Leyendas de Tlaxcala
El Nahual
En una noche dominada por la quietud, marchaba un grupo de cazadores en busca de alguna presa en los bosques del actual municipio de Chiautempan. Los árboles parecían muertos. Apenas se oía ruido alguno, salvo el temible movimiento de algo que parecía esconderse entre los arbustos.
Exhaustos de no encontrar ningún animal, los cazadores avanzaban lentamente. De repente, algo los puso en alerta.
Allá, a lo lejos, vieron la figura de un enorme perro negro que los miraba fijamente. El perro sólo permanecía estático como si fuera una estatua, una estatua muy tenebrosa.
Uno de los hombres pensó que aquel animal podría serles útil, pues los buenos perros de caza no eran fáciles de encontrar, y aquel parecía tener todas las condiciones para serlo. Por esta razón decidieron acercarse y capturar al can. Así lo hicieron, pero en cuanto estuvieron a menos de dos metros, el perro comenzó a ladrar y a mostrar los dientes. En sus ojos había una violencia inusitada. Parecía como si algún diablo se le hubiera metido.
Los cazadores, espantados, le dispararon en una pata, lo que hizo que el perro huyera apresuradamente. Los hombres lo siguieron hasta llegar a una extraña cabaña en medio del bosque, ligeramente iluminada.
—Yo nunca había visto esta cabaña —dijo uno de los cazadores.
—Es porque nunca había estado aquí —dijo otro, el más experimentado y que conocía muy bien aquel lugar.
Con mucho cuidado, llamaron a la puerta para alertar a la gente del interior de la existencia de un perro salvaje en las cercanías. Un campesino abrió.
Éste los invitó a entrar a la cabaña. Allí, ¡los cazadores se sorprendieron al ver muchas riquezas!
—¿No vio a un perro meterse? —le preguntaron.
—¿Un perro? Seguro el frío ya les está haciendo daño, por aquí el animal más grande que hay es una latosa ardilla a la que le gusta robarme mi pan.
Mientras decía esto, el hombre se curaba una herida en la pierna. Los cazadores se quedaron ahí un rato conversando, para después abandonar la cabaña y salir del bosque.
Al llegar a la aldea más cercana, decidieron descansar en una taberna, contándole al tabernero lo acontecido aquella noche. El tabernero les explicó que, en realidad, ese perro… ¡no era otra cosa que el campesino!, el cual había vendido su alma al Diablo. El demonio le había concedido el poder de la metamorfosis para robar numerosas riquezas.
El tabernero también los alertó, pues su ambición podría resultar muy peligrosa.
—Si vuelven a ir por ahí —les dijo—, lo mejor es que lo hagan bien armados de crucifijos y un cinturón de piel de víbora.
—¿Para qué el cinturón? —preguntó uno de ellos.
—Pues dicen que, si un nahual ve esta prenda, se transforma de nuevo en hombre.
—¡Nahual! ¡Lo que vimos fue un nahual! —gritó emocionado uno de los cazadores.
Al salir de la taberna, los cazadores acordaron nunca ir de nuevo para allá, pues podía ser peligroso.
Así pasaron algunos días, hasta que uno de ellos, llamado Mauricio, decidió olvidar el trato e ir por el oro. Se armó con dos pistolas, una escopeta, catorce crucifijos y claro, un buen cinturón de piel de víbora, por si la ocasión lo ameritaba. Luego se fue al bosque y se puso a buscar la cabaña.
Caminó durante todo el día y parte de la tarde, hasta que ya no pudo más. Entonces armó un pequeño campamento, en el que pensaba pasar la noche. Cuando lo tuvo listo, ya con todo y fuego prendido, se le acercó por atrás un anciano y le dijo:
—Veo que le gustó el bosque y decidió regresar.
Mauricio se quedó inmóvil. No sabía qué hacer, pues tenía claro que aquel hombre tenía un pacto con el Diablo.
—Sí, este… sí. Me gustó y como me agrada ver las estrellas, pues me busqué un lugar bien oscuro para hacerlo.
—¡Uy, pero no va a ver nada con esa fogata!
Mauricio se dio cuenta de que el viejo tenía razón, pero por nada del mundo iba a apagar su fuego, así que mejor dijo:
—No se preocupe, ya vi el Universo entero, ahora sólo quiero descansar.
—Puede hacerlo en mi cabaña, si gusta.
Y, al decir esto, ¡la cabaña apareció de la nada! Mauricio trató de mantenerse en calma de nuevo, pero en verdad tenía demasiado miedo. Se dio cuenta de que, si no aceptaba la invitación, parecería un grosero y, bueno, los padres siempre nos han dicho que no debemos ser desatentos con las personas, sobre todo si éstas se pueden convertir en perros del infierno.
Mauricio guardó sus pocas pertenencias y se fue, con todo el miedo del mundo en su espalda, a la cabaña del viejo nahual.
Ahí vio que la cabaña tenía muchas más habitaciones de las que se podían apreciar desde afuera. En realidad, se dio cuenta de que aquello podía ser un palacio, pero que, además, iba cambiando, pues de pronto veía pasillos que antes no estaban, o aparecían habitaciones de la nada.
Lo más interesante, por lo menos para Mauricio, es que todos los cuartos estaban repletos de oro.
—Sí, caray. Conseguir todas estas riquezas ha sido un trabajo de siglos.
—Acaso… ¿usted es un mago?
—No se haga, no se haga. Ya le dije quién soy.
—¿A mí? Lo siento, pero yo no recuer…
No pudo terminar la frase, porque el anciano aquel se transformó ¡en el tabernero!
Mauricio trató de salir corriendo, pero las puertas estaban cerradas. En su vano intento por huir de ahí, sacó sus crucifijos, pero lo único que logró con esto fue hacer reír al viejo que ya tenía su nueva forma otra vez.
—¿Qué desea de mí? —dijo Mauricio valientemente al darse cuenta de que, si aquel hombre quisiera matarlo, ya lo habría hecho.
—Sencillo. Sólo quiero darle todas mis riquezas.
Mauricio se echó a reír, pues no podía creer que lo que acababa de escuchar fuera cierto.
—Sí, sé que le parecerá extraño, pero ya llevo mucho tiempo en esto. Para mi fortuna, mi contrato con el Diablo tiene una cláusula que dice: “El que entrega el alma podrá transferir este contrato a quien él deseé, con la condición de que todos los interesados deben estar de acuerdo”. Como verá, yo estoy de acuerdo, el Diablo está de acuerdo, ya sólo falta usted.
—¿Y yo que gano?
—Riquezas infinitas.
—¿Y qué pierdo?
—Pues mire, le diría que su alma, pero esto no es necesariamente cierto, porque bien puede pasarle el contrato a alguien más. Le aseguro que no le costará trabajo, pues los seres humanos somos avaros por naturaleza.
—¿Por qué quiere dejar sus riquezas?
—He vivido rico y poderoso por cientos de años. Ahora ya sólo quiero descansar en paz. La eternidad y el poder no son tan divertidos como uno pensaría.
—Está bien, acepto —¡dijo otro cazador!
Resulta que uno de los amigos de Mauricio también tuvo la idea de buscar aquellas riquezas, por lo que fue al bosque para conseguirlas. Él escuchó todo lo que había pasado y quería quedarse con el dinero, por eso dijo que aceptaba.
Ya el nahual le iba a entregar el contrato cuando Mauricio tomó su escopeta y le disparó a su amigo justo en el corazón, luego tomó aquel papel que le daba tanto poder y dijo que aceptaba.
—¡Vaya! Se me olvidó decirle algo. La riqueza lo volverá malo y cruel. El poder lo hará ciego, así que: ¡Disfrute su nueva vida!
Y así, el viejo nahual se fue, dejando a Mauricio sin saber qué hacer.
Dicen que el nahual sigue rondando aquellos lugares, pero no se sabe si es uno o varios, pues muchos dicen que son personas diferentes. Lo cierto es que todos los que pasan por ahí, llevan un cinturón de víbora, pues no quieren enfrentar a un animal salvaje y lleno de codicia.
Un charro vestido de negro
En muchas partes del país, sobre todo en el centro, se escuchan leyendas sobre un hombre vestido de negro, con traje de charro. Es elegante y se dice que todos sus adornos son de oro y plata puros.
En Tlaxcala la historia es completamente diferente a las demás, pues se conoce su nombre: Faustino.
Este hombre era un famoso hacendado muy odiado por todos sus vecinos, pues en lugar de tener una Tienda de Raya para que sus empleados compraran ahí y mantenerlos siempre endeudados, él les pagaba un salario que no sólo era justo, sino que era muy alto. Además, antes de que en México se pensara en jornadas de ocho horas, él ya lo hacía. Por si esto fuera poco, todos tenían pequeñas casas dentro de la hacienda, con todo lo necesario para vivir cómodamente.
Faustino, como podrá comprenderse, no era un hombre rico. Vivía bien, pero apenas un poco mejor que sus empleados, pues no sentía que necesitara más. Su esposa y sus dos hijas también estaban muy felices así, al igual que el hijo mayor que estaba estudiando en la Capital. Las niñas jugaban con los pequeños de sus empleados y entre ellos nunca hubo diferencia alguna.
¡Dentro de la hacienda, todo era felicidad!
Pero no afuera. Los hacendados vecinos y hasta los más lejanos, odiaban a Faustino. ¿Y cómo no? Todos sus trabajadores hablaban de lo bien que se trabajaba con él, así que querían irse a su hacienda o que sus patrones cambiaran sus condiciones laborales. Pero esos caciques sólo pensaban en generar ganancias. Ellos decían que tenían dinero por su trabajo, pero no se daban cuenta de que tenían riquezas por el trabajo de sus empleados, por las lágrimas y el sudor de aquellos hombres explotados.
Un día, en el encuentro de charros de Tlaxcala, Faustino decidió participar en la competencia. Sólo lo hizo en el manejo de la soga, pues no le gustaba atrapar animales.
¡Lo hubieran visto! Hizo figuras con la cuerda que nadie se hubiera imaginado. Las mujeres decían que se veía muy guapo con su traje negro. Al final del día, cuando los jueces decidieron al ganador, no hubo duda que iba a ser Faustino. Por eso el juez dijo:
—¡Y el ganador es… Donaldo Rocas!
Todos se sorprendieron, pues Donaldo, el más rico hacendado de la zona, ni siquiera estuvo en la competencia, pero los jurados dijeron:
—Sabemos que Donaldo es tan bueno que, si hubiera participado, habría ganado.
Faustino estaba molesto, así que fue a reclamar, pero Donaldo le dijo:
—¿Quieres tu premio? Fácil. Lo único que tienes que hacer es poner una Tienda de Raya en tu hacienda y hacer que tus trabajadores vivan igual a los nuestros. Mira, no lo hacemos por nosotros, lo hacemos por ti. Queremos que disfrutes del fruto de tu trabajo y que no andes por ahí como un pobretón. ¡Lo tienes todo para triunfar por ti mismo!
—Yo no necesito riquezas. Tampoco necesito un premio. Que te aproveche y suerte con la ira acumulada de tus empleados.
Faustino se fue. Donaldo todavía dijo algunas cosas más, pero a él ya no le importó escucharlo. Se acercó a su familia y juntos regresaron felices a su hacienda. Al llegar, los empleados que no fueron lo felicitaron y lo recibieron con la comida favorita de Faustino. Para ellos, él era el campeón.
Así pasaron varios meses, hasta que, en cierta ocasión Faustino fue a llevar un lote de verduras para vender y se le acercaron dos hombres muy extraños.
—Oye, veo que traes buena mercancía ahí. ¿En cuánto me vendes todo el contenido de la carreta?
—Estimado señor —dijo Faustino—. Buenos días. Me alegra que le guste, pero no se lo puedo vender porque es un pedido que ya tengo hecho. Si gusta, mañana le traigo otra igualita. Usted comprenderá que no puedo quedar mal con mis clientes.
—Yo creo que el que no entiende es usted —dijo el otro hombre, sacando una pistola—. Cuando a nosotros nos gusta algo, nos lo quedamos. Así de simple.
En ese momento, Faustino vio a Donaldo, quien estaba escondido detrás de un árbol y fue cuando comprendió que eso no era un robo normal, que esos hombres estaban ahí para matarlo. Sin dudarlo, sacó su pistola y les disparó. Los asaltantes ni siquiera tuvieron tiempo para reaccionar. Entonces Donaldo se subió a su caballo y se fue.
Al día siguiente, Faustino no quiso salir, pues quería proteger a su familia, pero ojalá lo hubiera hecho. No se sabe cómo, pero una cuadrilla de hombres entró hasta su casa y cerraron todas las puertas. Luego le prendieron fuego, ¡con toda la familia adentro!
Los empleados no pudieron hacer nada, pues a esa hora estaban muy lejos trabajando. Cuando llegaron y lograron apagar el fuego, ya sólo encontraron las cenizas de los amados hacendados. Todos lloraron tristemente.
Y así fue como mataron a mi padre, a mi madre y a mis hermanas. Cuando me enteré de todo esto, de inmediato me regresé para tomar el control de la hacienda. Yo quería cobrar venganza de inmediato, pero un anciano totonaco, el hombre de mayor confianza de mi papá, me dijo:
—Si entras en una guerra ahora, perderás. Piensa muy bien lo que él habría querido.
Como yo le contesté que no sabía, él viejo me dijo:
—Pues vamos a preguntarle.
El hechicero —pues pronto comprendí lo que era— me dijo que nos veríamos a las doce de la noche en el Ojo de Agua de la hacienda, que llevara ropa sencilla, pero, sobre todo, que tratara de ir en calma y en paz, pues era necesario para lo que íbamos a hacer.
Llegué cinco minutos antes y él ya estaba ahí. No puedo contar lo que sucedió, pues el chamán me pidió que nunca descubriera sus secretos, pues sería muy peligroso. Lo único que puedo decir es que: ¡Mi padre apareció ante mis ojos!
Era como si en verdad estuviera ahí. Sólo su voz era un poco diferente, como más profunda y como si llegara de todos lados. Sus ojos también tenían un brillo extraño, pero no uno bueno. No tenían ese amor que siempre irradiaban, al contrario, parecían más, por decirlo de alguna manera: infernales.
—¡Es hora de tomar venganza! —dijo.
—Padre, yo pensé que tú…
—No te preocupes, cuando venguemos la injusta muerte de tu madre y de tus hermanas, las cosas retomarán su curso. Tú te encargarás de la hacienda y harás que todos los que trabajan en ella vivan tan felices como siempre. Además, deberás hacerla mucho más grande para liberar a los trabajadores maltratados.
—¿Le quitaremos la hacienda a Donaldo?
—Así es.
—¿Y cómo?
—Ya verás.
Mi padre, como ya se imaginarán, iba vestido con su traje negro. Lo curioso es que todos los adornos eran de oro y plata, y a mi padre eso nunca le gustó, pues le parecía demasiado gasto y prefería que ese dinero lo usaran sus trabajadores para mandar a sus hijos a la escuela.
Yo creí que íbamos a juntar a nuestros hombres y mujeres y que, todos juntos, iríamos a atacar la hacienda de Donaldo, pero no fue así. Mi papá tomó su caballo, que era más grande que cualquiera que yo hubiera visto, y del que le salían llamas por el hocico, y se fue.
A los pocos minutos regresó y me dijo:
—Está hecho.
Esto que voy a narrar lo escuché de los trabajadores de Donaldo. Lo transcribo tal cual me lo dijeron.
“N’ombre, patrón. Hubiera visto. De la nada salió una especie de relámpago con fuego y chispas. Yo pensé que iba a quemar la casa de don Don, pero no fue así. Es como si el Diablo aquel tuviera ganas de hacerlo sufrir despacito, despacito. De la bola esa de fuego, salió un hombre. Era alto y vestía un traje negro de charro. Ahora que lo pienso, creo que se parecía a usted, patrón. Bueno, pues que sale don Don con su escopeta. Le dio tres tiros, pero, raro en él, no le dio ni uno; o a lo mejor sí le dio, pero el charro aquel era antibalas.
»El Charro caminó hacia él, sin decir nada. Pero no se crea, era como si sus ojos hablaran y dijeran clarito: te odio por lo que hiciste. Si yo hubiera sido don Donaldo, en ese momento me quiebro, pero él no. Al contrario, dijo:
—Quiubo, Faustino. Pensé que ya no nos íbamos a ver.
»¡Faustino! Ah, caray. Ahora caigo. Pues sí el fantasma era su papá. Bueno, pues su padre, don Faustino, se acercó a él y le dijo:
—Durante años te has aprovechado de los trabajadores de tu hacienda. A partir de hoy, eso se va a acabar. Firma este papel donde le cedes todos tus derechos a mi hijo, si no lo haces, tu familia tendrá un final todavía peor que la mía. Es tu única oportunidad para que no sufran. Tú, en cambio, pasarás la eternidad en el Infierno y yo te voy a llevar.
»Don Donaldo nomás soltó una carcajada acompañada de otros tres disparos. Fue lo último que hizo. El charro negro espoleó a su caballo, el cual dio un siniestro reparo y se lanzó contra don Don.
»Ni siquiera sé bien lo que pasó. Si me lo preguntan, el Charro Negro sacó una espada y lo partió en dos, pero todo fue tan rápido, que bien pudo haber sido una descarga de fuego o su propia mano. Lo único que puedo decir es que mi ex patrón no vivió para contarlo y que sufrió muchísimo. Lo curioso fue que don Donaldo nunca firmó nada y veo que usted trae el contrato firmado por él.
Así terminó su relato aquel hombre. Yo tenía aquel papel de cesión de derechos porque mi padre me lo dio, pero no tengo idea de cómo fue que lo consiguió, me imagino que los seres del más allá tienen trucos que no podemos comprender.
Junto al contrato, mi padre me dejó todos los adornos de su traje negro.
—Ten, hijo. No sé por qué el Diablo insistió en que debían ser de oro y plata, creo que está demasiado acostumbrado a las riquezas. Véndelos y con el dinero reconstruye la casa. Recuerda, todos tus trabajadores deben ser como tú y tú como ellos.
Esas fueron sus últimas palabras, las cuales dijo con unas lágrimas que se derretían casi inmediatamente al salir. En ese momento comprendí que mi padre había hecho un trato con el Diablo para vengar la muerte de mi madre y de mis hermanas, quienes, seguramente estarán en el paraíso toda la eternidad.
La Hoyanca
En todo el territorio nacional es común encontrarse con lugares que sobresalen por sus leyendas o por su extraña forma. En Tlaxcala hay un sitio que cumple con estas características, lo que lo ha convertido en un sitio de interés nacional y hasta internacional.
Quienes lo ven por primera vez, no pueden dejar de preguntarse: ¿qué es este lugar?, ¿qué ocasionó su extraña forma?
A simple vista parece una depresión de unos cien o doscientos metros de profundidad, pero es muy difícil saber esto a ciencia cierta, ya que, en ese abismo, la percepción de la distancia y la profundidad se pierde.
La Hoyanca —también conocida como Ollanga— se encuentra ubicada en la parte noroeste del estado, cerca de Sanctorum, por la carretera número 119 entre Tlaxcala y Calpulalpan.
Pese a ser un sitio muy visitado por los jóvenes de la localidad, en fines de semana principalmente, la mayoría de los adultos sienten temor y respeto por ese lugar. Por esto se han creado infinidad de mitos, que realzan su misterio. La recomendación general es:
—¡Nunca vaya solo!
Para llegar se debe ir por una terracería al lado norte de la carretera. Después se sube el cerro hasta que se acaba el camino. De ahí, son pocos metros de caminata hasta encontrar lo inesperado: una especie de acantilado en forma circular, cuyas paredes miden unos veinte o treinta metros y tienen noventa grados de inclinación.
Desde la cima, el vacío es peligrosamente atrayente. La bajada es difícil y se debe tener mucho cuidado. Hay puntos donde la inclinación se aproxima a los 120 grados, además de que el terreno es muy resbaloso.
Hay pocos árboles y sólo son de tres especies diferentes que han crecido mucho y que brindan cierta sombra. Abajo no hay agua, salvo unos charquitos que se forman en las rocas durante las épocas de lluvias.
Tiene razón la gente: el lugar es misterioso. En el fondo hay una vibra muy rara, difícil de descifrar. Es como si en todo momento alguien estuviera al acecho, observando. Cuando uno cree haber identificado casi todos los sonidos, repentinamente surge alguno desconocido que te exalta. Cuando el sol se cubre, se forma una penumbra espectral, dando un brillo sumamente especial al follaje, lo cual cambia la vibra del ambiente.
La subida, por cualquiera de las dos veredas, es más ardua, mucho más penosa que la bajada. Caminar alrededor del gran círculo es una experiencia aparte, caleidoscópica. Cada ángulo muestra una vista diferente. Cada piedra, cada rincón da otra perspectiva. Y en el horizonte los volcanes, siempre majestuosos, rematan esa panorámica.
La leyenda cuenta que, hace muchos, muchísimos años. Antes incluso de que los seres humanos habitaran la Tierra, había unos seres gigantes que dominaban el mundo.
Uno de ellos, llamado Promentes, se dio cuenta de que los gigantes estaban destruyendo todo lo que tenían, por lo que era necesario hacer una raza diferente. Una que fuera buena y no acabara con todo a su alrededor. Es por esto que Promentes hizo una gran caldera en donde puso diferentes cereales: trigo, arroz y maíz.
Durante siglos (aunque para él sólo fueron unas horas), estuvo moviendo y condimentando su mezcla. Cuando estuvo lista, separó los granos cocidos de nuevo. Luego mandó llamar a sus hermanas y les dijo:
—Ten, Eralia, lleva este arroz a lo más lejos del mundo.
Y así lo hizo.
—Ten, Áfradida, lleva este trigo al punto medio de la Tierra.
Y así lo hizo.
Luego tomó el maíz, y comenzó a esparcirlo por todos lados. Sus hermanas, claro, hicieron lo mismo.
De cada grano que caía, nacía un hombre, una mujer o un niño, dependiendo de su tamaño. Cuando fueron muchos, Promentes los llamó y les dijo:
—A partir de ahora, ustedes serán los amos de este mundo. Es importante que comprendan algo, sólo dirigirán, pero no son más importantes que las demás especies. Ningún humano —así les llamó—, es más o mejor que una pequeña araña. Están aquí para cuidarlo todo.
Los humanos estuvieron de acuerdo y felices comenzaron con su labor. Así pasaron muchos años, hasta que, un día, un guerrero vio a Promentes usar su gran olla. De ella estaba sacando cientos de nuevos animales, pues le encantaba estar creando. Pardo, que así se llamaba el hombre aquel, vio lo que hacía y pensó todo lo que podría lograr si robaba aquella olla.
Pardo, que era un experto en plantas, como todos los demás humanos de aquel entonces, tomó algunas de las que harían dormir al gigante y se las dio en una bebida. Promentes perdió la consciencia casi de inmediato y Pardo se llevó la gran olla con ayuda de varios compañeros igual de interesados que él.
Cuando aquel hombre intentó usar la magia de la olla, un gran trueno salió de ella, el cual despertó a Promentes, quien dijo:
—¿Quién destruyó la gran olla? ¿Por qué han hecho algo tan terrible y cruel? ¿No se dan cuenta de que han acabado con el tiempo de paz y armonía?
Con mucha tristeza, Promentes vio cómo su olla se había convertido en algo parecido al cráter de un volcán muerto. Lo que antes era hierro sólido, ahora sólo era piedras y tierra. El gigante, lleno de tristeza, decidió dejar la Tierra a los humanos, quienes, a partir de ese día, tuvieron que cuidarse a sí mismos, sin la ayuda de nadie.
Desde ese entonces, muchos humanos van a La Hoyanca para tratar de que se convierta de nuevo en aquella olla mágica que solucionará todos nuestros problemas.
La Virgen de Ocotlán
Todos conocemos la historia de la Virgen de Guadalupe, quien se le apareció a Juan Diego —ahora San Juan Diego, pues ya fue canonizado— y le pidió dar su mensaje. Pues la siguiente leyenda sucedió, dicen, apenas diez años después, pero en este caso a otro Juan Diego, uno que fue originario de Tlaxcala.
La aparición se llevó a cabo en la región de Ocotlán y cuentan que fue así:
Era la primavera de 1541. Juan Diego Bernardino iba cruzando un bosque de ocotes, cuando la Virgen se le apareció.
—¿A dónde vas, hijo mío? —le preguntó.
—Voy a llevarle agua a mis enfermos. Se me están muriendo por esta terrible epidemia y no sé qué más hacer.
—Cree en mí y sígueme. Si lo haces, yo te daré el agua que acabará con el contagio. Así sanarán tus familiares, tus amigos y cualquiera que beba de ella.
El indígena la siguió unos cuantos metros. Pasó detrás de unos arbustos y se sorprendió muchísimo al ver un manantial que antes no estaba ahí —y él conocía la región como la palma de la mano, así que no podía equivocarse y menos con algo tan grande e importante—. Con mucha cautela llenó su cántaro y se fue a Xiloxoxtla, su pueblo natal.
Luego volteó a ver a la Virgen y le dijo:
—Gracias, madre mía. Dime, ¿puedo hacer algo por ti para agradecerte el favor que nos hiciste?
La Celestial Señora dijo:
—Es muy importante que le digas a los frailes franciscanos lo que pasó aquí.
—Pero no me creerán, madre mía.
—Sí lo harán, porque les vas a decir que dentro de un ocote encontrarán una imagen mía, la cual deberán llevar al templo de San Lorenzo.
Cuando Juan Diego llegó al convento, les dijo a los religiosos lo que había ocurrido. Ellos, por supuesto, no le creyeron; pero justo en ese momento ¡un terrible incendio comenzó!
Los frailes salieron y fueron al bosque. Las llamas eran enormes y parecían cubrir todo el bosque, pero conforme se fueron acercando, se dieron cuenta de que el fuego no estaba consumiendo nada.
Un fraile, el más bondadoso de todos, observó que había un gran árbol que irradiaba una luz especial. Con mucho miedo, se acercó y le puso una piedra para marcarlo.
Al día siguiente, toda la congregación fue a ver el árbol aquel y descubrieron que estaba hueco. Uno de ellos, el cual conseguía todos los días la leña, fue el encargado de abrirlo a fuerza de hachazos. Cuando por fin lo logró: ¡encontraron en su interior la escultura de la Virgen María! De inmediato pusieron la figura en el Altar Mayor, donde todavía se le puede ver.
El sacristán de la iglesia no estaba muy contento con la decisión de ponerla ahí, pues durante mucho tiempo había estado San Lorenzo, patrono del lugar. Además, él no creía en la historia que dijeron los frailes, mucho menos pensó que lo dicho por Juan Diego fuera cierto, por esta razón, dos noches después, cuando ya todos se habían dormido, entró al Altar, tomó a la Virgen con mucho cuidado y fue a ponerla en el árbol donde supuestamente la habían encontrado. Después regresó por San Lorenzo, y lo colocó en el lugar que, según él, le correspondía.
Cuenta la leyenda que, al día siguiente, ¡la Virgen volvió a aparecer en el altar mayor! Lo curioso fue que San Lorenzo estaba en el nicho a donde lo cambiaron, pero el lugar ahora estaba adornado con oro real.
Cuando los feligreses vieron esto, comprendieron que la Virgen le había dado un lugar especial a San Lorenzo, pero que ella era la que debía estar ahí.
El sacristán, molesto, volvió a hacer lo anterior, pero obtuvo el mismo resultado. Cuentan que la tercera vez hasta encadenó a la imagen, pero cuenta la leyenda que los ángeles la soltaron y la llevaron a su sitio, del cual, jamás se volvió a mover.
Por si todo lo anterior fuera poco, se dice que la Virgen cambia de color. Cuando se pone roja, es que están ocurriendo muchas desgracias en Tlaxcala, es una forma de avisar que debemos estar en paz con ella y entre nosotros; en cambio, cuando está pálida, es que está muy triste. Hay personas que aseguran haberla visto sudar, pero de esto no hay ninguna seguridad.
A pesar de que la Virgen de Ocotlán no es tan famosa como la Virgen de Guadalupe, los creyentes dicen que ambas son igual de milagrosas, pues, a final de cuentas, las dos son la Madre de los Mexicanos.
Leyendas de los volcanes
Cualquier habitante y turista del bello estado de Tlaxcala, ha admirado sus famosos volcanes: el Cuatlapanga y La Malinche.
Sobre ellos hay una gran cantidad de leyendas, aquí contaremos algunas de las más famosas e importantes. Ya cada lector decidirá con cuál se queda. La primera dice así:
Mucho tiempo antes de que los tlaxcaltecas se asentaran en estas tierras, los Olmecas dominaban toda la región. En aquel entonces, el señor era Colopechtli.
Se dice que cuando él gobernaba, había un valle encantado por la naturaleza. ¡Un verdadero paraíso sobre la tierra! En aquel hermoso sitio, vivía una joven bellísima. Algunos cuentan que era la hija de Colopechtli, pero no se sabe a ciencia cierta. Lo que sí sabemos, es que siempre vestía lujosas ropas bordadas con plumas de quetzales y pelo de conejo, lo que resaltaba su hermosura y su gracia.
En una ocasión, la joven asistió a las grandes fiestas rituales de Cacaxtla, De pronto, observó a un apuesto guerrero de la región de Tepeyacac. Él la miró también y se prendó de ella. De inmediato investigó de quién se trataba, logrando saber su nombre y el lugar donde residía.
El cortejo no fue muy largo, pues ella también se enamoró de Tentzo, como se llamaba el apasionado guerrero, y vivieron un hermoso romance.
Algún tiempo después, un caudillo totonaco se enamoró también de la muchacha. A ella le pareció más gallardo, jovial y valiente, por lo que cometió el delito de traicionar al tepeyaqueño.
Tentzo notó de inmediato el cambio en ella, por lo que le preguntó qué estaba sucediendo. Ella, por supuesto, dijo que nada malo pasaba, pero como él no le creyó ni una palabra, se dispuso a vigilarla personalmente.
Una tarde cuando Tonatiuh —el Sol— descendía tras las blancas y brillantes cumbres del Popocátepetl y del Iztaccíhuatl, Tentzo descubrió a los amantes. De inmediato saltó sobre ellos.
La joven intentó salvar al totonaca, por lo que se puso entre ambos combatientes, pero como Tentzo estaba furioso, le hundió en el pecho un agudo puñal de obsidiana.
Mientras esto ocurría, el otro guerrero, al parecer no tan valiente como se pensaba, huyó de ahí lo más pronto que pudo.
El tepeyaqueño colocó el cuerpo de ella sobre un Teocalli y se apartó del lugar sin ser visto. A pesar de lo que había sucedido, él todavía la amaba y se juró adorarla para siempre, por eso levantó una oración a sus dioses, quienes decidieron escucharlo. Es por esto que, para que él siempre pudiera recordarla, Matlalcueitl se volvió la montaña conocida ahora como Malintzi, es decir: La Malinche.
Así termina la primera leyenda, la cual se centra en uno de los volcanes. A continuación, presentamos otra, que pone énfasis en el otro volcán: Cuatlapanga, el cual tiene dos mil novecientos metros de altura y está localizado entre los municipios de San José Teacalco y San Antonio Cuaxomulco.
Además de Cuatlapanga, se le conoce como El Cerro del Rostro, pues parece la cara de una persona que está gritando.
Su nombre en lengua náhuatl significa “cabeza partida”. Dicho volcán se encuentra a los pies de La Malinche, que mide cuatro mil cuatrocientos sesenta y un metros sobre el nivel del mar.
La leyenda dice que hace ya cientos de años, vivía en la región de Tlaxcala un guerrero al que se le conocía con el nombre de Cuatlapanga. Estaba enamorado locamente de una muchacha esclava llamada Malinche. Cuatlapanga deseaba casarse con la joven, la cual era tan bella que su hermosura estaba completamente fuera de lo que se consideraba común. Sin embargo, su amo no estaba muy de acuerdo con ese matrimonio tan desigual. Algunos dicen que, en realidad, esto fue porque estaba encaprichado con Malinche.
Para evitar que se consumara el matrimonio, el amo sometió a diversas pruebas al enamorado guerrero que lo llevaron fuera de la comunidad.
Cuatlapanga pasó mucho tiempo cumpliendo las tareas a que había sido sometido por el cruel amo. Pero llegó el día en que, por fin, cumplió con su cometido. Lleno de felicidad, acudió a la ciudad de Tlaxcala donde vivían el amo y la esclava.
Al verse frente a frente, Cuatlapanga preguntó por la bella muchacha, pero el amo se limitó a señalar con la mano hacia un determinado sitio. Con muchísima esperanza, el valiente guerrero siguió la dirección señalada y se dirigió hacia su amada.
Al llegar se encontró con una tumba. Se puso a buscar en los alrededores, pero no vio a nadie. Luego le silbó a la joven como solía hacer cuando estaban juntos, pero ella no respondió. Entonces se sentó en la tumba y vio la inscripción: ¡Ahí estaba enterrada la joven!
Algunas personas pasaron por ahí y lo vieron llorar desconsolado. Una de ellas le preguntó:
—¿Eres Cuatlapanga?
—Así es —contestó el guerrero, mientras trataba de quitarse las lágrimas de los ojos e identificar a quien le hablaba—. ¿Cómo lo sabes?
—Porque conocimos a Malinche.
—Díganme, por favor, ¿qué le pasó a mi amada?
—Lamento mucho decirte esto —dijo un hombre algo viejo—. Ella murió por ti.
—¿Por mí?
—Bueno, de dolor por ti. Todos los días venía a este lugar a llorar por tu ausencia. No entendía por qué te tardabas tanto. Poco a poco dejó de comer y de beber. Y claro, llegó el día en que perdió todas sus fuerzas y falleció. En verdad, joven guerrero, lo lamento mucho.
Entonces Cuatlapanga se puso a llorar de nuevo y se tiró a los pies de la tumba. No podía creer que ella ya no estuviera y que todo su esfuerzo no sirviera para nada.
El anciano, el cual era un poderoso hechicero, lo vio tan triste que fue a las montañas a conseguir algunas plantas, luego regresó al mismo sitio donde Cuatlapanga seguía llorando y echado junto a su amada. Entonces aventó las hierbas al aire, mientras dijo algunas extrañas palabras y ¡el guerrero se volvió de piedra!
El brujo dijo algo más, y tanto la tumba como la estatua comenzaron a crecer, tanto que se convirtieron en dos increíbles y poderosos volcanes.
Desde entonces, se puede ver al pie del cerro de La Malinche a Cuatlapanga gimiendo y profiriendo gritos de dolor con la boca abierta.
La tercera leyenda habla también sobre ese bellísimo lugar que fue declarado Parque Nacional en el año de 1838. La diferencia es que en esta historia se hace una relación directa con el nombre de Malinche o Malitzin, en honor a Doña Marina o Malinalli, la esclava traductora de Hernán Cortés.
Se cuenta que, en cierta ocasión, Doña Marina tenía mucho calor y decidió ir a bañarse a la Laguna de Acuitlapilco, el cual se encuentra en la parte sur de Tlaxcala, para refrescarse un poco. Avisó a su amo Cortés a dónde iba y se encaminó a la laguna acompañada de cuatro esclavas. Cortés estuvo de acuerdo y la dejó ir a refrescarse.
Así fue como Malinalli salió del campamento en que se encontraban las tropas españolas, muy ilusionada de poder ir a chapotear en el agua y quitarse un poco la sensación asfixiante del calor.
Al llegar a la laguna, se quitó su hermoso huipil de grecas color turquesa y su enagua color azul celeste, luego se metió a bañar a las frescas y claras aguas.
Al otro lado de la laguna, se encontraban algunos de los habitantes del poblado de Xiloxoxtla, quienes la observaban impresionados, pues ante tanta belleza la habían confundido con una diosa.
Como en verdad pensaban que era una deidad, uno de ellos le gritó:
—Por favor, desencanta a Matlalcuéyatl.
Matlalcuéyatl era una de las montañas, la cual consideraban que era como un antiguo guerrero que había sido encantado y convertido en volcán junto con su amada.
Al ver a tantos hombres juntos que se le acercaban, doña Marina empezó a gritar:
—¡Malinche, Malinche, Malinche! —llamando a su amante, al que así apodaban, para que la salvara del peligro en que creía estar.
Desesperada, la mujer empezó a correr lo más rápido que pudo para alejarse de los que creía sus agresores, mientras que los de Xiloxoxtla la seguían algo confundidos por su reacción.
Hernán Cortés, al escuchar a doña Marina, envió de inmediato a sus hombres a rescatarla. Al llegar la tropa y hablar con los de Xiloxoxtla, todo se aclaró, y desde entonces, el activo volcán recibió un nuevo nombre: La Malinche.
Así terminamos con esta serie de hermosas leyendas sobre los volcanes de Tlaxcala. Ya sólo nos queda recomendar que los visites, pues dicen que la fuerza de miles de guerreros se encuentra ahí acumulada, y quien pasa ahí una tarde, se convierte en parte de la historia del lugar.
El Tejedor de San Bernardino Contla
Todos sabemos que el artesano es un creador de cosas bellas y en Tlaxcala hay muchísimos de gran calidad. Nuestro pueblo se ha distinguido por ese don de originalidad que el indígena no se dejó quitar, ni siquiera con la colonización que acabó con la mayoría de los símbolos culturales surgidos de este mismo quehacer inspirado.
Se dice que, hace muchos años, a finales del siglo XIX, se tejió el primer sarape de herraduras en el barrio de Tlacatecpec del pueblo de San Bernardino Contla.
Cuentan los viejos de este lugar que, como el barrio era tan pequeño, la curiosidad de sus habitantes hizo posible esta leyenda:
Dicen que un día, un caballero muy elegante, de la población de Apetatitlán, subió a visitar al tejedor más sencillo y callado del barrio, quien era famoso por sus trabajos originales, ya que les había dado gusto a las personas más exigentes de los alrededores.
El caballero le pidió al artesano algo especial para él, algo único y hermoso, a lo que el artista contestó que trataría de inspirarse y que fuera al día siguiente.
El caballero fue de nuevo al siguiente día y así otros más. Subió tantas veces que la gente se preguntaba qué era lo que quería y que el tejedor no había logrado entender.
Cada día le decía a su cliente:
—Lo siento, amigo, pero no se me ocurrió nada para ti.
Y el sarape se quedaba en blanco.
Entonces, el caballero se despedía del tejedor y prometía regresar. Así pasó una y otra vez.
Cuando llegó el invierno y el artesano pensaba que jamás podría complacer a aquel caballero, sucedió que, una mañana, en el tiempo en que las heladas estaban más terribles, le surgió, de la nada, la inspiración a aquel talentoso, pero desesperado artesano
Como siempre, subió el caballero y, sin bajar de su caballo, tocó la puerta. Salió el viejo tejedor. Por un rato se le quedó mirando y después muy contento le dijo:
—¡Señor! Ya tengo la idea para su sarape blanco.
El caballero entonces bajó de su cabalgadura, la amarró a un árbol y siguió al tejedor hasta su telar. Entonces, vio cómo el artesano empezó a labrar en su sarape las herraduras negras de su caballo. El caballero se dio cuenta que las huellas de su caballo sobre la nieve habían sido el motivo de la inspiración.
Así fue como el sarape blanco con herraduras negras se convirtió en una prenda de gala. Además, los colores que tenían representaban el tipo de borregos que había en el estado de Tlaxcala, que eran, claros, negros y blancos.
El hechicero, el Grillo y el Coyote
Una hermosa leyenda nahua de Tlaxcala nos cuenta que, un hechicero, que era jefe de la tribu, le contó a su nieto la siguiente historia:
Ante la tormenta que se avecinaba, un Grillo construyó una casa con excremento de toro, para protegerse de la lluvia.
Un Coyote que pasaba por ahí, al sentir el agua, se refugió cerca de la casa del Grillo. Pero un animal lo despertó y, asustado, se echó a correr y pisó la casa.
—¡Epa, epa! —le dijo el grillo—. Tú la tiraste, ahora tú me la reconstruyes. Eso es lo justo.
—¿Y no quieres que luego te haga un palacio? —preguntó el Coyote en tono de burla.
—¡Tienes que hacerlo!
—O si no, ¿qué? Soy más grande y fuerte que tú —dijo el Coyote—. En cambio, tú eres tan pequeño y débil que das risa.
El Grillo se le quedó viendo muy molesto y en un arranque de ira le dijo:
—Te reto a ver quién es más fuerte
Ambos se fueron a una barranca y Coyote le propuso que saltaran para ver quién llegaba más lejos.
—Estoy de acuerdo —dijo Grillo—. Soy un caballero, así que te cederé el honor de saltar primero.
Sin dudarlo, el Coyote saltó, pero el Grillo, muy astuto, se agarró de su cola, se impulsó con ella y ¡cayó más lejos que Coyote! Entonces, presumido, volteó a ver a Coyote y le dijo:
—¡Ya lo viste, decías que eras muy grandote, pero yo brinqué más lejos que tú!
Pero Coyote no quería aceptar el haber perdido.
Grillo le dijo:
—Bueno, volvamos a intentarlo.
Corrió a llamar a todos los animales pequeños que eran sus amigos: avispas, hormigas, moscas, abejas y otros bichos más. Grillo les explicó que Coyote había destruido su casa y que no quería componerla.
—Como es grande y fuerte, se la pasa burlándose de mí.
Por su parte, Coyote también había llamado a reunión a muchos animales: toros, coyotes, venados y un Zorrillo, quien le preguntó la razón por la cual los había convocado. Coyote respondió:
—Los he llamado porque deseo luchar contra otros animales. ¡Esto es una guerra!
—Pues yo me incluyo —dijo Zorrillo— Yo me enfrentaré a ellos.
Todos los animales se reunieron en un llano. Mientras los animales que había llevado Coyote se encontraban comiendo, Grillo llamó a sus aliados y les avisó que había llegado la hora de la pelea.
¡La lucha comenzó! Coyote trataba de pegarle a Grillo, pero éste se escabullía y no lograba alcanzarlo. Zorrillo, que estaba situado a cierta distancia, se dio cuenta de cómo los insectos estaban picando a los otros amigos de Coyote. De pronto, al ver que sus amigos estaban perdiendo, se le ocurrió decir:
—¡Alto todos! ¿Por qué estamos peleando?
—Pues porque yo, sin querer, le destruí la casa a Grillo y éste, el muy interesado, ¡quiere que yo se la reconstruya!
Zorrillo no podía creer lo que estaba escuchando. ¡Estaba luchando del lado contrario a la justicia! Entonces dijo:
—Ahora mismo se acaba la pelea. Además, Coyote, no sé si no te das cuenta, pero estás perdiendo. Si quieres conservar mi amistad, en este momento vas a disculparte con Grillo y le harás una nueva casa.
Coyote reconstruyó el hogar de Grillo. Al terminar, escuchó las palabras de su enemigo que dijo:
Coyote, todo lo que pasó fue una tontería. No debiste retarme, pues, aunque soy pequeño sé defenderme, ya lo viste. ¡Ahora olvidemos lo ocurrido y seamos unidos!
Cuando el hechicero terminó de contar su historia, le preguntó a su nieto:
—¿Qué entendiste?
—Que los animales pequeños son más poderosos que los grandes.
—Y, ¿quiénes son los pequeños?
—Nosotros
—¿Y los grandes?
—No sé, abuelo, pueden ser muchos. Nuestro pueblo tiene enemigos poderosos.
El hechicero se dio cuenta de que su nieto estaba listo para gobernar un lugar tan importante, el cual, se convertiría, después de la conquista, en el estado de Tlaxcala. Un sitio pequeño, pero que sabe cómo estar a la altura de cualquiera.
La flojera y el dinero
Otra leyenda nahua del hermoso estado de Tlaxcala, cuenta que un señor, que se llamaba Tomás, iba todos los días a trabajar a su milpa a recoger leña. Era muy trabajador, pero muy pobre. Un día ya no le dieron ganas de trabajar, ni de hacer nada; por lo que su esposa, doña Chole, se encargó del trabajo de la milpa y el de la casa.
En cierta ocasión, cuando la esposa regresó del campo le preguntó a su marido:
—¿Qué haces?
—Nada. No es asunto tuyo lo que yo haga, no haga, o deje de hacer —contestó enojado.
—Pues te aviso que ya no tenemos nada para comer —dijo la mujer muy enfadada—. No puedo creer que te la pases durmiendo, mientras yo tengo que ir a trabajar y, además, venir a hacer la comida y limpiar la casa.
—¡Ah, eso! —dijo el viejo cínico—. Es que tengo mucha flojera.
Al otro día, al amanecer la mujer despertó al marido para que fueran a piscar —que es como se le llama a la cosecha—. Al principio no quiso ir, pero ante la insistencia de la esposa, se subió al burro, aunque iba todo adormilado.
Cuando llegaron a la milpa, la señora intentó obligarlo a trabajar, pero nada, el flojonazo seguía sin ayudar. En eso estaban cuando el señor vio tiradas en el suelo unas monedas: un montoncito por ahí y otros por allá. Como la mujer lo seguía arriando, el hombre le dijo:
—¡Para qué trabajamos si aquí hay muchas monedas!
—¿Y porque no las recogiste? —le replicó la mujer, quien inmediatamente fue a buscar el dinero, pero sin encontrarlo.
Buscó y buscó, y nada. ¡Solamente las podía ver el campesino! El hombre tomó todo el dinero. Lo gastaron en comida, ropa, y en la compra de animales de granja y de campo.
Pasado un tiempo, Chole le volvió a decir a Tomás que se fuera a trabajar. Éste renegó mucho, pero a regañadientes aceptó ir, por lo que tomó su hacha, se subió al burro y se fue a la milpa. Otra vez volvió a encontrar mucho dinero que recogió y llevó a su casa.
En otra ocasión, cuando estaban juntando leña, a Tomás le entró la flojera y se recargó en un tronco para dormir. Así estaba cuando vio una ollita llena de dinero, pero le dio flojera llevársela.
—¿Para qué quiero este dinero, que está bien pesado, si puedo recoger de poco a poco el que se me va apareciendo? —se dijo en voz baja.
Cuando regresaron a la casa, a la hora de la comida, Tomás le dijo a su esposa:
—¿Qué crees, mujer? Cuando estábamos juntando leña, había una ollita llena de dinero, junto al ocote grande.
—¿La recogiste? —preguntó ella.
—¡Uy, no! ¡Qué flojera cargar todo eso!
La mujer, molesta, ni siquiera se esforzó en regañarlo. Ninguno de los esposos se dio cuenta de que el hermano de ella había escuchado todo. De inmediato salió de la casa y emprendido la carrera para robar la olla. En cuanto llegó al lugar indicado por Tomás, el muchacho encontró la olla. La destapó y vio que ¡sólo contenía excrementos!
Entonces, el jovencito se fue corriendo a la casa de su hermana y arrojó el contenido de la olla en la cabeza de Tomás, quien, claro, se encontraba durmiendo. Pero Tomás tenía tanta flojera, ¡que continuó durmiendo a pesar de lo sucio y apestoso que estaba!
Cuando al otro día su esposa lo vio, Tomás estaba lleno de monedas que Chole recogió y guardó. Así siguió la vida: Tomás siempre se encontraba dinero y la esposa lo guardaba y administraba. Luego tuvieron un hijo y vivieron todos muy felices.
Ya sólo falta saber, ¿te gustaría ser amigo de Tomás?
El Niño Milagroso de Tlaxcala
El Santo Niño Milagroso de Tlaxcala representa una de las figuras más importantes de las tradiciones religiosas y artesanales de la cultura del estado.
La tradición oral nos cuenta que, en los primeros años del siglo XX, un humilde artesano que vivía en la ciudad de Tlaxcala trabajaba en la talla de imágenes religiosas que elaboraba en madera de ayacahuite. Así se ganaba la vida y podía alimentar a su esposa e hijos.
Pero la verdad era, dicen, que el artesano no era muy artista, ni contaba con mucha creatividad. Por si esto fuera poco, las imágenes que tallaba no eran de buena calidad, sino bastantes toscas y hasta ingenuas.
La familia del artesano se encargaba de vender la producción recorriendo a pie las calles de la ciudad de Tlaxcala. Como ya se imaginarán, no les era muy sencillo vender artículos de dudosa calidad.
Un día del mes de junio de 1913, en su recorrido diario, los vendedores pasaron delante de la casa de la familia Anzures, la cual era famosa por tener buenos recursos y ser pudiente.
Al oír los pregones, la señora Anzures salió a la calle y les compró una escultura del Niño Jesús, aun cuando no le hacía mucha falta, ni le gustó mucho, pues tan sólo trataba de ayudar a la esposa y los hijos del artesano. Sin embargo, Concepción —Conchita, como se le decía de cariño—, la más dulce y bonita de las hijas de los Anzures, quedó fascinada con la imagen del Niño Jesús. Le gustó tanto que enseguida la tomó en sus brazos y le otorgó su eterna devoción.
Cuando llegó el 23 de diciembre, Conchita colocó al Santo Niñito en el pesebre del Nacimiento, como es costumbre entre los católicos de México.
Tiempo después, el día 2 de febrero, que es el dedicado a la Virgen de la Candelaria y a la festividad de la Presentación del Señor, comenzó el ritual en que se “viste” al Niño Dios y se le levanta del Nacimiento para arrullarlo y llevarlo a bendecir a la iglesia. Fue por esto que la familia Anzures arregló a la imagen con un hermoso ropón de color azul celeste, gorrito y zapatitos a juego, tejidos con estambre. ¡Se veía hermoso! Sobre todo, porque quien hizo su ropa fue la modista de “niños Dios” más famosa y reconocida de toda la zona. Por supuesto, Conchita fue la encargada de levantarlo.
En el momento en que la pequeña lo iba a tomar, ¡sintió que el Niño se movía en sus brazos! Aunque la muchacha pensó que todo era producto de su imaginación, lo comentó a las personas invitadas a la celebración de la “tamalada”.
Intrigados, todos se acercaron a mirar la imagen y, efectivamente, se dieron cuenta ¡de que se movía ligeramente! Ante tan maravilloso acontecimiento, se pusieron a rezar y le dedicaron triduos —celebraciones religiosas que duran tres días— al Niño Jesús.
Como es de suponer, tal milagro fue conocido por la población. La fama del Niño prodigioso se extendió por la ciudad, por lo que todos los días llegaban devotos a la casa de los Anzures a pedirle favores al Dios o a agradecerle los recibidos.
Ante esta circunstancia, la familia decidió donar la imagen a la iglesia para que el Santo Niño Milagroso tuviera un lugar adecuado donde fuera adorado. El obispo de Tlaxcala, el 26 de febrero de 1914, envió una carta al cura de la iglesia para que pusiera la imagen del Niño en un nicho cerrado bajo llave, el cual no debía abrirse sin una orden expresa del obispo.
El Santo Niño Milagroso de Tlaxcala llevó a cabo numerosos prodigios. Por ejemplo, se cuenta que el 28 de febrero de 1934, una mujer iba caminando tranquilamente por la calle, de pronto escuchó unos pasos. Volteó a ver quién era y vio a dos hombres que la seguían. Como ya sabía que en esas zonas los hombres no sabían respetar a las mujeres, comenzó a correr.
Los dos tipos la persiguieron, pero al darse cuenta de que ya se iba a escapar, uno decidió sacar su pistola y dispararle. ¡La bala le dio en el estómago! El impacto le provocó una severa hemorragia interna. Para su mala suerte, su casa estaba en un poblado donde no había médico ni nadie que pudiera auxiliarla.
Sus hijos, enloquecidos de angustia, lloraban y rezaban al Niño Milagroso. Uno de sus hijos decidió ir a la ciudad de Tlaxcala para buscar un médico que pudiera salvarle la vida. Ahí encontró a un doctor que acudió de inmediato a la casa de la mujer herida. Al revisarla, el médico le dijo al angustiado esposo:
—Lo siento, pero no hay nada qué hacer.
—¿Morirá? —preguntó el marido con lágrimas en los ojos.
—En unas horas, a lo mucho. Es mejor que usted y su familia se despidan de ella.
Pero ellos no perdieron la fe. Esposo e hijos se pusieron a rezar y a rogarle al Niño Milagroso que la salvara. Cuatro días después, ¡la mujer estaba completamente restablecida!
Al otro día, la familia acudió a la iglesia para dar gracias al Niño por tan maravilloso milagro. También fueron con el médico para agradecerle. Él sólo dijo:
—¡Hay cosas que jamás podremos comprender!
Otro milagro que se le atribuye se produjo cuando una señora estaba muy enferma de paperas. La pobre apenas podía hablar, pues la inflamación era demasiada. Fue por esto que acudió al templo de San José y le pidió al cura:
—Por favor, déjeme pasarme la imagen sobre las partes inflamadas.
El padre le explicó que esto no se podía hacer, pues sólo el Obispo tenía el poder para sacarla de su nicho, pero le dijo:
—No necesita frotarse a nuestro niño Dios, sólo pídale con verdadera devoción y ya veremos si él le quiere hacer el milagro.
Así lo hizo la mujer y, al llegar a su casa, ¡ya estaba curada!
Como cualquier tlaxcalteco sabe, la fiesta del Santo Niño Milagroso de Tlaxcala se celebra el 14 de febrero. Los fieles acuden a la Parroquia de San José a rezar, adorarlo, llevarle flores, dulces y juguetitos para que se divierta y siga ayudando a los sufridos mortales.
Chucho el Roto
Chucho el Roto, cuyo nombre fue Jesús Arriaga, nació en Santa Ana Chiautempan, Tlaxcala, en la Calle del Gallito, en 1858.
Chucho fue un famoso ladrón que se inició en la carrera de malviviente a causa de un hombre rico que lo envió a la cárcel. El nombre de aquel fue don Diego de Frizac, y el único crimen de Chucho fue haberse enamorado de la señorita Matilde de Frizac, sobrina del millonario.
Gracias a esto, comenzó la famosa carrera de “El Roto”, pues en el año de 1885 se fugó de la cárcel de San Juan de Ulúa situada en una isla frente al Puerto de Veracruz.
Cuando el joven estuvo libre, buscó a Matilde y juntos escaparon para vivir lejos y tranquilos. Chucho y Matilde tuvieron una hija llamada María de los Dolores. Su esposa era una maravillosa madre que cuidaba a la pequeña, mientras él ejercía el oficio de carpintero.
Todo iba muy bien, pero, por desgracia, fueron descubiertos por la familia Frizac. Don Diego lo amenazó de muerte y Matilde, de pronto, cambió con él. Un día, al llegar de su trabajo, le dijo:
—Lo siento, pero ya no te amo. Tú no eres de mi clase y no debo estar con alguien como tú.
—Pero, ¿nuestro amor? —preguntó Chucho.
—No era amor, sólo era un gusto que me di. Ahora lárgate, antes de que llame a la policía.
Chucho no comprendió que todas esas horribles palabras se las decía sólo para salvarle la vida. Así que el joven, furioso, raptó a la pequeña. Así fue como lo apresaron por segunda vez y lo encerraron en la Cárcel de Belem, de la Ciudad de México. De ahí fue llevado, de nuevo, a San Juan de Ulúa.
Para cometer sus robos, Chucho el Roto se vestía de manera elegante. Además, dicen que tenía una gran habilidad para disfrazarse y hacer voces, por lo que a la policía le costaba mucho trabajo encontrarlo. Él contaba con varios cómplices: La Changa, Juan Palomo y Lebrija, quienes le ayudaban a efectuar sus robos.
Dice la leyenda que él no era un hombre malo. Tampoco era un avaricioso, sólo era un renegado que le gustaba quitarles el dinero a los ricos, pero, por su bondadoso corazón, le daba sus ganancias a los pobres, quienes lo querían mucho.
Después de nueve años, fue apresado durante su último robo, en las Cumbres de Maltrata, Veracruz. De vuelta a San Juan de Ulúa quiso volver a escapar, pero la traición de su compañero de celda, Bruno, acabó con sus intenciones. Herido por una certera bala, fue recapturado. El coronel Federico Hinojosa, director del penal, mandó que se le dieran cien azotes llamándole “desgraciado”, a lo que Chucho respondió:
—¡No puede ser desgraciado el que roba para aliviar el infortunio de los desventurados!
Entonces, el coronel ordenó trescientos azotes y luego lo metieron a una celda de castigo. De ahí fue trasladado al Hospital Marqués de Montes, donde murió el 25 de marzo de 1894. Contaba con treinta y seis años de edad. Su cuerpo fue trasladado a México y fue recibido por su hermana, Matilde y su hija Lolita.
Cuenta la leyenda que, cuando abrieron el ataúd, ¡sólo encontraron piedras! En Tlaxcala se piensa que regresó a su tierra de origen, a la cual nunca olvidó y que siempre permaneció en su corazón.
La historia de las campanas
En Tlaxcala, los habitantes que viven a las faldas del Cerro, cuentan varias leyendas. Una de ellas la suele narrar uno de los ancianos de esta población. Él dice que en el volcán existen un par de campanas de oro puro que han despertado la codicia de muchos y que algunos han tratado de encontrarla rascando los montículos de tierra donde se supone que se encuentran dichas campanas, pero nadie ha tenido éxito.
—Pues claro —dice el anciano—, entre más rascan, más se hunden.
Cuando se le pregunta si él las ha buscado, comenta:
—De muchos lugares han venido tratando de encontrarlas, pero han fracasado. Imagine, si ellos con sus aparatos no lo logran, ¿cómo cree que uno va a poder? Eso sí, esas personas las han escuchado sonar. ¡Yo mismo las he escuchado! El sonido viene, clarito, de la cima, pero hasta el momento nadie sabe el lugar exacto donde se encuentran.
La leyenda dice que esas campanas fueron robadas de una iglesia en Puebla. Un grupo de revolucionarios, necesitados de mucho dinero para poder seguir en la lucha, fueron sigilosamente por ellas. ¡Fue muy complicado bajarlas! Tanto, que cuando lograron destrabar una, ¡se cayó desde la torre hasta el suelo!
El ruido que hizo fue impresionante, por lo que todo el pueblo se levantó para ver qué sucedía. Los ladrones —porque así los llamaron los poblanos—, apenas lograron subirlas a unas carretas que tenían preparadas y se fueron lo más pronto posible. Para su mala suerte, algunos de los vecinos alcanzaron a verlos, entonces comenzaron la persecución.
Los revolucionarios llevaban demasiado peso, por lo que se dieron cuenta de que en unos cuantos minutos iban a ser alcanzados, fue por eso que escondieron las campanas y huyeron de ahí fácilmente, pues conocían mejor la zona, debido a que ya habían llegado a Tlaxcala.
A los pocos días, regresaron por las campanas, pero ¡habían desaparecido! Buscaron durante días, pero no había ni la más mínima señal de ellas. Uno de los revolucionarios, ya completamente desesperado, les dijo a sus compañeros:
—Ya sé qué pasó. ¡Fue Julián! Él fue a buscar un lugar para quedarnos mientras estuvimos escondidos. De seguro vino por las campanas y se las llevó para quedarse con el dinero.
—¡Yo soy un revolucionario, no un simple ladrón! —dijo Julián molesto, pero esto no pareció convencer a sus compañeros.
Con tristeza, cuenta la leyenda que aquellos revolucionarios dejaron de lado sus ideales y comenzaron a pelear por el dinero que podrían obtener al venderlas. Llegó a tanta su molestia, que hubo dos muertos en la discusión: Julián y Pancho, quien fue el primero en acusarlo.
Cuenta otra leyenda que en Tlaxcala hay un anciano que cuenta la leyenda de unas campanas perdidas; luego, cuando entra a su casa, va a un sótano que tiene una entrada oculta y ahí, acaricia un par de hermosas y valiosas campanas de la época de la Revolución.
El ahorcado de Tetla
En Tlaxcala existen muchas leyendas que sus habitantes suelen narrar, por ejemplo, en las fiestas de Tetla cuentan la historia de un hombre ahorcado, ¿quieres saber cómo pasó? Aquí vamos.
Un día llegó a la ciudad de Tetla una pareja de turistas. Cansados de andar de aquí para allá, se pararon a descansar frente a la Iglesia de Santiago, en cuyo costado vieron que había un árbol del que parecía colgar muerto.
Al tiempo que se preguntaban por el árbol, un anciano sentado en una banca próxima, al verlos interesados les preguntó:
—¿Quieren saber por qué se ve así?
—¡Claro! —contestaron entusiasmados los turistas.
El anciano se acomodó como quien va a contar la más interesante de las historias, y narró lo siguiente:
Hace mucho tiempo pasaban por aquí muchos viajeros con rumbo a la Ciudad de México o Veracruz. Para descansar, se alojaban en la posada del pueblo, un lugar no tan feo, que era manejado por un español, creo que era andaluz. Este hombre tenía un fuerte temperamento, al contrario de su hija, de nombre Gloria, cuya belleza resultaba todo un tema de conversación. Muchos hombres la admiraban en silencio, pero ninguno se atrevía a decir palabra alguna, por miedo al padre, quien había dicho de antemano que nadie se le acercara a su pequeña.
Por aquel entonces, las autoridades estaban buscando a un grupo de forajidos, conocidos como “Los plateados”, pues iban adornados con botones y espuelas de blanco metal.
Un día, llegaron a la posada unos hombres que con su sola presencia asustaban a cualquiera. Entraron a la posada y pidieron vino y comida, pero con una educación que asombró a todos. Los comensales, al ver esto, se tranquilizaron, pero en un momento uno de ellos insultó con violencia a otro. Por esta razón, una de las camareras de la posada no quiso ir a servirles, pero Gloria se acercó con valentía y les entregó su pedido.
El más temible de ellos, Evaristo, la miró, le dio las gracias y le dijo:
—Tú no vas a morir hoy.
—Suerte que tengo, porque ya me acostumbré a vivir —le contestó ella.
Esta contestación le agradó al hombre, quien le propuso visitarla, a lo que ella accedió.
—Ven a verme —dijo mientras le daba en un papel su dirección—. Toca tres veces en mi balcón, esa será nuestra señal.
Pasó una semana y el misterioso apareció, en medio de la noche, frente al balcón de Gloria. Dio los tres golpecitos. Gloria lo recibió contenta y sorprendida de que ese hombre carismático se atreviera a desafiar a su padre. Juntos pasaron la noche, y otras muchas, hasta que el padre de Gloria fue alertado.
El padre, molesto, fue con algunos de los hombres más rudos del pueblo y les pidió ayuda. Su idea era montar una emboscada para el presumido aquel. Cuando Evaristo llegó, alcanzó a ver cómo Gloria le gritaba desde el balcón que no se acercara. El jinete comprendió sus lamentos, pero ya habían comenzado a dispararle. Aunque lo hirieron, no fue de muerte. Los demás hombres lo apresaron y lo colgaron de un árbol.
De repente, apareció Gloria montada a caballo y ¡con un golpe seco cortó la cuerda del ahorcado!
Ambos huyeron galopando bajo una lluvia de balas. De pronto se acabó el tiroteo. El padre y sus hombres se quedaron parados y vieron cómo se acercaba el caballo de los forajidos. Fueron a buscarlos. El padre soltó un grito al ver a Gloria que yacía muerta. Evaristo estaba malherido y fue colgado, otra vez, del mismo árbol.
Los hombres montaron guardia para que ningún animal se fuera a comer el cuerpo, pues el padre quería mostrar a su enemigo para que nadie se atreviera a desafiar sus deseos; pero no pasó mucho tiempo, cuando, de pronto, ¡el ahorcado desapareció!
Y no es que se fuera de pronto, sino que pasó poco a poco. Se fue haciendo transparente hasta que ya no quedó nada de él. Uno de ellos todavía se acercó para tocarlo, pensando que tal vez sólo se había hecho invisible, pero no sintió nada.
Segundos después, oyeron un caballo relinchar a lo lejos. Montado en él iban ¡el jinete y Gloria!
Y así, con esta frase, siempre termina el anciano su leyenda. Los muchachos le agradecieron haberle contado tan interesante historia sobre el árbol, y se fueron de ahí con algo de miedo.
Por cierto, cuando se celebran las fiestas de Tetla, se dice que nadie pasa por debajo del árbol del ahorcado, pues se aparece la imagen fantasmagórica de un caballo que galopa veloz, montado por un jinete y una joven cuyo rostro es una calavera.
El oro de Carranza
En la Ciudad de Tetla, hubo por mucho tiempo rumores de que estaba escondido el “Oro de Carranza”, refiriéndose a los lingotes de oro y monedas pertenecientes al tesoro de la nación. Este caudal llegó ahí, según algunos lugareños, porque Venustiano Carranza pasó por el lugar mientras huía de Álvaro Obregón. Dicen que era todo un tesoro transportado en tren.
Al llegar a Apizaco, el ferrocarril tuvo que detenerse, hecho que aprovecharon algunos vecinos para robar el botín cargado en cajas, mismas que ocultaron en las casas de Tetla o enterraron en sus campos. Sin embargo, los hombres de Venustiano Carranza los descubrieron. Así que les quitaron todas las riquezas y después de que ocultaron el tesoro, lanzaron una maldición que decía: “quienes encuentren el tesoro de Carranza, morirán de forma terrible, a menos que se lo regresen a su legítimo dueño”.
Así pasaron muchos años, hasta que, un día, un pastor caminaba por el campo cuando se le perdió un ternero. En su búsqueda, ¡encontró una caja llena de monedas! Contento por el descubrimiento, se introdujo todas las monedas que pudo en los bolsillos, pues no podía cargar con todo.
Por ello se fue al pueblo y allí les dijo a sus vecinos que había una caja llena de oro. Sin duda que era un hombre bondadoso, pues cualquier otro se habría quedado callado para quedarse con el tesoro completo. Todos marcharon muy entusiasmados. Cuando llegaron al lugar vieron la caja, pero nada de monedas. En vez de éstas, había ceniza.
Los vecinos, que ya se habían hecho ilusiones y que andaban como locos primero de felicidad y luego por la decepción, se enfadaron de forma monumental, apaleando al pobre campesino hasta matarlo.
Pasó el tiempo y la gente se fue olvidando del incidente. En la década de los treinta, dos jóvenes andaban cerca de una barranca cuando, sin querer, vieron una caja que se abrió sola, mostrando un sinfín de monedas deslumbrantes. La feliz pareja tomó parte del tesoro. Al llegar a sus casas contaron la hazaña a sus familias, quienes fueron juntas hasta el lugar donde habían encontrado dicha caja.
Pero la historia se repitió: nada de monedas, montón de ceniza.
El padre de la chica entró en una extraña irritación.
—¡Nos mentiste, maldito! —le gritó a su yerno—. Además, estoy seguro que estás abusando de mi hija.
El padre del joven, al ver la terrible acusación, gritó:
—¡A mi hijo nadie le habla así!
¡Y se lanzó contra su consuegro! La pelea fue muy violenta y se mataron mutuamente.
Así pasó el tiempo. Surgieron otras historias de algunas personas que de pronto habían sido vistas con muchas riquezas. Una de ellas fue Susana.
De ella se dice que encontró parte del tesoro y que con él se dedicó a llevar una vida de lujos. Cuando le preguntaban, ella decía que el dinero era de su marido que se lo enviaba desde el extranjero. Pero un día apareció el marido y no parecía rico.
La gente cuenta que ella logró quedarse con las monedas y que no se le convirtieron en cenizas, porque no cometió el error de decirles a otras personas lo que había encontrado, sino que ella sola, sin que sepamos cómo lo logró, se lo llevó a su casa.
Cuando el marido vio cómo vivía su mujer, quien además se había unido a otro hombre, se puso furioso.
—Mira, ni te enojes, es mejor que sólo tomes tu basura, a las que llamas tus cosas, y te largues.
El marido hizo caso, pero en la noche, cegado por el dolor, mató al amante de Susana. Ella logró huir, pero se dice que en el camino todo su dinero desapareció.
Hace tiempo que ya nadie encuentra el Oro de Carranza, tal vez porque ya nadie cree en los liberales, ni en los conservadores, ni en ningún político de cualquier tipo, pues saben que nada bueno les va a traer.
Padre Jesús del Convento
Una de las leyendas más importantes de Tlaxcala es la de Padre Jesús del Convento, que es una antigua escultura tallada en madera fina. Tiene el tamaño de un hombre de estatura mediana. Está un poco encorvada de la espalda y con la mirada fija hacia abajo. Se dice que fue mandada esculpir con algún estatuario de Puebla o México, durante los primeros años que transcurrieron de la conquista española, pues hay datos de que el Convento Franciscano de Chiautempan ya existía desde la segunda mitad del siglo XVI y en él se encontraba ya la imagen de Jesús.
Los frailes franciscanos deben haberla introducido en dicho monasterio hace cuatro siglos. Desde entonces, los vecinos del pueblo de Chiautempan, y los de muchos pueblos circundantes y lejanos, lo han venerado y consagrado su fe.
La tradición oral nos cuenta que una mañana apareció una mula cargando una caja de madera dentro del atrio del convento. Este animal permaneció amarrado a uno de los fresnos ubicados en ese lugar, hasta que los Frailes Franciscanos, al ver que nadie reclamaba la propiedad de la bestia y su carga, decidieron abrir la caja que ésta llevaba. Fue en su interior donde encontraron la imagen del Padre Jesús.
La leyenda también dice que los vecinos de Apetatitlán querían llevarse a Jesús a su pueblo, pero el día de su partida la imagen se puso tan pesada, que no pudo salir del templo, lo que el pueblo interpretó como una señal milagrosa.
Algunos conocedores cuentan la siguiente historia:
Dos años después de la aparición del asno, apareció una mula, con una caja. Su guía era un hombre extraño de cabello largo. Se veía algo sucio, pero en sus ojos se mostraba una infinita bondad.
Cuando llegó al Convento y tocó a la puerta, los frailes se quedaron impresionados, pero más fue su sorpresa cuando les dijo:
—Vengo por mi Jesús.
Los frailes se quedaron maravillados, pues estaban convencidos de que, por lo menos, aquel visitante era un ángel. Uno de los religiosos ya se lo iba a entregar, cuando dijo el Superior:
—No seas desconsiderado con la visita, primero vamos a ofrecerle los sagrados alimentos.
Así, el visitante y los frailes comieron tranquilamente. Durante ese tiempo, todos se dieron cuenta de que aquel hombre no podía ser humano, pues había muchas cosas básicas que no conocía, pero, sobre todo, porque todas las cosas parecían flotar cuando éste las soltaba.
Al terminar, el misterioso desconocido dijo:
—Es hora de partir, me llevo a mi Jesús. Les agradecería mucho si me lo ponen en la caja que está en mi mula.
Ya lo iba a hacer un religioso, cuando el Superior le dijo:
—Lo siento, mis frailes deben ir a orar. Será mejor que usted mismo baje la estatua de su nicho.
Al hombre no le pareció muy bien aquella idea, pero aun así lo hizo. Subió a una escalera, tomó a Jesús, ¡pero no pudo moverlo! Entonces el Superior le dijo:
—¿Acaso crees, Satanás, que no te reconocí? No puedes fingir ante mí. Soy el guardián de esta imagen y no podrás llevártela nunca.
Como si estas palabras fueran mágicas, el Diablo comenzó a desvanecerse, dejando un aroma de azufre y miedo.
Desde ese día nadie ha movido a Jesús del Convento, pues sólo las almas puras lo pueden levantar, pero ellas no encuentran motivo para hacerlo.
Leyendas de Huamantla
Hace tiempo me di cuenta de que mi vida era de lo más aburrida y que, además, mi economía estaba en su peor momento. Yo estaba en una terrible depresión cuando vi en la televisión un programa de esos que hablan de fantasmas y sonidos raros en casas y panteones. A mí eso siempre me ha parecido de lo más absurdo, pero, no sé, ese día me llamó la atención. Al terminar de ver el programa, seguía pensando que eran inventos para niños; pero, como ya dije, estaba aburrido y sin dinero, así que se me ocurrió inventar historias sobre el tema, hacer videos para subirlos a la red y así hacerme millonario engañando a la gente.
Lo primero que hice fue ir al Panteón de Santa Anita. Ahí los vecinos suelen decir que hay espíritus y que se escuchan risas de niños. Para poner la cosa interesante, fui justo a la media noche. Prendí mi celular para grabar, pero no hubo ni un ruido. Tomé algunas fotos, pero no se veía nada. Pasé más de una hora ahí, pero lo único interesante fue una hormiga que intentaba llevar una hoja diez veces más grande que ella. Muchas otras hormigas se le acercaron, yo creo que para burlarse de ella. Lo único extraño hasta ese momento, fue que las hormigas no trabajan de noche, pero eso no tenía nada de paranormal.
Más aburrido que antes, decidí partir. Ya estaba cerca de la puerta cuando, de pronto, vi una bola de fuego que cruzó todo el cementerio y cayó justo en el centro. Muy cerca de donde yo había estado esperando.
—¡Si no me muevo, me mata! —me dije.
En ese momento en lo que menos pensaba era en fantasmas. Tal vez se me ocurrió la idea de que era un OVNI, pero me acordé que desaparecieron desde que todos tenemos cámaras en los celulares. Estaba seguro de que era un meteorito.
Al acercarme, yo esperaba encontrarme un pequeño cráter. En lugar de eso, había una especie de puerta interdimensional, como las que salen en las series y películas de Ciencia Ficción. Me acerqué y fui jalado de inmediato.
Cuando abrí los ojos, estaba en el mismo cementerio, sólo que se veía raro, como nuevo y diferente. Salí de ahí corriendo y me fui a casa, pero no llegué porque… ¡mi casa no existía! Todo estaba completamente distinto. Entonces me di cuenta de que no había carros, sino carretas y que… ¡había viajado al pasado!
Entonces, frente a mí, apareció una niña corriendo. Dos hombres iban detrás de ella. La pequeña me miró, iba a gritarme que la ayudara, pero no alcanzó a decir ni una palabra, pues una detonación de arma de fuego le quitó la vida.
Yo me tiré al piso, no sé si para protegerme o llorar por lo que acababa de ocurrir. Cuando me levanté, después de unos segundos, todavía alcancé a ver a los hombres huyendo en sus caballos.
Como no pude hacer nada, fui de nuevo al cementerio, donde todavía estaba la puerta que me llevó al pasado. Sin pensarlo dos veces, salté hacia ella y regresé a mi tiempo.
Fui a mi casa. No podía pensar con claridad. Estaba muy triste, confundido y espantado. Casi por reflejo, prendí mi celular y me puse a ver las fotos que había tomado. Pensé que todo se iba a ver negro por la oscuridad, pero no fue así, ¡muchos niños salieron en las fotos! Bueno, no niños, sino sus espíritus. De inmediato puse la grabación y escuché lo siguiente:
—Te voy a traer conmigo, por favor, ayúdame, no quiero morir.
Sin pensarlo, arrojé mi celular contra la pared, pues yo no podía con tanta información. Yo soy un cobarde, no soy de los que buscan aventuras verdaderas. ¡Yo sólo quería engañar a la gente!
Al día siguiente, fui a la gasolinera. Ahí aproveché para comprar en la tienda un nuevo celular. Al pagar, me di cuenta de que el hombre que atendía era un poco extraño. Al darme mi cambio, me dio una nota que decía:
“Te vemos a las doce de la noche en este lugar”.
Yo ya había escuchado que en aquella gasolinera del Pinal se aparecían fantasmas de todo tipo, así que decidí no ir, por lo que fui a casa y me encerré. Pasé el día viendo series y me dormí a las nueve para que no me fueran a dar ganas de acudir a una cita con la muerte.
No sé qué pasó. Yo estaba dormido. Lo único que recuerdo es que, justo a las doce de la noche: ¡estaba en la gasolinera!
Sé que no fue el clima, pues hacía mucho calor a pesar de la hora, pero un frío terrible comenzó a recorrer mi cuerpo. No vi nada, pero de pronto descubrí que era porque estaba completamente rodeado de una densa neblina. Por instinto —al parecer sí soy un poco más aventurero y valiente de lo que pensé—, saqué mi celular y me puse a grabar.
De pronto, la espesa nube se fue y yo me recuperé por completo. Al llegar a casa vi el video donde un hombre vestido elegantemente, lo cual iba bien con la calavera que llevaba por cabeza, dijo:
—Mi nombre es Juan Alarcón. Mientras viví, fui un poderoso brujo, ahora soy un espíritu que busca quien es el merecedor de seguir con mi legado. Te he seleccionado a ti, aunque no quieras. Disfruta y no te espantes demasiado.
Luego, no sé por qué, me vi en el espejo y noté que tenía una marca en la frente. Era la silueta de un Alacrán; la cual aparece, desde entonces, cada vez que un espíritu está cerca. Ahora ya sólo falta quien me ayude a investigar estos fenómenos paranormales. ¿Quieres ser tú?
La Fuente de La Llorona en Huamantla
La Fuente de la Llorona se encuentra ubicada en la esquina de Zaragoza Poniente y Guerrero Sur, en el centro de Huamantla. En torno a ella, hay una historia de misterio y terror. Trata sobre una bella mujer que hasta la fecha sigue apareciéndose a media noche sentada en la fuente, esperando a que algún hombre caiga en sus manos.
En la esquina mencionada, está una casona que era propiedad de un famoso juez de apellido Merino y es por eso que se le conocía como: Los altos de Merino. Cuenta la leyenda que este personaje llegó a Huamantla, junto con su esposa y tres hijos varones, en 1880.
Se dice que era una propiedad muy grande, en donde la familia vivió feliz durante un tiempo. El problema fue que la esposa del juez comenzó a escuchar por las noches los alaridos de La Llorona. Estos eran tan frecuentes, que la señora se enfermó y falleció a consecuencia de ese fenómeno.
Así fue como el juez Merino se quedó viudo con sus tres hijos varones. Ellos desde lo alto de su casa, todas las noches veían a una dama sentada en los arcos de la fuente, que son tres.
La mujer era muy hermosa, por lo que a uno de los hijos le gustaba sentarse en el primer arco para cortejar a la dama, luego, juntos se encaminaban para dar vuelta en la calle Josefa Ortiz de Domínguez.
Sin embargo, en el plano original de Huamantla de 1890, ¡esa calle se llamaba La Calle de la Llorona! porque por ahí pasaba y se escuchaban sus alaridos, los cuales llegaban incluso hasta la iglesia de El Calvario.
Dicen que el joven era testigo de que la mujer atravesaba la reja y desaparecía en el patio. Algunos dicen que el muchacho al poco tiempo enfermó de tifo, que nunca se pudo recuperar y murió, pero la mayoría dice que fue de amor, de un amor bastante extraño, pues estaba loco por un espíritu. Lo más raro es que algo parecido le pasó a uno de sus hermanos, el que se sentaba en el arco de en medio.
Juntos, estos jóvenes hacían el mismo recorrido, llegaban a los mismos puntos y él veía, de la misma forma, cómo ella desaparecía al llegar a la reja. Claro, la muerte también le llegó.
Como si no conociera la historia de sus hermanos, el tercero corrió igual suerte. Él la cortejaba desde el tercer arco, tal vez por esto fue el último en morir.
Después de esto, el juez desapareció y ya no se supo más de él. Nunca nadie ha logrado averiguar quién era esa misteriosa dama. Algunas personas dicen que aún observan cómo una joven vestida de blanco se sienta en la fuente por las noches a esperar a que alguien caiga en sus garras.
Desde entonces, no hay hombre que se atreva a sentarse en alguno de sus arcos, pero si hay algún valiente que quiera salir en una nueva edición de este libro, lo puede intentar.
El pueblo encantado del monte de San Pablo
Esta leyenda comienza a finales de 1800, cuando la montaña de San Pablo se encontraba en disputa entre dos poblaciones: Santiago Tlazala y Santa Ana Jilotzingo.
Como suele suceder en estos casos, las peleas por la posesión de este paraje llegaron a convertirse en batallas campales y asesinatos. Así fue hasta que un nuevo presidente municipal decidió terminar con el altercado dividiendo el monte a la mitad, así, justo como lo hizo el sabio Salomón.
Con esta decisión nació un pequeño caserío en la cumbre del cerro, hecho por personas pertenecientes a ambos poblados que, deseando vigilar sus intereses y explotar su parte en los bosques, empezaron a construir hasta que hicieron una pequeña Villa.
Con el paso del tiempo y debido en parte a los misteriosos sucesos que les sucedían a los nuevos pobladores en el monte, como desapariciones inexplicables, cambios imposibles en la geografía y el paisaje en fechas y horas determinadas, raros personajes vestidos con túnicas blancas que se veían merodear cerca de las entradas de las cuevas, sonidos extraños que surgían de las entrañas de la tierra provenientes de las innumerables cavernas que se dice cruzan la montaña, y también a que los pueblos más cercanos quedaban a horas de camino, decidieron edificar una iglesia, para la cual mandaron forjar, en la ciudad de México, una gran campana de bronce, de la que estaban muy orgullosos.
Cuando el templo estuvo terminado, empezaron a surgir las disputas nuevamente porque no lograban ponerse de acuerdo en el santo a quien éste estaría encomendado. La gente de Santiago decía que a San Pedro, los de Santa Ana preferían a San Pablo, y como eran gente apasionada de sus creencias, la situación se enardeció hasta llegar a grados insostenibles: hubo peleas, heridos y hasta muertos.
Contaban los ancianos del pueblo que, como castigo divino, el día que colocaron la campana, la tierra molesta por tanta sangre derramada se sacudió, por lo que se abrió una enorme grieta en la cumbre del cerro que devoró literalmente la mayor parte de la villa, junto con la hermosa iglesia y su campana de bronce recién colocada.
Mucha gente murió en este desastre. Los que quedaron vivos regresaron a sus respectivas poblaciones, sin embargo, desde aquel día los hechos extraños se intensificaron.
Se comenzaron a contar anécdotas de leñadores, pastores y vaqueros a quienes por sus labores sorprendía la noche en las boscosas laderas de la montaña. A éstos, había ocasiones en que les llegaban desde la cumbre voces misteriosas, murmullos de oraciones, lamentos y gritos que rompían el silencio. Otras veces se oía como si los muertos estuvieran de fiesta, se escuchaba música, risas y bullicio; lo más extraño es que todo estaba acompañando del misterioso tañer de una campana, además se veían luces fantasmales danzando en la cumbre.
Algunos de ellos, los más valientes, pensando que quizás se trataba de alguna invasión a sus tierras e intereses, se aventuraron a llegar hasta la cima y juraban haber encontrado el pueblo en pie, a sus moradores aparentemente vivos y mostrando una gran hospitalidad. Tan era así, que los invitaban a pasar la noche en la villa. Eso sí, pobre del desdichado que aceptara la invitación, porque después de quedarse dormido en el petate de alguna casa, despertaba empapado en rocío y casi muerto de frío en medio de las rocas y ruinas del poblado destruido.
La leyenda se fue olvidando con el paso del tiempo y no pasó de ser un consejo de ancianos. Así fue, hasta que hace aproximadamente treinta años, un grupo de treinta scouts, con sus respectivos coordinadores, se perdieron en las laberínticas cañadas de las faldas de San Pablo, mientras buscaban las cascadas.
Al ser sorprendidos por la noche, decidieron instalar un improvisado campamento y esperar la llegada de la mañana para tratar de encontrar el camino de regreso. Una de las chicas, al buscar leña para su fogata, subió más que los demás las laderas de la montaña y se sorprendió de escuchar voces y risas como las de una fiesta proveniente de la cumbre. De inmediato dio aviso a sus compañeros, quienes pensando encontrar un caserío, comenzaron a subir sin imaginar que tardarían más de cuatro horas en llegar a la cima.
Cuando, totalmente agotados, lograron llegar, fueron recibidos con grandes muestras de hospitalidad por las personas del poblado, el cual, según comentaron después, estaba sumido en una especie de bruma luminosa. Los habitantes les dieron de cenar, les ofrecieron un lugar donde dormir, una especie de granero enorme lleno de pacas y costales de maíz, y después de mostrarles orgullosos su maravillosa iglesia y su campana de bronce, los convencieron de irse a dormir, lo cual hicieron todos casi de inmediato, debido al terrible cansancio y somnolencia que les invadió al llegar al poblado.
Ya en la madrugada, con los primeros trinos de la alondra, se despertaron los chicos. Estaban temblando de frío, tenían la ropa húmeda de rocío y estaban aterrados por encontrarse en el descampado. Cuando comenzaron a darse cuenta de lo que sucedía, hubo crisis nerviosas, llanto y gritos, hasta que un leñador los encontró y llevó a la cabecera municipal, donde contaron lo sucedido.
Desde luego, las autoridades y médicos atribuyeron su historia al cansancio y la histeria colectiva, sólo los campesinos que conocían la leyenda les dieron crédito.
Desde entonces, hay muchas familias que suben, pero no hasta la cima, sólo lo suficiente para poder escuchar el tañer de la campana y la música de fiesta.
La Señora
En el pueblo de San Pablo del Monte, situado al sur del estado de Tlaxcala, existe una leyenda que relata que, hace muchos años, en el tiempo de la Colonia, vivía ahí una mujer que era sumamente hermosa.
Esta mujer estaba casada con un hombre muy celoso, quien frecuentemente la encerraba en la casa, a fin de evitar que le fuera infiel. Un día en que el tipo se volvió verdaderamente loco, ¡la encerró durante dos años en una cueva que hizo en su casa! Así que nadie la podía ver, ni siquiera su familia, a quien le mintió diciendo que se había ido de viaje, para que no lo molestaran con preguntas.
Cuando finalmente pudo salir, la mujer estaba irreconocible. Ahí dentro sufrió muchísimo, tanto, que las ratas le habían devorado parte de la piel de su cara, por lo que ya no quedaban rastros de su belleza exterior.
Por si lo anterior fuera poco, ella había escuchado los gritos de sus hijos, quienes estaban sufriendo por la ausencia de la mujer; además, obviamente el tipo no era un buen padre, así que les gritaba y pegaba cada vez que podía. Y como también era flojo, los mandaba a trabajar vendiendo chicles en las calles. Un día que los pequeños no cumplieron con la cuota que les exigía el hombre, éste, furioso y borracho, los mató.
Ese día la mujer salió del encierro, el marido la vio y echó sobre ella a los perros furiosos que criaba para cuidar la casa. Los canes acabaron de destrozar lo poco que quedaba de la mujer; pero, sacando fuerzas de flaqueza, la pobre consiguió tomar a sus hijos asesinados, los cargó en sus hombros y corrió hacia la calle.
Era la medianoche. Pocas horas después, la mujer murió por las heridas que tenía en todo su cuerpo, y por, sobre todo, el dolor de ver a sus hijos asesinados por aquel maldito del que alguna vez estuvo enamorada.
Pero la leyenda no termina así, pues la mujer fantasma comprendió que todo había sido una terrible injusticia, todo a causa del maldito machismo de su marido. Fue por esto que fue en busca de su expareja y le hizo exactamente lo mismo que le hizo a ella. Luego, cuando sintió que ya había sufrido lo suficiente, lo sacó a la calle para que todos lo vieran y se burlaran de él. El tipo murió esa misma noche, a causa de una hipotermia y del dolor que tenía en todo el cuerpo.
Por si esto fuera poco, el fantasma de aquella mujer comenzó a atacar a todos los hombres que tenían actitudes machistas. No tenía consideración por ninguno, pues no le importaba si eran muy machistas o poco, ella los mataba a todos.
Lo bueno de esta historia es que, dicen, acabó con la injusticia que sufrían las mujeres y ya no existe en aquel lugar nadie que abuse de otros y si acaso hay alguien que todavía lo hace, es mejor, comentan, que se atenga a las consecuencias.
La Culebra
En Tepeyanco, un hermoso pueblo de Tlaxcala, vivía una doncella llamada Quiahualoxóchitl. Era tan linda que muchos príncipes y guerreros aspiraban a su amor, sin embargo, la joven, orgullosa y altiva, despreciaba y humillaba a todos sus adoradores.
Un día, Quiahualoxóchitl, quien también era cruel y vanidosa, pensó que su hermosura bien merecía el homenaje del sacrificio sangriento de sus muchos admiradores, por lo que un día se paró en el centro de la localidad y les dijo:
—Hoy me desperté con una idea genial. Como saben, soy la mujer más bella de la región y todos quieren casarse conmigo, pero como eso no puede ser, ya sé que van a hacer para ganarse mi amor: ¡se van a pelear entre ustedes! Sí, van a organizar batallas, y quien resulte vencedor, le otorgaré mi corazón.
No tardaron en presentarse varios contendientes frente al palacio de la bella. Había algunos tan importantes como como el rey Aztecalli, señor de Tepeticpan; Papalotl, señor de Ocuetulco, así como Aztlahua, señor de Atizatlán.
Las batallas comenzaron. Según las reglas que acordaron, serían combates uno a uno, con las armas que eligieran entre ambos. Lo terrible fue que el ganador se decretaría hasta que uno de los dos estuviera fuera de combate, lo que, en muchos casos, significó la muerte de alguno de los combatientes.
El pueblo presenciaba horrorizado cómo sus más valientes guerreros estaban expuestos a morir por los caprichos de la princesa, por lo que se encaminaron hacia el palacio del señor de Tlaxcala para pedirle que evitara que aquella mala mujer prosiguiera ejecutando sus maldades.
El señor Timalli escuchó atentamente sus peticiones y prometió castigar enérgicamente a la cruel princesa. De inmediato, ordenó que Quiahualoxóchitl quedara prisionera en el palacio de su padre, el venerable anciano Magiscatzin, bajo la advertencia de que, si osaba desobedecer el mandato real, recibiría un cruel castigo.
En todo Tepenyaco causó gran agrado la orden real, pero a pesar del encierro de la princesa, los jóvenes y nobles guerreros seguían rondando sin descanso el palacio del anciano Magiscatzin, ansiosos de contemplar, aunque fuera a distancia, el bello rostro de la malvada Quiahualoxóchitl.
Al principio, la princesa pareció resignarse a su encierro, pero no tardó en cansarse y sobornar a sus custodios, logrando llegar secretamente al palacio de Chechimical, señor de Zocotlán, a quien pidió que la vengara de un supuesto ultraje recibido por parte de su enamorado, el guerrero Azayactzin, quien, según ella, la había calumniado frente al rey.
Chechimical creyó toda la historia y retó a muerte al joven Azayactzin, hijo predilecto del sacerdote Iyac, quien aceptó valientemente el reto.
Días después tuvo lugar el encuentro, ¡en el cual murió Azayactzin!; al enterarse Iyac de la muerte de su hijo, pidió justicia divina y el Dios, convencido de que era justo castigo para la princesa, ¡convirtió a Quiahualoxóchitl en una culebra chirrionera!
Aun así, los jóvenes seguían sin poder evitar la crueldad de la princesa, ya que les salía al paso en caminos y bosques para atormentarlos.
El asustado pueblo pidió a su Dios que descubriera el modo de defenderse de la princesa, y éste les aconsejó así:
—Usen un látigo.
—Pero esto sólo la espanta un poco, nosotros queremos que en verdad deje de molestarnos.
—Entonces deben usar el látigo y una danza que les voy a enseñar.
El Dios comenzó a realizar una extraña danza que los cautivó. Una culebra que andaba por ahí —dicen que era la mismísima Quiahualoxóchitl— al ver aquella danza y sentir de cerca los golpes del látigo, se fue para no volver jamás.
Y desde aquellos tiempos hasta nuestros días, se baila la danza de La Culebra, uno de los más bellos exponentes de nuestro folclor.
El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl
Aunque esta leyenda es también parte de otros estados, no puede faltar en un libro de leyendas de la hermosa Tlaxcala, veamos por qué.
Hace tiempo, cuando los aztecas dominaban el Valle de México, los otros pueblos debían obedecerlos y rendirles tributo, lo que, claro, hacía que se sintieran sumamente molestos.
Un día, un cacique de Tlaxcala, cansado de la opresión, decidió pelear por la libertad de su pueblo y empezó una terrible guerra entre aztecas y tlaxcaltecas.
La bella princesa Iztaccíhuatl, hija del cacique de Tlaxcala, se había enamorado del joven Popocatépetl, uno de los principales guerreros de este pueblo. Ambos se profesaban un amor inmenso, por lo que antes de ir a la guerra, el joven pidió al padre de la princesa la mano de ella si regresaba victorioso. El cacique de Tlaxcala aceptó el trato, prometiendo recibirlo con el festín del triunfo.
El valiente guerrero se preparó con hombres y armas, y partió a la guerra después de escuchar la promesa de que la princesa lo esperaría para casarse con él a su regreso.
Al poco tiempo, un rival de Popocatépetl inventó que éste había muerto en combate. Al enterarse, la princesa Iztaccíhuatl lloró amargamente la muerte de su amado y luego murió de tristeza.
Popocatépetl venció en todos los combates y regresó triunfante a su pueblo, pero al llegar, recibió la terrible noticia de que la hija del cacique había muerto. Por lo que de nada le servían la riqueza y poderío ganados, si no tenía su amor.
Entonces, para honrarla y a fin de que permaneciera en la memoria de los pueblos, Popocatépetl mandó que veinte mil trabajadores construyeran una gran tumba ante el Sol, amontonando diez cerros para formar una gigantesca montaña.
Desconsolado, tomó el cadáver de su princesa y lo cargó hasta depositarlo recostado en su cima, el cual tomó la forma de una mujer dormida. El joven le dio un último beso, tomó una antorcha humeante y se arrodilló en otra montaña frente a su amada, velando su sueño eterno. La nieve cubrió sus cuerpos y los dos se convirtieron, lenta e irremediablemente, en volcanes.
Desde entonces, Iztaccíhuatl y Popocatépetl permanecen juntos y silenciosos. Se dice que cuando el amor del guerrero se acumula, tiene que sacarlo de alguna manera, es por eso que el fuego de la pasión eterna brota, lo que hace temblar la tierra.
La leyenda cuenta que, durante muchos años y hasta poco antes de la Conquista, las doncellas muertas por amores desdichados eran sepultadas en las faldas del Iztaccíhuatl.
En cuanto al cobarde tlaxcalteca que por celos mintió a Iztaccíhuatl sobre la muerte de Popocatépetl, y quien desencadenó esta tragedia, dicen que, arrepentido, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra. Algunos rumoran que también se convirtió en una montaña y se cubrió de nieve: el Pico de Orizaba. Le pusieron por nombre Citlaltépetl, o Cerro de la Estrella y desde allá lejos vigila el sueño eterno de los dos amantes a quienes jamás podrá separar.
Las tlahuelpuchis, las mujeres vampiro de Tlaxcala
Seguramente has escuchado decir que a algún vecino “se lo ha chupado la bruja”, y es que en México existe la creencia de que estas hechiceras rondan por las noches en busca de víctimas a las cuales chuparles la sangre, tal como los vampiros en otras latitudes.
Como muchas tradiciones en México, esta leyenda tiene un origen prehispánico. En Tlaxcala, estas criaturas son llamadas tlaltepuchis que, en lengua náhuatl, significa “sahumador luminoso”.
Las tlaltepuchis eran una especie de nahuales que tienen la capacidad de convertirse en animales y de cometer atrocidades. Hoy en día se les relaciona con las brujas.
Las tlahuelpuchis son mujeres comunes a la vista de todos, a quienes los dioses les han concedido un don que algunas usan de manera maliciosa. Ellas se enteran de que son portadoras de este don al llegar a la pubertad, específicamente cuando tienen su primera menstruación. Es en ese momento cuando entran en contacto con el potencial de sus poderes. Con el tiempo y la práctica, lograrán desarrollarlos por completo, hasta finalmente dominar la técnica de convertirse en animales.
Se dice que una vez que logran tomar la forma de un animal, se desprende de ellas una luminosidad que advierte su presencia. Aún hoy en día se puede oír el testimonio de muchas personas que dicen que han visto aquellas luces alejarse y acercarse.
Las tlahuelpuchis son territoriales y, a diferencia de las brujas en otros lados del mundo, ellas no conviven ni trabajan en grupos; pero sí se reconocen unas a otras, incluso cuando se encuentran en su forma humana. Ellas guardan su distancia respetando el territorio de cada una, pues son sumamente agresivas. Únicamente se ayudan cuando existe un peligro común que en solitario no pueden solucionar. Las tlahuelpuchi no atacan jamás a sus familiares, excepto si el secreto de su existencia es revelado por algún pariente a otras personas.
La leyenda también dice que se alimentan de sangre humana, pero por sobre todas las sangres, prefieren la de los niños pequeños, quiénes son sus víctimas favoritas y a quienes acechan en forma de animal o, si la situación lo exige, en forma de neblina que se filtra por puertas y ventanas.
Se dice también que las tlahuelpuchis pueden usar poderes hipnóticos, logrando que se duerman profundamente, o volver su sueño más pesado para evitar que despierten. Para tal propósito, echan su asqueroso aliento a la cara de los infortunados.
Hay que tener mucho cuidado al ser más frío y lluvioso el clima, pues es cuando desean buscar víctimas recién nacidas. Una vez dormidos los bebés, las tlahuelpuchis se convierten en mujeres, chupan al infante y salen rápidamente de la casa. Cuando los padres de la criatura se despiertan, se dan cuenta de que el pequeño presenta moretones en el pecho, la espalda y el cuello.
A veces, cuando una persona está bajo su dominio, pierde el juicio y se aventura a caminar sin tener conciencia del lugar por donde transita, y dicen que hasta han llegado a cometer suicidio.
Las tlahuelpuchis no pueden pasar sus poderes a ninguna persona y tampoco se heredan. Pero si una de ellas llega a ser asesinada, el culpable, dicen, será convertido en tlahuelpuchi.
Para llevar a cabo el ritual de transformación, las tlahuelpuchis preparan en el fogón de su hogar con madera de capulín, al que agregan raíces de agave, copal y hojas secas de zoapatle. Una vez listo el fuego las mujeres caminan sobre él tres veces de norte a sur y de este a oeste, después se sientan en dirección al hogar donde habita su víctima, mientras que de su cuerpo se desprenden las extremidades.
Se les puede ahuyentar colocando una cajita de agujas, un cuchillo, alfileres, un trozo de metal brillante o unas tijeras abiertas debajo del petate o de la cuna de los niños, pues se sabe que las brujas detestan el metal. Un espejo cerca de la puerta también ayudaría y una cubeta de agua es un repelente contra su presencia. Sin embargo, los tlaxcaltecas creen que lo más efectivo para alejar a las mujeres-chupadoras es envolver dientes de ajo en una tortilla, la que se coloca sobre el pecho del bebé, o bien, esparcir pedazos de cebolla alrededor de su cuna.
Antiguamente, cuando se descubría a una mujer tlahuelpuchi en una comunidad, se le sometía a juicio popular y se la ejecutaba sin más trámite. La leyenda urbana dice que la última ejecución ocurrió en Tlaxcala en el año de 1973, hace tan poco tiempo que el miedo aún no desaparece.
Hay muchas, muchísimas historias cuyas malvadas protagonistas son estas mujeres brujas, pero sólo contaremos una, pues se hizo tan famosa, que un renombrado doctor en Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana hizo un artículo sobre ella.
Eran las cuatro de la mañana cuando Luis y María encontraron a su hija muerta. Sus gritos de dolor y desesperación despertaron a su otra pequeña y a todos los vecinos.
—Clarito vi como un animal saltó de la ventana —dijo la madre—, pero no alcancé a ver qué era. Yo digo que fue el Diablo.
En cambio, Luis nombra a aquel animal con todas sus letras:
—Fue una tlahuelpuchi, la vi clarito. Y todo esto es mi culpa —dice llorando—, pues se me olvidó poner los ajos y las cebollas.
Los padres fueron desesperados a buscar quién pudiera ayudarles. Acudieron con todos los hechiceros y chamanes para ver si podía revivir a la pequeña, pero todos dijeron que aquella era una magia demasiado poderosa como para meterse con ella.
Al regresar a casa, cansados, tristes y dispuestos a hacer los preparativos para el entierro de la pequeña, ¡ésta despertó como si nada! A partir de ese día, se convirtió en la niña-milagro, pues nadie supo cómo fue que revivió.
Así pasaron muchos años y aquello se convirtió en una bella anécdota. Hasta que un día, a la jovencita comenzaron a salirle patas. ¡Se estaba convirtiendo! Luego, de la nada, llegó una mujer y le dijo:
—Estás lista. Tú eres una de las nuestras.
La muchacha, que siempre supo que había algo diferente en ella, se fue de casa de sus padres sin avisar, y nunca más volvió.
Cuenta la leyenda que ninguna de aquellas brujas volvió a atacar a la localidad, pues había una tlahuelpuchi que los cuidaba.
La joven reclamada
El bien, el mal y las creencias sobre la lucha entre ambos poderes han existido desde tiempos remotos. En Tlaxcala aún se narra la historia de esta pelea que afectó a una buena familia en tiempos de la Colonia.
La leyenda dice que vivía en la ciudad una tranquila pareja que esperaba con ilusión la llegada de su bebé. Una tarde, la mujer sintió que ya había llegado el momento de alumbrar, por lo que su marido llamó a una vieja comadrona, famosa en la villa por sus poderes adivinatorios.
La comadrona ayudó a la madre en el parto, del cual nació la pequeña Clara, una niña con un rostro precioso. La partera la cogió entre sus brazos y, mientras le ponía un collar contra el Mal de Ojo, dijo:
—¡Vaya que ésta es una criatura hermosa! Nunca había visto algo igual. Por desgracia, tanta belleza no puede pasar desapercibida, pero eso les digo: la niña será reclamada por Dios o por el Diablo.
Los padres estaban tan absortos en su hija, que no hicieron demasiado caso a las palabras de la anciana.
Pasó el tiempo y Clara fue creciendo, al igual que aumentaba su belleza. Pero también la prepotencia se fue generando en el corazón de la joven, que en su décimo quinto cumpleaños se negó a ingresar a un convento.
Sus padres intentaron convencerla, pero la muchacha dijo que los conventos eran para las feas y las infelices. Los padres de Clara aceptaron la decisión de su hija, no sin antes proponerle que se casara con algún buen caballero.
Clara aceptó, pero puso como condición que sus pretendientes se batieran en combate. De esta forma podría elegir entre todos ellos. Los días pasaban, las luchas entre los muchachos se sucedían, y los pretendientes de la orgullosa jovencita caían muertos sin causar ninguna compasión en el corazón de la muchacha.
Una noche, Clara se miraba al espejo admirando la belleza de sus dorados rizos, cuando escuchó, afuera de su casa, una melodía que enseguida la hipnotizó.
Se asomó a su balcón y vio acercarse, desde arriba, a un caballero vestido de negro sobre un caballo del mismo color. El joven pasó por debajo del balcón y movió su cabeza clavando sus ojos en los de Clara quien, al ver su bello rostro, su mirada enigmática y su sonrisa hechicera, cayó completamente enamorada de él.
El caballero le lanzó una rosa roja y continuó apareciendo cada día, cuando el sol se ocultaba. Clara lo esperaba siempre en su balcón. Una de esas noches, el joven subió hasta ahí y le susurró:
—Te he visto cada día y sentí cómo mi amor nació y creció. Es hora de que huyamos juntos para vivir felices por siempre.
La doncella ni siquiera lo pensó. Se escapó en medio de la noche hasta que juntos llegaron a un prado. Ahí se abrazaron. Ella cerró sus ojos, completamente feliz, pero de pronto sintió que el brazo de su amante estaba completamente cubierto de vello. Abrió los ojos y ¡descubrió la horripilante imagen del mismísimo Diablo!
Pasaron algunos días. Los padres desconsolados no se explicaban qué había ocurrido, ni sabían dónde estaba su hija. Fueron con las autoridades, pero ellas no pudieron hacer nada. Parecía que a la joven se la había tragado la tierra.
Justo cuando estaban completamente desesperados, una mujer de edad avanzada, de ésas que no tienen mucho que hacer, por lo que siempre están asomadas en las ventanas para ver los errores de los vecinos, se acercó a la casa de la joven y tocó la puerta. En cuanto la madre abrió, le dijo:
—Yo sé quién se llevó a su hija.
—¿Quién fue? —preguntó desesperada la madre.
—Bueno, en realidad no es que la raptaran, pues ella se fue por gusto, es más diría que demasiado gusto.
—¿De qué me está hablando? —dijo la madre furiosa—. Dígame ya quién se llevó a mi hija.
—Pues su nombre no lo conozco. Es un muchacho muy guapo que siempre está vestido de negro. Todas las noches venía a ver a su hija y le daba una rosa roja.
—¿Y hasta ahora nos lo dice?
—Ay, vecina, es que ya sabe que yo no soy chismosa y no me gusta meterme en la vida de los demás; sólo se lo dije porque creo que es importante que yo comente lo que vi de pura casualidad.
La madre le agradeció de mala gana y fue con su marido a decirle lo que había sucedido. Estaban completamente desesperados, pues no tenían ni idea de quién era el tipo aquel, ya que nadie, además de la señora informativa, parecía haberlo visto.
El padre se puso a revisar las cosas de su hija, cuando sacó el collar para el Mal de Ojo que le había puesto la partera, entonces recordó las palabras que les había dicho: «Será reclamada por Dios o por el Diablo».
De inmediato se fueron a buscar a la vieja comadrona. Al llegar a su casa preguntaron por ella, pero se encontraron con la terrible noticia de que ya había muerto, por lo que sus esperanzas de encontrar a su hija se fueron con ella. Ya se iban, cuando alguien, desde el fondo del cuartucho, les dijo:
—Tienen que elegir a Dios.
Los padres se voltearon para buscar de dónde salía la voz, la cual era dulce y armoniosa. Con esfuerzo, lograron ver en la oscuridad a una jovencita de no más de doce años. Cuando se acercaron a ella, su mirada los impresionó, pues parecían más los ojos de un adulto, de uno muy sabio.
—Somos católicos —dijo el padre—. Ya hicimos nuestra elección.
—Ustedes pueden creer en el Dios que quieran, eso no importa. Lo relevante es lo que hacen. Durante años abandonaron a su hija, pensaron que darle dinero era ejercer la paternidad, por eso ella se volvió arrogante y esto la llevó a la maldad, por eso fue tan fácil para el Diablo llevársela. Si la quieren recuperar, tendrán que convertirse ustedes en buenos padres, para que ella pueda elegir a Dios. Cuando lo hagan, ella volverá sola.
Durante años, los padres intentaron convertirse en los mejores católicos. Iban a dos misas diarias, entregaban su diezmo completo y siempre le daban limosna a los tres mendicantes que estaban fuera de la iglesia, pero nada de esto pareció funcionar. Estaban desesperados, pues ya no sabían qué hacer.
Un día, llegó una familia a la puerta de su casa. Los integrantes eran muy pobres y necesitaban un techo donde dormir y comer. Al abrir el dueño, la madre de la familia dijo:
—Necesitamos un sitio para vivir por siempre. Ustedes son ricos, si nos dan un cuarto y trabajo, podremos ser felices.
El dueño soltó una gran carcajada y dijo:
—¿No quieren también que les lavemos los pies?
—Si no es tanta molestia, dijo el hombre.
Así, el dueño y padre de la joven dio un portazo en la cara de aquellas personas que desaparecieron de inmediato. Al día siguiente, se descubrió el cadáver de la hija con el rostro quemado.
Presencia de San Miguel Arcángel
Tlaxcala es un pequeño pero bello estado de México. Fue de los primeros lugares en el Nuevo Mundo al que llegaron las misiones y sus frailes para hablar sobre el Dios cristiano.
La zona ha sido de gran batalla espiritual —como ya vimos en la leyenda anterior— por siglos. Allí hay pirámides donde los indios tenían sus ritos religiosos y donde han existido cultos prehispánicos, que, para fortuna de todos, se están recuperando; así como hay grandes templos católicos.
Cuentan varias leyendas que Tlaxcala ha sido bendecida por extraordinarias manifestaciones de María Santísima la Madre de Dios en Ocotlán y de San Miguel en San Miguel del Milagro. San Miguel Arcángel es el gran guerrero del ejército celestial que expulsó a Satanás del cielo.
Queremos compartir con ustedes la leyenda de los eventos ocurridos en San Miguel del Milagro.
Se cuenta que, el 25 de abril del año 1631, Diego Lázaro, uno de los primeros convertidos, participaba en una procesión por el día de San Marcos, cuando tuvo una visión de San Miguel, quien le habló así.
—Yo soy San Miguel Arcángel y he venido a decirte que es voluntad de Dios y mía que le digas a los habitantes de esta villa y de sus alrededores que, frente a la barranca, compuesta de dos montañas, encontrarán una fuente milagrosa de agua que sanará todas las enfermedades. Está debajo de un gran peñasco. No dudes lo que te digo y no olvides lo que te mando hacer.
—Pero, yo no soy alguien importante, ¿cómo haré para que me crean? —contestó, pero no obtuvo respuesta alguna.
Diego, pensando que nadie le creería, mantuvo aquello en silencio, pero unos días más tarde se enfermó de gravedad. Al principio no pensó que su mal se debiera a su desobediencia, por lo que no le dio mucha importancia. Trece días después, en su agonía y en un instante de intenso terror, se produjo un rayo y apareció frente a sus ojos San Miguel. El arcángel tomó a Diego Lázaro, lo llevó a la barranca y le dijo:
—Aquí, donde tocaré con mi bastón, está la fuente de la cual te hablé durante la procesión. Debes darla a conocer o serás gravemente castigado.
—Sí, señor; lo siento, no le volveré a fallar.
Cuando San Miguel tocó tierra con su bastón, un fulminante relámpago señaló el lugar de la fuente milagrosa.
—La luz que ves desciende del cielo y es el poder que Dios le está dando a esta fuente de agua para la sanación de todas las enfermedades y necesidades espirituales. Hazlo saber a todos —dijo el ángel.
En ese mismo momento, se sanó Diego Lázaro. Entonces fue a decirle a todo mundo lo que había pasado las dos veces. Ahora estaba completamente seguro de que le creerían, pero solamente la familia de Diego confió en su palabra; así que se fue con él a tratar de excavar en el lugar señalado por San Miguel, pero les fue imposible remover las rocas que yacían sobre la fuente.
De pronto, se apareció un joven de extraordinaria apariencia y con fuerza sobrenatural y removió las rocas. ¡Logró abrir la fuente de agua milagrosa! Cuando quisieron agradecer al muchacho, éste ya se había ido.
Con todo lo anterior, Diego no quiso volver a decir lo que había pasado, por lo que no acató la orden de San Miguel. No se le puede culpar demasiado, pues ya una vez lo había intentado y lo tacharon de loco
Seis meses más tarde, mientras participaba en la misa, un dolor irresistible y extraño lo atacó. Tuvo que irse a su casa. Sentía que se iba a morir.
San Miguel se apareció por tercera vez y le habló con voz de reproche:
—¿Por qué eres tan negligente en cumplir lo que te he encomendado hacer? ¿Deseas que vuelva a castigarte por tu desobediencia? Levántate y da a conocer lo que te he pedido.
Diego Lázaro se levantó, fue a la fuente, recogió agua en unos jarrones y se dirigió a buscar al obispo, quien lo recibió con amor paternal y le prometió investigar la aparición.
Lo primero que hizo fue pedirle que lo llevara a la fuente. Al verla, se arrodilló ante ella y lloró de felicidad por el milagro. Luego les pidió a sus monaguillos que se distribuyera el agua entre los enfermos del hospital. ¡Todos los que la tomaron se curaron inmediatamente!
Fue así que se iniciaron los eventos milagrosos que continúan hasta hoy. La fuente se ha secado en varias ocasiones y se piensa que ha sido por la falta de devoción con que algunas personas la toman.
En cuanto a Diego Lázaro, se sabe que se fue de ahí, pues, al parecer, tenía otros mensajes que dar por parte del Arcángel. Algunos dicen que nunca murió, pues había bebido tanta agua de la fuente que se hizo inmortal; otros piensan que sólo fue un invento de la iglesia para hacer creer que había milagros en la localidad, pero, curiosamente, sólo a esas personas el agua no les curó sus males.
Ahora ya queda muy poca agua, pero no te debes preocupar, pues, dicen los habitantes de la zona, que una sola gota basta.
Mártires de Tlaxcala
En un discurso que dio el Papa Benedicto XVI en la Plaza de la Paz, invitó a los niños mexicanos a tomar como ejemplo la vida cristiana de Cristóbal, Antonio y Juan, los niños mártires de Tlaxcala, quienes anunciaron a Cristo en los primeros años de la evangelización de México, pues “descubrieron que no había tesoro más grande que Él”.
Los niños Cristóbal, Antonio y Juan fueron martirizados entre los años 1527 y 1529 por predicar la doctrina cristiana en la Nueva España, es decir, en plena época de la conquista.
Fueron beatificados el 6 de mayo de 1990 en la Basílica de Guadalupe por Juan Pablo II.
Cristóbal nació en una población de Atlihuetzía y cursó sus estudios en la escuela franciscana de Tlaxcala de 1524 a 1527. Murió a los doce años. Fue hijo de Acxotecatl, quien, por desgracia, era alcohólico. Cuando los franciscanos reunieron a los hijos de los caciques para formar la primera escuela, Acxotecatl envió a sus otros hijos y se reservó a Cristóbal, pero más tarde fue llevado a la institución, donde asimiló con rapidez la doctrina cristiana, a tal grado que él mismo pidió el bautismo.
En seguida, comenzó a exhortar a su padre y a sus familiares para que tomaran la religión católica. Axcotecatl pensó que lo que le decía su hijo no era más una simple repetición de las enseñanzas de los frailes y no le hizo caso. Ante esa indiferencia, Cristóbal derramaba el pulque que se encontraba en la casa de su padre y destruía las figuras de los dioses.
Irritado Axcotecatl por la actitud de Cristóbal, concibió la idea de quitarle la vida. Entonces fingió celebrar una fiesta familiar, mandó a llamar a sus hijos de la escuela franciscana y cuando estuvieron presentes, se quedó sólo con Cristóbal. Cerrada la habitación, comenzó a reprenderlo, a golpearlo, a darle de puntapiés y finalmente lo echó al fuego.
Rescatado por su madre y otros familiares, Cristóbal sobrevivió las primeras horas del día siguiente, pero más tarde murió. Su padre ordenó que lo sepultaran en una de las habitaciones de su casa. Cuando se descubrió el crimen, Fray Andrés de Córdoba, en compañía de muchos indios, trasladó el cuerpo de Cristóbal al primer convento que tenían los franciscanos para después llevarlo al Exconvento de San Francisco, que actualmente es la catedral de La Asunción.
Sobre Antonio y Juan, la historia dice que nacieron en el pueblo de Tizatlán, del señorío de Tlaxcala. El padre de Antonio fue Ytzehecatzin. Ambos fueron educados en la primera escuela franciscana de la zona.
Dos años después del martirio de Cristóbal, llegaron a Tlaxcala dos religiosos de la orden de Santo Domingo, uno se llamaba Bernardino Minaya; el otro, probablemente, era Gonzalo Lucero. Viendo a tantos niños de la escuela franciscana, suplicaron a Fray Martín de Valencia mandara a algunos que les servirían de catequistas e intérpretes.
Así es como fueron designados Antonio, nieto de Xicoténcatl, con Juan, y un tercero llamado Diego. Fray Martín los exhortó a seguir preparándose, ya que quizá iban a sufrir mucho.
Al llegar a Tepeaca, los frailes dominicos comenzaron la predicación del Evangelio. Los niños se dedicaron a recolectar ídolos en las poblaciones de Tecali y Cuahutinchán, pues antes se tenía la incorrecta idea de que sólo la religión católica era verdadera y, por desgracia, se fomentaba el odio, cosa que, afortunadamente ya no sucede, pues en México se ha hecho un enorme esfuerzo para recuperar nuestras tradiciones. Ahí los niños fueron sorprendidos y, por desgracia, fueron asesinados.
Fray Toribio de Benavente —el famoso Motolinía—, uno de los doce frailes que llegaron a México en 1524, siendo guardián del convento de San Francisco de Tlaxcala en 1539, recolectó la información histórica en Atlihuetzía. Esa información la recibió de Luis, hermano de Cristóbal, el cual presenció el martirio desde una ventana, así como de otras personas de la familia.
Después, el Obispo Luis Munive Escobar, primer obispo de Tlaxcala, fue quien introdujo la causa de beatificación.
El 6 de mayo de 1990 los tres niños fueron declarados beatos por Juan Pablo II en la Basílica de Guadalupe, en México.
Hay muchos que afirman que los tres niños mártires de Tlaxcala son sumamente milagrosos. Lo cierto es que todos los admiran más allá de sí lo son o no, pues lucharon por lo que creyeron correcto.
El atrevido de Huamantla
La leyenda cuenta que había un niño muy valiente. Éste tenía dos hermanos menores, con quienes compartía habitación. El cuarto tenía una puerta hecha de madera, la cual llevaba al patio.
Él era un jovencito que consideraba que, prácticamente, nada lo podía asustar, incluso le encantaban las películas de terror. Como estaba acostumbrado a no sentir miedo, se quedaba despierto hasta altas horas de la noche para ver las películas de terror que le gustaban.
Nunca pensó que, en alguna ocasión, algo pondría a prueba su valentía. Era una noche normal para él. Estaba viendo una de las famosas películas de El Santo, cuando empezó a sentir que algo no andaba bien. De pronto escuchó sonidos detrás de la puerta de madera. Se acercó a ella y fue cuando se dio cuenta de que esos sonidos ¡eran rasguños!
Aunque él jura que no tuvo miedo, fue a despertar a sus hermanos. Intentó de todo, pero nada funcionó, ¡hasta llegó a pensar que estaban bajo algún hechizo! Mientras tanto, los rasguños no paraban.
Al voltear hacia la puerta vio una silueta humana. No sabía qué hacer, pero, para su suerte, recordó que guardaba un machete bajo su cama, el mismo que usaban para labores de campo. Entonces decidió salir de una vez para estar seguro de qué era lo que había afuera. Estaba convencido de que esas cosas extrañas eran obra de una bruja, así que se armó de valor y abrió la puerta dando un machetazo a lo que sea que estuviera en su entrada.
Revisó el patio, pero no había nada, todo parecía una ilusión. De pronto, sin saber por qué, se le ocurrió mirar al techo, donde encontró ¡un guajolote! Era un animal horrible que lo miraba fijamente.
Sin pensarlo dos veces, lo asustó a pedradas mientras el animal se quejaba con gritos aterradores y se alejaba al ver la valentía de aquel niño a quien tenía la intención de asustar.
Al día siguiente habló de eso con los miembros de su familia, quienes no podían creer lo que pasó.
—¡Eso te pasa por quedarte tan tarde despierto! —dijo su madre.
—Pero, si hubiera estado dormido, también habría venido el guajolote aquel ¿no?
—¡Estás castigado por insolente! —dijo el padre.
Cuando pasó el castigo del valiente jovencito de Tlaxcala, él continuó quedándose despierto viendo películas y nada lo volvió a asustar. ¿Te atreverías a hacer lo mismo que él?
El gladiador tlaxcalteca
Cuenta la leyenda que un guerrero tlaxcalteca medía más de dos metros, tenía la fuerza de diez hombres y contaba con honor inquebrantable; por todo lo anterior, era deseado como general de todos los pueblos, incluso los enemigos.
El imperio azteca, uno de los mejores pueblos guerreros, lo mandó llamar para solicitarlo como general. Le ofrecieron la conquista del mundo, pero el gladiador tlaxcalteca no cedió, ya que él le era fiel a su pueblo.
Moctezuma no estuvo de acuerdo con la respuesta, así que ordenó que lo apresaran, pero nadie logró capturar al guerrero, ya que el tlaxcalteca era musculoso, alto, hábil y siempre llevaba su macana en la mano. Pero los aztecas eran también hábiles combatientes y tenían mucha experiencia, así que le pusieron una trampa en la Ciénega, en la cual cayó, por lo que lograron apresarlo y lo llevaron a Tenochtitlán.
Moctezuma, en lugar de tratarlo como a un prisionero más, se disculpó por haberlo apresado y le propuso de nuevo ser el general del ejército para conquistar a los purépechas.
Tlahuicole, el gladiador tlaxcalteca, aceptó. Él encabezó el ejército azteca y llegó hasta Maravatio, entró a lo que hoy es Morelia y dicen que todo lo conquistó.
Al regresar, le mostró a Moctezuma lo que había logrado en sus invasiones. El Tlatoani le agradeció e hizo una fiesta en su honor.
Moctezuma le pidió por segunda vez que se quedara con ellos, y nuevamente le ofreció la conquista del mundo, pero el gladiador tlaxcalteca se negó rotundamente, y dijo:
—Jamás traicionaría a mi Tlaxcala.
Moctezuma ordenó que combatiera contra veintiocho hombres de los más fuertes.
—Si los vences, eres libre —dijo Moctezuma.
Luchó y venció. Dice la leyenda que ocho de aquellos valientes murieron y que los demás quedaron fuera de combate.
Moctezuma cumplió su palabra y lo liberó, pero él estaba consciente que desde el momento en que aceptó la propuesta de Moctezuma, ya no podía regresar vivo a Tlaxcala, ya que era un deshonor, por esto le pidió a Moctezuma que llevara un sacerdote y lo sacrificaran.
Así, sobre el templo, murió por su voluntad y después su cuerpo fue rodado por las escaleras como era la costumbre. Luego lo tiraron donde hoy es Villa Alta.
Así termina la leyenda de Tlahuicole, pero no su historia. Si te gustó este interesante personaje, busca información sobre él, porque muchos dicen que esto no es cierto y que fue un traidor. ¿Será?
La niña rubia
Se rumora que una jovencita, de nombre Herminia, estudiaba enfermería en la Universidad. Alquilaba un departamento cerca de la escuela, junto con otras dos muchachas. Como no iba muy bien en la facultad y había reprobado dos materias, decidió hacer cursos extras en las vacaciones de agosto.
Una noche tocaron a su puerta. Herminia fue a abrir y se encontró con una niña de siete años. Era muy bonita, de pelo rubio y ojos café oscuro. Tenía cara de sufrimiento. La niña le dijo a la muchacha que estaba perdida. Herminia le dijo que entrara al cuarto y que llamaría a la policía, Sin embargo, la niña le rogó que sólo le diera un vaso con leche y que la dejara dormir en su casa; que no llamara a la policía sino hasta la mañana siguiente, pues necesitaba descansar. Herminia accedió.
Cuando la muchacha fue a despertar a la niña, se dio cuenta de que no estaba.
Pasó un año y volvió a ocurrir lo mismo: se presentó la niña, le pidió leche, le dijo que estaba perdida y le pidió dormir en su casa. Al otro día, la niña, que parecía no haber crecido, había desaparecido. Entonces Herminia fue a la policía y contó lo sucedido. Pero nada se pudo hacer pues nadie había denunciado la pérdida de una niña.
La joven se puso a pensar qué podía hacer. Entonces decidió ir a un hospicio para hablar con la Madre Superiora. En la casa hogar tampoco habían perdido a ninguna niña.
Cuando, desalentada, Herminia se disponía a irse, entró una monja que llevaba una especie de anuario donde aparecían las fotos de las niñas que habitaban el hogar. Era un anuario de dos años atrás. Casualmente, ¡Herminia vio la foto de la niña de los rizos rubios!
—¡Madre Superiora, ésa es la niña perdida!
Desconcertada, la madre le contestó que esa niña había muerto hacía dos años.
Herminia regresó a su casa. Por la noche, llamaron a la puerta y la joven miró por la mirilla. Vio a la niña y abrió la puerta.
—¡Has tardado mucho en abrirme! —dijo la pequeña—. Tengo mucha hambre y mucho sueño
Herminia, muerta de miedo, le preparó la leche y la cama a la niña. A las dos horas, se levantó de su cama y fue a ver a la chiquilla. Estaba completamente tapada, la muchacha levantó las cobijas y vio cómo el cuerpecito de la niña se desvanecía como una nube blanca.
Al observar la almohada, vio que había un letrero escrito con letra infantil que decía:
—¡Muchas gracias por la leche, las galletas y la cama! Ahora debo ir al Infierno para llevar a las otras tres chicas que no me dejaron entrar a sus casas, no quisieron ayudarme y ni me dieron nada de comer.
Cuenta la leyenda que la pequeña se sigue apareciendo, y que las jóvenes siempre tienen un rincón que ofrecerle y un vaso de leche lista. Las que no la ayudan, no viven para contarlo.
La mujer de negro
La última leyenda, dicen que, en realidad, sucedió hace poco, cuando Tlihuatzia todavía era propiedad de la Comisión Federal de Electricidad, antes de que se la dieran al Gobierno de Tlaxcala. Por aquel entonces, utilizaban a Tlihautzia como un centro de capacitación de la Comisión.
Se cuenta que unas empleadas fueron trabajar en un evento de dos semanas. Al llegar al hotel en Tlihuatzia, les tocó la habitación número dos.
El primer día todo ocurrió de forma normal. Incluso se puede decir que se aburrieron de lo lindo, pues no había nada qué hacer. ¡Ni siquiera había televisión!
A la cuarta noche, una de las empleadas, a la que llamaremos Blanca, dormía plácidamente en una de las camas gemelas del cuarto. Al lado derecho había un ventanal con barrotes, de esas típicas de hacienda. Rosa estaba acostada en la otra cama, de cara al ventanal. De repente, Blanca sintió a alguien en la habitación. Entonces, Rosa también lo sintió, se puso muy tensa y dijo:
– ¡Chin, ya se metió otra vez un cristiano!
Tal vez la expresión suene un poco rara, pero resulta, que un año antes, en una convención parecida, un hombre se metió a su cuarto, supuestamente sin querer, y se armó un problema inmenso, pues hasta la policía fue a dar ahí.
Blanca trató de no moverse mucho, sino que se fue girando poquito a poquito hacia la izquierda. Fue cuando alguien o algo le puso una mano en la espalda, la cual subió hasta clavícula, y la detuvo, es decir, no la dejó que siguiera girando. Entonces dijo en voz baja:
—Tengo que voltearme rápido y gritar para que Rosa me ayude.
Se volteó y se paró rapidísimo de la cama, al tiempo que gritaba:
—¡Deja de molestar!
En ese mismo momento, tanto Rosa como Blanca vieron a una mujer vestida de negro, con el pelo largo y suelto, la cara blanca y demacrada. De sus ojos salían chispas y de su boca gritos de muerte. La mujer era terriblemente fea y flotaba en el aire.
Después de unos segundos, la imagen desapareció. Blanca casi muere del susto y Rosa se desmayó.
Al otro día, se lo contaron a Mercedes, que estaba en otro cuarto y le pidieron dormir con ella.
Mercedes no quiso, pues su cuarto sólo tenía una cama; así que bajaron a la recepción para pedir otra habitación. Cuando fueron, el encargado les preguntó por qué deseaban hacer el cambio. Le contaron lo que había pasado, aunque con algo de miedo, pues pensaba que no les iban a creer.
—Esperen, esperen —dijo el hombre—. ¿Les dieron el cuarto número dos?
—Así es.
—¡Qué suerte que están vivas!
Las tres mujeres se miraron entre ellas, fueron por sus cosas y jamás volvieron a ese hotel.
La leyenda cuenta que nadie ha entrado de nuevo a la habitación número dos, pero que la aparición comienza a verse en otros sitios, pues ese terrible espíritu clama venganza sin que nadie sepa por qué.