólo quiso desviar la mortal estocada. Don Diego se desplomó, lanzando una horrible blasfemia. Así fue como se le escapó la vida. 

Gabriel, horrorizado, se arrodilló para ayudar al moribundo. Cuando se abrió el portón de la casona y salió un criado del señor de Gallinar que había presenciado la lucha, éste sacó un puñal del cinto y se lo clavó a Gabriel en la espalda, para luego correr a esconderse dentro de la casa.

Entonces se oyó un alarido de agonía, seguido del estrépito de cristales rotos. Fue Beatriz, quien vio estas horribles escenas y se desmayó. Su cuerpo, ya sin apoyo, rompió los cristales del mirador y cayó para luego estrellarse en las piedras de la calle, junto con el violín del amado. 

Cuando la policía llegó al lugar de la tragedia encontró los tres cadáveres. Nadie sabe quién fue, pero una mano piadosa marcó con tres cruces de cal los lugares donde fueron encontrados los cuerpos.

Desde esa fecha, a esa calle se le llamó De las Tres Cruces, en la cual aún se pueden escuchar las dulces notas del violín a las doce de la noche, que son seguidas por horribles gritos de angustia y la sombra de una mujer que cae por la ventana.

La hacienda de San Nicolás

Una mañana del año 1746, doña Aurora cocinaba en la inmensa cocina de su Hacienda de San Nicolás, cercana al pueblo de Tequisquiapan. Los vapores del caldo que cocinaba le hacían sudar su blanquecino y pálido rostro —que recordaba glorias pasadas— y, sin sentirlo siquiera, su pensamiento voló hacia el pasado en busca de aquél a quien tanto había amado. De pronto volvió a sentir sus brazos rodeándola por el talle. Eran aquellos mismos y musculosos brazos de su enamorado amante.

Se cuenta que aquel hombre murió en la horca y que su único delito había sido amar a doña Aurora. Los amantes vivieron juntos los años más apasionados de su lejana juventud. 

La señora recordó y añoró en cada poro de su piel, las caricias de esos brazos que una vez la habían hecho vibrar y sentir correr la vida por sus venas. 

Lo que sucedió fue lo siguiente: doña Aurora era la hermosa hija de un rico hacendado. A pesar de que él era un hombre trabajador que incluso había ido de menos a más, no deseaba que su hija tuviera a un pobre como marido. En cambio, a Aurora esto no le interesaba, es más no quería a nadie en especial y ella hubiera sido muy feliz de quedarse siempre con su padre para cuidarlo en la vejez.

Así parecía que iba a suceder, cuando al hacendado se le ocurrió hacer una fiesta con las personas más ricas de la región. Fue un baile impresionante, donde las joyas de las mujeres lucían, al igual que la galanura de los pretendientes de Aurora.

Fueron varios los que bailaron con ella, pero al intentar declarar su amor, la joven los paraba en seco y les decía que no le interesaba el amor. Uno a uno, fueron pasando y, uno a uno, fueron rechazados. 

Su padre, de lejos, veía como los hombres de la fiesta comenzaban a hablar mal de ella, pues pensaban que era una creída que se pensaba más que los demás y que su padre estaba de acuerdo con ella. Este rumor fue corriendo hasta que llegó a los propios oídos de Aurora. La joven, como no quería estar en boca de todos, o de su papá, decidió tomarle la palabra a uno de ellos.

Así fue como la jovencita tuvo su primer novio, el cual iba a visitarla todos los días a la hacienda. Para el padre, todo marchaba viento en popa, pues a don Carlos, el novio de su hija, le parecía un buen partido, además de que su familia se distinguía por su elegancia y riqueza. 

Lo que el padre no sabía, es que Aurora detestaba a don Carlos. Le parecía engreído y superfluo. No tenían temas de conversación en común, porque mientras a ella le interesaban las novelas profundas, a él sólo le gustaban los chismes de sociedad. Pero el colmo llegó cuando, un día, don Carlos se bajó de su coche y se cayó. A pesar de que fue su error, culpó de su caída a su chofer, un nativo llamado Luis. Tal vez este incidente no habría pasado a más, pero don Carlos no se contentó con regañarlo, sino que sacó una vara de membrillo y comenzó a golpearlo.

A pesar de que Luis era mucho más fuerte que él, soportó los golpes sin soltar un gemido y no le dijo nada a su jefe. En cambio, Aurora le gritó a su novio que no deseaba verlo jamás y se metió a su casa corriendo.

Pasaron los meses y Aurora se sentía más tranquila que nunca. Podía pasar el tiempo con su papá y tenía ya el control completo de la casa, lo que le agradaba sobremanera. Todo parecía que iba a seguir así, hasta que, un día, vio a Luis en el patio de su casa. Estaba vestido con el uniforme de chofer que se usaba en esa familia. Ella se sorprendió mucho —claro, de vez en cuando había pensado en él— y le preguntó qué hacía ahí:

—Soy el nuevo chofer de su papá, señorita. No sé si me recuerde…

—Claro que lo recuerdo —dijo Aurora—, me da mucho gusto que esté ahora entre nosotros. Aquí se le tratará bien.

—Debo decirle que pensé mucho en aceptar esta oferta, me daba pena con usted…

—Pues qué bueno que lo hizo. Ahí viene mi padre. Me dio gusto saludarlo.

Aquel fue el comienzo de una bella y honesta amistad, pues resultó que a Luis también le gustaba la literatura y era un verdadero experto en ella. De tal modo, que ambos pasaban horas platicando sobre libros.

En cierta ocasión, Aurora se descubrió viendo a Luis haciendo sus ejercicios matutinos. La cosa no habría sido muy grave, si no hubiera sido porque se dio cuenta de que se estaba enamorando. Todo tenía sentido para ella, pues era un joven apuesto, fuerte, inteligente, culto, divertido y buena persona; pero lo que no cuadraba era la cuestión económica, lo cual sí tendría peso en su padre. Así que decidió no hacer nada.

Pocos días después, Luis se acercó a ella y le preguntó:

—¿Le hice algo, señorita Aurora?

—No, Luis, nada. ¿Por qué pregunta?

—La siento seria y alejada.

—No, nada, debo irme.

Aurora se dio cuenta que su alejamiento era causado porque no quería que nadie se diera cuenta de su amor, pero había exagerado. Así que intentó acercarse de nuevo a su amigo para que éste viera que no había nada extraño. Fue así como comenzó a tocarle la mano cuando platicaban, o a verlo a los ojos todo el tiempo…

Claro, Luis se enamoró perdidamente. Además, estaba seguro de que su amor era correspondido, por lo que, un día que estaban solos, sin más preámbulos que una tierna mirada: la besó.

Fue una relación romántica, llena de cuidado y cariño entre ambos. Por lo menos así se desarrolló, hasta que un día, mientras se expresaban todo su amor en la recámara de ella, su padre los descubrió. 

El hacendado se lanzó contra el joven que no opuso resistencia. Dio unos cuantos gritos y en unos minutos ya los criados lo tenían amarrado y llegó la policía. El juicio fue, como suelen ser los juicios en los que una parte tiene dinero y la otra no, completamente injusto. No había razón alguna para mandarlo a la horca, y, aun así, apenas una semana después, Luis perdió la vida. 

Cuenta la leyenda que, después de la muerte de su amado, se refugió en su vieja Hacienda, olvidando al mundo y dejándose olvidar por él. Las paredes de aquella fortaleza se enmohecieron, al igual que su piel y su alma: aquéllas por el tiempo y la humedad, éstas por la tristeza y la melancolía. 

Se cuenta que esta solitaria dama murió en su querida hacienda en la peor de las soledades, en compañía sólo de sus criados y de unos cuantos perros. Pasaron los años, las décadas… las centurias. Los lugareños aseguran que ahora en esa olvidada hacienda vaga el alma de doña Aurora y que, en las noches frías, cuando el viento sopla con fuerza entre los huecos de sus paredes, se escucha a su voz gritar el nombre de su amado: 

—¡Luis! 

Dicen también que las parejas que llegan a entrar en esa vieja casona, ansiosos de saciar su amor, quedan atrapados para siempre en un pacto prohibido, como aquel que unió a estos dos amantes. 

Lo anterior lo sabemos porque, cierta mañana del año 2003, ¡después de casi tres siglos!, una pareja de extranjeros entró a las ruinas de la hacienda, guiados por un común y secreto acuerdo: la necesidad de estar solos. Atrapados en una pasión avasalladora, no alcanzaron a notar que, tras los agujeros de las gastadas y altas paredes, fueron observados por los ojos de una anciana. La maldición, según la leyenda, es inevitable… el pacto es prohibido.

Las brujas Colón

Quien conoce Colón, sabe que es un sitio donde las personas siempre defienden sus derechos. La gente no permite injusticias, es cierto, pero también son amables y excelentes anfitriones. 

Tal vez esto sea así por dos razones, la primera, están acostumbrados a recibir muchas visitas por medio de enormes peregrinaciones que se dirigen hacia la Basílica de Nuestra Señora de Dolores Soriano, que antes fue la Misión de Santo Domingo de Soriano; y la segunda porque tienen en sus venas sangre de otomíes y chichimecas, razas que pelearon entre ellas durante cientos de años para obtener el poder de la región.

Cada año, miles de católicos los visitan desde el Estado de México, Guanajuato, San Luis Potosí y lugares todavía más lejanos. Las peregrinaciones, para llegar, tienen que pasar por lugares que a veces son bastante tétricos y oscuros, y en los que, dicen, suceden cosas extrañas.

Hay quienes cuentan, por ejemplo, que se ven los fantasmas de los antiguos habitantes de la región. Algunos cuentan que han visto auténticas batallas entre Otomíes y Chichimecas. Hay otros que dicen que los frailes de la Misión siguen andando por los viejos caminos para ver si logran convertir a más almas a la religión católica.

Pero hay otra leyenda: se cuenta que rumbo a La Cañada, justo donde el camino se pone más complicado, ya que se tiene que cruzar entre cerros y montañas; ahí donde en las noches se escuchan cientos de zumbidos y, si no se trae buena luz, no se pueden ver ni los zapatos, justo ahí dicen que, en la noches de luna llena, se hacen inmensos aquelarres; es decir, muchas, muchísimas brujas se reúnen para hacer sus nuevos conjuros con los que atrapan y hacen sufrir a sus víctimas.

Aunque nadie ha visto a las brujas con su forma humana, esto, cuentan, tiene todo el sentido, pues esas noches toman la forma de bolas de fuego. Estas bolas no pueden ser otra cosa que brujas, ya que se organizan en hileras, permanecen estáticas y luego, de pronto, todas vuelan y desaparecen.

A pesar del miedo que esto les causa a los peregrinos, los creyentes siguen asistiendo, ya que se sienten protegidos por una fuerza superior y, en efecto, ninguna bruja los ha atacado.

El tamborcito insurgente

Cuando comenzó la Independencia de México, en el momento que el último virrey, Calleja, entró en la ciudad, llegó a ella con un grupo de insurgentes heridos e indefensos. Entre ellos se encontraban seis clérigos, pero lo que más impactó a la gente fue un pequeño prisionero, de menos de doce años, llamado Pablito Aravena.

Los prisioneros de guerra fueron notificados que, al día siguiente, serían fusilados. Cuando los reclusos preguntaron si también los clérigos y el pequeño, que era el encargado del tambor en el ejército insurgente, les contestaron que sí: ¡todos serían pasados por las armas!

Ante el reclamo de los habitantes, las autoridades consiguieron el indulto para los sacerdotes, pero la sociedad no logró el perdón para el resto de los prisioneros, lo cual incluía al pequeño.

Don Dimas Díez de Lara, padre del oratorio de San Felipe, tomó por su cuenta al tamborcito insurgente y se presentó ante Calleja, en el convento de San Francisco. Ahí le solicitó el perdón del pequeño. El virrey, que se distinguía por su capacidad militar pero no por su humanidad, se lo negó. Entonces el sacerdote dijo: 

—Con permiso de Su Excelencia me retiro, quiero avisarle que haré todo lo posible por salvar a ese niño.

—Ande, Padre, que Dios lo acompañe —contestó Calleja con una sonrisa sarcástica. 

Al día siguiente, las multitudes se agolpaban en las calles para ver el desfile de los ajusticiados, a quienes llevaban a la Alameda para ser ejecutados. Al pasar por la calle del Hospital, varias personas comenzaron a aventarles piedras a los militares, por lo que se generó una revuelta entre el pueblo y la guardia, lo cual motivó la fuga de los presos.

De pronto, entre la multitud surgió la figura del Padre Dimas, quien tomó al pequeño en sus hombros y huyó del lugar. En su huida, la guardia le disparó varias veces sin poder causarle daño. A duras penas, Dimas entró al convento de San Francisco, casi seguro de recibir un castigo similar por su intervención.

Aunque no debían hacerlo, pues las iglesias se consideraban sagradas, los militares entraron por el Padre y lo llevaron ante el Virrey. 

Al estar frente a Calleja, el sacerdote le puso a los pies al pequeño y le dijo: 

—Excelencia: he cumplido mi ofrecimiento; el niño está a salvo. Castígueme a mí por no haber cumplido con la ley. 

—Váyanse los dos de mi presencia, ambos quedan perdonados —dijo Calleja.

Al escuchar esto, el Padre y el pequeño se fueron de inmediato, sin voltear siquiera, pues no querían que el Virrey se arrepintiera.

La Corregidora

Todas las leyendas tienen algo de verdad y algo de imaginación, pero hay algunas que tienen mucho más de verdad, como ésta que habla de la gran Corregidora, mujer que no podía faltar en este tomo.

Se dice que cuando la Independencia estaba a punto de comenzar, Doña Josefa vio cómo se cerraba la puerta de su dormitorio y escuchó los pasos de su esposo, don Antonio Domínguez, corregidor de la ciudad de Querétaro, alejarse escaleras abajo, y que se sintió desconsolada. Los planes conspiratorios que llevarían a lograr la emancipación de la Nueva España, ¡habían sido descubiertos!

Algunos meses atrás, los esposos Domínguez, quienes simpatizaban con el ideal de establecer en México un estado con valores liberales, habían abierto su casa para la realización de unas supuestas tertulias literarias, pero que realmente eran reuniones en donde se tomarían las decisiones para iniciar un levantamiento en contra del virrey.

A estas juntas asistían varios de los futuros dirigentes del movimiento de independencia: los capitanes Ignacio Allende, Juan Aldama, Joaquín Arias, Mariano Abasolo y el sacerdote Miguel Hidalgo, entre otros. Los conspiradores finalmente habían tomado la decisión de iniciar el levantamiento el día 1 de octubre de 1810.

El Corregidor, debido al cargo que ejercía, había sido avisado por el juez eclesiástico de Querétaro que se estaba preparando un levantamiento armado y había recibido instrucciones de realizar registros para buscar a los conspiradores. Al sentirse obligado a actuar en contra de sus propios compañeros y, en un intento de proteger a su familia, encerró a Josefa Ortiz para que no se involucrara más.

Ella se sentó a la orilla de su cama y tomó la decisión de dar aviso al capitán Ignacio Allende. Buscó unas tijeras y comenzó a recortar y pegar letras de un periódico, formando así el texto del mensaje que debería evitar la captura de muchos de sus amigos conspiradores.

Al saber que en ese momento un compañero conspirador, el alcalde de la cárcel Ignacio Pérez, se encontraba en la planta baja de su casa, se las ingenió para darle el mensaje, pidiéndole que partiera a San Miguel el Grande y lo entregara al Capitán Ignacio Allende.

Días después, los esposos Domínguez fueron aprehendidos al descubrirse su participación en los planes de la rebelión. A doña Josefa la recluyeron en el convento de Santa Teresa y posteriormente fue trasladada al Convento de Santa Catalina de Sena, donde estuvo hasta que fue liberada.

A los 61 años, el 2 de marzo de 1829, falleció Doña Josefa Ortiz de Domínguez. Sus restos descansan, junto a los de su esposo, en el panteón de Queretanos Ilustres, mausoleo construido en su honor en 1847.

Aunque doña Josefa no se aparece, ni se convirtió en un fantasma que sale por las noches a espantar realistas, sí permanece en el pensamiento de todos los queretanos y de todos los mexicanos, porque gracias a ella, en gran parte, vivimos en un país libre.

Justo Mata

Cuenta en una leyenda que, en 1700, en lo que era el camino real que llevaba a San Juan del Río, constantemente se dejaba ver un hombre llamado Justo Mata que se dedicaba a asaltar las diligencias que transitaban por ahí. El camino real, que aún hoy es visible en algunas partes, atravesaba a un costado del Cerro de la Caja, que es visible desde San Juan del Río y desde la autopista que hoy lleva a Querétaro y parece un imponente gigante que custodia a sus pies el Pueblo de Paso de Mata.

El nombre de Paso de Mata le viene a este poblado precisamente por Justo Mata, que cuando atracaba, escondía el botín en algunos túneles naturales que el Cerro de la Caja tenía y que, hoy en día la mayoría ya están cerrados. Ha sido así como ha empezado a conocerse el lugar como El Paso de Mata. 

Se cuenta que era un gran ladrón, que incluso a veces les repartía el dinero a los pobladores, pero que tenía un gran defecto: siempre se le olvidaba dónde dejaba sus botines, por lo que, con el tiempo, se fueron convirtiendo en tesoros escondidos que los lugareños buscaban. 

Hubo un hombre que encontró tres de estos tesoros, lo cual era curioso, pues ni siquiera era el mejor buscador, ni el que más tiempo pasaba dentro de los túneles. Es por esto que se piensa que tenía un pacto con el Diablo, el cual le dejaba encontrar el dinero, pero, a cambio, tendría que entregarle su alma a la hora de morir. 

Dicen que al hombre aquel esto no le interesó, pues ya había matado antes a varios buscadores del tesoro, por lo que estaba seguro de que, de cualquier forma, iba a pasar la eternidad en el infierno.

Así termina la leyenda de Justo Mata, por cierto, hay quienes piensan que la expresión “a salto de mata”, proviene de este lugar. Incluso hay algunos que dicen que, cierto día, Justo Mata iba a ser atrapado por la policía, pero que dio un gran salto, sobrevolando un riachuelo, con el que logró salvarse, pero lo cierto es que la expresión viene desde 1600, y tiene que ver con el salto que dan los conejos para salvarse cuando van a ser cazados.

El Columpio del Diablo

En la frontera de Hidalgo con Querétaro, se encuentra el municipio de Tecozautla, conocido por sus buenas cosechas de nopal, guayaba y aguacate. Es un sitio con una tranquila vida rural.

Pocos saben sobre este lugar, pero hay una macabra historia que puso al ayuntamiento en la boca de todos.

Cuentan los vecinos que a nadie le gusta salir por las noches, ya que de camino a Zimapán hay que pasar por dos peñas entre las que hay un pequeño llano. Todos saben que es un territorio marcado por seres malignos. 

Justo cuando los relojes marcan la medianoche, se escuchan los funestos quejidos de un hombre que pareciera estar agonizando. Son gritos tan espeluznantes que más de uno ha tenido un ataque cardíaco sólo de escucharlos.

Se dice que esta historia fue verificada por un par de compadres que un día transitaban por aquel lugar. Esa noche escucharon algo, pero no lograron identificar qué era. Movidos por la curiosidad, los compadres se dirigieron al lugar de donde venían los gritos, pero conforme pasaban los segundos, su inquietud se volvió terror, pues lo que oían era, sin duda, quejidos de alguien que sufría un dolor insoportable.

Al llegar hasta el llano, se encontraron con una escena sorprendente y aterradora: un hombre se columpiaba en una cuerda que estaba sostenida de la punta de las dos peñas. Su rostro estaba tan pálido, que parecía que la poca piel que le quedaba se hubiera fundido con el hueso. Tal vez por esto es que no dejaba de gritar. 

Provocó en los compadres un miedo tan terrible, que los heló hasta los huesos y erizó sus cabellos.

Estaban paralizados y no podían creer lo que estaba sucediendo. De pronto, una luz rojiza e intensa rodeó al hombre que se mantenía columpiándose, ¡luego se prendió en llamas! Entre el terrible fuego se alcanzaba a distinguir a un ser que abrazaba al desdichado, hasta que lo convirtió en cenizas.

Mudos ante el hecho, con los dientes apretados y los cabellos de punta, los compadres salieron despavoridos de aquel lugar, pero al hacerlo fueron sorprendidos por la muerte por haber presenciado un encuentro con el Diablo al que no los habían invitado.

Uno de los compadres logró salvarse y fue el que contó la historia. 

—Tengo un mensaje del mismísimo Diablo para ustedes —dice—, ¡no vayan ahí o morirán!

Por desgracia, el compadre se volvió loco desde aquel día, por lo que muchas personas no le creen la historia que cuenta. Lo que, claro, ha hecho que decenas de incrédulos no regresen nunca del Columpio del Diablo.

Hay quienes dicen que aquel hombre que se mecía en el llano era un hacendado de la región que un día vendió su alma a Lucifer a cambio de riquezas, pero que esa noche el mismo Diablo vino por su alma, la cual, durante mucho tiempo, anduvo en pena en el mundo de los vivos. 

El puente de la Historia

En 1711 fue concluido el Puente de la Historia, que es hoy monumento y símbolo de la ciudad y que se alza sobre la parte sur del río San Juan. 

Su construcción inició en febrero de 1710 por decreto del Virrey Don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Albuquerque, quien ordenó al arquitecto Pedro de Arrieta el diseño del mismo. Este puente siempre tuvo algo extraño, pues a pesar de estar planeado por un experto, por más que el arquitecto hacía cálculos y los corrigiera, el puente se caía una y otra y otra vez. 

Cuenta la leyenda que en cada ocasión en que el puente se iba al suelo, se le aparecía el diablo a Pedro de Arrieta advirtiéndole:

—Escúchame bien, pequeño humano. No permitiré que construyas esto hasta que me des tu alma.

Como al arquitecto no le gustaba la idea de pasar la eternidad en el infierno, no aceptaba el trato. Pero fueron tantos sus intentos infructuosos de levantar la obra que los constructores aceptaron el trato. Para hacerlo, tenían que enterrar un niño en cada columna del puente, y así sus almas sostendrían las estructuras, dándole la solidez que le faltaba. ¡El arquitecto se negó rotundamente a hacer algo así!, pero ya había firmado el contrato y no le quedó más opción que cumplirlo.

Después de 300 años el puente no se ha caído, por lo que podemos pensar que los niños están cumpliendo muy bien su trabajo, pero esto es porque, cuenta la leyenda, que no son las mismas almas, sino que cuando un pequeño juega a la orilla de los pilares, sus espíritus se intercambian con los que están cargando la gran estructura.

El perro del Diablo

Hace mucho tiempo, en San Juan del Río, en la calle de Cuauhtémoc, nació un perro que no era ordinario, pues brotó de un resplandor rojo. Esto lo sabemos porque una viejita que pasaba lo vio todo. A pesar del extraño suceso, decidió recogerlo y llevarlo a su casa. Al llegar lo metió en su cuarto y el animalito se durmió. 

El día pasó tranquilo, pero, ya en la noche, el diabólico animal vio la luna y se transformó en un perro grande y malvado. Se arrojó a la puerta y la derribó. Luego salió y corrió hacia las casas del centro. 

Iba recorriendo las calles y solamente asaltaba aquellas viviendas que tenían lo que buscaba, ¿qué le interesaba? Era todo un misterio. De ellas se llevaba unos bultos que, debido a la oscuridad, no se distinguían.

A la mañana siguiente, el pueblo se reunió y descubrieron, horrorizados, que había entrado sólo a casas en las que había niños. ¡Se los robó a todos!

Varias noches se repitió lo mismo, hasta que se formaron grupos para darle caza. Los vecinos juraron matarlo en cuanto lo vieran, por lo que se prepararon con pistolas, cuchillos y hasta sartenes.

El perro apareció en una granja. Un hombre que se encontraba ahí lo vio y le disparó. El animal sólo se quedó quieto, con la cabeza gacha. Cuando se levantó, mordió al campesino, entró en la casa y se llevó al niño que estaba ahí, para luego desaparecer entre los campos.

Al conocer toda la historia, un sacerdote se puso muy inquieto y nervioso. Sabía que los hechos en verdad eran muy graves y que podrían empeorar, por lo que prometió ayudar a exterminar a aquel demonio. En eso apareció el hombre que había sido mordido y aseguró que aquel animal era inmortal. Buscaron a la anciana, pues ya se habían dado cuenta de que era su pequeño perro el que se convertía en monstruo. Ella les dijo dónde podrían encontrarlo, pero que esperaran al amanecer, cuando hubiera recuperado su forma. Luego se fue.

Los hombres más valientes de la región se reunieron para ir a enfrentar al animal. Lo encontraron vigilando un agujero donde tenía metidos a todos los niños. De inmediato lo rodearon. El perro trató de escapar, pero el sacerdote le clavó un cuchillo, éste lo mordió, sin embargo, no pudo hacer más, ya que, al tener la forma de un perro normal, no era muy fuerte; además, la puñalada del sacerdote fue certera. Así fue como aquel animal del Diablo murió 

Los habitantes pensaron que la pesadilla había terminado, pero la mordedura trajo sus consecuencias, ya que el sacerdote murió unos días después. Por si esto fuera poco, dicen que los niños rescatados nunca volvieron a ser los mismos y que, en las noches de luna llena, sus ojos se volvían rojos y aullaban al cielo.